-¡OH LAMENTABLES
ruinas de la desdichada Nicosia, apenas enjutas de la sangre de
vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como carecéis de
sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos,
pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber
hallado compañía en ellas aliviara nuestro tormento. Esta esperanza os
puede haber quedado, mal derribados torreones, que otra vez, aunque no
para tan justa defensa como la en que os derribaron, os podéis ver
levantados. Mas yo, desdichado, ¿qué bien podré esperar en la
miserable estrecheza en que me hallo, aunque vuelva al estado en que
estaba antes deste en que me veo? Tal es mi desdicha, que en la
libertad fui sin ventura, y en el cautiverio ni la tengo ni la espero.
Estas razones decía un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto
las murallas derribadas de la ya perdida Nicosia; y así hablaba con
ellas, y hacía comparación de sus miserias a las suyas, como si ellas
fueran capaces de entenderle: propia condición de afligidos, que,
llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas ajenas de toda
razón y buen discurso.
En
esto, salió de un pabellón o tienda, de cuatro que estaban en aquella
campaña puestas, un turco, mancebo de muy buena disposición y
gallardía, y, llegándose al cristiano, le dijo:
-Apostaría yo, Ricardo amigo, que te traen por estos lugares tus
continuos pensamientos.
-Sí
traen -respondió Ricardo (que éste era el nombre del cautivo)-; mas,
¿qué aprovecha, si en ninguna parte a do voy hallo tregua ni descanso
en ellos, antes me los han acrecentado estas ruinas que desde aquí se
descubren?
-Por las de Nicosia dirás -dijo el turco.
-Pues ¿por cuáles quieres que diga -repitió Ricardo-, si no hay otras
que a los ojos por aquí se ofrezcan?
-Bien tendrás que llorar -replicó el turco-, si en esas
contemplaciones entras, porque los que vieron habrá dos años a esta
nombrada y rica isla de Chipre en su tranquilidad y sosiego, gozando
sus moradores en ella de todo aquello que la felicidad humana puede
conceder a los hombres, y ahora los vee o contempla, o desterrados
della o en ella cautivos y miserables, ¿cómo podrá dejar de no dolerse
de su calamidad y desventura? Pero dejemos estas cosas, pues no llevan
remedio, y vengamos a las tuyas, que quiero ver si le tienen; y así,
te ruego, por lo que debes a la buena voluntad que te he mostrado, y
por lo que te obliga el ser entrambos de una misma patria y habernos
criado en nuestra niñez juntos, que me digas qué es la causa que te
trae tan demasiadamente triste; que, puesto caso que sola la del
cautiverio es bastante para entristecer el corazón más alegre del
mundo, todavía imagino que de más atrás traen la corriente tus
desgracias. Porque los generosos ánimos, como el tuyo, no suelen
rendirse a las comunes desdichas tanto que den muestras de
extraordinarios sentimientos; y háceme creer esto el saber yo que no
eres tan pobre que te falte para dar cuanto pidieren por tu rescate,
ni estás en las torres del mar Negro, como cautivo de consideración,
que tarde o nunca alcanza la deseada libertad. Así que, no habiéndote
quitado la mala suerte las esperanzas de verte libre, y, con todo
esto, verte rendido a dar miserables muestras de tu desventura, no es
mucho que imagine que tu pena procede de otra causa que de la libertad
que perdiste; la cual causa te suplico me digas, ofreciéndote cuanto
puedo y valgo; quizá para que yo te sirva ha traído la fortuna este
rodeo de haberme hecho vestir deste hábito que aborrezco. Ya sabes,
Ricardo, que es mi amo el cadí desta ciudad (que es lo mismo que ser
su obispo). Sabes también lo mucho que vale y lo mucho que con él
puedo. Juntamente con esto, no ignoras el deseo encendido que tengo de
no morir en este estado que parece que profeso, pues, cuando más no
pueda, tengo de confesar y publicar a voces la fe de Jesucristo, de
quien me apartó mi poca edad y menos entendimiento, puesto que sé que
tal confesión me ha de costar la vida; que, a trueco de no perder la
del alma, daré por bien empleado perder la del cuerpo. De todo lo
dicho quiero que infieras y que consideres que te puede ser de algún
provecho mi amistad, y que, para saber qué remedios o alivios puede
tener tu desdicha, es menester que me la cuentes, como ha menester el
médico la relación del enfermo, asegurándote que la depositaré en lo
más escondido del silencio.
A
todas estas razones estuvo callando Ricardo; y, viéndose obligado
dellas y de la necesidad, le respondió con éstas:
-Si
así como has acertado, ¡oh amigo Mahamut! -que así se llamaba el
turco-, en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su remedio,
tuviera por bien perdida mi libertad, y no trocara mi desgracia con la
mayor ventura que imaginarse pudiera; mas yo sé que ella es tal, que
todo el mundo podrá saber bien la causa de donde procede, mas no habrá
en él persona que se atreva, no sólo a hallarle remedio, pero ni aun
alivio. Y, para que quedes satisfecho desta verdad, te la contaré en
las menos razones que pudiere. Pero, antes que entre en el confuso
laberinto de mis males, quiero que me digas qué es la causa que Hazán
Bajá, mi amo, ha hecho plantar en esta campaña estas tiendas y
pabellones antes de entrar en Nicosia, donde viene proveído por
virrey, o por bajá, como los turcos llaman a los virreyes.
-Yo
te satisfaré brevemente -respondió Mahamut-; y así, has de saber que
es costumbre entre los turcos que los que van por virreyes de alguna
provincia no entran en la ciudad donde su antecesor habita hasta que
él salga della y deje hacer libremente al que viene la residencia; y,
en tanto que el bajá nuevo la hace, el antiguo se está en la campaña
esperando lo que resulta de sus cargos, los cuales se le hacen sin que
él pueda intervenir a valerse de sobornos ni amistades, si ya primero
no lo ha hecho. Hecha, pues, la residencia, se la dan al que deja el
cargo en un pergamino cerrado y sellado, y con ella se presenta a la
Puerta del Gran Señor, que es como decir en la Corte, ante el Gran
Consejo del Turco; la cual vista
por el visirbajá, y por los otros cuatro bajaes
menores, como si dijésemos ante el presidente del Real Consejo y
oidores, o le premian o le castigan, según la relación de la
residencia; puesto que si viene culpado, con dineros rescata y escusa
el castigo; si no viene culpado y no le premian, como sucede de
ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que más se le
antoja, porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos,
sino por dineros: todo se vende y todo se compra. Los proveedores de
los cargos roban los proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio
comprado sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete.
Todo va como digo, todo este imperio es violento, señal que prometía
no ser durable; pero, a lo que yo creo, y así debe de ser verdad, le
tienen sobre sus hombros nuestros pecados; quiero decir los de
aquellos que descaradamente y a rienda suelta ofenden a Dios, como yo
hago: ¡Él se acuerde de mí por quien Él es! Por la causa que he dicho,
pues, tu amo, Hazán Bajá, ha estado en esta campaña cuatro días, y si
el de Nicosia no ha salido, como debía, ha sido por haber estado muy
malo; pero ya está mejor y saldrá hoy o mañana, sin duda alguna, y se
ha de alojar en unas tiendas que están detrás deste recuesto, que tú
no has visto, y tu amo entrará luego en la ciudad. Y esto es lo que
hay que saber de lo que me preguntaste.
-Escucha, pues -dijo Ricardo-; mas no sé si podré cumplir lo que antes
dije, que en breves razones te contaría mi desventura, por ser ella
tan larga y desmedida, que no se puede medir con razón alguna; con
todo esto, haré lo que pudiere y lo que el tiempo diere lugar. Y así,
te pregunto primero si conoces en nuestro lugar de Trápana una
doncella a quien la fama daba nombre de la más hermosa mujer que había
en toda Sicilia. Una doncella, digo, por quien decían todas las
curiosas lenguas, y afirmaban los más raros entendimientos, que era
la de más perfecta hermosura que tuvo la edad pasada, tiene la
presente y espera tener la que está por venir; una por quien los
poetas cantaban que tenía los cabellos de oro, y que eran sus ojos dos
resplandecientes soles, y sus mejillas purpúreas rosas, sus dientes
perlas, sus labios rubíes, su garganta alabastro; y que sus partes con
el todo, y el todo con sus partes, hacían una maravillosa y concertada
armonía, esparciendo naturaleza sobre todo una suavidad de colores tan
natural y perfecta, que jamás pudo la envidia hallar cosa en que
ponerle tacha. Que ¿es posible, Mahamut, que ya no me has dicho quién
es y cómo se llama? Sin duda creo, o que no me oyes, o que, cuando en
Trápana estabas, carecías de sentido.
-En
verdad, Ricardo -respondió Mahamut-, que si la que has pintado con
tantos estremos de hermosura no es Leonisa, la hija de Rodolfo
Florencio, no sé quién sea; que ésta sola tenía la fama que dices.
-Ésa es, ¡oh Mahamut! -respondió Ricardo-; ésa es, amigo, la causa
principal de todo mi bien y de toda mi desventura; ésa es, que no la
perdida libertad, por quien mis ojos han derramado, derraman y
derramarán lágrimas sin cuento, y la por quien mis sospiros encienden
el aire cerca y lejos, y la por quien mis razones cansan al cielo que
las escucha y a los oídos que las oyen; ésa es por quien tú me has
juzgado por loco o, por lo menos, por de poco valor y menos ánimo;
esta Leonisa, para mí leona y mansa cordera para otro, es la que me
tiene en este miserable estado. «Porque has de saber que desde mis
tiernos años, o a lo menos desde que tuve uso de razón, no sólo la
amé, mas la adoré y serví con tanta solicitud como si no tuviera en la
tierra ni en el cielo otra deidad a quien sirviese ni adorase. Sabían
sus deudos y sus padres mis deseos, y jamás dieron muestra de que les
pesase, considerando que iban encaminados a fin honesto y virtuoso; y
así, muchas veces sé yo que se lo dijeron a Leonisa, para disponerle
la voluntad a que por su esposo me recibiese. Mas ella, que tenía
puestos los ojos en Cornelio, el hijo de Ascanio Rótulo, que tú bien
conoces (mancebo galán, atildado, de blandas manos y rizos cabellos,
de voz meliflua y de amorosas palabras, y, finalmente, todo hecho de
ámbar y de alfeñique, guarnecido de telas y adornado de brocados), no
quiso ponerlos en mi rostro, no tan delicado como el de Cornelio, ni
quiso agradecer siquiera mis muchos y continuos servicios, pagando mi
voluntad con desdeñarme y aborrecerme; y a tanto llegó el estremo de
amarla, que tomara por partido dichoso que me acabara a pura fuerza de
desdenes y desagradecimientos, con que no diera descubiertos, aunque
honestos, favores a Cornelio. ¡Mira, pues, si llegándose a la angustia
del desdén y aborrecimiento, la mayor y más cruel rabia de los celos,
cuál estaría mi alma de dos tan mortales pestes combatida! Disimulaban
los padres de Leonisa los favores que a Cornelio hacía, creyendo, como
estaba en razón que creyesen, que atraído el mozo de su incomparable y
bellísima hermosura, la escogería por su esposa, y en ello granjearían
yerno más rico que conmigo; y bien pudiera ser, si así fuera, pero no
le alcanzaran, sin arrogancia sea dicho, de mejor condición que la
mía, ni de más altos pensamientos, ni de más conocido valor que el
mío. Sucedió, pues, que, en el discurso de mi pretensión, alcancé a
saber que un día del mes pasado de mayo, que éste de hoy hace un año,
tres días y cinco horas, Leonisa y sus padres, y Cornelio y los suyos,
se iban a solazar con toda su parentela y criados al jardín de Ascanio,
que está cercano a la marina, en el camino de las salinas.»
-Bien lo sé -dijo Mahamut-; pasa adelante, Ricardo, que
más de cuatro días tuve en él, cuando Dios quiso, más
de cuatro buenos ratos.
-«Súpelo
-replicó Ricardo-, y, al mismo instante que lo supe, me ocupó el alma
una furia, una rabia y un infierno de celos, con tanta vehemencia y
rigor, que me sacó de mis sentidos, como lo verás por lo que luego
hice, que fue irme al jardín donde me dijeron que estaban, y hallé a
la más de la gente solazándose, y debajo de un nogal sentados a
Cornelio y a Leonisa, aunque desviados un poco. Cuál ellos quedaron de
mi vista, no lo sé; de mí sé decir que quedé tal con la suya, que
perdí la de mis ojos, y me quedé como estatua sin voz ni movimiento
alguno. Pero no tardó mucho en despertar el enojo a la cólera, y la
cólera a la sangre del corazón, y la sangre a la ira, y la ira a las
manos y a la lengua. Puesto que las manos se ataron con el respecto, a
mi parecer, debido al hermoso rostro que tenía delante, pero la lengua
rompió el silencio con estas razones: ''Contenta estarás, ¡oh enemiga
mortal de mi descanso!, en tener con tanto sosiego delante de tus ojos
la causa que hará que los míos vivan en perpetuo y doloroso llanto.
Llégate, llégate, cruel, un poco más, y enrede tu yedra a ese inútil
tronco que te busca; peina o ensortija aquellos cabellos de ese tu
nuevo Ganimedes, que tibiamente te solicita. Acaba ya de entregarte a
los banderizos años dese mozo en quien contemplas, porque, perdiendo
yo la esperanza de alcanzarte, acabe con ella la vida que aborrezco.
