Acabó
su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las
circunstantes en querer saber la suya; y así se lo rogaron todas, pero
ella las remitió para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían
reales de plata para hacer las cruces.
En esto
vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla; él
las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las
alabanzas que a Preciosa habían dado; y, poniendo la mano en la
faldriquera, hizo señal de querer darle algo, y, habiéndola espulgado, y
sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía y dijo:
-¡Por
Dios, que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica,
que yo os le daré después.
-¡Bueno
es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos
tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y
quiere que tengamos un real?
-Pues
dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos volverá
a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
A lo
cual dijo doña Clara:
-Pues,
porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
Antes,
si no me dan nada -dijo Preciosa-, nunca más volveré acá. Mas sí volveré,
a servir a tan principales señores, pero trairé tragado que no me han de
dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced,
señor tiniente; coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que
morirá de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y, aunque moza,
entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar
dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender
otros cargos.
-Así lo
dicen y lo hacen los desalmados -replicó el teniente-, pero el juez que da
buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado
bien su oficio será el valedor para que le den otro.
-Habla
vuesa merced muy a lo santo, señor teniente -respondió Preciosa-; ándese a
eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
-Mucho
sabes, Preciosa -dijo el tiniente-. Calla, que yo daré traza que sus
Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
-Querránme
para truhana -respondió Preciosa-, y yo no lo sabré ser, y todo irá
perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos
palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con
ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
-Ea,
niña -dijo la gitana vieja-, no hables más, que has hablado mucho, y sabes
más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás;
habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías, que
no hay ninguna que no amenace caída.
-¡El
diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! -dijo a esta sazón el tiniente.
Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo la doncella del dedal:
-Preciosa,
dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal, que no me queda con qué hacer
labor.
-Señora
doncella -respondió Preciosa-, haga cuenta que se la he dicho y provéase
de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le
diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las
avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas; y entre otras
vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían
seguras; porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a
su Preciosa.
Sucedió,
pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con
las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos
pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y
ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como
decirse suele, una ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas
de diversas colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole, y
pusiéronsele a mirar muy de espacio, admiradas de que a tales horas un tan
hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo.
Él se
llegó a ellas, y, hablando con la gitana mayor, le dijo:
-Por
vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí
aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
-Como
no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora -respondió
la vieja.
Y,
llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos; y así,
en pie, como estaban, el mancebo les dijo:
-Yo
vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después
de haberme hecho mucha fuerza para escusar llegar a este punto, al cabo he
quedado más rendido y más imposibilitado de escusallo. Yo, señoras mías (que
siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy
caballero, como lo puede mostrar este hábito -y, apartando el herreruelo,
descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España-; soy
hijo de Fulano -que por buenos respectos aquí no se declara su nombre-;
estoy debajo de su tutela y amparo, soy hijo único, y el que espera un
razonable mayorazgo. Mi padre está aquí en la Corte pretendiendo un cargo,
y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y,
con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os
debe ya de ir trasluciendo, con todo eso, quisiera ser un gran señor para
levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi
señora. Yo no la pretendo para burlalla, ni en las veras del amor que la
tengo puede caber género de burla alguna; sólo quiero servirla del modo
que ella más gustare: su voluntad es la mía. Para con ella es de cera mi
alma, donde podrá imprimir lo que quisiere; y para conservarlo y guardarlo
no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya dureza
se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá
ningún desmayo mi esperanza; pero si no me creéis, siempre me tendrá
temeroso vuestra duda. Mi nombre es éste -y díjosele-; el de mi padre ya
os le he dicho. La casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales
señas; vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son
vecinos también, que no es tan escura la calidad y el nombre de mi padre y
el mío, que no le sepan en los patios de palacio, y aun en toda la Corte.
Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra y señal de lo que
pienso daros, porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En
tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa
atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones
ni su talle; y, volviéndose a la vieja, le dijo:
-Perdóneme,
abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado señor.
-Responde
lo que quisieres, nieta -respondió la vieja-, que yo sé que tienes
discreción para todo.
