- II -
Clara, apacible y serena |
pasa la siguiente tarde, |
y el sol tocando su ocaso |
apaga su luz gigante: |
se ve la imperial Toledo |
dorada por los remates, |
como una ciudad de grana |
coronada de cristales. |
El Tajo por entre rocas |
sus anchos cimientos lame, |
dibujando en las arenas |
las ondas con que las bate. |
Y la ciudad se retrata |
en las ondas desiguales, |
como en prenda de que el río |
tan afanoso la bañe. |
A la lejos en la vega |
tiende galán por sus márgenes, |
de sus álamos y huertos |
el pintoresco ropaje, |
y porque su altiva gala |
más a los ojos halague, |
la salpica con escombros |
de castillos y de alcázares. |
Un recuerdo es cada piedra |
que toda una historia vale, |
cada colina un secreto |
de príncipes o galanes. |
Aquí se bañó la hermosa |
por quien dejó un rey culpable |
amor, fama, reino y vida |
en manos de musulmanes. |
Allí recibió Galiana |
a su receloso amante |
en esa cuesta que entonces |
era un plantel de azahares. |
Allá por aquella torre, |
que hicieron puerta los árabes, |
subió el Cid sobre Babieca |
con su gente y su estandarte. |
Más lejos se ve el castillo |
de San Servando o Cervantes, |
donde nada se hizo nunca |
y nada al presente se hace. |
A este lado está la almena |
por do sacó vigilante |
el conde don Peranzules |
al rey, que supo una tarde |
fingir tan tenaz modorra, |
que político y constante, |
tuvo siempre el brazo quedo |
las palmas al horadarle. |
Allí está el circo romano, |
gran cifra de un pueblo grande, |
y aquí, la antigua basílica |
de bizantinos pilares, |
que oyó en el primer concilio |
las palabras de los padres |
que velaron por la Iglesia |
perseguida o vacilante. |
La sombra en este momento |
tiende sus turbios cendales |
por todas esas memorias |
de las pasadas edades, |
y del Cambrón y Visagra |
los caminos desiguales, |
camino a los toledanos |
hacia las murallas abren. |
Los labradores se acercan |
al fuego de sus hogares, |
cargados con sus aperos, |
cansados de sus afanes. |
Los ricos y sedentarios |
se tornan con paso grave, |
calado el ancho sombrero, |
abrochados los gabanes, |
y los clérigos y monjes |
y los prelados y abades |
sacudiendo el leve polvo |
de capelos y sayales. |
Quédase sólo un mancebo |
de impetuosos ademanes, |
que se pasea ocultando |
entre la capa el semblante. |
Los que pasan le contemplan |
con decisión de evitarle, |
y él contempla a los que pasan |
como si a alguien aguardase. |
Los tímidos aceleran |
los pasos al divisarle, |
cual temiendo de seguro |
que les proponga un combate; |
y los valientes le miran |
cual si sintieran dejarle |
sin que libres sus estoques, |
en riña sonora dancen. |
Una mujer también sola |
se viene el llano adelante, |
la luz del rostro escondida |
en tocas y tafetanes. |
Mas en lo leve del paso |
y en lo flexible del talle |
puede, a través de los velos |
una hermosa adivinarse. |
Vase derecha al que aguarda |
y él al encuentro le sale, |
diciendo... cuanto se dicen |
en las citas los amantes. |
Mas ella, galanterías |
dejando severa aparte, |
así al mancebo interrumpe, |
en voz decisiva y grave: |
-Abreviemos de razones, |
Diego Martínez; mi padre, |
que un hombre ha entrado en su ausencia, |
dentro mi aposento sabe; |
y así, quien mancha mi honra |
con la suya me la lave; |
o dadme mano de esposo, |