¿Piensas, por ventura, soberbia y mal considerada doncella, que
contigo sola se han de romper y faltar las leyes y fueros que en
semejantes casos en el mundo se usan? ¿Piensas, quiero decir, que este
mozo, altivo por su riqueza, arrogante por su gallardía, inexperto por
su edad poca, confiado por su linaje, ha de querer, ni poder, ni saber
guardar firmeza en sus amores, ni estimar lo inestimable, ni conocer
lo que conocen los maduros y experimentados años? No lo pienses, si lo
piensas, porque
no tiene otra cosa buena el mundo, sino hacer sus
acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino
por su propia ignorancia. En los pocos años está la inconstancia
mucha; en los ricos, la soberbia; la vanidad, en los arrogantes, y en
los hermosos, el desdén; y en los que todo esto tienen, la necedad,
que es madre de todo mal suceso. Y tú, ¡oh mozo!, que tan a tu salvo
piensas llevar el premio, más debido a mis buenos deseos que a los
ociosos tuyos, ¿por qué no te levantas de ese estrado de flores donde
yaces y vienes a sacarme el alma, que tanto la tuya aborrece? Y no
porque me ofendas en lo que haces, sino porque no sabes estimar el
bien que la ventura te concede; y véese claro que le tienes en poco,
en que no quieres moverte a defendelle por no ponerte a riesgo de
descomponer la afeitada compostura de tu galán vestido. Si esa tu
reposada condición tuviera Aquiles, bien seguro estuviera Ulises de no
salir con su empresa, aunque más le mostrara resplandecientes armas y
acerados alfanjes. Vete, vete, y recréate entre las doncellas de tu
madre, y allí ten cuidado de tus cabellos y de tus manos, más
despiertas a devanar blando sirgo que a empuñar la dura espada''.
»A
todas estas razones jamás se levantó Cornelio del lugar donde le hallé
sentado, antes se estuvo quedo, mirándome como embelesado, sin
moverse; y a las levantadas voces con que le dije lo que has oído, se
fue llegando la gente que por la huerta andaba, y se pusieron a
escuchar otros más impropios que a Cornelio dije; el cual, tomando
ánimo con la gente que acudió, porque todos o los más eran sus
parientes, criados o allegados, dio muestras de levantarse; mas, antes
que se pusiese en pie, puse mano a mi espada y acometíle, no sólo a
él, sino a todos cuantos allí estaban. Pero, apenas vio Leonisa
relucir mi espada, cuando le tomó un recio desmayo, cosa que me puso
en mayor coraje
y mayor despecho. Y no te sabré decir si los muchos
que me acometieron atendían no más de a defenderse, como quien se
defiende de un loco furioso, o si fue mi buena suerte y diligencia, o
el cielo, que para mayores males quería guardarme; porque, en efeto,
herí siete o ocho de los que hallé más a mano. A Cornelio le valió su
buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies huyendo, que
se escapó de mis manos.
»Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de mis enemigos, que
ya como ofendidos procuraban vengarse, me socorrió la ventura con un
remedio que fuera mejor haber dejado allí la vida, que no,
restaurándola por tan no pensado camino, venir a perderla cada hora
mil y mil veces. Y fue que de improviso dieron en el jardín mucha
cantidad de turcos de dos galeotas de cosarios de Biserta, que en una
cala, que allí cerca estaba, habían desembarcado, sin ser sentidos de
las centinelas de las torres de la marina, ni descubiertos de los
corredores o atajadores de la costa. Cuando mis contrarios los vieron,
dejándome solo, con presta celeridad se pusieron en cobro: de cuantos
en el jardín estaban, no pudieron los turcos cautivar más de a tres
personas y a Leonisa, que aún se estaba desmayada. A mí me cogieron
con cuatro disformes heridas, vengadas antes por mi mano con cuatro
turcos, que de otras cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo. Este
asalto hicieron los turcos con su acostumbrada diligencia, y, no muy
contentos del suceso, se fueron a embarcar, y luego se hicieron a la
mar, y a vela y remo en breve espacio se pusieron en la Fabiana.
Hicieron reseña por ver qué gente les faltaba; y, viendo que los
muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman leventes, y
de los mejores y más estimados que traían, quisieron tomar en mí la
venganza; y así, mandó el
arráez de la capitana bajar la entena para ahorcarme.
»Todo esto estaba mirando Leonisa, que ya había vuelto en sí; y,
viéndose en poder de los cosarios, derramaba abundancia de hermosas
lágrimas, y, torciendo sus manos delicadas, sin hablar palabra, estaba
atenta a ver si entendía lo que los turcos decían. Mas uno de los
cristianos del remo le dijo en italiano como el arraéz mandaba ahorcar
a aquel cristiano, señalándome a mí, porque había muerto en su defensa
cuatro de los mejores soldados de las galeotas. Lo cual oído y
entendido por Leonisa (la vez primera que se mostró para mí piadosa),
dijo al cautivo que dijese a los turcos que no me ahorcasen, porque
perderían un gran rescate, y que les rogaba volviesen a Trápana, que
luego me rescatarían. Ésta, digo, fue la primera y aun será la última
caridad que usó conmigo Leonisa, y todo para mayor mal mío. Oyendo,
pues, los turcos lo que el cautivo les decía, le creyeron, y mudóles
el interés la cólera. Otro día por la mañana, alzando bandera de paz,
volvieron a Trápana; aquella noche la pasé con el dolor que imaginarse
puede, no tanto por el que mis heridas me causaban, cuanto por
imaginar el peligro en que la cruel enemiga mía entre aquellos
bárbaros estaba.
»Llegados, pues, como digo, a la ciudad, entró en el puerto la una
galeota y la otra se quedó fuera; coronóse luego todo el puerto y la
ribera toda de cristianos, y el lindo de Cornelio desde lejos estaba
mirando lo que en la galeota pasaba. Acudió luego un mayordomo mío a
tratar de mi rescate, al cual dije que en ninguna manera tratase de mi
libertad, sino de la de Leonisa, y que diese por ella todo cuanto
valía mi hacienda; y más, le ordené que volviese a tierra y dijese a
sus padres de Leonisa que le dejasen a él tratar de la libertad de su
hija, y que no se pusiesen en trabajo por ella. Hecho esto, el arráez
principal, que era un renegado griego llamado Yzuf, pidió por Leonisa
seis mil escudos, y por mí cuatro mil, añadiendo que no daría el uno
sin el otro. Pidió esta gran suma, según después supe, porque estaba
enamorado de Leonisa, y no quisiera él rescatalla, sino darle al
arráez de la otra galeota, con quien había de partir las presas que se
hiciesen por mitad, a mí, en precio de cuatro mil escudos y mil en
dinero, que hacían cinco mil, y quedarse con Leonisa por otros cinco
mil. Y ésta fue la causa por que nos apreció a los dos en diez mil
escudos. Los padres de Leonisa no ofrecieron de su parte nada,
atenidos a la promesa que de mi parte mi mayordomo les había hecho, ni
Cornelio movió los labios en su provecho; y así, después de muchas
demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco
mil y por mí tres mil escudos.
»Aceptó Yzuf este partido, forzado de las persuasiones de su compañero
y de lo que todos sus soldados le decían; mas, como mi mayordomo no
tenía junta tanta cantidad de dineros, pidió tres días de término para
juntarlos, con intención de malbaratar mi hacienda hasta cumplir el
rescate. Holgóse desto Yzuf, pensando hallar en este tiempo ocasión
para que el concierto no pasase adelante; y, volviéndose a la isla de
la Fabiana, dijo que llegado el término de los tres días volvería por
el dinero. Pero la ingrata fortuna, no cansada de maltratarme, ordenó
que estando desde lo más alto de la isla puesta a la guarda una
centinela de los turcos, bien dentro a la mar descubrió seis velas
latinas, y entendió, como fue verdad, que debían ser, o la escuadra de
Malta, o algunas de las de Sicilia. Bajó corriendo a dar la nueva, y
en un pensamiento se embarcaron los turcos, que estaban en tierra,
cuál guisando de comer, cuál lavando su ropa; y, zarpando con no vista
presteza, dieron al agua los remos y al viento las velas, y, puestas
las proas en Berbería, en menos de dos horas perdieron de vista las
galeras; y así, cubiertos con la isla y con la noche, que venía
cerca, se aseguraron del miedo que habían cobrado.
»A
tu buena consideración dejo, ¡oh Mahamut amigo!, que consideres cuál
iría mi ánimo en aquel viaje, tan contrario del que yo esperaba; y más
cuando otro día, habiendo llegado las dos galeotas a la isla de la
Pantanalea, por la parte del mediodía, los turcos saltaron en tierra a
hacer leña y carne, como ellos dicen; y más, cuando vi que los
arráeces saltaron en tierra y se pusieron a hacer las partes de todas
las presas que habían hecho. Cada acción déstas fue para mí una
dilatada muerte. Viniendo, pues, a la partición mía y de Leonisa, Yzuf
dio a Fetala (que así se llamaba el arráez de la otra galeota) seis
cristianos, los cuatro para el remo, y dos muchachos hermosísimos, de
nación corsos, y a mí con ellos, por quedarse con Leonisa, de lo cual
se contentó Fetala. Y, aunque estuve presente a todo esto, nunca pude
entender lo que decían, aunque sabía lo que hacían, ni entendiera por
entonces el modo de la partición si Fetala no se llegara a mí y me
dijera en italiano: ''Cristiano, ya eres mío; en dos mil escudos de
oro te me han dado; si quisieres libertad, has de dar cuatro mil, si
no, acá morir''. Preguntéle si era también suya la cristiana; díjome
que no, sino que Yzuf se quedaba con ella, con intención de volverla
mora y casarse con ella. Y así era la verdad, porque me lo dijo uno de
los cautivos del remo, que entendía bien el turquesco, y se lo había
oído tratar a Yzuf y a Fetala. Díjele a mi amo que hiciese de modo
como se quedase con la cristiana, y que le daría por su rescate solo
diez mil escudos de oro en oro. Respondióme no ser posible, pero que
haría que Yzuf supiese la gran suma que él ofrecía por la cristiana;
quizá, llevado del interese, mudaría de intención y la rescataría.
Hízolo así, y mandó que todos los de su galeota se embarcasen luego,
porque se quería ir a Trípol de Berbería, de donde él era. Yzuf,
asimismo, determinó irse a Biserta; y así, se embarcaron con la misma
priesa que suelen cuando descubren o galeras de quien temer, o bajeles
a quien robar. Movióles a darse priesa, por parecerles que el tiempo
mudaba con muestras de borrasca.
»Estaba Leonisa en tierra, pero no en parte que yo la pudiese ver, si
no fue que al tiempo del embarcarnos llegamos juntos a la marina.
Llevábala de la mano su nuevo amo y su más nuevo amante, y al entrar
por la escala que estaba puesta desde tierra a la galeota, volvió los
ojos a mirarme, y los míos, que no se quitaban della, la miraron con
tan tierno sentimiento y dolor que, sin saber cómo, se me puso una
nube ante ellos que me quitó la vista, y sin ella y sin sentido alguno
di conmigo en el suelo. Lo mismo, me dijeron después, que había
sucedido a Leonisa, porque la vieron caer de la escala a la mar, y que
Yzuf se había echado tras della y la sacó en brazos. Esto me contaron
dentro de la galeota de mi amo, donde me habían puesto sin que yo lo
sintiese; mas, cuando volví de mi desmayo y me vi solo en la galeota,
y que la otra, tomando otra derrota, se apartaba de nosotros,
llevándose consigo la mitad de mi alma, o, por mejor decir, toda ella,
cubrióseme el corazón de nuevo, y de nuevo maldije mi ventura y llamé
a la muerte a voces; y eran tales los sentimientos que hacía, que mi
amo, enfadado de oírme, con un grueso palo me amenazó que, si no
callaba, me maltrataría. Reprimí las lágrimas, recogí los suspiros,
creyendo que con la fuerza que les hacía reventarían por parte que
abriesen puerta al alma, que tanto deseaba desamparar este miserable
cuerpo; mas la suerte, aún no contenta de haberme puesto en tan
encogido estrecho, ordenó de acabar con todo, quitándome las
esperanzas de todo mi remedio; y fue que en un instante se declaró la
borrasca que ya se temía, y el viento que de la parte de mediodía
soplaba y nos embestía por la proa, comenzó a reforzar con tanto brío,
que fue forzoso volverle la popa y dejar correr el bajel por donde el
viento quería llevarle.
