¿Habéis oído cantar
un pájaro en la noche?
Suele ocurrir que
un rayo de luna, un rayo levemente dorado, derramándose,
derramándole por entre el misterio del follaje, alcanza la rama
donde se acurruca el avecita dormida, y la despierta. No es el alba,
como imagina el ave. Pero... ella canta.
Luego, si el
avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito,
descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las
plumas y se vuelve a dormir.
No obstante,
avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de luna
tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, saltan aturdidas y
vuelan... Sólo que, como no es el día el que llegó, se pierden
pronto en la obscuridad, o se ahogan en un lago iluminado por el
pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra las espinas del
mismo rosal florido que, horas después, pudo escucharles sus mejores
trinos y encender sus más delirantes alegrías.
¿Cuál es el rayo
venenoso que despierta algunas almas en la noche, les roba el
amanecer y las ahoga en una existencia de tinieblas?
Voy a revelaros el
secreto de un niño que enloqueció de amor.
Fuera de mí, nadie
—ni su madre, hoy convertida en su esclava— poseyó nunca el secreto
de la locura de ese niño. No os contaré todavía cómo cayó en mis
manos este cuaderno doloroso e ingenuo. Os diré tan sólo que ahora
lo publico porque ello no puede ya herir a nadie. Respeté muchos
años el secreto de aquel niño, de aquel pájaro que cantó en la noche
y no tuvo mañana. Me lo entregó la casualidad, y lo he guardado
respetuoso, con el respeto que merece un niño sentimental y
entristecido, una víctima del rayo venenoso que ilumina los
corazones antes de tiempo y los lanza en ese vórtice llameante y
obscuro, dulce y terrible del Amor.
Hoy ha comido aquí
otra vez don Carlos Romeral. Es el hombre más inteligente que
conozco. Como que cuando él habla, todos le escuchan y le encuentran
razón. Yo, sobre todo, le encuentro razón siempre. Dice cosas que
uno siente. No se habrá fijado uno mucho en esas cosas, pero las ha
sentido y son la pura verdad. Esta noche me ha dicho que a la
oración, junto con las golondrinas, pasan volando las campanadas de
la iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después me ha dicho: «Eso
quiere decir que los niños, como las golondrinas, deben prepararse a
esa hora para dormir»... lo cual ya no me parece nada. ¡Si él
supiese—digo yo—cuánto me cuesta dormir a mí!
También habló en la
mesa de un diario que él lleva de su vida. Después de comer, me ha
hecho muchos cariños y yo le he preguntado qué era eso del diario.
«Un cuaderno—me ha explicado—en donde algunas personas escriben
todos los días lo que les pasa, porque a veces no se pueden
conversar con nadie ciertas cosas.» Yo le dije que era cierto y que
precisamente esas cosas eran las más importantes, las que más se
deseaban hablar y que no se podían sin embargo, como él decía,
conversar con nadie. Él me ha mirado entonces mucho rato, pensativo,
y me ha hecho muchas preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró
una vergüenza... Y casi se me saltan las lágrimas, como si hubiera
hecho algo malo, y me fui.
Cuando pasó un rato,
lo estuve mirando desde el corredor. Estaba en la misma postura,
solo en la salita, muy pensativo y fumando...
Me quiere mucho,
más que mi mamá, se me ocurre a mí. Viene pocas veces, pero yo
pienso todos los días en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde
ahora voy a llevar como él un diario en este cuaderno, bien
escondido bajo la alfombra, para decir todo lo de Angélica...
Ha venido Angélica
esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de media hora de
estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mismo!... Tanto como deseo
verla, y oírla, y tocarla, y sentirla bien cerquita de mí, y luego
pierdo así el tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan
nervioso? Pero en cuanto sé que ha llegado de visita, me confundo
todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento como si me dieran un
golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a la cara,
y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me
pongo a tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la
casa, corriendo, sin poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo.
Me voy a esperar... no sé a qué. Y es que me da miedo y no me atrevo
a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente, me lo van a conocer...
o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta que poco a
poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta
muchísimo llegar al salón, así, como por casualidad. Y es, también,
que como ella me quiere tanto, en cuanto me ve me llama y me besa y
me abraza. Si sólo me besara, no sería nada, no me haría tanta
impresión, pero me ha de abrazar, y eso sí que no lo puedo sufrir.
No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada contra mí, y ya
me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas de
llorar a gritos. Yo la apretaría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y
le diría todo lo que sufro por ella, y que la adoro, y mil cosas.
Sin embargo, en esos momentos me desespero y sólo atino a salir
corriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui; tampoco pude
soportar. Después no sabía cómo volver. Menos mal, que ella me llamó.
Me hizo sentarme en el sofá, a su lado, y ahí me estuve toda la
visita, mirándola, oyéndola conversar con mi mamá y sintiendo su
olorcito especial... A veces, cuando estoy así, junto a ella, bien
calladito, me dan deseos de estar enfermo para que hable de mí y de
nadie más, y me haga cariños... No es que no haya estado contento
esta tarde; pero es que también me he puesto triste... Siempre me
pongo triste. Yo digo que me da esa pena de ver cómo la quiero yo,
mientras ella me quiere como a un niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a
querer? ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia! ¿Qué podría yo
hacer?...
Tengo mucha pena y
quisiera tener más. Por la tarde vino Angélica y le pidió a mi mamá
que me dejara acompañarla a las tiendas, y en la calle se nos juntó
un joven que ni me miró y no hizo sino hablar con ella. A ninguna
tienda entramos; anduvimos por muchas calles y a mí me echaban por
delante cuando no había gente. Yo quería mirar para atrás, pero no
me atrevía. Después se despidió él y nos hemos vuelto muy ligero.
Ella estaba muy contenta. Mientras más ligero andábamos, más triste
me ponía yo, hasta que, ya en la esquina da casa, se me cayeron las
lágrimas, y cuando ella me ha visto llorar se ha llevado un susto y
me ha preguntado por qué lloraba. Yo le he contestado que porque ese
antipático se nos juntó en la calle, y entonces ella ha soltado la
risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo tan rico!»—y me ha preguntado si yo
quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he quedado mudo. ¿Qué iba
a decir? Y ella se ha puesto seria un rato y luego me ha hecho
cariños. Pero siempre tengo pena... y quisiera tener más...
… y el tiempo va
pasando y yo me voy poniendo peor. Me acuesto temprano y me hago el
dormido inmediatamente para que me apaguen pronto la luz y me dejen
solo y poder llorar, porque es tan bueno llorar cuando uno está así…
¡Con qué gusto se llora! Yo tengo que morder las sábanas para que
mis hermanos no me oigan. Pero no se puede llorar mucho rato, ¿por
qué será? Se va uno calmando sin querer y se le pone a uno el pecho
muy fresco y, aunque quiera seguir llorando, no puede. Yo digo que
no debía ser así, porque uno se queda con la pena. Yo, entonces,
pienso en ella, en muchas cosas de ella y mías. Anoche me acordé de
cuando vino por primera vez a casa. Se había puesto un vestido
solferino, y se le reflejaba el color en la cara, y en los ojos se
le veían también dos puntitos solferinos. ¡Estaba muy linda, pero
muy, muy linda! ¡Cada día es más linda!... Esos ojos... como
nuevecitos, flamantes, que pestañean de un modo tan raro, tan
bonito: muy rápido, alegrándolo a uno; y el pelo se le riza y en las
puntas se le va poniendo rubiecito... Yo la miraba, la miraba, ese
día, y si ella me llegaba a mirar a mí, yo tenía que quitarle la
vista porque me entraba una cosa muy extraña. Pero entonces sentía
yo en la cara su mirada, como una cosa tibia que me dejaba sin
fuerzas para moverme, ¡Por Dios, qué terrible! Mi mamá parece que lo
notó, porque le dijo: —Este chiquillo se ha enamorado de ti,
Angélica. No te despega la vista.— Mi mamá lo dijo riéndose, sin
intención, pero yo, desde entonces, ya no pensé sino en ella, en
Angélica digo, y en lo que dijo mi mamá y… hasta hoy.