o libre de vos dejadme. |
Miróla Diego Martínez |
atentamente un instante, |
y echando a un lado el embozo, |
repuso palabras tales: |
-Dentro de un mes, Inés mía, |
parto a la guerra de Flandes; |
al año estaré de vuelta |
y contigo en los altares. |
Honra que yo te desluzca, |
con honra mía se lave, |
que por honra vuelven honra |
hidalgos que en honra nacen. |
-Júralo -exclamó la niña. |
-Más que mi palabra vale |
no te valdrá un juramento. |
-Diego, la palabra es aire. |
-¡Vive Dios que estás tenaz! |
Dalo por jurado y baste. |
-No me basta, que olvidar |
puedes la palabra en Flandes. |
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes? |
-Que a los pies de aquella imagen |
lo jures como cristiano |
del santo Cristo delante. |
Vaciló un poco Martínez; |
mas, porfiando que jurase, |
llevóle Inés hacia el templo |
que en medio la vega yace. |
Enclavado en un madero, |
en duro y postrero trance, |
ceñida la sien de espinas, |
decolorido el semblante, |
velase allí un crucifijo |
teñido de negra sangre, |
a quien Toledo, devota, |
acude hoy en sus azares. |
Ante sus plantas divinas |
llegaron ambos amantes, |
y haciendo Inés que Martínez |
los sagrados pies tocase, |
preguntóle: |
-Diego, ¿juras |
a tu vuelta desposarme? |
Contestó el mozo: |
-¡Sí, juro! |
Y ambos del templo se salen. |
- III -
Pasó un día y otro día, |
un mes y otro mes pasó, |
y un año pasado había; |
mas de Flandes no volvía |
Diego, que a Flandes partió. |
Lloraba la bella Inés |
su vuelta aguardando en vano; |
oraba un mes y otro mes |
del crucifijo a los pies |
do puso el galán su mano. |
Todas las tardes venía |
después de traspuesto el sol, |
y a Dios llorando pedía |
la vuelta del español, |
y el español no volvía. |
Y siempre al anochecer, |
sin dueña y sin escudero, |
en un manto una mujer |
el campo salía a ver |
al alto del Miradero. |
¡Ay del triste que consume |
su existencia en esperar! |
¡Ay del triste que presume |
que el duelo con que él se abrume |
al ausente ha de pesar! |
La esperanza es de los cielos |
precioso y funesto don, |
pues los amantes desvelos |
cambian la esperanza en celos, |
que abrasan el corazón. |
Si es cierto lo que se espera, |
es un consuelo en verdad; |
pero siendo una quimera, |
en tan frágil realidad |
quien espera desespera. |
Así Inés desesperaba |
sin acabar de esperar, |
y su tez se marchitaba, |
y su llanto se secaba |
para volver a brotar. |
En vano a su confesor |
pidió remedio o consejo |
para aliviar su dolor; |
que mal se cura el amor |
con las palabras de un viejo. |
En vano a Ibán acudía, |
llorosa y desconsolada; |
el padre no respondía, |
que la lengua le tenía |
su propia deshonra atada. |
Y ambos maldicen su estrella, |
callando el padre severo |
y suspirando la bella, |
porque nació mujer ella, |
y el viejo nació altanero. |
Dos años al fin pasaron |
en esperar y gemir, |
y las guerras acabaron, |
y los de Flandes tornaron |
a sus tierras a vivir. |
Pasó un día y otro día, |
un mes y otro mes pasó, |
y el tercer año corría; |
Diego a Flandes se partió, |
mas de Flandes no volvía. |
Era una tarde serena; |
doraba el sol de Occidente |
del Tajo la vega amena, |
y apoyada en una almena |
miraba Inés la corriente. |
Iban las tranquilas olas |
las riberas azotando |
bajo las murallas solas, |