»Llevaba designio el arraéz de despuntar la isla y tomar abrigo en
ella por la banda del norte, mas sucedióle al revés su pensamiento,
porque el viento cargó con tanta furia que, todo lo que habíamos
navegado en dos días, en poco más de catorce horas nos vimos a seis
millas o siete de la propia isla de donde habíamos partido, y sin
remedio alguno íbamos a embestir en ella, y no en alguna playa, sino
en unas muy levantadas peñas que a la vista se nos ofrecían,
amenazando de inevitable muerte a nuestras vidas. Vimos a nuestro lado
la galeota de nuestra conserva, donde estaba Leonisa, y a todos sus
turcos y cautivos remeros haciendo fuerza con los remos para
entretenerse y no dar en las peñas. Lo mismo hicieron los de la
nuestra, con más ventaja y esfuerzo, a lo que pareció, que los de la
otra, los cuales, cansados del trabajo y vencidos del tesón del viento
y de la tormenta, soltando los remos, se abandonaron y se dejaron ir a
vista de nuestros ojos a embestir en las peñas, donde dio la galeota
tan grande golpe que toda se hizo pedazos. Comenzaba a cerrar la
noche, y fue tamaña la grita de los que se perdían y el sobresalto de
los que en nuestro bajel temían perderse, que ninguna cosa de las que
nuestro arráez mandaba se entendía ni se hacía; sólo se atendía a no
dejar los remos de las manos, tomando por remedio volver la proa al
viento y echar las dos áncoras a la mar, para entretener con esto
algún tiempo la muerte, que por cierta tenían. Y, aunque el miedo de
morir era general en todos, en mí era muy al contrario, porque con la
esperanza engañosa de ver en el otro mundo a la que había tan poco que
déste se había partido, cada punto que la galeota tardaba en anegarse
o en embestir en las peñas, era para mí un siglo de más penosa muerte.
Las levantadas olas, que por encima del bajel y de mi cabeza pasaban,
me hacían estar atento a ver si en ellas venía el cuerpo de la
desdichada Leonisa.
»No
quiero detenerme ahora, ¡oh Mahamut!, en contarte por menudo los
sobresaltos, los temores, las ansias, los pensamientos que en aquella
luenga y amarga noche tuve y pasé, por no ir contra lo que primero
propuse de contarte brevemente mi desventura. Basta decirte que fueron
tantos y tales que, si la muerte viniera en aquel tiempo, tuviera bien
poco que hacer en quitarme la vida.
»Vino el día con muestras de mayor tormenta que la pasada, y hallamos
que el bajel había virado un gran trecho, habiéndose desviado de las
peñas un buen trecho, y llegádose a una punta de la isla; y, viéndose
tan a pique de doblarla, turcos y cristianos, con nueva esperanza y
fuerzas nuevas, al cabo de seis horas doblamos la punta, y hallamos
más blando el mar y más sosegado, de modo que más fácilmente nos
aprovechamos de los remos, y, abrigados con la isla, tuvieron lugar
los turcos de saltar en tierra para ir a ver si había quedado alguna
reliquia de la galeota que la noche antes dio en las peñas; mas aún no
quiso el cielo concederme el alivio que esperaba tener de ver en mis
brazos el cuerpo de Leonisa; que, aunque muerto y despedazado, holgara
de verle, por romper aquel imposible que mi estrella me puso de
juntarme con él, como mis buenos deseos merecían; y así, rogué a un
renegado que quería desembarcarse que le buscase y viese si la mar lo
había arrojado a la orilla. Pero, como ya he dicho, todo esto me negó
el cielo, pues al mismo instante tornó a embravecerse el viento, de
manera que el amparo de la isla no fue de algún provecho. Viendo esto
Fetala, no quiso contrastar contra la fortuna, que tanto le perseguía,
y así, mandó poner el trinquete al árbol y hacer un poco de vela;
volvió la proa a la mar y la popa al viento; y, tomando él mismo el
cargo del timón, se dejó correr por el ancho mar, seguro que ningún
impedimento le estorbaría su camino. Iban los remos igualados en la
crujía y toda la gente sentada por los bancos y ballesteras, sin que
en toda la galeota se descubriese otra persona que la del cómitre, que
por más seguridad suya se hizo atar fuertemente al estanterol. Volaba
el bajel con tanta ligereza que, en tres días y tres noches, pasando a
la vista de Trápana, de Melazo y de Palermo, embocó por el faro de
Micina, con maravilloso espanto de los que iban dentro y de aquellos
que desde la tierra los miraban.
»En
fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fue en
su porfía, digo que cansados, hambrientos y fatigados con tan largo
rodeo, como fue bajar casi toda la isla de Sicilia, llegamos a Trípol
de Berbería, adonde a mi amo (antes de haber hecho con sus levantes la
cuenta del despojo, y dádoles lo que les tocaba, y su quinto al rey,
como es costumbre) le dio un dolor de costado tal, que dentro de tres
días dio con él en el infierno. Púsose luego el rey de Trípol en toda
su hacienda, y el alcaide de los muertos que allí tiene el Gran Turco
(que, como sabes, es heredero de los que no le dejan en su muerte);
estos dos tomaron toda la hacienda de Fetala, mi amo, y yo cupe a
éste, que entonces era virrey de Trípol; y de allí a quince días le
vino la patente de virrey de Chipre, con el cual he venido hasta aquí
sin intento de rescatarme, porque él me ha dicho muchas veces que me
rescate, pues soy hombre principal, como se lo dijeron los soldados de
Fetala, jamás he acudido a ello, antes le he dicho que le engañaron
los que le dijeron grandezas de mi posibilidad. Y si quieres, Mahamut,
que te diga todo mi pensamiento, has de saber que no quiero volver a
parte donde por alguna vía pueda tener cosa que me consuele, y quiero
que, juntándose a la vida del cautiverio, los pensamientos y memorias
que jamás me dejan de la muerte de Leonisa vengan a ser parte para que
yo no la tenga jamás de gusto alguno. Y si es verdad que los continuos
dolores forzosamente se han de acabar o acabar a quien los padece, los
míos no podrán dejar de hacello, porque pienso darles rienda de manera
que, a pocos días, den alcance a la miserable vida que tan contra mi
voluntad sostengo.
»Éste es, ¡oh Mahamut hermano!, el triste suceso mío; ésta es la causa
de mis suspiros y de mis lágrimas; mira tú ahora y considera si es
bastante para sacarlos de lo profundo de mis entrañas y para
engendrarlos en la sequedad de mi lastimado pecho. Leonisa murió, y
con ella mi esperanza; que, puesto que la que tenía, ella viviendo, se
sustentaba de un delgado cabello, todavía, todavía...»
Y
en este «todavía» se le pegó la lengua al paladar, de manera que no
pudo hablar más palabra ni detener las lágrimas, que, como suele
decirse, hilo a hilo le corrían por el rostro, en tanta abundancia,
que llegaron a humedecer el suelo. Acompañóle en ellas Mahamut; pero,
pasándose aquel parasismo, causado de la memoria renovada en el amargo
cuento, quiso Mahamut consolar a Ricardo con las mejores razones que
supo; mas él se las atajó, diciéndole:
-Lo
que has de hacer, amigo, es aconsejarme qué haré yo para caer en
desgracia de mi amo, y de todos aquellos con quien yo comunicare; para
que, siendo aborrecido dél y dellos, los unos y los otros me maltraten
y persigan de suerte que, añadiendo dolor a dolor y pena a pena,
alcance con brevedad lo que deseo, que es acabar la vida.
-Ahora he hallado ser verdadero -dijo Mahamut-, lo que suele decirse:
que lo que se sabe sentir se sabe decir, puesto que algunas veces el
sentimiento enmudece la lengua; pero, comoquiera que ello sea,
Ricardo, ora llegue tu dolor a tus palabras, ora ellas se le
aventajen, siempre has de hallar en mí un verdadero amigo, o para
ayuda o para consejo; que, aunque mis pocos años y el desatino que he
hecho en vestirme este hábito están dando voces que de ninguna destas
dos cosas que te ofrezco se puede fiar ni esperar alguna, yo procuraré
que no salga verdadera esta sospecha, ni pueda tenerse por cierta tal
opinión. Y, puesto que tú no quieras ni ser aconsejado ni favorecido,
no por eso dejaré de hacer lo que te conviniere, como suele hacerse
con el enfermo, que pide lo que no le dan y le dan lo que le conviene.
No hay en toda esta ciudad quien pueda ni valga más que el cadí, mi
amo, ni aun el tuyo, que viene por visorrey della, ha de poder tanto;
y, siendo esto así, como lo es, yo puedo decir que soy el que más
puede en la ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero. Digo
esto, porque podría ser dar traza con él para que vinieses a ser suyo,
y, estando en mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer,
así para consolarte, si quisieres o pudieres tener consuelo, y a mí
para salir désta a mejor vida, o, a lo menos, a parte donde la tenga
más segura cuando la deje.
-Yo
te agradezco -respondió Ricardo-, Mahamut, la amistad que me ofreces,
aunque estoy cierto que, con cuanto hicieres, no has de poder cosa que
en mi provecho resulte. Pero dejemos ahora esto y vamos a las tiendas,
porque, a lo que veo, sale de la ciudad mucha gente, y sin duda es el
antiguo virrey que sale a estarse en la campaña, por dar lugar a mi
amo que entre en la ciudad a hacer la residencia.
-Así es -dijo Mahamut-; ven, pues, Ricardo, y verás las ceremonias con
que se reciben; que sé que gustarás de verlas.
-Vamos en buena hora -dijo Ricardo-; quizá te habré menester si acaso
el guardián de los cautivos de mi amo me ha echado menos, que es un
renegado, corso de nación y de no muy piadosas entrañas.
Con
esto dejaron la plática, y llegaron a las tiendas a tiempo que llegaba
el antiguo bajá, y el nuevo le salía a recebir a la puerta de la
tienda.
Venía acompañado Alí Bajá (que así se llamaba el que dejaba el
gobierno) de todos los jenízaros que de ordinario están de presidio en
Nicosia, después que los turcos la ganaron, que serían hasta
quinientos. Venían en dos alas o hileras, los unos con escopetas y los
otros con alfanjes desnudos. Llegaron a la puerta del nuevo bajá Hazán,
la rodearon todos, y Alí Bajá, inclinando el cuerpo, hizo reverencia a
Hazán, y él con menos inclinación le saludó. Luego se entró Alí en el
pabellón de Hazán, y los turcos le subieron sobre un poderoso caballo
ricamente aderezado, y, trayéndole a la redonda de las tiendas y por
todo un buen espacio de la campaña, daban voces y gritos, diciendo en
su lengua: «¡Viva, viva Solimán sultán, y Hazán Bajá en su nombre!»
Repitieron esto muchas veces, reforzando las voces y los alaridos, y
luego le volvieron a la tienda, donde había quedado Alí Bajá, el cual,
con el cadí y Hazán, se encerraron en ella por espacio de una hora
solos. Dijo Mahamut a Ricardo que se habían encerrado a tratar de lo
que convenía hacer en la ciudad cerca de las obras que Alí dejaba
comenzadas. De allí a poco tiempo salió el cadí a la puerta de la
tienda, y dijo a voces en lengua turquesca, arábiga y griega, que
todos los que quisiesen entrar a pedir justicia, o otra cosa contra
Alí Bajá, podrían entrar libremente; que allí estaba Hazán Bajá, a
quien el Gran Señor enviaba por virrey de Chipre, que les guardaría
toda razón y justicia. Con esta licencia, los jenízaro dejaron
desocupada la puerta de la tienda y dieron lugar a que entrasen los
que quisiesen. Mahamut hizo que entrase con él Ricardo, que, por ser
esclavo de Hazán, no se le impidió la entrada.
Entraron a pedir justicia, así griegos cristianos como algunos turcos,
y todos de cosas de tan poca importancia, que las más despachó el cadí
sin dar traslado a la parte, sin autos, demandas ni respuestas; que
todas las causas, si no son las matrimoniales, se despachan en pie y
en un punto, más a juicio de buen varón que por ley alguna. Y entre
aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez competente de
todas las causas, que las abrevia en la uña y las sentencia en un
soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal.
En
esto entró un chauz, que es como alguacil, y dijo que estaba a la
puerta de la tienda un judío que traía a vender una hermosísima
cristiana; mandó el cadí que le hiciese entrar, salió el chauz, y
volvió a entrar luego, y con él un venerable judío, que traía de la
mano a una mujer vestida en hábito berberisco, tan bien aderezada y
compuesta que no lo pudiera estar tan bien la más rica mora de Fez ni
de Marruecos, que en aderezarse llevan la ventaja a todas las
africanas, aunque entren las de Argel con sus perlas tantas. Venía
cubierto el rostro con un tafetán carmesí; por las gargantas de los
pies, que se descubrían, parecían dos carcajes (que así se llaman las
manillas en arábigo), al parecer de puro oro; y en los brazos, que
asimismo por una camisa de cendal delgado se descubrían o traslucían,
traía otros carcajes de oro sembrados de muchas perlas; en resolución,
en cuanto el traje, ella venía rica y gallardamente aderezada.
Admirados desta primera vista el cadí y los demás bajaes, antes que
otra cosa dijesen ni preguntasen, mandaron al judío que hiciese que se
quitase el antifaz la cristiana. Hízolo así,
y descubrió un rostro que así deslumbró los ojos y
alegró los corazones de los circunstantes, como el sol que, por entre
cerradas nubes, después de mucha escuridad, se ofrece a los ojos de
los que le desean: tal era la belleza de la cautiva cristiana, y tal
su brío y su gallardía. Pero en quien con más efeto hizo impresión la
maravillosa luz que había descubierto, fue en el lastimado Ricardo,
como en aquel que mejor que otro la conocía, pues era su cruel y amada
Leonisa, que tantas veces y con tantas lágrimas por él había sido
tenida y llorada por muerta.