Ah, y otro día me
preguntó ella si la quería y yo le contesté que más que a nadie en
el mundo. ¡Qué bárbaro! Pero no me pude contener, se me escapó.
Entonces me miró mi mamá y yo me tuve que corregir y decirle que
después de mi mamá y de mi abuela y de mis hermanos. Pero no es
cierto, ¡la quiero más que a todos! ¡Más que a todos, más que a
todos! ¡Ay, qué gusto me da tener este cuaderno para decirlo!
Me llaman para
acostarme y no he alcanzado a hacer mis tareas del colegio. Me
disculparé con que me dolía la cabeza, y me lo creerán, porque todo
el día me ha dolido la cabeza y en el colegio lo han sabido... Y por
último, aunque me castiguen. Yo tengo que escribir este diario
porque no puedo conversar con nadie estas cosas, porque ¿a quién se
las voy a decir, si a decírselas a ella no me atrevo y si mis
hermanos son todos tan brutos?...
Mis hermanos no me
quieren. Nunca me convidan a jugar porque dicen que no sé. Y tienen
razón; yo no entiendo bien ningún juego, y es que no me gustan; y
además no me divierten los otros chiquillos porque he visto que
todos son muy distintos a mí. Ellos se olvidan de sus personas y de
todas las cosas y pueden jugar a sus anchas, mientras que yo no me
puedo olvidar de mí ni de nada, así es que nunca llego a fijarme
bien en los juegos y siempre pierdo y hago perder a los de mi
partido. Por eso dice mi abuela que soy una pobre criatura, que
estoy flaco y paliducho, que tengo las piernas como palillos y que
me tiene lástima. Más le tengo yo a ella, que tiene las manos llenas
de venas y la cara color tierra seca y los labios blancos y los
dientes amarillos, y que ni siquiera sabe tocar el piano como mi
mamá, y no hace sino pelear con los sirvientes. En cambio, yo haría
muchas cosas si fuera grande. Y si soy tristón, como ella dice, ¿qué
le importa a nadie? Además, yo siempre he sido así; lo que sí que
antes no tenía pena sino cuando hacía tristeza, en esos días raros,
y ahora más que antes, pero es por Angélica, y es una tristeza que a
mí me gusta. ¿Cuándo volverá Angélica? ¡Mi Angélica de mi alma!...
Yo creía que iba a poder escribir en este cuaderno todos los
cariños que le digo con mi pensamiento; pero ahora veo que aunque
nadie vea lo que escribo, siempre me da una vergüenza muy grande
escribir esas palabras que le digo sin hablar o a su retrato. Anoche
me robé su retrato del salón, antes de acostarme, y me lo llevé a la
cama y lo estuve besando mucho y le dije todas esas cosas que me da
vergüenza poner aquí. Yo quería guardármelo para tenerlo siempre en
mi cuaderno; pero de repente me entró mucho miedo de que me pillaran
y no me pude quedar tranquilo, hasta que me levanté en camisa y lo
puse otra vez en el álbum. ¡Claro!, me hubieran descubierto, porque
en cuanto hubiesen preguntado, ye me habría puesto nervioso y me lo
habrían conocido en la cara.
Mañana domingo
puede que la vea en misa, y si no, le voy a decir a mi mamá que nos
mande a la casa de mis primos. Allá va Angélica loa domingos por la
tarde, muchas veces, y yo me puedo pasar la tarde con ella en el
balcón, y con mi tía Carmencita, que me quiere mucho porque dice que
yo soy muy afectuoso. Ella sí que es buena y muy bonita, y tiene las
manos gorditas y suaves, y sabe contar cuentos con una voz bien
suavecita y bien tranquila...
No fue a San
Francisco sino a la Catedral, para pasearse en la plaza después de
la misa, dijo; pero en la tarde sí la vi. No estuvo más que de
pasadita en la casa de mis primos y cuando ya iba anocheciendo. Yo
estaba con mi tía Carmencita en el balcón, y me había quedado
mirando cómo titilaban los focos de la calle para encenderse y cómo
se ponía entonces descolorido el cielo, cuando ¡ella que se nos
aparece en la acera! ¿Cómo no la vi llegar?, digo yo. No quiso subir
porque se le había pasado la hora y también porque a la Raquelita,
que andaba con ella, le molestaban los zapatos nuevos; pero entonces
mi tía y yo bajamos y nos estuvimos paseando todos desde la puerta
hasta la esquina. Venía tan contenta, que nos contagió, y después se
puso a hablar en secreto con mi tía, y entonces las dos se reían y
miraban lejos, hacía el lado por donde Angélica había llegado, pero
con disimulo, porque yo no me pude dar cuenta de lo que buscaban con
la vista. ¿Qué sería? Es lo malo que tiene, y eso que nadie sería
más reservado con sus secretos que yo. Pero pasa siempre así, que
nadie adivina nunca quiénes son las personas que quisieran servirle
a uno para todo y están cerca de uno y no se lo dicen sólo porque no
se atreven. Yo digo que se debía adivinar; lo que es que había de
ser con seguridad, como me pasa a mí con don Carlos. Estoy seguro de
que él quisiera que yo le contara todos mis secretos, y a él sí se
los confiaría yo si llegara el caso. Angélica no adivina; pero, de
todas maneras, estoy contento: le dijo a mi tía que yo era un
encanto y habló varias cosas buenas de mí y después me besó...y yo
también, y como me tuvo de la mano todo el tiempo, me ha quedado el
olor de sus guantes. Estoy bien, bien feliz. ¿Por qué me quedaré tan
contento cuando la veo sólo un momentito y cuando paso mucho rato
con ella, no?...
...Me voy a acostar.
Ojalá no golpeen la pared en la casa de al lado. Les ha dado ahora
por golpear, y me asustan. ¿Qué harán? Es un fastidio. Tanto como
espero la hora de acostarme para estar completamente solo, a
obscuras, y poder sentir bien esta especie de sed y de felicidad,
este ahogo tan dulce, este amor tan grande, y suspirar, y llorar de
gusto hundiendo la cara en la almohada... y sin embargo, tantos
sustos que he de pasar hasta ahí en mi cama. Y es que oigo una
porción de ruidos que me hacen saltar el
corazón. Cuando no es un mueble que cruje, se cae un plato en la
cocina, o cierran una puerta, o golpean la maldita pared de al lado.
Yo no debía asustarme, porque no hago nada malo, sino estar
despierto, y el pensamiento no me lo adivinarían; pero me entra un
miedo atroz y no lo puedo remediar…
Ahora mi mamá me
observa. He pasado anoche un susto terrible. Mis hermanos jugaban
después de comer, corriendo en el patio, y yo los miraba desde el
corredor, recostado en un pilar y pensando en Angélica, cuando oí
que mi mamá le decía a mi abuela:—¿Estará enfermo?— Y entonces se me
puso en el acto que estaban hablando de mí, y me quedé de una pieza.