musgo, espigas y amapolas |
ligeramente doblando. |
Algún olmo que escondido |
creció entre la yerba blanda, |
sobre las aguas tendido |
se reflejaba perdido |
en su cristalina banda. |
Y algún ruiseñor colgado |
entre su fresca espesura |
daba al aire embalsamado |
su cántico regalado |
desde la enramada oscura. |
Y algún pez con cien colores, |
tornasolada la escama, |
saltaba a besar las flores |
que exhalan gratos olores |
a las puntas de una rama. |
Y allá en el trémulo fondo |
el torreón se dibuja |
como el contorno redondo |
del hueco sombrío y hondo |
que habita nocturna bruja. |
Así la niña lloraba |
el rigor de su fortuna, |
y así la tarde pasaba |
y al horizonte trepaba |
la consoladora luna. |
A lo lejos, por el llano, |
en confuso remolino, |
vio de hombres tropel lejano |
que en pardo polvo liviano |
dejan envuelto el camino. |
Bajó Inés del torreón, |
y, llegando recelosa |
a las puertas del Cambrón, |
sintió latir, zozobrosa, |
más inquieto el corazón. |
Tan galán como altanero, |
dejó ver la escala luz |
por bajo el arco primero |
un hidalgo caballero |
en un caballo andaluz. |
Jubón negro acuchillado, |
banda azul, lazo en la hombrera, |
y sin pluma al diestro lado |
el sombrero derribado |
tocando con la gorguera. |
Bombacho gris guarnecido, |
bota de ante, espuela de oro, |
hierro al cinto suspendido, |
y a una cadena, prendido, |
agudo cuchillo moro. |
Vienen tras este jinete, |
sobre potros jerezanos, |
de lanceros hasta siete, |
y en la adarga y coselete |
diez peones castellanos. |
Asióse a su estribo Inés, |
gritando: -¿Diego, eres tú? |
Y él, viéndola de través, |
dijo: -¡Voto a Belcebú, |
que no me acuerdo quién es! |
Dio la triste un alarido |
tal respuesta al escuchar, |
y a poco perdió el sentido, |
sin que más voz ni gemido |
volviera en tierra a exhalar. |
Frunciendo ambas a dos cejas, |
encomendóla a su gente |
diciendo: -¡Malditas viejas |
que a las mozas malamente |
enloquecen con consejas! |
Y aplicando el capitán |
a su potro las espuelas, |
el rostro a Toledo dan, |
y a trote cruzando van |
las oscuras callejuelas. |
- IV -
Así por sus altos fines |
dispone y permite el cielo |
que puedan mudar al hombre |
fortuna, poder y tiempo. |
A Flandes partió Martínez |
de soldado aventurero, |
y por su suerte y hazañas |
allí capitán le hicieron. |
Según alzaba en honores, |
alzábase en pensamientos, |
y tanto ayudó en la guerra |
con su valor y altos hechos, |
que el mismo rey a su vuelta |
le armó en Madrid caballero, |
tomándole a su servicio |
por capitán de lanceros. |
Y otro no fue que Martínez, |
quien a poco entró en Toledo, |
tan orgulloso y ufano |
cual salió humilde y pequeño, |
ni es otro a quien se dirige, |
cobrado el conocimiento, |
la amorosa Inés de Vargas, |
que vive por él muriendo. |
Mas él, que, olvidando todo, |
olvidó su nombre mesmo, |
puesto que Diego Martínez |
es el capitán don Diego, |
ni se ablanda a sus caricias, |
ni cura de sus lamentos; |
diciendo que son locuras |
de gente de poco seso; |
que ni él prometió casarse |
ni pensó jamás en ello. |
¡Tanto mudan a los hombres |
fortuna, poder y tiempo! |
En vano porfiaba Inés |
con amenazas y ruegos; |
cuanto más ella importuna, |
está Martínez severo. |
Abrazada a sus rodillas, |
enmarañado el cabello, |
la hermosa niña lloraba |