Quedó a la improvisa vista de la singular belleza de la cristiana
traspasado y rendido el corazón de Alí, y en el mismo grado y con la
misma herida se halló el de Hazán, sin quedarse esento de la amorosa
llaga el del cadí, que, más suspenso que todos, no sabía quitar los
ojos de los hermosos de Leonisa. Y, para encarecer las poderosas
fuerzas de amor, se ha de saber que en aquel mismo punto nació en los
corazones de los tres una, a su parecer, firme esperanza de alcanzarla
y de gozarla; y así, sin querer saber el cómo, ni el dónde, ni el
cuándo había venido a poder del judío, le preguntaron el precio que
por ella quería.
El
codicioso judío respondió que cuatro mil doblas, que vienen a ser dos
mil escudos; mas, apenas hubo declarado el precio, cuando Alí Bajá
dijo que él los daba por ella, y que fuese luego a contar el dinero a
su tienda. Empero Hazán Bajá, que estaba de parecer de no dejarla,
aunque aventurase en ello la vida, dijo:
-Yo
asimismo doy por ella las cuatro mil doblas que el judío pide, y no
las diera ni me pusiera a ser contrario de lo que Alí ha dicho si no
me forzara lo que él mismo dirá que es razón que me obligue y fuerce,
y es que esta gentil esclava no pertenece para ninguno de nosotros,
sino para el Gran Señor solamente; y así, digo que en su nombre la
compro: veamos ahora quién será el atrevido que me la quite.
-Yo
seré -replicó Alí-, porque para el mismo efeto la compro, y estáme a
mí más a cuento hacer al Gran Señor este presente, por la comodidad de
llevarla luego a Constantinopla, granjeando con él la voluntad del
Gran Señor; que, como hombre que quedo, Hazán, como tú vees, sin cargo
alguno, he menester buscar medios de tenelle, de lo que tú estás
seguro por tres años, pues hoy comienzas a mandar y a gobernar este
riquísimo reino de Chipre. Así que, por estas razones y por haber sido
yo el primero que ofrecí el precio por la cautiva, está puesto en
razón, ¡oh Hazán!, que me la dejes.
-Tanto más es de agradecerme a mí -respondió Hazán- el procurarla y
enviarla al Gran Señor, cuanto lo hago sin moverme a ello interés
alguno; y, en lo de la comodidad de llevarla, una galeota armaré con
sola mi chusma y mis esclavos que la lleve.
Azoróse con estas razones Alí, y, levantándose en pie, empuñó el
alfanje, diciendo:
-Siendo, ¡oh Hazán!, mis intentos unos, que es presentar y llevar esta
cristiana al Gran Señor, y, habiendo sido yo el comprador primero,
está puesto en razón y en justicia que me la dejes a mí; y, cuando
otra cosa pensares, este alfanje que empuño defenderá mi derecho y
castigará tu atrevimiento.
El
cadí, que a todo estaba atento, y que no menos que los dos ardía,
temeroso de quedar sin la cristiana, imaginó cómo poder atajar el gran
fuego que se había encendido, y, juntamente, quedarse con la cautiva,
sin dar alguna sospecha de su dañada intención; y así, levantándose en
pie, se puso entre los dos, que ya también lo estaban, y dijo:
-Sosiégate, Hazán, y tú, Alí, estáte quedo; que yo estoy aquí, que
sabré y podré componer vuestras diferencias de manera que los dos
consigáis vuestros intentos, y el Gran Señor, como deseáis, sea
servido.
A
las palabras del cadí obedecieron luego; y aun si otra cosa más
dificultosa les mandara, hicieran lo mismo: tanto es el respecto que
tienen a sus canas los de aquella dañada secta. Prosiguió, pues, el
cadí, diciendo:
-Tú
dices, Alí, que quieres esta cristiana para el Gran Señor, y Hazán
dice lo mismo; tú alegas que por ser el primero en ofrecer el precio
ha de ser tuya; Hazán te lo contradice; y, aunque él no sabe fundar su
razón, yo hallo que tiene la misma que tú tienes, y es la intención,
que sin duda debió de nacer a un mismo tiempo que la tuya, en querer
comprar la esclava para el mismo efeto; sólo le llevaste tú la ventaja
en haberte declarado primero, y esto no ha de ser parte para que de
todo en todo quede defraudado su buen deseo; y así, me parece ser bien
concertaros en esta forma: que la esclava sea de entrambos; y, pues el
uso della ha de quedar a la voluntad del Gran Señor, para quien se
compró, a él toca disponer della; y, en tanto, pagarás tú, Hazán, dos
mil doblas, y Alí otras dos mil, y quedaráse la cautiva en poder mío
para que en nombre de entrambos yo la envíe a Constantinopla, porque
no quede sin algún premio, siquiera por haberme hallado presente; y
así, me ofrezco de enviarla a mi costa, con la autoridad y decencia
que se debe a quien se envía, escribiendo al Gran Señor todo lo que
aquí ha pasado y la voluntad que los dos habéis mostrado a su
servicio.
No
supieron, ni pudieron, ni quisieron contradecirle los dos enamorados
turcos; y, aunque vieron que por aquel camino no conseguían su deseo,
hubieron de pasar por el parecer del cadí, formando y criando cada uno
allá en su ánimo una esperanza que, aunque dudosa, les prometía poder
llegar al fin de sus encendidos deseos. Hazán, que se quedaba por
virrey en Chipre, pensaba dar tantas dádivas al cadí que, vencido y
obligado, le diese la cautiva; Alí imaginó de hacer un hecho que le
aseguró salir con lo que deseaba. Y, teniendo por cierto cada cual su
designio, vinieron con facilidad en lo que el cadí quiso, y, de
consentimiento y voluntad de los dos, se la entregaron luego, y luego
pagaron al judío cada uno dos mil doblas. Dijo el judío que no la
había de dar con los vestidos que tenía, porque valían otras dos mil
doblas; y así era la verdad, a causa que en los cabellos, que parte
por las espaldas sueltos traía y parte atados y enlazados por la
frente, se parecían algunas hileras de perlas que con estremada gracia
se enredaban con ellos. Las manillas de los pies y manos asimismo
venían llenas de gruesas perlas. El vestido era una almalafa de raso
verde, toda bordada y llena de trencillas de oro. En fin, les pareció
a todos que el judío anduvo corto en el precio que pidió por el
vestido, y el cadí, por no mostrarse menos liberal que los dos bajaes,
dijo que él quería pagarle, porque de aquella manera se presentase al
Gran Señor la cristiana. Tuviéronlo por bien los dos competidores,
creyendo cada uno que todo había de venir a su poder.
Falta ahora por decir lo que sintió Ricardo de ver andar en almoneda
su alma, y los pensamientos que en aquel punto le vinieron, y los
temores que le sobresaltaron, viendo que el haber hallado a su querida
prenda era para más perderla; no sabía darse a entender si estaba
dormiendo o despierto, no dando crédito a sus mismos ojos de lo que
veían, porque le parecía cosa imposible ver tan impensadamente delante
dellos a la que pensaba que para siempre los había cerrado. Llegóse en
esto a su amigo Mahamut y díjole:
-¿No la conoces, amigo?
-No
la conozco -dijo Mahamut.
-Pues has de saber -replicó Ricardo- que es Leonisa.
-¿Qué es lo que dices, Ricardo? -dijo Mahamut.
-Lo
que has oído -dijo Ricardo.
-Pues calla y no la descubras -dijo Mahamut-, que la ventura va
ordenando que la tengas buena y próspera, porque ella va a poder de mi
amo.
-¿Parécete
-dijo Ricardo- que será bien ponerme en parte donde pueda ser visto?
-No
-dijo Mahamut- porque no la sobresaltes o te sobresaltes, y no vengas
a dar indicio de que la conoces ni que la has visto; que podría ser
que redundase en perjuicio de mi designio.
-Seguiré tu parecer -respondió Ricardo.
Y
ansí, anduvo huyendo de que sus ojos se encontrasen con los de Leonisa,
la cual tenía los suyos, en tanto que esto pasaba, clavados en el
suelo, derramando algunas lágrimas. Llegóse el cadí a ella, y,
asiéndola de la mano, se la entregó a Mahamut, mandándole que la
llevase a la ciudad y se la entregase a su señora Halima, y le dijese
la tratase como a esclava del Gran Señor. Hízolo así Mahamut y dejó
sólo a Ricardo, que con los ojos fue siguiendo a su estrella hasta que
se le encubrió con la nube de los muros de Nicosia. Llegóse al judío y
preguntóle que adónde había comprado, o en qué modo había venido a su
poder aquella cautiva cristiana. El judío le respondió que en la isla
de la Pantanalea la había comprado a unos turcos que allí habían dado
al través; y, queriendo proseguir adelante, lo estorbó el venirle a
llamar de parte de los bajaes, que querían preguntarle lo que Ricardo
deseaba saber; y con esto se despidió dél.
En
el camino que había desde las tiendas a la ciudad, tuvo lugar Mahamut
de preguntar a Leonisa, en lengua italiana, que de qué lugar era. La
cual le respondió que de la ciudad de Trápana. Preguntóle asimismo
Mahamut si conocía en aquella ciudad a un caballero rico y noble que
se llamaba Ricardo. Oyendo lo cual Leonisa, dio un gran suspiro y
dijo:
-Sí
conozco, por mi mal.
-¿Cómo por vuestro mal? -dijo Mahamut.
-Porque él me conoció a mí por el suyo y por mi desventura -respondió
Leonisa.
-¿Y, por ventura -preguntó Mahamut-, conocistes también en la misma
ciudad a otro caballero de gentil disposición, hijo de padres muy
ricos, y él por su persona muy valiente, muy liberal y muy discreto,
que se llamaba Cornelio?
-También le conozco -respondió Leonisa-, y podré decir más por mi mal
que no a Ricardo. Mas, ¿quién sois vos, señor, que los conocéis y por
ellos me preguntáis?
-Soy -dijo Mahamut- natural de Palermo, que por varios accidentes
estoy en este traje y vestido, diferente del que yo solía traer, y
conózcolos porque no ha muchos días que entrambos estuvieron en mi
poder, que a Cornelio le cautivaron unos moros de Trípol de Berbería y
le vendieron a un turco que le trujo a esta isla, donde vino con
mercancías, porque es mercader de Rodas, el cual fiaba de Cornelio
toda su hacienda.
-Bien se la sabrá guardar -dijo Leonisa-, porque sabe guardar muy bien
la suya; pero decidme, señor, ¿cómo o con quién vino Ricardo a esta
isla?
-Vino -respondió Mahamut- con un cosario que le cautivó estando en un
jardín de la marina de Trápana, y con él dijo que habían cautivado a
una doncella que nunca me quiso decir su nombre. Estuvo aquí algunos
días con su amo, que iba a visitar el sepulcro de Mahoma, que está en
la ciudad de Almedina, y al tiempo de la partida cayó Ricardo muy
enfermo y indispuesto, que su amo me lo dejó, por ser de mi tierra,
para que le curase y tuviese cargo dél hasta su vuelta, o que si por
aquí no volviese, se le enviase a Constantinopla, que él me avisaría
cuando allá estuviese. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, pues el
sin ventura de Ricardo, sin tener accidente alguno, en pocos días se
acabaron los de su vida, siempre llamando entre sí a una Leonisa, a
quien él me había dicho que quería más que a su vida y a su alma; la
cual Leonisa me dijo que en una galeota que había dado al través en la
isla de la Pantanalea se había ahogado, cuya muerte siempre lloraba y
siempre plañía, hasta que le trujo a término de perder la vida, que yo
no le sentí enfermedad en el cuerpo, sino muestras de dolor en el
alma.
-Decidme, señor, -replicó Leonisa-, ese mozo que decís, en las
pláticas que trató con vos (que, como de una patria, debieron ser
muchas), ¿nombró alguna vez a esa Leonisa con todo el modo con que a
ella y a Ricardo cautivaron?
-Sí
nombró -dijo Mahamut-, y me preguntó si había aportado por esta isla
una cristiana dese nombre, de tales y tales señas, a la cual holgaría
de hallar para rescatarla, si es que su amo se había ya desengañado de
que no era tan rica como él pensaba, aunque podía ser que por haberla
gozado la tuviese en menos; que, como no pasasen de trecientos o
cuatrocientos escudos, él los daría de muy buena gana por ella, porque
un tiempo la había tenido alguna afición.
-Bien poca debía de ser -dijo Leonisa-, pues no pasaba de
cuatrocientos escudos; más liberal es Ricardo, y más valiente y
comedido; Dios perdone a quien fue causa de su muerte, que fui yo, que
yo soy la sin ventura que él lloró por muerta; y sabe Dios si holgara
de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento, que viera que
tenía de su desgracia el que él mostró de la mía. Yo, señor, como ya
os he dicho, soy la poco querida de Cornelio y la bien llorada de
Ricardo, que, por muy muchos y varios casos, he venido a este
miserable estado en que me veo; y, aunque es tan peligroso, siempre,
por favor del cielo, he conservado en él la entereza de mi honor, con
la cual vivo contenta en mi miseria. Ahora, ni sé donde estoy, ni
quién es mi dueño, ni adónde han de dar conmigo mis contrarios hados,
por lo cual os ruego, señor, siquiera por la sangre que de cristiano
tenéis, me aconsejéis en mis trabajos; que, puesto que el ser muchos
me han hecho algo advertida, sobrevienen cada momento tantos y tales,
que no sé cómo me he de avenir con ellos.