No me atreví a mirarlas, pero sentía que ellas me miraban a mí. Y
así era, de mí hablaban, porque mi mamá volvió a decir:—Hace muchas
noches que no juega.— Y mi abuela le dijo que me dejara, que si no
sabía de sobra que yo era así, apagado y tristón y no vivo como mis
hermanos; pero mi mamá me llamó. Yo estaba como una estatua; ni voz
tenía del susto... La pura verdad, yo creo que me estoy enfermando,
porque ya es mucho lo nervioso que me he puesto... —Tienes muchas
ojeras, hijito. ¿Por qué no corres tú también un poco?—me preguntó
mi mamá, y yo le contestó que tenía sueño, y ella me tocaba la
frente, creyendo que estaría con fiebre; pero yo le aseguré que no
tenía nada, y me puse a reír, a la fuerza, eso sí, y porque sólo de
pensar que, creyéndome enfermo, me llevaran mi cama al dormitorio de
mi mamá, temblé. No tuve más remedio que reírme, porque perder mi
soledad de la noche... ¡eso sí que no! Mi abuela me encontró la
frente fresca. Mi abuela opina siempre antes de examinar; así es que
antes de haberme tocado ya tenía resuelto hallarme fresco. Algo
bueno había de tener la pobre. Si mi mamá tuviera ese carácter, yo
sería muy independiente y más feliz. Pero me cuida demasiado. Porque
me quiere será... y a mí me gusta que me
quiera... pero es fastidioso que se fijen tanto en uno…
Lo más malo es que
nadie me puede defender, puesto que nadie sabe lo que me martiriza
este afán de mi mamá. Desde que me encontró ojeroso, no tengo más
remedio que jugar todas las noches con mis hermanos. Ya tengo
adolorido el cuerpo. ¿No es un martirio, esto? He de saltar, y he de
correr, y cantar, y acalorarme más que ninguno. Y si al menos me
divirtiera… Pero no, porque mi única preocupación mientras tanto es
ir fijándome en la cara feliz con que mi mamá me observa. Y eso que
mido mi tiempo: cuando oreo que ya es suficiente, me acerco a ella,
le hago notar cómo transpiro, y que he corrido mucho, y que la
comida me ha bajado, y a veces hasta le discuto haber traveseado más
que todos.
Entonces ella me besa, contentísima, la pobre, y yo respiro; ya me
puedo ir a acostar sin ese maldito miedo de sentirla llegar a mi
cama para ver si duermo bien. Y esa as otra, porque por más que he
aprendido a fingir perfectamente que duermo
como un lirón, siempre me sobresalta eso de que
mi mamá vaya a verme dormir. Le había dado por ir. A mí me da rabia.
¡Pobre mamacita! Ella lo hace de buena que es; pero ¿cómo no me ha
de dar rabia?... ¡Todo por ella, por mi Angélica! En estos días,
dice mi mamá, vamos a ir a su casa de visita. Ya era tiempo…
Fuimos. Al fin le
hicimos la visita a Angélica. Pero he vuelto fastidiado. Había
varias personas más y el joven del otro día, que la miraba tantísimo.
Ella estaba conmigo siempre; pero a donde íbamos nosotros allá iba
él. Se llama Jorge; y es buenmozo; pero muy cargante, el tipo. Ese
modo de decir «señorita Angélica». ¡Imbécil! A ella no le gusta,
creo yo. Y cómo le va a gustar, también, con esa cabeza chica y esos
ojos redondos y ese bigote como escobilla de dientes... No, no es
feo... Pero no le gusta, porque yo se lo pregunté y ella me dijo que
no. ¿Y para qué me iba a engañar?, vamos a ver. Si no puede ser; y
además, ni su familia lo permitiría. Si creo que hasta tipo es. Y
por último, ¿no me dijo ella misma que no le gustaba? ¿Para qué me
preocupo, entonces?...
Yo no sé lo que
será; pero cada vez que leo cuentos me quedo imaginando muchas cosas
y las veo muy claritas, muy claritas, tal como si fuesen de veras,
lo que no me pasa cuando no leo. Hoy, por ejemplo, estuve pensando
en que ese bruto, ese ridículo, ese tal Jorge, estaba enamorado de
Angélica; y yo quería figurarme que ella lo echaba de su casa y
entonces él se suicidaba. Pues no me lo podía imaginar bien claro,
Después me puse a leer y, a la mitad, sin saber cómo, me encontré
pensando otra vez en lo de ese tonto pretencioso, y entonces sí que
lo vi todo muy bien.
Primero, ella se le
reía en las barbas, con esa risa tan, tan bonita que tiene, que
suena como el agua cuando sale de la botella fina de cristal del
comedor; en seguida se ponía furiosa y lo insultaba mientras a mí se
me agarrotaba el pecho de gusto; y él se iba entonces y, de repente,
veíamos un grupo de gente en la calle, con policía y todo, y yo iba
corriendo a mirar... y era que él se había suicidado. Después me
animaba yo por fin a decirle todo lo que pienso, y ella lloraba
entonces lo mismo que yo, de gusto, de esta dicha tan grande que
sube de aquí, de bien adentro, y revienta por los ojos y hace llorar
primero y después deja más feliz todavía. Y luego me decía a todo
que sí, que nadie la quería como yo y que ella me esperaría hasta
cuando yo fuera un joven grande.
Y yo no veo por qué
no puede suceder así. Ella sería siempre mucho mayor que yo, ¡claro!
Pero ¿no hay tantas viejas casadas con jóvenes? En esos matrimonios,
digo yo, ¡cuántos se habrán querido como Angélica conmigo! Yo se lo
voy a decir a ella pronto. Si es que delante de ella no se me
ocurre cómo empezar. Cuando estoy lejos, me parece que tenemos mucha
confianza; pero en cuanto estoy junto con ella me siento ya como de
etiqueta...
Mis hermanos son de
veras muy brutos. Hoy me salió Pedro con que yo era un tonto porque
me la llevaba pestañeando, y Enrique dijo:—Esa es una costumbre de
Angélica, y éste la imita porque parece que estuviera enamorado de
ella—. Me puse como una furia y le pegué, y entonces él me acusó a
mi abuela y ella me trató de mosquita muerta y de chiquillo
agrandado, y me pellizcó en los brazos. Mi abuela no me quiere; se
rió de mí cuando le contaron que yo estaba pestañeando seguidito
como Angélica. Todavía me duele la cabeza de la molestia. Ahora me
explico que digan que de cólera se puede caer muerta una persona. Lo
peor es que ya no podré pestañear. Y es tan bonito; los ojos parecen
tan vivos, tan alegres, como los de ella, como ella misma, que
parece que echara luz de todo el cuerpo. No se me puede quitar la
rabia con mi abuela. Me ha molestado más que mis hermanos. Pero me
vengué: me dio un alfeñique, después de repartirles a los otros, y
yo no se lo recibí. Se lo dio entonces a Enrique, y así comió él el
doble y salió ganando, él, que era el culpable de todo. Como es el
regalón de mi abuela... Y no debía ser él sino yo, como dice mi mamá,
que para eso soy el menor…
Todo lo que dice
don Carlos Romeral es bueno. Para mí, siempre resulta algo bueno. Es
asombroso. Cualquiera diría que adivina lo que me hace feliz. Hoy,
al poco rato de llegar, contó que ese tal Jorge se ha ido al campo,
a trabajar en un fundo. Allá se debía quedar, el muy intruso, para
siempre. Cada día estoy más seguro de que don Carlos me quiere como
si fuera su hijo. Y qué más quisiera yo que ser hijo suyo. Como no
alcancé a conocer a mi papá... Se murió cuando yo todavía no había
nacido. No sé si Pedro había nacido ya; pero creo que no, porque una
vez le oí decir a mi abuela que con la pena de la muerte de mi papá,
llegó Pedro antes de tiempo. Sí, eso es; me acuerdo porque me he
quedado pensando que qué tendrá que ver una cosa con otra... La
cuestión es que don Carlos es como mi padre, y me regala trajes, y
antes me sacaba a pasear. Hace tiempo que no me saca. Dicen que a su
señora le molestaba muchísimo eso. Una noche hablaban de eso mi mamá
y mi abuela. Mi mamá lloraba mucho y mi abuela echaba chispas, Algo
grave debe haber pasado esa noche. Mi abuela me pegó por haberme ido
a meter adonde ellas. ¿Cómo iba yo a adivinar que no debía ir? Pero
mi mamá se molestó mucho porque mi abuela me había pegado, y me tomó
en brazos y me besó y me decía:—¡Pobre angelito. Qué culpa tendrás
tú de nada!— ¡Claro, qué culpa tenía yo! Y es que mi abuela me tiene
odio. A mí, ¿qué? Soy el preferido de mi mamá y sólo a mí me quiere
don Carlos...