prosternada por el suelo. |
Mas todo empeño es inútil, |
porque el capitán don Diego |
no ha de ser Diego Martínez, |
como lo era en otro tiempo. |
Y así llamando a su gente, |
de amor y piedad ajeno, |
mandóles que a Inés llevaran |
de grado o de valimiento. |
Mas ella, antes que la asieran, |
cesando un punto en su duelo, |
así habló, el rostro lloroso |
hacia Martínez volviendo: |
-Contigo se fue mi honra, |
conmigo tu juramento; |
pues buenas prendas son ambas, |
en buen fiel las pesaremos. |
Y la faz descolorida |
en la mantilla envolviendo, |
a pasos desatentados |
salióse del aposento. |
- V -
Era entonces de Toledo |
por el rey gobernador |
el justiciero y valiente |
don Pedro Ruiz de Alarcón. |
Muchos años por su patria |
el buen viejo peleó; |
cercenado tiene un brazo, |
mas entero el corazón. |
La mesa tiene delante, |
los jueces en derredor, |
los corchetes a la puerta |
y en la derecha el bastón. |
Está, como presidente |
del tribunal superior, |
entre un dosel y una alfombra, |
reclinado en un sillón, |
escuchando con paciencia |
la casi asmática voz |
con que un tétrico escribano |
solfea una apelación. |
Los asistentes bostezan |
al murmullo arrullador; |
los jueces, medio dormidos, |
hacen pliegues al ropón; |
los escribanos repasan |
sus pergaminos al sol; |
los corchetes a una moza |
guiñan en un corredor, |
y abajo, en Zocodover, |
gritan en discorde son |
los que en el mercado venden |
lo vendido y el valor. |
|
Una mujer en tal punto, |
en faz de gran aflicción, |
rojos de llorar los ojos, |
ronca de gemir la voz, |
suelto el cabello y el manto, |
tomó plaza en el salón |
diciendo a gritos: -Justicia, |
jueces; justicia, señor! |
Y a los pies se arroja, humilde, |
de don Pedro de Alarcón, |
en tanto que los curiosos |
se agitan al derredor. |
Alzóla cortés don Pedro |
calmando la confusión |
y el tumultuoso murmullo |
que esta escena ocasionó, |
diciendo: |
-Mujer, ¿qué
quieres? |
-Quiero justicia, señor. |
-¿De qué? |
-De una prenda
hurtada. |
-¿Qué prenda? |
-Mi
corazón. |
-¿Tú le diste? |
-Le presté. |
-¿Y no te le han vuelto? |
-No. |
-Tienes testigos? |
-Ninguno. |
-¿Y promesa? |
-¡Sí, por
Dios! |
Que al partirse de Toledo |
un juramento empeñó. |
-¿Quién es él? |
-Diego
Martínez. |
-¿Noble? |
-Y capitán, señor. |
-Presentadme al capitán, |
que cumplirá si juró. |
Quedó en silencio la sala, |
y a poco en el corredor |
se oyó de botas y espuelas |
el acompasado son. |
Un portero, levantando |
el tapiz, en alta voz |
dijo: -El capitán don Diego. |
Y entró luego en el salón |
Diego Martínez, los ojos |
llenos de orgullo y furor. |
-¿Sois el capitán don Diego |
-díjole don Pedro- vos? |
Contestó, altivo y sereno, |
Diego Martínez: |
-Yo
soy. |
-¿Conocéis a esa muchacha? |
-Ha tres años, salvo error. |
-¿Hicisteisla juramento |
de ser su marido? |
-No. |
-¿Juráis no haberlo jurado? |
-Sí juro. |
-Pues id con Dios. |
-¡Miente! -clamó Inés, llorando |
de despecho y de rubor. |
-Mujer, ¡piensa lo que dices! |
-Digo que miente: juró. |
-¿Tienes testigos? |
-Ninguno. |
-Capitán, idos con Dios, |
y dispensad que, acusado, |
dudara de vuestro honor. |
Tornó Martínez la espalda |
con brusca satisfacción, |
e Inés, que le vio partirse, |
resuelta y firme gritó: |
-Llamadle, tengo un testigo. |
Llamadle otra vez, señor. |