A
lo cual respondió Mahamut que él haría lo que pudiese en servirla,
aconsejándola y ayudándola con su ingenio y con sus fuerzas;
advirtióla de la diferencia que por su causa habían tenido los dos
bajaes, y cómo quedaba en poder del cadí, su amo, para llevarla
presentada al Gran Turco Selín a Constantinopla; pero que, antes que
esto tuviese efeto, tenía esperanza en el verdadero Dios, en quien él
creía, aunque mal cristiano, que lo había de disponer de otra manera,
y que la aconsejaba se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí, su
amo, en cuyo poder había de estar hasta que la enviasen a
Constantinopla, advirtiéndola de la condición de Halima; y con ésas le
dijo otras cosas de su provecho, hasta que la dejó en su casa y en
poder de Halima, a quien dijo el recaudo de su amo.
Recibióla bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa.
Mahamut se volvió a las tiendas a contar a Ricardo lo que con Leonisa
le había pasado; y, hallándole, se lo contó todo punto por punto, y,
cuando llegó al del sentimiento que Leonisa había hecho cuando le dijo
que era muerto, casi se le vinieron las lágrimas a los ojos. Díjole
cómo había fingido el cuento del cautiverio de Cornelio, por ver lo
que ella sentía; advirtióle la tibieza y la malicia con que de
Cornelio había hablado; todo lo cual fue píctima para el afligido
corazón de Ricardo, el cual dijo a Mahamut:
-Acuérdome,
amigo Mahamut, de un cuento que me contó mi padre, que ya sabes cuán
curioso fue, y oíste cuánta honra le hizo el Emperador Carlos Quinto,
a quien siempre sirvió en honrosos cargos de la guerra. Digo que me
contó que, cuando el Emperador estuvo sobre Túnez, y la tomó con la
fuerza de la Goleta, estando un día en la campaña y en su tienda, le
trujeron a presentar una mora por cosa singular en belleza, y que al
tiempo que se la presentaron entraban algunos rayos del sol por unas
partes de la tienda y daban en los cabellos de la mora, que con los
mismos del sol en ser rubios competían: cosa nueva en las moras, que
siempre se precian de tenerlos negros. Contaba que en aquella ocasión
se hallaron en la tienda, entre otros muchos, dos caballeros
españoles: el uno era andaluz y el otro era catalán, ambos muy
discretos y ambos poetas; y, habiéndola visto el andaluz, comenzó con
admiración a decir unos versos que ellos llaman coplas, con unas
consonancias o consonantes dificultosos, y, parando en los cinco
versos de la copla, se detuvo sin darle fin ni a la copla ni a la
sentencia, por no ofrecérsele tan de improviso los consonantes
necesarios para acabarla; mas el otro caballero, que estaba a su lado
y había oído los versos, viéndole suspenso, como si le hurtara la
media copla de la boca, la prosiguió y acabó con las mismas
consonancias. Y esto mismo se me vino a la memoria cuando vi entrar a
la hermosísima Leonisa por la tienda del bajá, no solamente
escureciendo los rayos del sol si la tocaran, sino a todo el cielo con
sus estrellas.
-Paso, no más -dijo Mahamut-; detente, amigo Ricardo, que a cada paso
temo que has de pasar tanto la raya en las alabanzas de tu bella
Leonisa que, dejando de parecer cristiano, parezcas gentil. Dime, si
quieres, esos versos o coplas, o como los llamas, que después
hablaremos en otras cosas que sean de más gusto, y aún quizá de más
provecho.
-En
buen hora -dijo Ricardo-; y vuélvote a advertir que los cinco versos
dijo el uno y los otros cinco el otro, todos de improviso; y son
éstos:
|
Como cuando el sol asoma |
|
|
|
por una montaña baja |
|
|
|
y de súpito nos toma, |
|
|
|
y con su vista nos doma |
|
|
|
nuestra vista y la relaja; |
|
|
|
como la piedra balaja, |
|
|
|
que no consiente carcoma, |
|
|
|
tal es el tu rostro, Aja, |
|
|
|
dura lanza de Mahoma, |
|
|
|
que las mis entrañas raja. |
|
|
-Bien
me suenan al oído -dijo Mahamut-, y mejor me suena y me parece que
estés para decir versos, Ricardo, porque el decirlos o el hacerlos
requieren ánimos de ánimos desapasionados.
-También se suelen -respondió Ricardo- llorar endechas, como cantar
himnos, y todo es decir versos; pero, dejando esto aparte, dime qué
piensas hacer en nuestro negocio, que, puesto que no entendí lo que
los bajaes trataron en la tienda, en tanto que tú llevaste a Leonisa,
me lo contó un renegado de mi amo, veneciano, que se halló presente y
entiende bien la lengua turquesca; y lo que es menester ante todas
cosas es buscar traza cómo Leonisa no vaya a mano del Gran Señor.
-Lo
primero que se ha de hacer -respondió Mahamut- es que tú vengas a
poder de mi amo; que, esto hecho, después nos aconsejaremos en lo que
más nos conviniere.
En
esto, vino el guardián de los cautivos cristianos de Hazán, y llevó
consigo a Ricardo. El cadí volvió a la ciudad con Hazán, que en breves
días hizo la residencia de Alí y se la dio cerrada y sellada, para que
se fuese a Constantinopla. Él se fue luego, dejando muy encargado al
cadí que con brevedad enviase la cautiva, escribiendo al Gran Señor de
modo que le aprovechase para sus pretensiones. Prometióselo el cadí
con traidoras entrañas, porque las tenía hechas ceniza por la cautiva.
Ido Alí lleno de falsas esperanzas, y quedando Hazán no vacío de
ellas, Mahamut hizo de modo que Ricardo vino a poder de su amo. Íbanse
los días, y el deseo de ver a Leonisa apretaba tanto a Ricardo, que no
alcanzaba un punto de sosiego. Mudóse Ricardo el nombre en el de
Mario, porque no llegase el suyo a oídos de Leonisa antes que él la
viese; y el verla era muy dificultoso, a causa que los moros son en
estremo celosos y encubren de todos los hombres los rostros de sus
mujeres, puesto que en mostrarse ellas a los cristianos no se les hace
de mal; quizá debe de ser que, por ser cautivos, no los tienen por
hombres cabales.
Avino, pues, que un día la señora Halima vio a su esclavo Mario, y tan
visto y tan mirado fue, que se le quedó grabado en el corazón y fijo
en la memoria; y, quizá poco contenta de los abrazos flojos de su
anciano marido, con facilidad dio lugar a un mal deseo, y con la misma
dio cuenta dél a Leonisa, a quien ya quería mucho por su agradable
condición y proceder discreto, y tratábala con mucho respecto, por ser
prenda del Gran Señor. Díjole cómo el cadí había traído a casa un
cautivo cristiano, de tan gentil donaire y parecer, que a sus ojos no
había visto más lindo hombre en toda su vida, y que decían que era
chilibí (que quiere decir caballero) y de la misma tierra de Mahamut,
su renegado, y que no sabía cómo darle a entender su voluntad, sin
que el cristiano la tuviese en poco por habérsela declarado.
Preguntóle Leonisa cómo se llamaba el cautivo, y díjole Halima que se
llamaba Mario; a lo cual replicó Leonisa:
-Si
él fuera caballero y del lugar que dicen, yo le conociera, más dese
nombre Mario no hay ninguno en Trápana; pero haz, señora, que yo le
vea y hable, que te diré quién es y lo que dél se puede esperar.
-Así será -dijo Halima-, porque el viernes, cuando esté el cadí
haciendo la zalá en la mezquita, le haré entrar acá dentro, donde le
podrás hablar a solas; y si te pareciere darle indicios de mi deseo,
haráslo por el mejor modo que pudieres.
Esto dijo Halima a Leonisa, y no habían pasado dos horas cuando el
cadí llamó a Mahamut y a Mario, y, con no menos eficacia que Halima
había descubierto su pecho a Leonisa, descubrió el enamorado viejo el
suyo a sus dos esclavos, pidiéndoles consejo en lo que haría para
gozar de la cristiana y cumplir con el Gran Señor, cuya ella era,
diciéndoles que antes pensaba morir mil veces que entregalla una al
Gran Turco. Con tales afectos decía su pasión el religioso moro, que
la puso en los corazones de sus dos esclavos, que todo lo contrario de
lo que él pensaba pensaban. Quedó puesto entre ellos que Mario, como
hombre de su tierra, aunque había dicho que no la conocía, tomase la
mano en solicitarla y en declararle la voluntad suya; y, cuando por
este modo no se pudiese alcanzar, que usaría el de la fuerza, pues
estaba en su poder. Y, esto hecho, con decir que era muerta, se
escusarían de enviarla a Constantinopla.
Contentísimo quedó el cadí con el parecer de sus esclavos, y, con la
imaginada alegría, ofreció desde luego libertad a Mahamut, mandándole
la mitad de su hacienda después de sus días; asimismo prometió a
Mario, si alcanzaba lo que quería, libertad y dineros con que volviese
a su tierra rico, honrado y contento. Si él fue liberal en prometer,
sus cautivos fueron pródigos ofreciéndole de alcanzar la luna del
cielo, cuanto más a Leonisa, como él diese comodidad de hablarla.
-Ésa daré yo a Mario cuanta él quisiere -respondió el cadí-, porque
haré que Halima se vaya en casa de sus padres, que son griegos
cristianos, por algunos días; y, estando fuera, mandaré al portero que
deje entrar a Mario dentro de casa todas las veces que él quisiere, y
diré a Leonisa que bien podrá hablar con su paisano cuando le diere
gusto.
Desta manera comenzó a volver el viento de la ventura de Ricardo,
soplando en su favor, sin saber lo que hacían sus mismos amos.
Tomado, pues, entre los tres este apuntamiento, quien primero le puso
en plática fue Halima, bien así como mujer, cuya naturaleza es fácil y
arrojadiza para todo aquello que es de su gusto. Aquel mismo día dijo
el cadí a Halima que cuando quisiese podría irse a casa de sus padres
a holgarse con ellos los días que gustase. Pero, como ella estaba
alborozada con las esperanzas que Leonisa le había dado, no sólo no se
fuera a casa de sus padres, sino al fingido paraíso de Mahoma no
quisiera irse; y así, le respondió que por entonces no tenía tal
voluntad, y que cuando ella la tuviese lo diría, mas que había de
llevar consigo a la cautiva cristiana.
-Eso no -replicó el cadí-, que no es bien que la prenda del Gran Señor
sea vista de nadie; y más, que se le ha de quitar que converse con
cristianos, pues sabéis que, en llegando a poder del Gran Señor, la
han de encerrar en el serrallo y volverla turca, quiera o no quiera.
-Como ella ande conmigo -replicó Halima-, no importa que esté en casa
de mis padres, ni que comunique con ellos, que más comunico yo, y no
dejo por eso de ser buena turca; y más, que lo más que pienso estar en
su casa serán hasta cuatro o cinco días, porque el amor que os tengo
no me dará licencia para estar tanto ausente y sin veros.
No
la quiso replicar el cadí, por no darle ocasión de engendrar alguna
sospecha de su intención.
Llegóse en esto el viernes, y él se fue a la mezquita, de la cual no
podía salir en casi cuatro horas; y, apenas le vio Halima apartado de
los umbrales de casa, cuando mandó llamar a Mario; mas no le dejaba
entrar un cristiano corso que servía de portero en la puerta del
patio, si Halima no le diera voces que le dejase; y así, entró confuso
y temblando, como si fuera a pelear con un ejército de enemigos.
Estaba Leonisa del mismo modo y traje que cuando entró en la tienda
del Bajá, sentada al pie de una escalera grande de mármol que a los
corredores subía. Tenía la cabeza inclinada sobre la palma de la mano
derecha y el brazo sobre las rodillas, los ojos a la parte contraria
de la puerta por donde entró Mario, de manera que, aunque él iba hacia
la parte donde ella estaba, ella no le veía. Así como entró Ricardo,
paseó toda la casa con los ojos, y no vio en toda ella sino un mudo y
sosegado silencio, hasta que paró la vista donde Leonisa estaba. En un
instante, al enamorado Ricardo le sobrevinieron tantos pensamientos,
que le suspendieron y alegraron, considerándose veinte pasos, a su
parecer, o poco más, desviado de su felicidad y contento:
considerábase cautivo, y a su gloria en poder ajeno. Estas cosas
revolviendo entre sí mismo, se movía poco a poco, y, con temor y
sobresalto, alegre y triste, temeroso y esforzado, se iba llegando al
centro donde estaba el de su alegría, cuando a deshora volvió el
rostro Leonisa, y puso los ojos en los de Mario, que atentamente la
miraba. Mas, cuando la vista de los dos se encontraron, con diferentes
efetos dieron señal de lo que sus almas habían sentido. Ricardo se
paró y no pudo echar pie adelante; Leonisa, que por la relación de
Mahamut tenía a Ricardo por muerto, y el verle vivo tan no
esperadamente, llena de temor y espanto, sin quitar dél los ojos ni
volver las espaldas, volvió atrás cuatro o cinco escalones, y, sacando
una pequeña cruz del seno, la besaba muchas veces, y se santiguó
infinitas, como si alguna fantasma o otra cosa del otro mundo
estuviera mirando.