Y
Preciosa dijo:
-Yo,
señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo un
cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A
mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan
sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y, aunque de quince años (que,
según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja
en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por
mi buen natural que por la esperiencia. Pero, con lo uno o con lo otro, sé
que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus
indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual,
atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y,
pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus
pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de
la cosa deseada, y quizá, abriéndose entonces los ojos del entendimiento,
se vee ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor
engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras
dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la
de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas
ni dádivas, porque, en fin, será vendida, y si puede ser comprada, será de
muy poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso
irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que
quimeras y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de
la virginidad que, a ser posible, aun con la imaginación no había de dejar
ofenderse. Cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se
marchita! Éste la toca, aquél la huele, el otro la deshoja, y, finalmente,
entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda
venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del
matrimonio; que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este santo
yugo, que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices
ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra, pero
han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo
de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de
dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros
ranchos; y, tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en
nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición,
y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de mí, y yo de
vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser
vuestra hermana en el trato, y vuestra humilde en serviros. Y habéis de
considerar que en el tiempo deste noviciado podría ser que cobrásedes la
vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos, turbada, y
viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto ahínco. Y,
cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona
cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de
nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna dellas, no
habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmóse
el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al
suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo
cual Preciosa, tornó a decirle:
-No es
este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo
pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad de
espacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me
podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo
cual respondió el gentilhombre:
-Cuando
el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné de hacer por ti
cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento
que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío
al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano desde luego, y haz de mí
todas las esperiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el
mismo que ahora te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que
yo querría que fuese luego; que, con ocasión de ir a Flandes, engañaré a
mis padres y sacaré dineros para gastar algunos días, y serán hasta ocho
los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo
los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido
es (si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo)
que, si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y de la de mis
padres, que no vayas más a Madrid; porque no querría que algunas de las
demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me saltease la buena
ventura que tanto me cuesta.
-Eso
no, señor galán -respondió Preciosa-: sepa que conmigo ha de andar siempre
la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los
celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada, que no se eche de ver
desde bien lejos que llega mi honestidad a mi desenvoltura; y en el
primero cargo en que quiero estaros es en el de la confianza que habéis de
hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son
simples o confiados.
-Satanás
tienes en tu pecho, muchacha -dijo a esta sazón la gitana vieja-: ¡mira
que dices
cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú
sabes de celos, tú de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te
estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin
saberlo.
-Calle,
abuela -respondió Preciosa-, y sepa que todas las cosas que me oye son
nonada, y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el
pecho.
Todo
cuanto Preciosa decía y toda la discreción que mostraba era añadir leña al
fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente, quedaron
en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él
vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas
habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho. Sacó
el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro,
y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase en ninguna
manera, a quien la gitana dijo:
-Calla,
niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber
entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera
ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de
aquel refrán que dice: «Al cielo rogando, y con el mazo dando». Y más, que
no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos
siglos tienen adquerido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos
quieres tú que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que pueden andar
cosidos en el alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí
como quien tiene un juro sobre las yerbas de Estremadura? Y si alguno de
nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos
de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y
del escribano como destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por
tres delitos diferentes me he visto casi puesta en el asno para ser
azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de
perlas, y de la otra cuarenta reales de a ocho que había trocado por
cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en
oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no
hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas
invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su Plus ultra.
Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador
y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras, las
pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un
salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos
tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de
Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
-Por
vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas
leyes, en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los
emperadores: quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega a Dios
que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del
sol, ni haya necesidad que la vean. A estas nuestras compañeras será
forzoso darles algo, que ha mucho que nos esperan, y ya deben de estar
enfadadas.
-Así
verán ellas -replicó la vieja- moneda déstas, como veen al Turco agora.
Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y
los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
-Sí
traigo -dijo el galán.
Y sacó
de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres
gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele
quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen
retular por la esquinas: «Víctor, Víctor».