Ya lleva quince
días Angélica sin venir. Es bien extraño. Yo no tengo humor ni para
mi diario. No duermo, ni estudio, ni puedo hacer nada en paz. Antes
me desvelaba solamente cuando ella venia y me abrazaba, o cuando
tenía una mala noticia de ella; pero ahora es lo de todas las noches,
lo de todas las noches de Dios... Si ni siquiera puedo escribir. Y
es que como no duermo, tengo la cabeza abombada y no se me ocurre
sino estar triste. Y me duele el corazón... ¡Angélica, mi
Angeliquita, ven, ven, ven!!!... Y así tener que estar juega y juega
todas las noches con esos brutos de mis hermanos... ¡Es terrible!
Pero mi mamá…
Si ya no dormía. En
el día, cayéndome de sueño, y por las noches, nada, sin pegar los
ojos hasta quién sabe qué horas. Pero ¿estaba tonto?,-digo yo. ¿Cómo
no se me ocurrió antes? Una cosa tan sencilla. Un poquito de nervios,
y listo. A las cinco, cuando salí del liceo, pasé por su casa. Ella
estaba en el balcón. ¡Ay!, en cuanto la divisé desde la esquina,
sentí unos golpee en la cabeza, por dentro, y una falta de
respiración, y luego me puse bien frío, bien frío... Y pisaba en el
suelo y me parecía que iba andando por el aire, y se me pusieron las
piernas agarrotadas. Ya enfrente de su casa, me quité el sombrero,
muy serio. Y me iba pasando de largo. ¡Seré bruto! Si no es que algo
muy extraño me sujeta como un resorte, me paso de largo... ¿Cómo fue?...
No me acuerdo, casi... Angélica me habló del balcón, creo. Sí, así
fue. Yo estaba tiritando, de ese frío tan helado que me entró, y no
oí sino un ruido, un enredo en los oídos que me estremeció y por
poco me hace gritar de pura impresión. Entonces, me parece que me
acerqué y ella me preguntó que qué hacía por ahí, que si había hecho
la cimarra... Y yo, sin contestar una palabra. Hasta que sin saber
cómo me subí corriendo a su casa, ¡Qué habrán dicho todos ahí! Pero
no me pude contener. Lo que no me dejé fue abrazar. ¡Eso, no! ¡Eso
sí que no lo habría podido resistir! Como estaba yo en ese momento,
¡nunca! Me ofreció dulce de membrillo. No quise. Le pedí una rosa
que se había puesto en el pecho. Claro que no se la pedí de buenas a
primeras. Si estuve muy ocurrente. Le dije primero que a mi mamá le
gustaban muchísimo esas rosas que parecen de sangre, y ella me
contestó:—Llévasela. — Y me la dio, y yo se la traje a mi mamá; y
mañana, antes que la echen a la basura, yo me la guardo y... ¡feliz!
Ah, y después le dije lo principal, porque para eso había ido: que a
mi mamá le extrañaba mucho que no hubiese ido a verla en tanto
tiempo, y ella me prometió venir mañana. Me preguntó también si yo
la echaba de menos y si la quería siempre. Yo le contesté que sí y
nada más. Y es que estaban ahí las otras, que si no... Pero no
importa, otro día será; porque yo le tengo que decir todo lo que
tengo pensado, que me muero si ella no me espera, todo, todo... En
fin, gocé. Me vine cuando ya estaba obscureciendo. ¿Cómo no se me
ocurrió esto antes? Sufrir tantos, tantos días…
Cumplió su palabra.
Vino. Eso sí: todo se lo contó a mi mamá, y mi mamá se rió mucho
porque lo tomó como una cortesía de mi parte y me dijo «bien educado».
Pero, ¡caramba!, pasé mis buenos apuros. Le tuve que decir a mi mamá
que me había olvidado de contárselo. Y la cosa no pasó de ahí. Luego,
que me ha ido muy bien, lo que se llama muy bien, con Angélica. Le
he dicho una porción de cosas, paseando por el patio de las plantas;
no muy claras, pero creo que después de esto ya puedo atreverme a
decirle lo otro, lo grande. Eso me lo tiene que jurar...
Bueno, hoy no
necesito escribir nada. Hoy sí que voy a correr y a saltar con gusto
después de comida.
De nada puede uno
alegrarse, ¡válgame Dios! Ya dejó de venir. No hace muchos días,
pero me ha entrado de nuevo el desasosiego por verla. Y van tres
tardes que intento volver por su casa, y es inútil, de la esquina
no paso. No sé, se me figura que esta vez sí que mi mamá sospecharía.
Y al fin y al cabo, digo yo, ¿no sería mejor que se lo dijera yo a
mi mamá todo? Lo he pensado; pero no, hay que pensarlo mucho, y
ahora más que nunca.
¡Uy, lo que
hablaría mi abuela! Que si soy una pobre criatura loca que les voy a
costar la vida y que si los niños no deben pensar sino en el colegio.
Como si en ese caso no estudiaría yo con más gusto. Estudio ahora...
Y es que hay que terminar pronto los estudios para ser hombre...
Mañana iré. Es tan sencillo... Sí, de aquí me parece muy fácil; pero
luego el miedo me deja como un estafermo. No hago más que llegar a
la esquina de su casa y ya estoy tiembla y tiembla. Y temblar no
sería nada; el corazón se me salta y todos los que andan por la
calle me miran ya mí se me figura que me descubren las intenciones,
o si no, que me toman por un ratero. Lo cierto es que ahora no me
atrevo nunca a doblar la esquina. A lo sumo, miro por entre las
puertas del almacén ese, pero como desde ahí no se ven todas las
ventanas de la casa de Angélica, muchas veces me quedo en ayunas,
sin saber si está o no. Y luego que el tiempo se pasa volando...
Esperemos un día más, y si no…
¡Lo que son las
cosas! Ahora está viniendo muy seguido. Sale al centro casi todas
las mañanas y después viene acá, y cuando yo llego del colegio, a
almorzar, me la encuentro muy sí señora en el cuarto de costura
charla y charla mientras mi mamá zurce la ropa de nosotros. No le he
podido hablar nada de eso todavía, pero no importa, ¿qué apuro hay?
¿No me va bien así, acaso? Estoy feliz, pero bien, bien feliz. Y por
las tardes, me subo al departamento de los sirvientes, porque me
gusta ese corredor que da a los tejados, al anochecer, y de ahí veo
las copas de los árboles que asoman de los patios y oigo las
campanas de San Francisco y de otras iglesias más distantes y las
copas de los árboles y las campanadas me parece que flotan en el
aire. Por un lado, el cielo se mueve, y van bajando las listas de
colores, que unas son como de fuego, y como oro, y rosadas, y verdes;
y por el lado de la cordillera, los cerros se ponen color ladrillo
primero, y después morados, y el cielo como con una pena muy
suavecita. Yo pienso entonces en Angélica y a veces me entra una
alegría inmensa, y otras veces me da esa misma pena suavecita del
cielo… Por las mañanas me gusta el patio de las plantas. Los
pajaritos, llegan hasta la misma ventana del comedor. Conmigo son
muy valientes, los caballeros: yo no me muevo y ellos no se vuelan.
¿Sabrán que los quiero? Dice la Juana que qué van a saber y que si
no veo que lo que quieren es comerse las migas donde ella sacude el
mantel. El chorrito de la pila también parece un pájaro a esa hora,
no sé si porque el agua sale como a saltitos o si por lo que suena.
Todo es fresco a esa hora, como si el patio, lo mismo que las
personas, se lavase y se peinase por las mañanas...
Loa grandes dicen
que todo lo hacen por el bien de uno, y mientras tanto no saben sino
quitarle a uno los gustos que tiene. Dice mi mamá que lo hacen para
que uno sea feliz cuando grande; pero otras veces dice que los
grandes nunca pueden ser felices y que la felicidad no dura sino
mientras uno es chico, ¿Cómo se entiende, entonces?...
Tan feliz que
estaba yo, y hoy mi mamá, se ha molestado conmigo porque he traído
malas notas del liceo, y me ha dicho que me estoy volviendo torpe y
que así no voy a pasar nunca del primer año. Entonces ha dicho mi
abuela que como me la paso leyendo libritos de cuentos y pensando en
las musarañas, no estudio; y mi mamá me ha roto los libritos, y
ahora dice que nunca más me los comprará, aunque los pida por todos
los santos del cielo, como no sea en las vacaciones. ¡Qué se va a
hacer! Me gustaban porque me hacían pensar muy claro, como cuando
estoy soñando y yo digo algo y me contestan, y me parece que soy
grande y que me he casado con Angélica; y además, aprendía muchas
palabras en los cuentos, y a poner los puntos y las comas, lo que no
se puede aprender en el colegio porque el profesor lo explica con
reglas que se olvidan. Es una lástima que me hayan quitado los
cuentos, porque todo eso me servía para escribir mi diario. Si a mi
abuela, ya se sabe, se le ocurre siempre lo más fastidioso. Como me
odia… Porque se necesita tener odio para hacer lo que hace conmigo.
Ya me he fijado en que cada vez que mi mamá se acuerda de cuando yo
nací, mi abuela pone cara de furia y me mira con un rencor que
parece que yo le hubiera hecho un daño muy grande naciendo. Y si me
encargaron, ¿qué culpa tengo yo? Así se lo dijo una vez don Carlos,
que era una cosa que no tenía remedio. Pero ella es muy bruta.
Como ya no tengo
libritos de cuentos, hoy domingo me fui a mi rincón. Por disimulo y
para contentar a mi mamá haciéndole creer que iba a estudiar, me
llevé los cuadernos del colegio; pero no hice sino pensar en las
hadas, y Angélica era la princesa y yo el niñito que en vez de irse
a correr mundo por el camino de flores, se fue por el de espinas;
así es que al fin yo me casaba con la hija del rey, es decir, con
Angélica. Después me cansé de pensar; pero me quedé siempre en mi
rinconcito, hasta que obscureció. Mi rincón está en mi cuarto, entre
la cómoda antigua, la de incrustaciones de nácar, y la pared que da
a la salita, y es el sitio que más quiero de toda la casa, Ahí
escondo mi diario, bajo la alfombra, y ahí me gusta estar aunque no
haga sino contar las rayas del papel de la pared; y pestañear como
Angélica, y reírme como ella, y contestarme yo mismo todo lo que
quiero que ella me conteste cuando le cuente mis planes. Yo no sé
por qué le tengo cariño a todo lo que hay en mi rincón, y me lo sé
de memoria: en el costado de la cómoda, en la corona que tiene en
medio el pavo real, falta un pedacito de nácar; quedan treinta y
dos. Lo que no me gusta es el ojo del pavo real. Parece de gente y
da miedo. Por eso yo se lo arreglo siempre con el lápiz...
¡Cómo me pesa, cómo
me pesa haberlo hecho! He sido un idiota, un animal. Y todo lo he
perdido, y para siempre, tal vez, No sé qué voy a hacer ahora. ¡Dios
mío, Virgen Santa, que se arregle esto! Pero si ya no es posible, si
ya ni como a un niño me quiere... ¡Qué desesperación! No, si no
puede ser. Angélica mía, perdóname, ten compasión de mí, que soy muy
desgraciado. Nunca más seré grosero. Es que soy celoso y me volví
loco. ¿Qué me daría? Debe de haber sido cosa del diablo... Me había
acostumbrado a ir todas las tardes. Nunca me animaba a pasar de la
esquina; pero por las puertas del almacén la divisaba, y aunque
fuera temblando de impresión y de nerviosidad, pasaba el rato y me
venía conforme. Pero ayer, yo que me asomo, y veo que está con el
bandido ese del Jorge en el balcón. Si hubiesen estado los demás de
la casa, siquiera... pero no, los dos solos, juntitos, y él le
hablaba con la cara muy cerca de la suya y ella se reía. Y, ¡claro!,
¿cómo iba a poder contenerme? Todo fue verlos y obscurecérseme toda
la calle y zumbarme los oídos, y correr y subirme a su casa...
—Yo lo mato, lo
mato,—iba diciendo por el camino, me acuerdo, pero en cuanto me vi
ya en la mampara y preguntaron quién es y yo no sabía quién decir,
se me cortó el ánimo y me quedé como un tonto y con un dolor aquí
atrás, en la nuca, terrible. Y la sirvienta me abrió y me hizo
entrar hasta el balcón, y ella, muy alegre, me besó y me preguntó
varias cosas, pero yo no le podía contestar. Entonces me dice él,
con un tono de gran personaje, el muy imbécil: —¿Cómo estás,
chiquitín?— Y tampoco le contesto, sino que lo miro con un odio
atroz. Entonces se miran los dos muy admirados, y él me pone la mano
en la cabeza y yo se la quito de un manotón. Y él me dice no sé qué
cosas más, como haciéndome bromas. Yo no le contesté nada todavía,
pero ya cuando me preguntó que por qué estaba tan furioso, le dije:
—Cállese, intruso, animal, bestia. ¿No se había ido al campo?— Y
ella,... no lo haría por maldad,... pero me reprendió y me dijo que
eso estaba muy mal hecho y que era muy feo, y que de cuándo acá me
había vuelto un niño grosero y mal criado. No lo haría por maldad,
pero... entonces, peor, pensé yo, porque rabia sí que se le conocía
en la cara; y le contesté que más feo era lo que estaba haciendo
ella con ese tipo ahí. Entonces se puso más enojada porque le decía
tipo al otro,... tanto, que primero me asusté y después solté el
llanto y me salí a la galería.
Ella salió riéndose,
entonces, detrás de mí, y ya me habló con suavidad otra vez y,
afuera, me dio un beso y me quiso tomar en brazos, pero yo no soy
ningún imbécil y me limpié la cara donde me había besado y no la
dejé que me tocara. —¡Qué chiquillo más divertido! ¡Celoso! ¡Qué
divertido!—decía la muy... ¿Y no quería también que volviera y le
dijese a él que me disculpara?... Que porque era muy bueno y la
quería mucho a ella... Pues menos que nunca, en ese caso. Así se lo
dije. Y ahí fue la grande: se puso muy seria, de verdad; me estuvo
mirando un rato, callada; luego me volvió a hablar:
—Anda, vamos,
no te pongas antipático.— Me dio una rabia... Y como le dije que más
antipática estaba ella, (porque la odié con toda mi alma en ese
instante,) me gritó: —¡Al diablo, chiquillo tonto! Mañana te voy a
acusar a tu mamá estas gracias, verás.— Y se fue y ya no regresó.
Qué más, no sé, sino que llegué a casa enfermo y llorando a gritos.
Mi mamá me preguntó que qué me dolía y yo le dije que el estómago. Y
me acostaron y me hicieron la mar de remedios y me dieron un
purgante. Así es que, encima de todo, tuve que soplarme aceite de
castor. Pero ya había dicho yo que era el estómago y todos decían: —Cólico,
es cólico.— Además, así podía llorar con motivo. A veces no quería
llorar más, de pena de ver a mi mamá tan afligida, pero no podía
sujetar el llanto, era imposible... Lo raro es que no me desvelé. Al
contrario, me quedé dormido muy temprano y sin saber cómo. Hasta que
hoy desperté, ya muy tarde, cuando mis hermanos se habían ido al
colegio sin mí. Yo no voy a ir en todo el día, porque estoy como
atontado, y además quiero estar aquí cuando llegue Angélica para
pedirle perdón y que no me acuse a mi mamá...