Volvió Ricardo de su embelesamiento, y conoció, por lo que Leonisa
hacía, la verdadera causa de su temor, y así le dijo:
-A
mí me pesa, ¡oh hermosa Leonisa!, que no hayan sido verdad las nuevas
que de mi muerte te dio Mahamut, porque con ella escusara los temores
que ahora tengo de pensar si todavía está en su ser y entereza el
rigor que contino has usado conmigo. Sosiégate, señora, y baja, y si
te atreves a hacer lo que nunca hiciste, que es llegarte a mí, llega y
verás que no soy cuerpo fantástico: Ricardo soy, Leonisa; Ricardo, el
de tanta ventura cuanta tú quisieres que tenga.
Púsose Leonisa en esto el dedo en la boca, por lo cual entendió
Ricardo que era señal de que callase o hablase más quedo; y, tomando
algún poco de ánimo, se fue llegando a ella en distancia que pudo oír
estas razones:
-Habla paso, Mario, que así me parece que te llamas ahora, y no trates
de otra cosa de la que yo te tratare; y advierte que podría ser que el
habernos oído fuese parte para que nunca nos volviésemos a ver. Halima,
nuestra ama, creo que nos escucha, la cual me ha dicho que te adora;
hame puesto por intercesora de su deseo. Si a él quisieres
corresponder, aprovecharte ha más para el cuerpo que para el alma; y,
cuando no quieras, es forzoso que lo finjas, siquiera porque yo te lo
ruego y por lo que merecen deseos de mujer declarados.
A
esto respondió Ricardo:
-Jamás pensé ni pude imaginar, hermosa Leonisa, que cosa que me
pidieras trujera consigo imposible de cumplirla, pero la que me pides
me ha desengañado. ¿Es por ventura la voluntad tan ligera que se pueda
mover y llevar donde quisieren llevarla, o estarle ha bien al varón
honrado y verdadero fingir en cosas de tanto peso? Si a ti te parece
que alguna destas cosas se debe o puede hacer, haz lo que más
gustares, pues eres señora de mi voluntad; mas ya sé que también me
engañas en esto, pues jamás la has conocido, y así no sabes lo que has
de hacer della. Pero, a trueco que no digas que en la primera cosa que
me mandaste dejaste de ser obedecida, yo perderé del derecho que debo
a ser quien soy, y satisfaré tu deseo y el de Halima fingidamente,
como dices, si es que se ha de granjear con esto el bien de verte; y
así, finge tú las respuestas a tu gusto, que desde aquí las firma y
confirma mi fingida voluntad. Y, en pago desto que por ti hago (que es
lo más que a mi parecer podré hacer, aunque de nuevo te dé el alma que
tantas veces te he dado), te ruego que brevemente me digas cómo
escapaste de las manos de los cosarios y cómo veniste a las del judío
que te vendió.
-Más espacio -respondió Leonisa- pide el cuento de mis desgracias,
pero, con todo eso, te quiero satisfacer en algo. «Sabrás, pues, que,
a cabo de un día que nos apartamos, volvió el bajel de Yzuf con un
recio viento a la misma isla de la Pantanalea, donde también vimos a
vuestra galeota; pero la nuestra, sin poderlo remediar, embistió en
las peñas. Viendo, pues, mi amo tan a los ojos su perdición, vació con
gran presteza dos barriles que estaban llenos de agua, tapólos muy
bien, y atólos con cuerdas el uno con el otro; púsome a mí entre
ellos, desnudóse luego, y, tomando otro barril entre los brazos, se
ató con un cordel el cuerpo, y con el mismo cordel dio cabo a mis
barriles, y con grande ánimo se arrojó a la mar, llevándome tras sí.
Yo no tuve ánimo para arrojarme, que otro turco me impelió y me
arrojó tras Yzuf, donde caí sin ningún sentido, ni volví en mí hasta
que me hallé en tierra en brazos de dos turcos, que vuelta la boca al
suelo me tenían, derramando gran cantidad de agua que había bebido.
Abrí los ojos, atónita y espantada, y vi a Yzuf junto a mí, hecha la
cabeza pedazos; que, según después supe, al llegar a tierra dio con
ella en las peñas, donde acabó la vida. Los turcos asimismo me dijeron
que, tirando de la cuerda, me sacaron a tierra casi ahogada; solas
ocho personas se escaparon de la desdichada galeota.
»Ocho días estuvimos en la isla, guardándome los turcos el mismo
respecto que si fuera su hermana, y aun más. Estábamos escondidos en
una cueva, temerosos ellos que no bajasen de una fuerza de cristianos
que está en la isla y los cautivasen; sustentáronse con el bizcocho
mojado que la mar echó a la orilla, de lo que llevaban en la galeota,
lo cual salían a coger de noche. Ordenó la suerte, para mayor mal mío,
que la fuerza estuviese sin capitán, que pocos días había que era
muerto, y en la fuerza no había sino veinte soldados; esto se supo de
un muchacho que los turcos cautivaron, que bajó de la fuerza a coger
conchas a la marina. A los ocho días llegó a aquella costa un bajel de
moros, que ellos llaman caramuzales; viéronle los turcos, y salieron
de donde estaban, y, haciendo señas al bajel, que estaba cerca de
tierra, tanto que conoció ser turcos los que los llamaban, ellos
contaron sus desgracias, y los moros los recibieron en su bajel, en el
cual venía un judío, riquísimo mercader, y toda la mercancía del
bajel, o la más, era suya; era de barraganes y alquiceles y de otras
cosas que de Berbería se llevaban a Levante. En el mismo bajel los
turcos se fueron a Trípol, y en el camino me vendieron al judío, que
dio por mí dos mil doblas, precio excesivo, si no le hiciera liberal
el amor que el judío me descubrió.
»Dejando,
pues, los turcos en Trípol, tornó el bajel a hacer su viaje, y el
judío dio en solicitarme descaradamente; yo le hice la cara que
merecían sus torpes deseos. Viéndose, pues, desesperado de
alcanzarlos, determinó de deshacerse de mí en la primera ocasión que
se le ofreciese. Y, sabiendo que los dos bajaes, Alí y Hazán, estaban
en aquesta isla, donde podía vender su mercaduría tan bien como en Xío,
en quien pensaba venderla, se vino aquí con intención de venderme a
alguno de los dos bajaes, y por eso me vistió de la manera que ahora
me vees, por aficionarles la voluntad a que me comprasen. He sabido
que me ha comprado este cadí para llevarme a presentar al Gran Turco,
de que no estoy poco temerosa. Aquí he sabido de tu fingida muerte, y
séte decir, si lo quieres creer, que me pesó en el alma y que te tuve
más envidia que lástima; y no por quererte mal, que ya que soy
desamorada, no soy ingrata ni desconocida, sino porque habías acabado
con la tragedia de tu vida.»
-No
dices mal, señora -respondió Ricardo-, si la muerte no me hubiera
estorbado el bien de volver a verte; que ahora en más estimo este
instante de gloria que gozo en mirarte, que otra ventura, como no
fuera la eterna, que en la vida o en la muerte pudiera asegurarme mi
deseo. El que tiene mi amo el cadí, a cuyo poder he venido por no
menos varios accidentes que los tuyos, es el mismo para contigo que
para conmigo lo es el de Halima. Hame puesto a mí por intérprete de
sus pensamientos; acepté la empresa, no por darle gusto, sino por el
que granjeaba en la comodidad de hablarte, porque veas, Leonisa, el
término a que nuestras desgracias nos han traído: a ti a ser medianera
de un imposible, que en lo que me pides conoces; a mí a serlo también
de la cosa que menos pensé, y de la que daré por no alcanzalla la
vida, que ahora estimo en lo que vale la alta ventura de verte.
-No
sé qué te diga, Ricardo -replicó Leonisa-, ni qué salida se tome al
laberinto donde, como dices, nuestra corta ventura nos tiene puestos.
Sólo sé decir que es menester usar en esto lo que de nuestra condición
no se puede esperar, que es el fingimiento y engaño; y así, digo que
de ti daré a Halima algunas razones que antes la entretengan que
desesperen. Tú de mí podrás decir al cadí lo que para seguridad de mi
honor y de su engaño vieres que más convenga; y, pues yo pongo mi
honor en tus manos, bien puedes creer dél que le tengo con la entereza
y verdad que podían poner en duda tantos caminos como he andado, y
tantos combates como he sufrido. El hablarnos será fácil y a mí será
de grandísimo gusto el hacello, con presupuesto que jamás me has de
tratar cosa que a tu declarada pretensión pertenezca, que en la hora
que tal hicieres, en la misma me despediré de verte, porque no quiero
que pienses que es de tan pocos quilates mi valor, que ha de hacer con
él la cautividad lo que la libertad no pudo: como el oro tengo de ser,
con el favor del cielo, que mientras más se acrisola, queda con más
pureza y más limpio. Conténtate con que he dicho que no me dará, como
solía, fastidio tu vista, porque te hago saber, Ricardo, que siempre
te tuve por desabrido y arrogante, y que presumías de ti algo más de
lo que debías. Confieso también que me engañaba, y que podría ser que
hacer ahora la experiencia me pusiese la verdad delante de los ojos el
desengaño; y, estando desengañada, fuese, con ser honesta, más humana.
Vete con Dios, que temo no nos haya escuchado Halima, la cual entiende
algo de la lengua cristiana, a lo menos de aquella mezcla de lenguas
que se usa, con que todos nos entendemos.
-Dices muy bien, señora -respondió Ricardo-, y agradézcote infinito el
desengaño que me has dado, que le estimo en tanto como la merced
que me haces en dejar verte; y, como tú dices, quizá la experiencia te
dará a entender cuán llana es mi condición y cuán humilde,
especialmente para adorarte; y sin que tú pusieras término ni raya a
mi trato, fuera él tan honesto para contigo que no acertaras a
desearle mejor. En lo que toca a entretener al cadí, vive descuidada;
haz tú lo mismo con Halima, y entiende, señora, que después que te he
visto ha nacido en mí una esperanza tal, que me asegura que presto
hemos de alcanzar la libertad deseada. Y, con esto, quédate con Dios,
que otra vez te contaré los rodeos por donde la fortuna me trujo a
este estado, después que de ti me aparté, o, por mejor decir, me
apartaron.
Con
esto, se despidieron, y quedó Leonisa contenta y satisfecha del llano
proceder de Ricardo, y él contentísimo de haber oído una palabra de la
boca de Leonisa sin aspereza.
Estaba Halima cerrada en su aposento, rogando a Mahoma trujese Leonisa
buen despacho de lo que le había encomendado. El cadí estaba en la
mezquita recompensando con los suyos los deseos de su mujer,
teniéndolos solícitos y colgados de la respuesta que esperaba oír de
su esclavo, a quien había dejado encargado hablase a Leonisa, pues
para poderlo hacer le daría comodidad Mahamut, aunque Halima estuviese
en casa. Leonisa acrecentó en Halima el torpe deseo y el amor, dándole
muy buenas esperanzas que Mario haría todo lo que pidiese; pero que
había de dejar pasar primero dos lunes, antes que concediese con lo
que deseaba él mucho más que ella; y este tiempo y término pedía, a
causa que hacía una plegaria y oración a Dios para que le diese
libertad. Contentóse Halima de la disculpa y de la relación de su
querido Ricardo, a quien ella diera libertad antes del término devoto,
como él concediera con su deseo; y así, rogó a Leonisa le rogase
dispensase con el tiempo y acortase la dilación, que ella le ofrecía cuanto
el cadí pidiese por su rescate.
Antes que Ricardo respondiese a su amo, se aconsejó con Mahamut de qué
le respondería; y acordaron entre los dos que le desesperasen y le
aconsejasen que lo más presto que pudiese la llevase a Constantinopla,
y que en el camino, o por grado o por fuerza, alcanzaría su deseo; y
que, para el inconveniente que se podía ofrecer de cumplir con el Gran
Señor, sería bueno comprar otra esclava, y en el viaje fingir o hacer
de modo como Leonisa cayese enferma, y que una noche echarían la
cristiana comprada a la mar, diciendo que era Leonisa, la cautiva del
Gran Señor, que se había muerto; y que esto se podía hacer y se haría
en modo que jamás la verdad fuese descubierta, y él quedase sin culpa
con el Gran Señor y con el cumplimiento de su voluntad; y que, para la
duración de su gusto, después se daría traza conveniente y más
provechosa. Estaba tan ciego el mísero y anciano cadí que, si otros
mil disparates le dijeran, como fueran encaminados a cumplir sus
esperanzas, todos los creyera; cuanto más, que le pareció que todo lo
que le decían llevaba buen camino y prometía próspero suceso; y así
era la verdad, si la intención de los dos consejeros no fuera
levantarse con el bajel y darle a él la muerte en pago de sus locos
pensamientos. Ofreciósele al cadí otra dificultad, a su parecer mayor
de las que en aquel caso se le podía ofrecer; y era pensar que su
mujer Halima no le había de dejar ir a Constantinopla si no la llevaba
consigo; pero presto la facilitó, diciendo que en cambio de la
cristiana que habían de comprar para que muriese por Leonisa, serviría
Halima, de quien deseaba librarse más que de la muerte.