En
resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días,
y que se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero; porque
también había gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo
atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar a
Preciosa; antes, enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse
puede, las dejó y se entró en Madrid; y ellas, contentísimas, hicieron lo
mismo. Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la
gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había
dicho. Entró en Madrid, y, a pocas calles andadas, encontró con el paje
poeta de las coplas y el escudo; y cuando él la vio, se llegó a ella,
diciendo:
-Vengas
en buen hora, Preciosa: ¿leíste por ventura las coplas que te di el otro
día?
A lo
que Preciosa respondió:
-Primero
que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que más
quiere.
-Conjuro
es ése -respondió el paje- que, aunque el decirla me costase la vida, no
la negaré en ninguna manera.
-Pues
la verdad que quiero que me diga -dijo Preciosa- es si por ventura es
poeta.
-A
serlo -replicó el paje-, forzosamente había de ser por ventura. Pero has
de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen; y así,
yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester,
no voy a pedir ni a buscar versos ajenos: los que te di son míos, y éstos
que te doy agora también; mas no por esto soy poeta, ni Dios lo quiera.
-¿Tan
malo es ser poeta? -replicó Preciosa.
-No es
malo -dijo el paje-, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno.
Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la
trae cada día, ni la muestra a todas gentes, ni a cada paso, sino cuando
convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella,
casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los
límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad, las fuentes la
entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores
la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.
-Con
todo eso -respondió Preciosa-, he oído decir que es pobrísima y que tiene
algo de mendiga.
-Antes
es al revés -dijo el paje-, porque no hay poeta que no sea rico, pues
todos viven contentos con su estado: filosofía que la alcanzan pocos. Pero,
¿qué te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
-Hame
movido -respondió Preciosa- porque, como yo tengo a todos o los más poetas
por pobres, causóme maravilla aquel escudo de oro que me distes entre
vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino
aficionado de la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a
causa que por aquella parte que os toca de hacer coplas se ha de desaguar
cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, según dicen, que sepa
conservar la hacienda que tiene ni granjear la que no tiene.
-Pues
yo no soy désos -replicó el paje-: versos hago, y no soy rico ni pobre; y
sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien
puedo dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla,
este segundo papel y este escudo segundo que va en él, sin que os pongáis
a pensar si soy poeta o no; sólo quiero que penséis y creáis que quien os
da esto quisiera tener para daros las riquezas de Midas.
Y, en
esto, le dio un papel; y, tentándole Preciosa, halló que dentro venía el
escudo, y dijo:
-Este
papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la del
escudo, y otra, la de los versos, que siempre vienen llenos de almas
y corazones. Pero sepa el señor paje que no quiero tantas almas
conmigo, y si no saca la una, no haya miedo que reciba la otra; por poeta
le quiero, y no por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure;
pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura
de un romance.
-Pues
así es -replicó el paje- que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por
fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el
escudo; que, como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras
la vida me durare.
Sacó
Preciosa el escudo del papel, y quedóse con el papel, y no le quiso leer
en la calle. El paje se despidió, y se fue contentísimo, creyendo que ya
Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y, como
ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin
querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la
calle do estaba, que ella muy bien sabía; y, habiendo andado hasta la
mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado
por señas, y vio en ella a un caballero de hasta edad de cincuenta años,
con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y
presencia; el cual, apenas también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:
-Subid,
niñas, que aquí os darán limosna.
A esta
voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el
enamorado Andrés, que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a
punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su
vista. Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo
para informarse de los criados de las verdades de Andrés.
Al
entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a
los demás:
-Ésta
debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
-Ella
es -replicó Andrés-, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.
-Así lo
dicen -dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando-, pero en verdad que se
deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo
soy; pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
-¡Por
vida de don Juanico, mi hijo, -dijo el anciano-, que aún sois más hermosa
de lo que dicen, linda gitana!
-Y ¿quién
es don Juanico, su hijo? -preguntó Preciosa.
-Ese
galán que está a vuestro lado -respondió el caballero.
-En
verdad que pensé -dijo Preciosa- que juraba vuestra merced por algún niño
de dos años: ¡mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad, que
pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no
pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí
allá no se le pierde o se le trueca.