No ha venido, me he
pasado todo el día temblando de verla llegar y, al mismo tiempo,
deseando que viniera para ver si hablaba con ella. Pero no ha
venido. ¿Qué será? Ahora me pesa no haber ido al liceo, porque así
habría pasado a su casa después y le hubiera pedido perdón; en tanto
que ahora me sigue el susto...
¡Mamacita, yo te lo
quisiera decir todo a ti!... Pero ¿cómo supiera yo que no se iba a
enojar? Porque no es que me den ganas de decírselo por miedo de que
Angélica me acuse; ya no me acusa, es un hecho, porque entonces no
habría dejado pasar casi dos semanas, me parece a mí, sin dar
acuerdo de su persona; pero es que así no me desesperarían todos
como me desesperan. Esa sería la cuestión. Ahora duermo menos que
nunca, y es natural, porque estoy más triste que nunca también; pero
eso no quita que por las mañanas no pueda despertar, bien borracho
de sueño y con la cabeza como una piedra, que se me cae encima de la
almohada, y no tengo fuerzas para sostenerla, ni para abrir los ojos,
ni para levantar los brazos, ni para oír siquiera lo que me grita mi
abuela, porque estoy dormido con todo el cuerpo y no con el
pensamiento solo, como dormía antes. Bueno, pues mi abuela no para
hasta que me siento en la cama y estoy vistiéndome y me acuerdo de
nuevo de mi desgracia y de nuevo me entra este dolor a latidos en el
cerebro.
¡Qué desesperación
me dan a mí estas cosas! Como sino hubiera más que hacer sino darle
rabia a uno encima de su pena. Ya es mucho, es mucho. Esta mañana me
ha mojado la cara cuando ha visto que no podía despertar, diciendo
que es el santo remedio para la flojera y que si me levantara más
temprano todavía, tendría más salud, como mis hermanos, y que así no
haría sufrir a mi pobre mamá, que es una infeliz tonta de remate. Y
después ha empezado con lo de siempre, a decir que yo no daba sino
molestias y que más valía que hubiera vivido la hermanita que dicen
que se murió de pecho y no yo, porque da todas las calamidades de la
familia yo solo tengo la culpa, Y yo, sin chistar, como me ha
aconsejado don Carlos; pero ella, dale y dale. ¡Será mala! Y además,
a mí me parece esto una brutalidad... Pero también pienso a veces
que cuando ella lo repite tanto y tan convencida, no será sin motivo,
y... ¿qué voy hacer?... me da más pena, porque ¿cómo voy a
conformarme con eso?...
Aunque ahora llego
a creer que así debiera haber sido. Y mi mamá, también empeñada en
martirizarme. Eso es lo raro. Parece que se la llevara pensando
cosas malas de mí. Cómo puede ser esto, no me lo explico; pero es
la impresión que me deja con su vigilancia y su cara preocupada y su
empeño en que juegue sin ganas. Desde que se le ocurrió el otro día
a don Carlos decir que los niños deben acostarse cansados, no me
perdona una sola noche. Y me observa a toda hora, porque también
dijo don Carlos que no es bueno eso de que un niño esté horas de
horas solo. ¿Me estarán tomando fastidio mi mamá y don Carlos
también? Por eso digo que sus motivos tendrá mi abuela para odiarme
así... Otra: que ayer me han llamado los dos, mi mamá y don Carlos,
digo, y me han hecho seguirlos, y atravesábamos la casa y yo decía:
¿A qué vendrá esto? ¿Me habrá acusado Angélica? Y no, sino que
cuando hemos llegado al salón y se han sentado ellos, mi mamá ha
comenzado con unas preguntas muy raras primero: que por qué estaba
cada día más ojeroso y más distraído, y que con qué niños me juntaba
en el liceo, y que si nadie me había enseñado travesuras; y luego,
cuando ya me han visto nervioso, me han metido susto con que si
supieran algo me quemarían las manos y me mandarían preso. ¿No digo
yo? Si ya es mucho sufrir. Porque esto parece de esas cosas que uno
sueña y asustan aunque no se entiendan...
¿Y por qué no viene
Angélica?, digo yo. ¿Será que se ha enfermado? Si se muriera... Sí,
sí; podrá ser pecado mortal pensarlo; pero más valdría, quién sabe,
porque así me moriría yo también y asunto concluido. Lo que falta es
que haya resuelto no acusarme, pero no venir más tampoco. ¿Y qué
haría yo entonces? Yo que ahora me espanto sólo de pensar en ir a su
casa, ¿Y para qué voy a ir?, también. ¿Para encontrarme otra vez con
el cuadro del otro día y caerme muerto? No sé, no sé qué voy a hacer.
Don Carlos, dicen que piensa irse de viaje y llevarme. ¡Que no lo
haga, por Dios! ¿Qué sería de mí entonces, sin esperanza siquiera de
verla y de que me perdone? Porque todavía me parece a mí que todo
se podría componer. Pero es que no viene, Dios mío, no viene, y yo
me voy a morir. Hoy, de tanto acordarme de ella, me puse a llorar a
la mitad del almuerzo; y como fue delante de todos, se armó una
bolina, porque mi mamá se afligió muchísimo, y mi abuela dijo que
con azotes y baños fríos de asiento se quitaban esas mañas, y mis
hermanos soltaron la risa, y terminaron peleando las dos. ¿Por qué
no podría contenerme? ¡Ave María! Y es que ya no me doy cuenta de lo
que hago. No sé en qué va a parar esto. Me siento enfermo...
¡Esto faltaba! El
rector del liceo ha mandado llamar a mi mamá y le ha dicho que el
consejo de profesores ha resuelto preguntarle por qué soy tan quieto.
Dicen que es mucha mi formalidad y que eso no está bien. ¿Serán
brutos? En lugar de estar contentos de que tenga buena conducta.
Pues no señor, y le han dicho a mi mamá que además el señor Latorre,
que es inspector, me ha espiado toda la semana y no me ha visto
jugar ni una sola vez. Miren cuándo viene a darse cuenta de que yo
no juego... Con el chisme, ¡natural!, mi mamá se ha preocupado más y
ha vuelto del colegio llorando, y en cuanto yo he llegado me ha
repetido las preguntas, llora que llora, y después me ha sentado en
sus faldas y me ha hecho muchos cariños y me ha dado muchos consejos
que ni venían al caso. Yo estuve tentado de contárselo por fin todo,
porque cuando uno tiene pena y ve que otro también tiene, dan ganas
da contar. Pero no me atreví. ¡Claro, cuándo me atrevo yo a nada!
Soy más poquita cosa... Y esto no es lo peor. Cuando yo digo que ya
no es vida la mía... Después se apareció don Carlos con el doctor,
que me oyó el pecho y la espalda, y me golpeó la barriga poniendo
los dedos como un martillito, y me miró adentro de los ojos, y me
tocó todo el cuerpo a ver si tenía glándulas, y la mar de historias,
mientras mi mamá le iba diciendo que a media noche me quejo dormido,
unas veces, y otras doy saltos en la cama, y otras hablo... ¿Qué
hablaré, Dios mío? No lo dijo mi mamá y el doctor tampoco se lo
preguntó; pero yo me llevé siempre un susto. Ah, y el doctor me hizo
también las preguntas esas que ponen nervioso, y yo, por supuesto,
no supe contestar. Mi mamá me decía: —Contesta, niño.— Pero si yo no
entendía, ¿qué iba a contestar? Me avergonzaba, lo único, porque me
parecía que me querían pillar en algo, y a uno le entran nervios con
esas cosas siempre, aunque no tenga culpa ninguna. Al último, el
doctor dijo: — No es gran cosa, señora. No se aflija. Está un poco
anémico, el chico. Parece que se va a desarrollar demasiarlo
temprano.— Y entonces me preguntó a mí: —Y tú ¿qué dices de eso? ¿Te
gustaría ser hombre pronto?— ¡Ay!, me saltó el corazón y le contesté
inmediatamente que sí. Y ya me había alegrado, cuando dijo que me
convendría levantarme a las seis... ¡Qué sabrá él!.. Y que me
bañasen y me diesen unas fricciones con agua de Colonia y las
píldoras que me recetó. Ah, y que si me pudieran sacar al campo,
mejor, aunque perdiera el colegio. Y cuando él se ha ido, ha dicho
don Carlos: —Bueno. Estoy resuelto. Me lo llevo.— Quiere hacer
siempre el viaje y llevarme. Así es que la cosa va peor y peor.
Porque todo esto es un martirio que no tenía yo por qué sufrirlo.
Tras que no veo a mi Angélica y me la paso con el alma oprimida,
tras que ni siquiera como sino por que no chille mi abuela y no se
aflija mi mamá, que me da la sopa por su propia mano y me corta el
asado, tener que pasar atento a la voluntad de todo el mundo, es
insoportable. Si a veces, de tanto sufrir, me pongo como insensible
y me parece que me voy a quedar dormido en donde estoy. Si supieras
todo esto, Angélica, ¿no me querrías?... ¿Y a dónde me pensará
llevar don Carlos? Yo no voy, yo soy capaz de confesárselo a él
antes. Sí, él es muy bueno, y muy inteligente, y me quiere mucho, y
debe saber también lo que son angustias, puesto que lleva un diario
de su vida; y quién sabe si hablaba con
Angélica y le pedía que no me dejase morirme, y que no le hiciera
caso a ese criminal, y que me esperase un poco nada más porque ya ha
dicho el doctor que seré hombre pronto... Yo se lo digo, porque si
no, tendré que hacer valor y hablar con Angélica yo mismo, aunque me
dé un ataque en cuanto la vea…
… y por eso no
quiero alegrarme, porque cada vez que espero contento alguna cosa,
me resulta mal. Así es que más bien tengo miedo. En fin, la voy a
ver, siquiera. ¡Ay, qué angustia! Desde que mi mamá dijo al regresar
de misa que el sábado es el santo de Angélica y yo le pedí que me
llevara y ella me contestó que bueno, que me llevaría por distraerme
un poco, no sé lo que me pasa. Vamos a ver...
No sé por qué ahora,
mientras más sufro, más quisiera sufrir, y que me pasaran cosas muy
horribles, de esas que ponen a todos muy tristes; y que me muriera,
por último;... pero que lo supiese todo ella, eso sí!... Porque no
hay remedio, ya se acabó todo: le han avisado que estoy muy enfermo
y no ha sido capas de venir un ratito. Eso ya es tener mal corazón,
digo yo. Le debía tener odio, y sin embargo la quiero más que nunca.
Y debe ser verdad que estoy tan grave. ¡Mejor! ¡Ay, qué bueno sería
que me muriese y le dijeran que me había muerto por ella!... Lo que
me asusta es esta cosa tan rara que me da de repente ¿Esto será
delirar? Dicen que me he pasado toda la noche delirando, y debe de
ser esto. Aunque, no me acuerdo de lo de anoche sino hasta cuando me
trajeron, y yo digo que si fuera delirar esto que me pasa ahora, me
acordaría. ¿Y qué es entonces esto tan horrible? Tengo un miedo...
Si no fuera porque me han dado unos deseos muy grandes de consolarme
con mi cuaderno, despertaría a mi abuela, que se ha dormido en la
mecedora, cuidándome mientras duerme mi mamá, que dicen que no se ha
acostado en toda la noche por velarme, ¿Qué será esto? No me atrevo
ya a mirar a la ventana, porque de repente me quedo sin poder quitar
la vista de la cordillera, y en esto, de los cerros empieza a salir
fuego, y todo el cielo se pone colorado, y después va saliendo de
entre las llamas una cosa muy enorme, y se me viene encima, como
para aplastarme, y yo me pongo a gritar de espanto y quiero salir
corriendo; pero entonces no me puedo mover, y sigo a gritos, y
después... debo de dormirme bien dormido, porque ya no sé nada. Yo
digo que no será delirar, porque de esto me acuerdo, y de las cosas
que dicen mis hermanos que hablé anoche, no. Me acuerdo sólo hasta
cuando me trajeron. Eso no se me borra.
Mi mamá me llevó a
casa de Angélica y, como era su santo, había tertulia, y muchísima
gente había comido en la casa y estaban todos en el salón cuando
nosotros llegamos, Pero en el comedor quedó siempre la mesa puesta
con tortas y helados y muchas botellas, y la Raquelita me llevó allá.
Al poco rato mi mamá fue a buscarme para que saludase a Angélica, y
entonces fue cuando ya comencé a sufrir, pero más de lo que yo había
sufrido nunca. Ella me recibió muy seca, y mi mamá me dijo que la
besara; pero yo no me atreví, sino que me puse a tiritar de pura
impresión. Y ella no me dijo más que: —¡Hola! Tú también has venido
a saludarme. Muy bien hecho.— Pero del beso, nada. Y mi mamá me
preguntaba:—¿Ni un cariño siquiera, hijito? Y tanto como la quieres...—
Y luego le contó a ella mis nervios y mis cosas, y que si estoy muy
anémico, y que si había tenido un cólico atroz, y qué sé yo; pero
que cómo la querría a ella, a Angélica, cuando hasta en sueños,
muchas veces, le decía frases de cariño. Yo me impresioné muchísimo
cuando mi mamá dijo estas cosas, pero me alegré también, porque yo
quería que Angélica las supiese, a ver si se compadecía y me volvía
a querer, y además porque no habría tenido valor para contárselas yo
mismo. Pues, ella, apenas si habló no sé qué de loa cólicos. Me
entró un desconsuelo tan grande... Y eso que mi mamá, se lo explicó
todo bien claro, y ella comprendió que no había sido cólico sino la
pena de esa tarde, que bien se lo conocí yo en la cara. Pero ¿me
dijo algo para consolarme, siquiera? Ni una palabra; sino: —Vaya.
Pobre chico,— y mirándose al espejo que hay arriba del sofá, como si
ni oyese o si estuviera pensando en otra cosa. Y mi mamá seguía
explicándole; pero ella no salía de:—¿Sí? ¿Sí? Pobre,— y sin ganas.
¡Parece mentira! Yo ya no la miraba, porque no sabía de mi persona,
con la tristeza, que me iba ahogando; y ella tampoco me miraba a mí,
estoy seguro, porque en tal caso habría sentido yo sobre la cara ese
calor que siento siempre cuando alguien me mira y yo no. ¡Ni me
miraba siquiera! ¿Tendrá perdón?
Un momento tuve
miedo de que me acusara; pero después comprendí que no lo haría y
que, al contrario, estaba nerviosa por irse a otro lado y con ganas
de acabar pronto, como si nosotros le estuviésemos dando una lata.
Pero mi mamá no se daba cuenta y seguía, hasta que me volvió a decir:
—Dale un beso, niño.— Yo bajé la vista, muerto de pena y de
vergüenza; y sin embargo, de tonto, esperé a ver si ella me lo pedía
también. Nada; se rió, con una risita de esas para salir del paso, y
se volvió a mirar al espejo, y en seguida llamó a la Raquelita para
que me llevase a tomar helados, y ella se fue con mi mamá no sé a
dónde. Entonces ya me dieron ganas de llorar a gritos. Y es que me
pareció que me quedaba muy solo y sentí como que se me enfriaba
toda la vida para siempre. Así es que, sin darme cuenta de lo que
hacía, me dejé llevar de la mano por la Raquelita...