Con
la misma facilidad que él lo pensó, con la misma se lo concedieron
Mahamut y Ricardo; y,
quedando firmes en esto, aquel mismo día dio cuenta
el cadí a Halima del viaje que pensaba hacer a Constantinopla a llevar
la cristiana al Gran Señor, de cuya liberalidad esperaba que le
hiciese Gran Cadí del Cairo o de Constantinopla. Halima le dijo que le
parecía muy bien su determinación, creyendo que se dejaría a Ricardo
en casa; mas, cuando el cadí le certificó que le había de llevar
consigo y a Mahamut también, tornó a mudar de parecer y a
desaconsejarle lo que primero le había aconsejado. En resolución,
concluyó que si no la llevaba consigo, no pensaba dejarle ir en
ninguna manera. Contentóse el cadí de hacer lo que ella quería, porque
pensaba sacudir presto de su cuello aquella para él tan pesada carga.
No
se descuidaba en este tiempo Hazán Bajá de solicitar al cadí le
entregase la esclava, ofreciéndole montes de oro, y habiéndole dado a
Ricardo de balde, cuyo rescate apreciaba en dos mil escudos;
facilitábale la entrega con la misma industria que él se había
imaginado de hacer muerta la cautiva cuando el Gran Turco enviase por
ella. Todas estas dádivas y promesas aprovecharon con el cadí no más
de ponerle en la voluntad que abreviase su partida. Y así, solicitado
de su deseo y de las importunaciones de Hazán, y aun de las de Halima,
que también fabricaba en el aire vanas esperanzas, dentro de veinte
días aderezó un bergantín de quince bancos, y le armó de buenas boyas,
moros y de algunos cristianos griegos. Embarcó en él toda su riqueza,
y Halima no dejó en su casa cosa de momento, y rogó a su marido que la
dejase llevar consigo a sus padres, para que viesen a Constantinopla.
Era la intención de Halima la misma que la de Mahamut: hacer con él y
con Ricardo que en el camino se alzasen con el bergantín; pero no les
quiso declarar su pensamiento hasta verse embarcada, y esto con
voluntad de irse a tierra de cristianos, y volverse a lo que
primero había sido, y casarse con Ricardo, pues era de creer que,
llevando tantas riquezas consigo y volviéndose cristiana, no dejaría
de tomarla por mujer.
En
este tiempo habló otra vez Ricardo con Leonisa y le declaró toda su
intención, y ella le dijo la que tenía Halima, que con ella había
comunicado; encomendáronse los dos el secreto, y, encomendándose a
Dios, esperaban el día de la partida, el cual llegado, salió Hazán
acompañándolos hasta la marina con todos sus soldados, y no los dejó
hasta que se hicieron a la vela, ni aun quitó los ojos del bergantín
hasta perderle de vista; y parece que el aire de los suspiros que el
enamorado moro arrojaba impelía con mayor fuerza las velas que le
apartaban y llevaban el alma. Mas como aquel a quien el amor había
tanto tiempo que sosegar no le dejaba, pensando en lo que había de
hacer para no morir a manos de sus deseos, puso luego por obra lo que
con largo discurso y resoluta determinación tenía pensado; y así, en
un bajel de diez y siete bancos, que en otro puerto había hecho armar,
puso en él cincuenta soldados, todos amigos y conocidos suyos, y a
quien él tenía obligados con muchas dádivas y promesas, y dioles orden
que saliesen al camino y tomasen el bajel del cadí y sus riquezas,
pasando a cuchillo cuantos en él iban, si no fuese a Leonisa la
cautiva; que a ella sola quería por despojo aventajado a los muchos
haberes que el bergantín llevaba; ordenóles también que le echasen a
fondo, de manera que ninguna cosa quedase que pudiese dar indicio de
su perdición. La codicia del saco les puso alas en los pies y esfuerzo
en el corazón, aunque bien vieron cuán poca defensa habían de hallar
en los del bergantín, según iban desarmados y sin sospecha de
semejante acontecimiento.
Dos
días había ya que el bergantín caminaba, que al cadí se le hicieron
dos siglos, porque luego en el primero quisiera poner en efeto su
determinación; mas aconsejáronle sus esclavos que convenía primero
hacer de suerte que Leonisa cayese mala, para dar color a su muerte, y
que esto había de ser con algunos días de enfermedad. Él no quisiera
sino decir que había muerto de repente, y acabar presto con todo, y
despachar a su mujer y aplacar el fuego que las entrañas poco a poco
le iba consumiendo; pero, en efeto, hubo de condecender con el parecer
de los dos.
Ya
en esto había Halima declarado su intento a Mahamut y a Ricardo, y
ellos estaban en ponerlo por obra al pasar de las cruces de
Alejandría, o al entrar de los castillos de la Natolia. Pero fue tanta
la priesa que el cadí les daba, que se ofrecieron de hacerlo en la
primera comodidad que se les ofreciese. Y un día, al cabo de seis que
navegaban y que ya le parecía al cadí que bastaba el fingimiento de la
enfermedad de Leonisa, importunó a sus esclavos que otro día
concluyesen con Halima, y la arrojasen al mar amortajada, diciendo ser
la cautiva del Gran Señor.
Amaneciendo, pues, el día en que, según la intención de Mahamut y de
Ricardo, había de ser el cumplimiento de sus deseos, o del fin de sus
días, descubrieron un bajel que a vela y remo les venía dando caza.
Temieron fuese de cosarios cristianos, de los cuales, ni los unos ni
los otros podían esperar buen suceso; porque, de serlo, se temía ser
los moros cautivos, y los cristianos, aunque quedasen con libertad,
quedarían desnudos y robados; pero Mahamut y Ricardo con la libertad
de Leonisa y de la de entrambos se contentaran; con todo esto que se
imaginaban, temían la insolencia de la gente cosaria, pues jamás la
que se da a tales ejercicios, de cualquiera ley o nación que sea, deja
de tener un ánimo cruel y una condición insolente. Pusiéronse en
defensa, sin dejar los remos de las manos y hacer todo cuanto
pudiesen; pero pocas horas tardaron que vieron que les iban entrando,
de modo que en menos de dos se les pusieron a tiro de cañón. Viendo
esto, amainaron, soltaron los remos, tomaron las armas y los
esperaron, aunque el cadí dijo que no temiesen, porque el bajel era
turquesco, y que no les haría daño alguno. Mandó poner luego una
banderita blanca de paz en el peñol de la popa, por que le viesen los
que, ya ciegos y codiciosos, venían con gran furia a embestir el mal
defendido bergantín. Volvió, en esto, la cabeza Mahamut y vio que de
la parte de poniente venía una galeota, a su parecer de veinte bancos,
y díjoselo al cadí; y algunos cristianos que iban al remo dijeron que
el bajel que se descubría era de cristianos; todo lo cual les dobló la
confusión y el miedo, y estaban suspensos sin saber lo que harían,
temiendo y esperando el suceso que Dios quisiese darles.
Paréceme que diera el cadí en aquel punto por hallarse en Nicosia toda
la esperanza de su gusto: tanta era la confusión en que se hallaba,
aunque le quitó presto della el bajel primero, que sin respecto de las
banderas de paz ni de lo que a su religión debían, embistieron con el
del cadí con tanta furia, que estuvo poco en echarle a fondo. Luego
conoció el cadí los que le acometían, y vio que eran soldados de
Nicosia y adivinó lo que podía ser, y diose por perdido y muerto; y si
no fuera que los soldados se dieron antes a robar que a matar, ninguno
quedara con vida. Mas, cuando ellos andaban más encendidos y más
atentos en su robo, dio un turco voces diciendo:
-¡Arma, soldados!, que un bajel de cristianos nos embiste.
Y
así era la verdad, porque el bajel que descubrió el bergantín del cadí
venía con insignias y banderas cristianescas, el cual llegó con toda
furia a embestir el bajel de Hazán; pero, antes que llegase, preguntó
uno desde la proa en lengua turquesca que qué bajel era aquél.
Respondiéronle que era de Hazán Bajá, virrey de Chipre.
-¿Pues cómo -replicó el turco-, siendo vosotros mosolimanes, embestís
y robáis a ese bajel, que nosotros sabemos que va en él el cadí de
Nicosia?
A
lo cual respondieron que ellos no sabían otra cosa más de que al bajel
les había ordenado le tomasen, y que ellos, como sus soldados y
obedientes, habían hecho su mandamiento.
Satisfecho de lo que saber quería, el capitán del segundo bajel, que
venía a la cristianesca, dejóle embestir al de Hazán, y acudió al del
cadí, y a la primera rociada mató más de diez turcos de los que dentro
estaban, y luego le entró con grande ánimo y presteza; mas, apenas
hubieron puesto los pies dentro, cuando el cadí conoció que el que le
embestía no era cristiano, sino Alí Bajá, el enamorado de Leonisa, el
cual, con el mismo intento que Hazán, había estado esperando su
venida, y, por no ser conocido, había hecho vestidos a sus soldados
como cristianos, para que con esta industria fuese más cubierto su
hurto. El cadí, que conoció las intenciones de los amantes y
traidores, comenzó a grandes voces a decir su maldad, diciendo:
-¿Qué es esto, traidor Alí Bajá? ¿Cómo, siendo tú mosolimán (que
quiere decir turco), me salteas como cristiano? Y vosotros, traidores
soldados de Hazán, ¿qué demonio os ha movido a acometer tan grande
insulto? ¿Cómo, por cumplir el apetito lascivo del que aquí os envía,
queréis ir contra vuestro natural señor?
A
estas palabras suspendieron todos las armas, y unos a otros se miraron
y se conocieron, porque todos habían sido soldados de un mismo capitán
y militado debajo de una bandera; y, confundiéndose con las razones
del cadí y con su mismo maleficio, ya se les embotaron los filos de
los alfanjes y se les desamayaron los ánimos. Sólo Alí cerró los ojos
y los oídos a todo, y arremetiendo al cadí, le dio una tal cuchillada
en la cabeza que, si no fuera por la defensa que hicieron cien varas
de toca con que venía ceñida, sin duda se la partiera por medio; pero,
con todo,
le derribó entre los bancos del bajel, y al caer dijo
el cadí:
-¡Oh
cruel renegado, enemigo de mi profeta! ¿Y es posible que no ha de
haber quien castigue tu crueldad y tu grande insolencia? ¿Cómo,
maldito, has osado poner las manos y las armas en tu cadí, y en un
ministro de Mahoma?
Estas palabras añadieron fuerza a fuerza a las primeras, las cuales
oídas de los soldados de Hazán, y movidos de temor que los soldados de
Alí les habían de quitar la presa, que ya ellos por suya tenían,
determinaron de ponerlo todo en aventura; y, comenzando uno y
siguiéndole todos, dieron en los soldados de Alí con tanta priesa,
rancor y brío, que en poco espacio los pararon tales, que, aunque eran
muchos más que ellos, los redujeron a número pequeño; pero los que
quedaron, volviendo sobre sí, vengaron a sus compañeros, no dejando de
los de Hazán apenas cuatro con vida, y ésos muy malheridos.
Estábanlos mirando Ricardo y Mahamut, que de cuando en cuando sacaban
la cabeza por el escutillón de la cámara de popa, por ver en qué
paraba aquella grande herrería que sonaba; y, viendo cómo los turcos
estaban casi todos muertos, y los vivos malheridos, y cuán fácilmente
se podía dar cabo de todos, llamó a Mahamut y a dos sobrinos de Halima,
que ella había hecho embarcar consigo para que ayudasen a levantar el
bajel, y con ellos y con su padre, tomando alfanjes de los muertos,
saltaron en crujía; y, apellidando «¡libertad, libertad!», y ayudados
de las buenas boyas, cristianos griegos, con facilidad y sin recebir
herida, los degollaron a todos; y, pasando sobre la galeota de Alí,
que sin defensa estaba, la rindieron y ganaron con cuanto en ella
venía. De los que en el segundo encuentro murieron, fue de los
primeros Alí Bajá, que un turco, en venganza del cadí, le mató a
cuchilladas.
Diéronse luego todos, por consejo de Ricardo, a pasar cuantas cosas
había de precio en su bajel y en el de Hazán a la galeota de Alí, que
era bajel mayor y acomodado para cualquier cargo o viaje, y ser los
remeros cristianos, los cuales, contentos con la alcanzada libertad y
con muchas cosas que Ricardo repartió entre todos, se ofrecieron de
llevarle hasta Trápana, y aun hasta el cabo del mundo si quisiese. Y,
con esto, Mahamut y Ricardo, llenos de gozo por el buen suceso, se
fueron a la mora Halima y le dijeron que, si quería volverse a Chipre,
que con las buenas boyas le armarían su mismo bajel, y le darían la
mitad de las riquezas que había embarcado; mas ella, que en tanta
calamidad aún no había perdido el cariño y amor que a Ricardo tenía,
dijo que quería irse con ellos a tierra de cristianos, de lo cual sus
padres se holgaron en estremo.
El
cadí volvió en su acuerdo, y le curaron como la ocasión les dio lugar,
a quien también dijeron que escogiese una de dos: o que se dejase
llevar a tierra de cristianos, o volverse en su mismo bajel a Nicosia.