Volvió el capitán don Diego, |
sentóse Ruiz de Alarcón, |
la multitud aquietóse |
y la de Vargas siguió: |
-Tengo un testigo a quien nunca |
faltó verdad ni razón. |
-¿Quién? |
-Un hombre que de
lejos |
nuestras palabras oyó, |
mirándonos desde arriba. |
-¿Estaba en algún balcón? |
-No, que estaba en un suplicio |
donde ha tiempo que expiró. |
-¿Luego es muerto? |
-No,
que vive. |
-Estáis loca, ¡vive Dios! |
¿Quién fue? |
-El Cristo de
la Vega |
a cuya faz perjuró. |
|
Pusiéronse en pie los jueces |
al nombre del Redentor, |
escuchando con asombro |
tan excelsa apelación. |
Reinó un profundo silencio |
de sorpresa y de pavor, |
y Diego bajó los ojos |
de vergüenza y confusión. |
Un instante con los jueces |
don Pedro en secreto habló, |
y levantóse diciendo |
con respetuosa voz: |
-La ley es ley para todos; |
tu testigo es el mejor; |
mas para tales testigos |
no hay más tribunal que Dios. |
Haremos... lo que sepamos; |
escribano: al caer el sol, |
al Cristo que está en la vega |
tomaréis declaración. |
- VI -
Es una tarde serena, |
cuya luz tornasolada |
del purpurino horizonte |
blandamente se derrama. |
Plácido aroma las flores, |
sus hojas plegando exhalan, |
y el céfiro entre perfumes |
mece las trémulas alas. |
Brillan abajo en el valle |
con suave rumor las aguas, |
y las aves, en la orilla, |
despidiendo al día cantan. |
Allá por el Miradero, |
por el Cambrón y Visagra, |
confuso tropel de gente |
del Tajo a la vega baja. |
Vienen delante don Pedro |
de Alarcón, lbán de
Vargas, |
su hija Inés, los
escribanos, |
los corchetes y los
guardias; |
y detrás monjes, hidalgos, |
mozas, chicos y canalla. |
Otra turba de curiosos |
en la vega les aguarda, |
cada cual comentariando |
el caso según le cuadra. |
Entre ellos está Martínez |
en apostura bizarra, |
calzadas espuelas de oro, |
valona de encaje blanca. |
bigote a la borgoñesa, |
melena desmelenada, |
el sombrero guarnecido |
con cuatro lazos de plata, |
un pie delante del otro, |
y el puño en el de la
espada. |
Los plebeyos de reojo |
le miran de entre las
capas: |
los chicos, al uniforme, |
y las mozas, a la cara. |
Llegado el gobernador |
y gente que le acompaña, |
entraron todos al claustro |
que iglesia y patio separa. |
Encendieron ante el Cristo |
cuatro cirios y una
lámpara, |
y de hinojos un momento |
le rezaron en voz baja. |
|
Está el Cristo de la
Vega |
la cruz en tierra posada, |
los pies alzados del suelo |
poco menos de una vara; |
hacia la severa imagen |
un notario se adelanta, |
de modo que con el rostro |
al pecho santo llegaba. |
A un lado tiene a Martínez; |
a otro lado, a Inés de
Vargas; |
detrás, el gobernador |
con sus jueces y sus
guardias. |
Después de leer dos veces |
la acusación entablada, |
el notario a Jesucristo |
así demandó en voz alta: |
-Jesús, Hijo de María, |
ante nos esta mañana |
citado como testigo |
por boca de Inés de
Vargas, |
¿juráis ser cierto que
un día |
a vuestras divinas
plantas |
juró a Inés Diego
Martínez |
por su mujer
desposarla? |
|
Asida a un brazo
desnudo |
una mano
atarazada |
vino a posar en los autos |
la seca y hendida palma, |
y allá en los aires «¡Sí
juro!», |
clamó una voz más que
humana. |
Alzó la turba medrosa |
la vista a la imagen santa... |
Los labios tenia abiertos |
y una mano desclavada. |
|
|
|
|
|