En el comedor, me
acuerdo que la Raquelita me sirvió una porción de cosas, pero yo no
quise sino limonada. Ah, me acuerdo también que unos caballeros
hablaban mucho y se balanceaban desde los talones hasta las puntas
de los pies, parados alrededor de un viejo muy feo con lentes
amarillos, y que yo tenía la vista clavada en un gobelino de la
pared, donde unos hombres medio desnudos y muy mal hechos querían
cazar un jabalí muy bravo... Ese jabalí me parece ahora que es la
cosa enorme que sale de los cerros... No, no sé bien... Bueno, en
esto, pasó un bulto por el pasadizo y... me lo avisó el corazón,
porque di un salto en la silla... y lo vi pasar por la otra puerta
del comedor, y era él, Jorge.
Yo no sé qué hice
entonces. Lo único que sé es que llegué solo al salón y que cuando
yo entraba, Jorge se iba con Angélica por la galería. Creí que me
iba a caer muerto. Se me aflojaron las piernas y se me clavó este
dolor que todavía tengo en el cerebro, y me agarré a una cortina y
ahí me estuve hasta que me volvieron un poco las fuerzas, y después
me asomé a la galería, y ahí estaban los dos paseándose de la mano.
Me dio una desesperación, que no podía respirar. Después, me acuerdo
que estaba fijándome en que el tal Jorge sabía hacer muy bien
ademanes con los brazos y que yo pensaba en que no los podría yo
hacer lo mismo porque a un niño no le resultan bonitos con los
brazos tan chicos y el traje de marinero... cuando, de repente,
ella se le pone delante y le empieza a arreglar la corbata, y él le
toma los brazos, y ella se echa atrás, pero él se agacha y le da un
beso en la cara...
Ahí sí que no pude
más. Primero se me dio vueltas toda la casa y después solté el
llanto y salí corriendo, a perderme, y llegué otra vez al comedor y,
sin saber para qué, me metí debajo de la mesa. Lloraba a gritos, y
todos vinieron, y se armó un alboroto; porque todo el mundo quería
saber lo que me pasaba, y las señoras me preguntaban: —¿Qué tienes,
hijito?— y los hombres: —¿Qué pasa? — y mi mamá como una loca. Pero
yo escondía la cabeza entre los brazos y seguía llorando, con ganas
de morirme; y cuando alguien me quería sacar de ahí, yo me hacía
soltar a puntapiés. Hasta que en una de estas, un señor se agacha y
recoge del suelo una copa, y la huele, y se la da a oler a los demás,
y después dice: —Esta es la madre del cordero. Ha dada cuenta del
cacao.— Y toda la gente suelta la risa. Y unos decían que por lo
dulcecito me había gustado; y otros, que las borracheras lloradas
eran las peores, y que pobre criatura, y que qué divertido, y la mar
de imbecilidades, mientras yo no podía contener el llanto, que ya
era como un ataque y me venía como hipo que me ahogaba y me hacía
doler el corazón. Hasta que por último mi mamá perdió la paciencia y
me dio de pellizcos, y me sacó y me trajo en un coche. Después... no
sé más, sino que estoy con fiebre y que he pasado toda la noche
hablando esos disparates que cuentan mis hermanos…
En este punto, el
diario se vuelve de pronto inconexo y contradictorio hasta el grado
de hacerse ininteligible en sus líneas restantes. Ignoro cuántos
días después de escrito el último renglón puso la casualidad en mis
manos este cuaderno doloroso e ingenuo. Sólo puedo decir que fue
una tarde en que la tristeza de mi amigo Carlos Romeral me exigió
acompañarlo a ver al enfermito. Fue acaso la hora más amarga de mi
vida.
Los atardeceres son
todos melancólicos en los cuartos de los enfermos; pero mi memoria
conserva el de aquella estancia, como una llaga en carne viva,
siempre irritada y sangrante. Una insufrible congoja me oprime aún
al recordar la penumbra en que todos nos desdibujábamos como
espectros, la ventanita en alto por donde se veía un trozo de cielo
azul gris y asomaba de rato en roto un volantín silencioso, la
lívida pincelada del lecho sobre el cual erguíase borroso el busto
del loquito que hablaba sin cesar, borboteando un monólogo
exasperante. Cerca de mí, la abuela, con el gesto agrio de ciertos
seres que gruñen al llorar, movíase afanosa, poniendo en orden
frascos y cajas de medicinas; Carlos Romeral, hundido en un sillón,
mordíase el bigote, nervioso, desesperado, rebelde; y yo escuchaba
el relato que la madre me hacía sobre el proceso de la enfermedad de
su hijo.
Hablaba la señora
con voz opaca, pero febrilmente. Obedecía sin duda a ese prurito
absurdo, pero tan común en los contristados, de rememorar con cruel
minuciosidad cuantos fenómenos se sucedieron hasta la crisis final
del enfermo a quien lloran. Aquella mujer había llorado ya mucho.
Ahora, un secreto instinto de distracción, o acaso una vaga
esperanza de amparo, arrastrábala a contar los desgarradores
episodios. Yo atendía, no sé si por educación o porque no hiriese
mis oídos el monólogo terriblemente plácido del loquito. Por
momentos, percibíamos el murmullo de los médicos que en la
habitación contigua deliberaban en junta. Entonces la madre
suspendía su relato, y yo podía leer en su mirada suspensa la blanda
y triste esperanza de los débiles. Pero se apagaba el rumor, y ella
proseguía.
En los comienzos de
la enfermedad, tuviera el niño delirios de terror que concluían en
convulsiones; después desapareciera la fiebre, pero la razón volvía
sólo por intermitencias; por último, el delirio se había hecho
tranquilo y constante. De los terrores por un jabalí cuyos ojos
redondos y cuyos bigotes recortados eran humanos, el tema declinara
en disputas absurdas con unos lentes amarillos y en diálogos con
campanadas que ya pasaban volando, ya flotaban en el aire, ya caían
como goterones en una laguna imaginaria.
— Y hoy, —concluyó
la madre, — su tema único es el de las campanas. Jamás nombra
personas, ni a mí. Tampoco sufre, como usted ve; por el contrario,
parece deleitarse con su delirio. Es horrible; ese contento
inmutable es espantoso.
Y calló, ahogada
por las lágrimas.
Hubo un silencio,
pesado, fúnebre. De pronto recomenzó el monólogo del loquito.
Aquella vocecita tristemente encantada interrogaba a las imaginarias
campanas el significado de sus sones. Un momento, su mirada se
encontró con la mía, y el fulgor metálico de aquellos ojos
perturbados me apuñaleó las entrañas como una daga fría. Hice un
esfuerzo y le sonreí. Me respondió él con la carcajada triturante de
los locos y, convulso de risa, se tendió en la cama, hundiendo la
cara entre las ropas,
Y fue entonces
cuando el cuaderno, que tal vez estuvo bajo la almohada, cayó cerca
de nosotros. Maquinalmente, me apresuré a recogerlo. Alcancé a leer
en la cubierta: Historia y Geografía, 1er año. Pero como en ese
instante volvían los médicos, me distraje y lo conservé entre las
manos. Sin sospechar siquiera el secreto que el cuaderno contenía,
mis dedos lo enrollaban, mientras mi atención deteníase embobada en
la suficiencia facultativa que discurría sobre «los perniciosos
efectos del alcohol en el cerebro infantil».
Comprendí en aquel
discurso docto, el exordio de un desahucio próximo.
Minutos después,
atravesaba yo la Alameda, camino de mi casa, y de pronto me di
cuenta de que llevaba el cuaderno. Por un movimiento automático, lo
abrí...
Cuando terminé de
leerlo, las campanas de San Francisco iniciaban su tañer
vespertino, lento, grave, trágico, y yo, medio contagiado ya de
aquel tema de locura, sentí que las campanadas se desplomaban una a
una, como enormes lágrimas de pesadilla, sobre mi corazón.
FIN