Él respondió que, ya que la fortuna le había traído a tales términos,
les agradecía la libertad que le daban, y que quería ir a
Constantinopla a quejarse al Gran Señor del agravio que de Hazán y de
Alí había recebido; mas, cuando supo que Halima le dejaba y se quería
volver cristiana, estuvo en poco de perder el juicio. En resolución,
le armaron su mismo bajel y le proveyeron de todas las cosas
necesarias para su viaje, y aun le dieron algunos cequíes de los que
habían sido suyos; y, despidiéndose de todos con determinación de
volverse a Nicosia, pidió antes que se hiciese a la vela que Leonisa
le abrazase, que aquella merced y favor sería bastante para poner en
olvido toda su desventura. Todos suplicaron a Leonisa diese aquel
favor a quien tanto la quería, pues en ello no iría contra el decoro
de su honestidad. Hizo Leonisa lo que le rogaron, y el cadí le pidió
le pusiese las manos sobre la cabeza, porque él llevase esperanzas de
sanar de su herida; en todo le contentó Leonisa. Hecho esto y habiendo
dado un barreno al bajel de Hazán, favoreciéndoles un levante fresco
que parecía que llamaba las velas para entregarse en ellas, se las
dieron, y en breves horas perdieron de vista al bajel del cadí, el
cual, con lágrimas en los ojos, estaba mirando cómo se llevaban los
vientos su hacienda, su gusto, su mujer y su alma.
Con
diferentes pensamientos de los del cadí navegaban Ricardo y Mahamut; y
así, sin querer tocar en tierra en ninguna parte, pasaron a la vista
de Alejandría de golfo lanzado, y, sin amainar velas, y sin tener
necesidad de aprovecharse de los remos, llegaron a la fuerte isla del
Corfú, donde hicieron agua, y luego, sin detenerse, pasaron por los
infamados riscos Acroceraunos; y desde lejos, al segundo día,
descubrieron a Paquino, promontorio de la fertilísima Tinacria, a
vista de la cual y de la insigne isla de Malta volaron, que no con
menos ligereza navegaba el dichoso leño.
En
resolución, bajando la isla, de allí a cuatro días descubrieron la
Lampadosa, y luego la isla donde se perdieron, con cuya vista [Leonisa]
se estremeció toda, viniéndole a la memoria el peligro en que en ella
se había visto. Otro día vieron delante de sí la deseada y amada
patria; renovóse la alegría en sus corazones, alborotáronse sus
espíritus con el nuevo contento, que es uno de los mayores que en esta
vida se puede tener, llegar después de luengo cautiverio salvo y sano
a la patria. Y al que a éste se le puede igualar, es el que se recibe
de la vitoria alcanzada de los enemigos.
Habíase hallado en la galeota una caja llena de banderetas y flámulas
de diversas colores de sedas, con las cuales hizo Ricardo adornar la
galeota. Poco después de amanecer sería, cuando se hallaron a menos de
una legua de la ciudad, y, bogando a cuarteles, y alzando de cuando
en cuando alegres voces y gritos, se iban llegando al puerto, en el
cual en un instante pareció infinita gente del pueblo; que, habiendo
visto cómo aquel bien adornado bajel tan de espacio se llegaba a
tierra, no quedó gente en toda la ciudad que dejase de salir a la
marina.
En
este entretanto había Ricardo pedido y suplicado a Leonisa que se
adornase y vistiese de la misma manera que cuando entró en la tienda
de los bajaes, porque quería hacer una graciosa burla a sus padres.
Hízolo así, y, añadiendo galas a galas, perlas a perlas, y belleza a
belleza, que suele acrecentarse con el contento, se vistió de modo que
de nuevo causó admiración y maravilla. Vistióse asimismo Ricardo a la
turquesca, y lo mismo hizo Mahamut y todos los cristianos del remo,
que para todos hubo en los vestidos de los turcos muertos. Cuando
llegaron al puerto serían las ocho de la mañana, que tan serena y
clara se mostraba, que parecía que estaba atenta mirando aquella
alegre entrada. Antes de entrar en el puerto, hizo Ricardo disparar
las piezas de la galeota, que eran un cañón de crujía y dos
falconetes; respondió la ciudad con otras tantas.
Estaba toda la gente confusa, esperando llegase el bizarro bajel;
pero, cuando vieron de cerca que era turquesco, porque se divisaban
los blancos turbantes de los que moros parecían, temerosos y con
sospecha de algún engaño, tomaron las armas y acudieron al puerto
todos los que en la ciudad son de milicia, y la gente de a caballo se
tendió por toda la marina; de todo lo cual recibieron gran contento
los que poco a poco se fueron llegando hasta entrar en el puerto,
dando fondo junto a tierra y arrojando en ella la plancha, soltando a
una los remos, todos, uno a uno, como en procesión, salieron a tierra,
la cual con lágrimas de alegría besaron una y muchas veces, señal
clara que dio a entender ser cristianos que con aquel bajel se
habían alzado. A la postre de todos salieron el padre y madre de
Halima, y sus dos sobrinos, todos, como está dicho, vestidos a la
turquesca; hizo fin y remate la hermosa Leonisa, cubierto el rostro
con un tafetán carmesí. Traíanla en medio Ricardo y Mahamut, cuyo
espectáculo llevó tras si los ojos de toda aquella infinita multitud
que los miraba.
En
llegando a tierra, hicieron como los demás, besándola postrados por el
suelo. En esto, llegó a ellos el capitán y gobernador de la ciudad,
que bien conoció que eran los principales de todos; mas, apenas hubo
llegado, cuando conoció a Ricardo, y corrió con los brazos abiertos y
con señales de grandísimo contento a abrazarle. Llegaron con el
gobernador Cornelio y su padre, y los de Leonisa con todos sus
parientes, y los de Ricardo, que todos eran los más principales de la
ciudad. Abrazó Ricardo al gobernador y respondió a todos los
parabienes que le daban; trabó de la mano a Cornelio, el cual, como le
conoció y se vio asido dél, perdió la color del rostro, y casi comenzó
a temblar de miedo, y, teniendo asimismo de la mano a Leonisa, dijo:
-Por cortesía os ruego, señores, que, antes que entremos en la ciudad
y en el templo a dar las debidas gracias a Nuestro Señor de las
grandes mercedes que en nuestra desgracia nos ha hecho, me escuchéis
ciertas razones que deciros quiero.
A
lo cual el gobernador respondió que dijese lo que quisiese, que todos
le escucharían con gusto y con silencio.
Rodeáronle luego todos los más de los principales; y él, alzando un
poco la voz, dijo desta manera:
-Bien se os debe acordar, señores, de la desgracia que algunos meses
ha en el jardín de las Salinas me sucedió con la pérdida de Leonisa;
también no se os habrá caído de la memoria la diligencia que yo puse
en procurar su libertad, pues, olvidándome del mío, ofrecí por su
rescate toda mi hacienda (aunque ésta, que al parecer fue liberalidad,
no puede ni debe redundar en mi alabanza, pues la daba por el rescate
de mi alma). Lo que después acá a los dos ha sucedido requiere para
más tiempo otra sazón y coyuntura, y otra lengua no tan turbada como
la mía; baste deciros por ahora que, después de varios y estraños
acaescimientos, y después de mil perdidas esperanzas de alcanzar
remedio de nuestras desdichas, el piadoso cielo, sin ningún
merecimiento nuestro, nos ha vuelto a la deseada patria, cuanto llenos
de contento, colmados de riquezas; y no nace dellas ni de la libertad
alcanzada el sin igual gusto que tengo, sino del que imagino que tiene
ésta en paz y en guerra dulce enemiga mía, así por verse libre, como
por ver, como vee, el retrato de su alma; todavía me alegro de la
general alegría que tienen los que me han sido compañeros en la
miseria. Y, aunque las desventuras y tristes acontecimientos suelen
mudar las condiciones y aniquilar los ánimos valerosos, no ha sido así
con el verdugo de mis buenas esperanzas; porque, con más valor y
entereza que buenamente decirse puede, ha pasado el naufragio de sus
desdichas y los encuentros de mis ardientes cuanto honestas
importunaciones; en lo cual se verifica que mudan el cielo, y no las
costumbres, los que en ellas tal vez hicieron asiento. De todo esto
que he dicho quiero inferir que yo le ofrecí mi hacienda en rescate, y
le di mi alma en mis deseos; di traza en su libertad y aventuré por
ella, más que por la mía, la vida; y de todos éstos que, en otro
sujeto más agradecido, pudieran ser cargos de algún momento, no quiero
yo que lo sean; sólo quiero lo sea éste en que te pongo ahora.
Y,
diciendo esto, alzó la mano y con honesto comedimiento quitó el
antifaz del rostro de Leonisa, que fue como quitarse la nube que tal
vez cubre la hermosa claridad del sol, y prosiguió diciendo:
-Vees
aquí, ¡oh Cornelio!, te entrego la prenda que tú debes de estimar
sobre todas las cosas que son dignas de estimarse; y vees aquí tú,
¡hermosa Leonisa!, te doy al que tú siempre has tenido en la memoria.
Ésta sí quiero que se tenga por liberalidad, en cuya comparación dar
la hacienda, la vida y la honra no es nada. Recíbela, ¡oh venturoso
mancebo!; recíbela, y si llega tu conocimiento a tanto que llegue a
conocer valor tan grande, estímate por el más venturoso de la tierra.
Con ella te daré asimismo todo cuanto me tocare de parte en lo que a
todos el cielo nos ha dado, que bien creo que pasará de treinta mil
escudos. De todo puedes gozar a tu sabor con libertad, quietud y
descanso; y plega al cielo que sea por luengos y felices años. Yo, sin
ventura, pues quedo sin Leonisa, gusto de quedar pobre, que a quien
Leonisa le falta, la vida le sobra.
Y
en diciendo esto calló, como si al paladar se le hubiera pegado la
lengua; pero, desde allí a un poco, antes que ninguno hablase, dijo:
-¡Válame
Dios, y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos! Yo,
señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he
dicho, porque no es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo
ajeno: ¿qué jurisdición tengo yo en Leonisa para darla a otro? O,
¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya,
y tan suya que, a faltarle sus padres, que felices años vivan, ningún
opósito tuviera a su voluntad; y si se pudieran poner las obligaciones
que como discreta debe de pensar que me tiene, desde aquí las borro,
las cancelo y doy por ningunas; y así, de lo dicho me desdigo, y no
doy a Cornelio nada, pues no puedo; sólo confirmo la manda de mi
hacienda hecha a Leonisa, sin querer otra recompensa sino que tenga
por verdaderos mis honestos pensamientos, y que crea dellos que nunca
se encaminaron ni miraron a otro punto que el que pide su incomparable
honestidad, su grande valor e infinita hermosura.
Calló Ricardo, en diciendo esto; a lo cual Leonisa respondió en esta
manera:
-Si
algún favor, ¡oh Ricardo!, imaginas que yo hice a Cornelio en el
tiempo que tú andabas de mí enamorado y celoso, imagina que fue tan
honesto como guiado por la voluntad y orden de mis padres, que,
atentos a que le moviesen a ser mi esposo, permitían que se los diese;
si quedas desto satisfecho, bien lo estarás de lo que de mí te ha
mostrado la experiencia cerca de mi honestidad y recato. Esto digo por
darte a entender, Ricardo, que siempre fui mía, sin estar sujeta a
otro que a mis padres, a quien ahora humilmente, como es razón,
suplico me den licencia y libertad para disponer la que tu mucha
valentía y liberalidad me ha dado.
Sus
padres dijeron que se la daban, porque fiaban de su discreción que
usaría della de modo que siempre redundase en su honra y en su
provecho.
-Pues con esa licencia -prosiguió la discreta Leonisa-, quiero que no
se me haga de mal mostrarme desenvuelta, a trueque de no mostrarme
desagradecida; y así, ¡oh valiente Ricardo!, mi voluntad, hasta aquí
recatada, perpleja y dudosa, se declara en favor tuyo; porque sepan
los hombres que no todas las mujeres son ingratas, mostrándome yo
siquiera agradecida. Tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la muerte,
si ya otro mejor conocimiento no te mueve a negar la mano que de mi
esposo te pido.
Quedó como fuera de sí a estas razones Ricardo, y no supo ni pudo
responder con otras a Leonisa, que con hincarse de rodillas ante ella
y besarle las manos, que le tomó por fuerza muchas veces, bañándoselas
en tiernas y amorosas lágrimas. Derramólas Cornelio de pesar, y de
alegría los padres de Leonisa, y de admiración y de contento todos los
circunstantes. Hallóse presente el obispo o arzobispo de la ciudad, y
con su bendición y licencia los llevó al templo, y, dispensando en el
tiempo, los desposó en el mismo punto. Derramóse la alegría por toda
la ciudad, de la cual dieron muestra aquella noche infinitas
luminarias, y otros muchos días la dieron muchos juegos y regocijos
que hicieron los parientes de Ricardo y de Leonisa. Reconciliáronse
con la iglesia Mahamut y Halima, la cual, imposibilitada de cumplir el
deseo de verse esposa de Ricardo, se contentó con serlo de Mahamut. A
sus padres y a los sobrinos de Halima dio la liberalidad de Ricardo,
de las partes que le cupieron del despojo, suficientemente con que
viviesen. Todos, en fin, quedaron contentos, libres y satisfechos; y
la fama de Ricardo, saliendo de los términos de Sicilia, se estendió
por todos los de Italia y de otras muchas partes, debajo del nombre
del amante liberal; y aún hasta hoy dura en los muchos hijos
que tuvo en Leonisa, que fue ejemplo raro de discreción, honestidad,
recato y hermosura.