-¡Basta!
-dijo uno de los presentes-; ¿qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto,
las tres gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un
rincón de la sala, y, cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por
no ser oídas. Dijo la Cristina:
-Muchachas,
éste es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a ocho.
-Así es
la verdad -respondieron ellas-, pero no se lo mentemos, ni le digamos
nada, si él no nos lo mienta; ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En
tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:
-Lo que
veo con los ojos, con el dedo lo adivino. Yo sé del señor don Juanico, sin
rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor
de cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito,
que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y
uno piensa el bayo y otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone;
quizá pensará que va a Óñez y dará en Gamboa.
A esto
respondió don Juan:
-En
verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición, pero
en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de
decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues,
sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a
Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría
que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.
-Calle,
señorito -respondió Preciosa-, y encomiéndese a Dios, que todo se hará
bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que, como
hablo mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en
persuadirte a que no te partieses, sino que sosegases el pecho y te
estuvieses con tus padres, para darles buena vejez; porque no estoy bien
con estas idas y venidas a Flandes, principalmente los mozos de tan tierna
edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas llevar los
trabajos de la guerra; cuanto más, que harta guerra tienes en tu casa:
hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega,
alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y danos una
limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres
bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al
vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
-Otra
vez te he dicho, niña -respondió el don Juan que había de ser Andrés
Caballero-, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo
de ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda. La palabra
que yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin
serme pedida, pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio
de mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad
que esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser tan lisonjeras
como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.
Oyendo
esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:
-¡Ay,
niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos
dio esta mañana!
-No es
así -respondió una de las dos-, porque dijo que eran damas, y nosotras no
lo somos; y, siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.
-No es
mentira de tanta consideración -respondió Cristina- la que se dice sin
perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice. Pero, con
todo esto, veo que no nos dan nada, ni nos mandan bailar.
Subió
en esto la gitana vieja, y dijo:
-Nieta,
acaba, que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
-Y ¿qué
hay, abuela? -preguntó Preciosa-. ¿Hay hijo o hija?
-Hijo,
y muy lindo -respondió la vieja-. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas
maravillas.
-¡Plega
a Dios que no muera de sobreparto! -dijo Preciosa.
-Todo
se mirará muy bien -replicó la vieja-; cuanto más, que hasta aquí todo ha
sido parto derecho, y el infante es como un oro.
-¿Ha
parido alguna señora? -preguntó el padre de Andrés Caballero.
-Sí,
señor -respondió la gitana-, pero ha sido el parto tan secreto, que no le
sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así, no podemos decir quién es.
-Ni
aquí lo queremos saber -dijo uno de los presentes-, pero desdichada de
aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto, y en vuestra ayuda
pone su honra.
-No
todas somos malas -respondió Preciosa-: quizá hay alguna entre nosotras
que se precia de secreta y de verdadera, tanto cuanto el hombre más
estirado que hay en esta sala; y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en
poco; pues en verdad que no somos ladronas ni rogamos a nadie.
-No os
enojéis, Preciosa -dijo el padre-; que, a lo menos de vos, imagino que no
se puede presumir cosa mala, que vuestro buen rostro os acredita y sale
por fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita, que bailéis
un poco con vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos
caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas
hubo oído esto la vieja, cuando dijo:
-Ea,
niñas, haldas en cinta, y dad contento a estos señores.
Tomó
las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos
sus lazos con tanto donaire y desenvoltura, que tras los pies se llevaban
los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se
iban entre los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su
gloria. Pero turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno; y
fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le
había dado el paje, y, apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía
buen concepto de las gitanas, y, abriéndole al punto, dijo:
-¡Bueno;
sonetico tenemos! Cese el baile, y escúchenle; que, según el primer verso,
en verdad que no es nada necio.
Pesóle
a Preciosa, por no saber lo que en él venía, y rogó que no le leyesen, y
que se le volviesen; y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que
apremiaban el deseo de Andrés para oírle. Finalmente, el caballero le leyó
en alta voz, y era éste: