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Invectiva
Baltasar Gracían/El Héroe y El Discreto
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Rey es de los montes el celebrado Olimpo, no porque se descuella sobre los más erguidos, obligación de la superioridad; no porque se ostenta a todas partes, objeto de imitación de la grandeza; no porque es el primero que esplendoriza los
solares rayos, centro de lucimiento de la majestad; no porque se corona de estrellas, ápice de la felicidad la primacía; no porque llega a dar o a tomar nombre al mismo cielo, asunto de la fama del mando. Sí, empero, porque nunca se sujeta a vulgares peregrinas impresiones; que es el mayor señorío el de sí mismo. Cuando mucho, llegan a besarle el pie los vientos, a ser su alfombra las nubes, y no pasan de ahí; con esto nunca se inmuta, que es una inapasionable eminencia.
Una gran capacidad no se rinde a la vulgar alternación de los humores, ni aun de los afectos; siempre se mantiene superior a tan material destemplanza. Es efecto grande de la prudencia de reflexión sobre sí, un reconocer su actual disposición, que es un proceder como señor de su ánimo; indignamente tiraniza a muchos el humor que reina, ordinaria vulgaridad, y llevados de él dicen y hacen desaciertos. Apoyan hoy lo que ayer contradecían, arriman a veces la razón y aun
la atropellan, quedando perenales en juicio, que es la más calificada necedad.
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A estos tales no hay que tomarles en razón la que no tienen, porque de hoy a mañana contradictoriamente se empeñan; y siendo contrarios, primero de sí mismos, contradicen después a cuantos hay; mejor es, conociendo su desabrimiento,
dejarlos en su confusión, que cuanto más empeñan, más se desempeñan.
Todo lo contradicen con Saturno, y todo lo otorgan con Júpiter, sin salir de su casa de la luna. No sólo gasta la voluntad esta civilidad, sino que se atreve al juicio; todo lo altera el querer y el entender, así como toda pasión, si no se previene.
Importará mucho conocer esta destemplanza de humor para vencerla, y aun entonces convendrá declinar al otro extremo, si ha de dejar alguna vez la acertada medianía para ajustar el fiel de la prudencia.
Gran superioridad de caudal arguye prevenir su humor y corregirlo, que es indisposición de ánimo, y hase de portar el sabio en ella como en las del cuerpo, que no condenan por amargo el almíbar: por más que el gusto enfermo lo acuse, corrígelo el juicio; así, pues, se ha de proceder en las alteraciones superiores.
Hay algunos tan extremados impertinentes, que siempre están de algún humor, siempre cojean de pasión, intolerables a los que los tratan, padrastros de la conversación y enemigos de la afabilidad, que malogran todo rato de buen gusto.
Son, de ordinario, grandes contradecidores de todo lo bueno y padrinos de toda la necedad; a cada razón tienen su contra, oponiéndose luego a lo que el otro dice, no más de porque se adelantó; si no les hubiera ganado de mano, triunfaran
ellos con lo mismo, y si el otro discreto cedo, y aun se hace de su banda, por no atajar el decoro, al punto ellos se pasan a la contraria, con que se halla atajada la mayor discreción; sin duda que son más irremediables que los verdaderos locos, porque con éstos vale el hacerse de su tema, pero que con aquéllos es peor; ni valen razones, porque como no la tienen, no la admiten.
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Quien no tiene usado el genio de esta gente, que hay naciones enteras tocadas de este achaque, admírase a los principios de tan exótica monstruosidad; pero en sondando el extravagante porte, hace graciosísimo deporte, que el cuerdo de todo sale airoso por el atajo de la galantería.
Mas cuando dos de una misma malhumorada impertinencia topan y se empeñan, estese a la mira el varón cuerdo, no tercie, que yo le afianzo el mejor rato con tal que asegure su partido y mire desde la talanquera de su cordura los toros de la necedad ajena.
Que alguna rara vez y con sobra de ocasión se destemple y aun, se desazone uno, no será vulgaridad, que el nunca enojarse es querer ser bestia siempre. Pero la perenal destemplanza y con todo género de personas es una intolerable grosería. El sinsabor que ocasionó el esclavo no ha de ser desabrimiento de la ingenuidad; mas quien no tiene capacidad para conocerse, menos tendrá valor para enmendarse.
De aquí nace que estos tales, muy pagados de su paradoja, solicitan la ocasión y andan a caza de empeños, van a la conversación como a contienda, levantan las porfías, y hechos arpías, insufribles del buen gusto, todo lo arañan con
sus acciones y todo lo desazonan con sus palabras. ¿Pues qué, si les coge este picante humor algo leídos, aunque sepan las cosas a lo necio, que es mal sabidas? Se pasan luego de bachilleres de presunción a licenciados de malicia, monstruos de
la impertinencia.
Tener buenos repentes
Problema
Érase el rayo el arma más cierta del fabuloso Júpiter, en cuya instantánea potencia libraba sus mayores vencimientos. Con rayos triunfó de los rebelados gigantes; que la presteza es madre de la dicha. Ministrábalos
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el águila porque realces de prontitud salieron siempre de remontes de ingenio.
Hombres hay de excelentes pensados y otros de extremados repentes; éstos admiran, aquéllos satisfacen.
«Harto presto si harto bien», dijo el sabio; nunca, examinamos en las obras la presteza o la tardanza, sino la perfección; por aquí se rige la estimación: son aquéllos accidentes que se ignoran o se olvidan, y el acierto permanece.
Antes bien, lo que luego se hizo, luego se deshará, y se acaba presto, porque presto se acabó. Cuanto más tiernos sus hijos, se los traga Saturno con más facilidad, y lo que ha de durar una eternidad ha de tardar otra en hacerse.
Pero si a todo acierto se le debe estimación, a los repentinos aplauso; doblan la eminencia por lo pronto y por lo feliz piensan mucho algunos para errarlo todo después, y otros lo aciertan todo sin pensarlo antes. Suple la vivacidad del ingenio la profundidad del juicio, y previene el ofrecimiento a la consultación. No hay acasos para éstos, que la lealtad de su prontitud sustituye a la providencia.
Son los prestos lisonjas del buen gusto y los repentes hechizo de la admiración, y por esto tan plausibles; salen más las medianas impensadas que los superlativos prevenidos. No decía mucho, aunque bien, el que decía: «El tiempo
y yo, a otros dos; el sin tiempo y yo, cualquiera». Esto sí que es decir, y más hacer. Quien dice tiempo todo lo dice: el consejo, la providencia, la sazón, la madurez, la espera, fianzas todas del acierto; pero el repente sólo se encomienda a su prontitud y a su ventura.
Después que la providencia previene, la prudencia dispone y la sazón asiste, suele abortar la ejecución; pues que una prontitud a solas saque a luz sus aciertos, apláudasele su dicha y su valor; campee el acertar de una presteza a vista del errar de un reconsejo.
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Atribuyen algunos estos aciertos a sola la ventura, y debieran también a una perspicacia prodigiosa; a quien no reconoce deuda este realce de héroes es al arte; todo lo agradece a la naturaleza y a la dicha. No cabe artificio donde apenas la advertencia socorre la facilidad del concebir, donde no hay lugar para discurrir; y la facilidad del ofrecerse donde no hubo tiempo para pensarse, ayúdase del señorío contra el ahogo y del despejo contra la turbación, y con esto, muy señora la prontitud de la dificultad y de sí misma, no llega, ve y vence, sino que vence, y después ve y llega.
Hace examen de su vivacidad en los más apretados lances y obra deposición su inteligencia. Suele un aprieto aumentar el valor; así una dificultad la perspicacia. Cuanto más apretados, hay algunos que discurren más, y con el acicate de la mayor urgencia vuelan; a mayor riesgo, mayor desempeño, que hay también superior antiperístasis, que aumenta la intención a la inteligencia, y sutilizando el ingenio engorda sustancialmente la prudencia.
Bien es verdad que se hallan monstruos de cabeza, que de repente todo lo aciertan y todo lo yerran de pensado. Hay algunos que lo que no se les ofrece luego no se les ofrece más; no hay que esperar al consejo ni apelar a después. Pero ofrecérseles mucho, que recompensó la naturaleza próvida con la eminente prontitud la falta del pensar, y en fe de su acudir, no temen contingencias.
Son muy útiles sobre admirados estos repentes. Bastó uno a acreditar a Salomón del mayor sabio y le hizo más temido que toda su felicidad y potencia. Por otros dos, merecieron ser primogénitos de la fama Alejandro y César. Célebre fue el de aquél al cortar el nudo gordiano, y plausible el de éste al caer; a entrambos les valieron dos partes del mundo dos repentes y fueron el examen de si eran capaces del mando del mundo.
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Y si la prontitud en dichos fue siempre plausible, la misma en hechos merece aclamación; la presteza feliz en el efecto arguye eminente actividad en la causa; en los conceptos, sutileza; en los aciertos, cordura; tanto más estimable cuanto
va de lo agudo a lo prudente, del ingenio al juicio.
Prenda es ésta de héroes que los supone y los acredita, arguye grandes fondos y no menores altos de capacidad. Muchas veces la reconocimos con admiración y la ponderamos con aplauso en aquel tan grande héroe, como patrón nuestro, el excelentísimo duque de Nochera, don Francisco María Carrafa, a cuya prodigiosa contextura de prendas y de hazañas bien pudo cortarla el hilo la suerte, pero no mancharla con el fatal licor de aquellos tiempos. Era máximo el señorío que ostentaba en los casos más desesperados, la imperturbabilidad con que discurría, el despejo con que ejecutaba, el desahogo con que procedía, la prontitud con que acertaba; donde otros encogían los hombros, el desplegaba las manos. No había impensados para su atención, ni confusiones en su vivacidad, emulándose lo ingenioso y lo cuerdo, y aunque le faltó al fin la dicha, no la fama.
En generales y campeones ésta es la ventaja mayor, tan urgente cuan sublime, porque casi todas sus acciones son repentes y sus ejecuciones prestezas; no se pueden llevar allí estudiadas a las contingencias ni prevenidos los acasos; hase de obrar a la ocasión, en que consiste el triunfo de una acertada prontitud, y sus victorias en ella.
En los reyes dicen mejor los pensados, porque todas sus acciones son eternas; piensan por muchos, válense de prudencias auxiliares y todo es menester para el universal acierto. Tienen tiempo y lecho donde se maduren las resoluciones, pensando
las noches enteras para acertar los días, y al fin ejercitan más la cabeza que las manos.
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Contra la figurería
Satiricón
Reparo fue en los advertidos, si risa en los necios, el discurrir. Diógenes, con la antorcha encendida al mediodía, rompiendo por el innumerable concurso de una calle, pasó a admiración cuando, preguntándole la causa, respondió:
«Voy buscando hombres con deseo de encontrar alguno, y no le hallo». «Pues ¿y éstos -le replicaron ellos-, no son hombres?» «No -respondió el filósofo-; figuras de hombres, sí; verdaderos hombres, no».
Así como hay prendas plausibles, así también hay defectos muy salidos, y si aquéllas consiguen la gracia de los exquisitos, éstos el desprecio universal. Es éste de los más notables, y famoso con propiedad, ya por sí, ya por los sujetos en quien se halla; él es tan vario, que es análogo, y ellos tantos, que no se pueden especificar.
Son muchos los terreros de la risa y aquéllos, afectadamente, lo quieren ser, que por diferenciarse de los demás hombres, siguen una extravagante singularidad y la observan en todo. Señor hay que pagaría el poder hablar por el colodrillo por no hablar con la boca como los demás; y ya que no es posible eso, transforman la voz, afectan el tonillo, inventan idiomas y usan graciosísimos bordones para ser de todas maneras peregrinos. Sobre todo martirizan su gusto, sacándolo de
sus quicios; él es común con los demás hombres, y aun con los brutos, y quiérenlo ellos desmentir con violencias de singularidad, que son más castigo de su afectación que elevaciones de su grandeza. Beberán a veces lejía y la celebrarán por néctar; dejan al generoso rey de los licores por antojadizas aguas que repiten a jarabes, y ellos las bautizan por ambrosia, y tienen de frialdad lo que les falta
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de generosidad. De esta suerte, inventan cosas cada día para llevar adelante su singularidad, y realmente lo consiguen, porque el común de los hombres no halla en estas cosas el verdadero gusto y la real bondad que ellos exageran; no les apetece, y quédanse ellos con su extravagancia; llámanla otros impertinencia.
De este modo, o tan sin él, se portan en todo lo demás. Si bien la necesidad y aun el gusto tal vez desmiente su capricho, por más que procuren engañarlo. Sábeles bien uno y alaban otro, como le sucedió a un gran valedor de esta
secta de excepciones que, bebiendo un caduco vino, no pudiendo contenerse, exclamó y dijo: «¡Oh preciosísimo néctar, que vences a los bálsamos y alquermes! Lástima es que seas tan vulgar; ídolo fueras de príncipes, si ellos solos te bebieran».
Lo célebre es que en los vulgares vicios no se corren de asemejar, no digo ya a los más viles de los hombres, pero a los mismos brutos, y a las cosas humanas quieren dictar divinidades.
En las acciones heroicas dicen bien la singularidad, ni hay cosas que concilien más que veneración en las hazañas. En la alteza del espíritu y en los altos pensamientos consiste la grandeza. No hay hidalguía como la del corazón, que nunca se abate a la sutileza. Es la virtud carácter de heroicidad, en que dice muy bien la diferencia. Han de vivir con tal lucimiento de prendas los príncipes, con tal esplendor de virtudes, que si las estrellas del cielo, dejando sus celestes esferas, bajaran a morar entre nosotros, no vivieran de otra suerte que ellos.
¿Qué aprovecha la fragancia de los ámbares, si la desmiente la hediondez de las costumbres? Bien pueden embalsamar el cuerpo, pero no inmortalizar el alma. No hay olor como el del buen nombre, ni fragancia como la de la fama, que se percibe de muy lejos, que conforta los atentos y va dejando rastro
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de aplauso por el teatro del mundo, que durará siglos enteros.
Pero así como a los unos los hace aborrecibles, y aun intratables esta enfadosa afectación, que todos los cuerdos la silban, así a otros los hace singulares el no querer serlo y menos parecerlo. Este vivir a lo práctico, un acomodarse a lo corriente, un casar lo grave con lo humano, hizo tan plausible al excelentísimo conde de Aguilar y marqués de la Hinojosa, segundo mecenas nuestro; hacíase a todos, y así era a modo de todos; que hasta los enemigos le aplaudieron vivo y
le lloraron muerto. Oí decir de él a muchos y muy cuerdos: «Éste sí que sabe ser señor sin figurerías», elogio digno de un tan gran héroe.
Otro género hay de éstos, que no son hombres, y son aún más figuras; pues si los primeros son enfadosos, éstos son ya ridículos; aquéllos, digo, que ponen el diferenciarse en el traje y singularizarse en el porte; aborrecen todo lo práctico, y muestran una como antipatía con el uso; afectan ir a lo antiguo, renovando vejedades. Otros hay que en España visten a lo francés y en Francia a lo español, y no falta quien en la campaña sale con golilla y en la corte
con valona, haciendo de esta suerte celebrados matachines como si necesitase de sainetes la fisga.
Nunca se ha de dar materia de risa ni a un niño, cuanto menos a los varones cuerdos y juiciosos; y hay muchos que parece que ponen todo su cuidado en dar qué reír, y que estudian cómo dar entretenimiento a sus hablillas. El día que no salen con alguna ridícula singularidad, lo tienen por vacío; pero, ¿de qué pasaría la fisga de los unos, sin la figurería de los otros? Son unos vicios materia de otros; de esta suerte la necedad es pasto de la murmuración.
Pero si la singularidad frívola en la corteza del trajees una irrisión, ¿qué será la del interior, digo,
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del ánimo? Hay algunos que parece que les calzó la naturaleza el gusto y el ingenio al revés, y lo afectan por no seguir el corriente. Exóticos en el discurrir, paradojos en el gustar y anómalos en todo; que la mayor figurería es sin duda la del entendimiento.
Ponen otros su capricho en una vanísima hinchazón, nacida de una loca fantasía y forrada, de necedad; con esto afectan una enfadosa gravedad en todo y con todos, que parece que honran con mirar y que hablan de merced. Hay naciones enteras
tocadas de este humor: que si para uno de éstos no tiene espera la risa, ¿qué será en tan ridícula pluralidad?
Sea el decir con juicio, el obrar con decoro, las costumbres graves, las acciones heroicas; que esto hace a un varón venerable, que no fantásticas presunciones. Ni da de censura este crítico discurso la verdadera gravedad, que atiende siempre a su decoro; aquel nunca rozarse en conservar la flor del respeto, y como en la funda de su fondo de la estimación. Condena, sí, el exceso de una vana singularidad, que toda viene a parar en inútiles afectaciones.
Pero, ¡qué remedio habría tan eficaz que curase a todos éstos de figuras, y los volviese al ser de hombres? Pues de verdad que lo hay, y es infalible. Dejo la cordura, que es el remedio común de todos los males y voy al singular de la
singularidad. El remedio de todos éstos es poner la mira en otro semejante afectado, paradojo, extravagante, figurero; mirarse y remirarse en este espejo de yerros, advirtiendo la risa que causa y el enfado que solicita, ponderando lo feo, lo ridículo, o afectado de él, o por mejor decir, propio en él; que esto sólo bastará para hacer aborrecer eficazmente todo género de figurería, y aun temblar del más leve asomo, del más mínimo amago de ella.
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El hombre en su punto |
Diálogo entre el doctor don Manuel Salinas y Linaza, canónigo de la Santa Iglesia de Huesca, y el autor
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AUTOR.-
Notable singularidad la de los persas, no querer ver sus hijos hasta que tengan siete años. El mismo paternal amor, que es el mayor, sin duda, no era bastante a desmentir, por lo menos disimular, las imperfecciones de la común niñez. No los tenían por hijos hasta que los veían discurrir.
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CANÓNIGO.-
Pero si un padre no puede sufrir a un ignorante hijuelo, y espera siete años la hermosísima razón para admitirle a su comunicación ya capaz, ¿qué mucho que un varón entendido no pueda tolerar un necio extraño, y que lo extrañe a su culta familiaridad?
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AUTOR.-
No conduce la naturaleza, aunque tan próvida, sus obras a la perfección el primer día, ni tampoco la industriosa arte; vanlas cada día adelantando, hasta darles su complemento.
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CANÓNIGO.-
Así es que todos los principios de las cosas son pequeños, aun de las muy grandes, y vase poco a poco llegando al mucho del perfecto ser. Las cosas que presto llegan a su perfección valen
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poco y duran menos; una flor, presto es hecha y presto deshecha; mas un diamante, que tardó en formarse apela para eterno. |
AUTOR.-
Sin duda que esto mismo sucede en los hombres, que no de repente se hallan hechos. Vanse cada día perfeccionando, al paso que en lo natural en lo moral, hasta llegar al deseado complemento de la sindéresis, a la sazón del gusto y a la perfección de una consumada utilidad.
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CANÓNIGO.-
Es tan cierto eso, que a cada, paso vemos, y lo censuramos en algunos, que realmente saben y discurren; pero se conoce que aún no están del todo hechos, que aún les falta un algo, y a veces lo mejor; y hay más y menos en esto, que va también por grados la discreta intensión. Unos están muy a los principios de lo entendido, pero se harán. Otros hay más adelantados en todo, y algunos que han llegado ya al complemento de prendas; que es menester mucho para llegar a ser
un varón totalmente consumado.
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AUTOR.-
Al modo, diría yo, que el generoso licor que es bueno, y más si es bueno el vino, tiene cuando comienza una ingratísima dulzura, una insuave rigidez, como no está aún hecho; pero en comenzando a hervir, comienza a desecarse, pierde
con el tiempo aquella crudeza primitiva, corrige aquella enfadosa dulzura y cobra una suavísima generosidad, que hasta con el color lisonjea y con su fragancia solicita, y ya en su punto es pasto de hombres y aun celebrado néctar. Con que entiendo por qué
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de Júpiter fingieron que introdujo el abortivo hijuelo Baco, no en la boca desapacible al gusto por lo imperfecto; sino en la rodilla, reservando para la discreta Palas el cerebro. |
CANÓNIGO.-
A ese modo, en el vaso frágil del cuerpo se va perfeccionando de cada día el ánimo. No luego está en su punto. Tienen todo los hombres a los principios una enfadosa dulzura de la niñez, una suave rudeza de la mocedad; aquel resabio a
los deleites, aquella inclinación a cosas poco graves, empleos juveniles, ocupaciones frívolas, y aunque tal vez en algunos, y bien raros, se anticipe la madurez, conócese que es antes de tiempo en lo desazonado: quiere desmentir en otros la seriedad, o natural o afectada, estas imperfecciones de la edad, mas luego se descuida y desliza en juveniles desaires, dando a entender que aún no estaba en el punto de la entereza.
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AUTOR.-
Gran médico es el tiempo, por lo viejo y por lo experimentado.
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CANÓNIGO.-
Él sólo puede curar a uno de mozo, que verdaderamente es achaque. En la mayor edad son ya mayores, y más levantados los pensamientos, reálzase el gusto, purifícase el ingenio, sazónase el juicio, deséase la voluntad; y al fin hombre hecho, varón en su punto, es agradable y aun apetecible al comercio de los entendidos. Conforta con sus consejos, calienta con su eficacia, deleita con su discurso, y todo él huele a una muy viril generosidad.
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AUTOR.-
Pero antes de sazonarse, ¡qué aspereza nos brindan en todo, qué insuavidad en el entendimiento, qué acedía en el trato, qué desazón en el porte!
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CANÓNIGO.-
Pero ¡qué tormento es para un hombre ya maduro y cuerdo haberse de ajustar, o por necesidad o por conveniencia, a uno de estos desazonados y no hechos! Bien puede competir y aun exceder a aquel de Falaris cuando ataba un vivo con un muerto
mano a mano y boca a boca, por ser éste de las almas, donde se apura el entendimiento.
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AUTOR.-
Revuelve después ya cuerdo sobre sus pasadas imperfecciones, reconoce ya con seso los borrones de su ignorancia o imprudencia, acusa su mal gusto y ríese de sí mismo liviano, ahora grave, condenando con juiciosa refleja los apasionados des
aciertos, en los elementos de su imperfección.
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CANÓNIGO.-
El mal es que algunos nunca llegan a estar del todo hechos, ni llegarán jamás a estar cabales.
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AUTOR.-
Es que les falta alguna pieza, ya en el gusto, que es harto mal, ya en el juicio, que es peor.
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CANÓNIGO.-
Y muchas veces advertimos que les falta algo, y no acertamos a definir lo que es.
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AUTOR.-
También tengo muy observado que anda muy desigual el tiempo en hacer los sujetos.
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CANÓNIGO.-
Es que para unos vuela y para otros cojea; ya se vale de sus alas, ya saca sus muletas. Hay algunos que muy presto consiguen la perfección en cualquier
materia, hay otros que tardan en hacerse, y a veces con daño universal, por serlo la obligación. Que no sólo en la perfección común de la prudencia se van haciendo los hombres, sino en las singulares de cada estado y empleo. |
AUTOR.-
¿De modo que se hace un rey? |
CANÓNIGO.-
Sí que no se nace hecho; gran asunto de la prudencia y de la experiencia, que son menester mil perfecciones para que llegue a tan grande complemento. Hácese un general a costa de su sangre y de la ajena, un orador después de mucho estudio y ejercicio; hasta un médico, que para levantar a uno de una cama echó ciento en la sepultura. Todos se van haciendo, hasta llegar al punto de su perfección. |
AUTOR.-
Y pregunto: ese punto a que llegaron, ¿será fijo? |
CANÓNIGO.-
Ésa es la infelicidad de nuestra inconstancia. No hay dicha, porque no hay estrella fija de la luna acá;
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no hay estado, sino continua mutabilidad en todo. O se crece o se declina, desvariando siempre con tanto variar. |
AUTOR.-
De modo que sigue lo moral a lo natural, descaece con la edad la memoria y aun el entendimiento. |
CANÓNIGO.-
Y aun por eso conviene lograrlo en su sazón y saber gozar de las cosas en su punto, y mucho más de los varones entendidos.
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AUTOR.-
Mucho es menester para llegar al colmo de perfecciones y de prendas. |
CANÓNIGO.-
Macea primero Vulcano, y después contribuye el numen; sobre los favores de la naturaleza asienta bien la cultura, digo la estudiosidad, y el continuo trato con los sabios, ya muertos, en sus libros, ya vivos, en su conversación; la experiencia
fiel, la observación juiciosa, el manejo de materias sublimes, la variedad de empleos; todas estas cosas vienen a sacar un hombre consumado, varón hecho y perfecto; y conócese en lo acertado de su juicio, en lo sazonado de su gusto; habla con atención, obra con detención; sabio en dichos, cuerdo en hechos, centro de toda perfección.
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AUTOR.-
Ahora digo que no hay bastante aprecio para un hombre en su punto. |
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CANÓNIGO.-
Hay logro, ya que no aprecio, buscándole para amigo, granjeándole para consejero, obligándole para patrón y suplicándole para maestro.
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De la cultura y aliño
Ficción heroica
Fue tu padre el artificio. Quirón de la naturaleza; naciste de su cuidado, para ser perfección de todo; sin ti, las mayores acciones se malogran y los mejores trabajos se deslucen. Ingenios vimos prodigiosos, ya por lo inventado, ya por lo
discurrido; pero tan desaliñados, que antes merecieron desprecio que aplauso.
El sermón más grave y docto fue desazonado sin tu gracia; la alegación más autorizada fue infeliz sin tu aseo; el libro más erudito fue asqueado sin tu
ornato; y al fin, la inventiva más rara, la elección más acertada, la erudición más profunda, la más dulce elocuencia, sin el realce de tu cultura, fueron acusadas de una indigna vulgar barbaridad y condenadas al olvido.
Al contrario, otras vemos que, si con rigor se examinan, no se les conoce eminencia, ni por lo ingenioso ni por lo profundo; y con todo eso son plausibles, en fe de lo aliñado. Lo mismo acontece a todas las demás prendas, por ser trascendental su perfección; venció la fealdad a la belleza, muchas veces socorrida del aliño, y malogrose otras tantas por descuidada la hermosura; fíase de sí la perfección, y siempre los confiados fueron los vencidos. Cuanto mayor la gala,
si desaliñada, es más deslucida; porque la misma bizarría está pregonando el perdido aseo; contigo, al fin, lo poco parece mucho, y sin ti lo mucho pareció nada.
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Tuviste por madre la buena disposición, aquélla que da su lugar a cada cosa, aquélla que todo lo concierta. Consiste mucho el aseo en estar cada parte en su puesto. Que fuera de su centro, todo lo natural padece violencia y todo lo artificial desconcierto. Una misma casa para una estrella es de exaltación, y para otra de detrimento; que según es el lugar, es el brillar. La turbación causa confusión, y ésta enfado. Lo que no está compuesto, no es más que una rudísima indigesta balumba, asqueada de todo buen gusto; las cosas bien compuestas, a más de lo que alegran con el desembarazo, deleitan con su concierto.
Frustrada quedaría lastimosamente la buena elección de las cosas si después las malograse un bárbaro desaseo; y es lástima que lo que merecieron por excelentes y selectas lo pierdan por una barbarie inculta. Cansose en balde la
invención sublime do los conceptos, la sutileza en los discursos, la estudiosidad en la varia y selecta erudición, si después lo desazona todo un tosco desaliño.
Hasta una santidad ha de ser aliñada, que edifica al doble cuando se hermana con una religiosa urbanidad. Supo juntar superiormente entrambas cosas aquel gran patriarca arzobispo de Valencia, don Juan de Ribera; ¡qué aliñadamente que fue santo!, y aun eternizó su piedad y su cultura en un suntuosamente sacro colegio vinculando en sus doctos y ejemplares sacerdotes y ministros la puntualidad en ritos, la riqueza en ornamentos, la armonía en voces, la devoción en culto y el
aliño en todo.
No gana la santidad por grosera, ni pierde tampoco por entendida; pues vemos hoy cortesana la santidad y santa la cortesía en otro patriarca, aunque no otro de aquel sino muy intimador, el ilustrísimo señor don Alonso Pérez de Guzmán,
que no se oponen la virtud y la discreción; y con el mismo aplauso se celebran en aquel gran espejo de prelados, tan cultamente santo y erudito, el ilustrísimo señor don
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Juan de Palafox, obispo de la Puebla de los Ángeles, y pudiera en singular por su ilustrísima, pues se llamó primero en profecía. De esta suerte, se ve y se admira hoy tan culta la santidad y tan aliñada la perfección.
No solamente ha de ser aseado el entendimiento, sino la voluntad también. Sean cultas las operaciones de estas dos superiores potencias, y si el saber ha de ser aliñado, ¿por qué el querer ha de ser a lo bárbaro y grosero?
Tus hermanos fueron el despejo, el buen gusto y el decoro, que todo lo hermosean, y todo lo sazonan, no sola la corteza exterior del traje, sino mucho más el atavío interior, que son las prendas, los verdaderos arreos de la persona.
Pero, ¿qué inculto, qué desaliñado tenía la común barbaridad el mundo todo? Comenzó la culta Grecia a introducir el aliño, al paso que su imperio. Hicieron cultas sus ciudades, tanto en lo material de los edificios como en
lo formal de sus ciudadanos. Tenían por bárbaras a las demás naciones, y no se engañaban. Ellos inventaron los tres órdenes de la arquitectura para el adorno de sus templos y palacios, y las ciencias para sus célebres universidades. Supieron ser hombres, porque fueron cultos y aliñados.
Mas los romanos, con la grandeza de su ánimo y poder, al paso que dilataron su monarquía extendieron su cultura, no sólo la emularon a los griegos, sino que la adelantaron, desterrando la barbaridad de casi todo el mundo, haciéndole culto y aseado de todas maneras. Quedan aún vestigios de aquella grandeza y cultura en algunos edificios, y por blasón el ordinario encarecimiento de lo bueno, ser obra de romanos. Rastréase el mismo artificioso aliño en algunas estatuas, que en fe de la rara destreza de sus artífices, eternizan la fama de aquellos héroes que representan. Hasta en las monedas y en los sellos se admira
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esta curiosidad, que en nada perdonaban al aliño y en nada dejaban parar la barbarie.
¡Oh, célebre museo y plausible teatro de toda esta antigua, griega y romana cultura! Así en estatuas como en piedras; ya en sellos anuales, ya en monedas, vasos, urnas, láminas y camafeos, el de nuestro mayor amigo, el culto y erudito
don Vincencio Juan de Lastanosa, honor de los romanos por su memoria; gloria de los aragoneses por su ingenio; quien quisiere lograr toda la curiosidad junta, frecuente su original museo; y quien quisiere admirar la docta erudición y rara de la antigüedad, solicite el que ha estampado de las monedas españolas desconocidas, asunto verdaderamente grande, por lo raro y por lo primero.
Donde se extrema la romana cultura y el decoro es en las inmortales obras de sus prodigiosos escritores. Allí lucen lo ingenioso de los que escriben y lo hazañoso de quienes escriben, compitiéndose la valentía de los ánimos de unos y la de
los ingenios de los otros.
Conservan aún algunas provincias este heredado aliño, y la que más, la culta Italia, como centro de aquel imperio. Todas sus ciudades son aliñadas, así en lo político como en el económico gobierno. En España reina la curiosidad más en las personas que en lo material de las ciudades, no porque sea mayor alabanza, que la barbaridad aun en lo poco lo es y desacredita. En Francia está tan valido el aliño, que llega a ser bizarría, digo en la nobleza. Estímanse las artes, venéranse las letras; la galantería, la cortesía, la discreción, todo está en su punto. Précianse los más nobles de más noticiosos y de leídos, que no hay cosa que más cultiven los hombres que el saber. Entre muchos varones eminentes luce hoy el prodigioso Francisco Filhol, presbítero y hebdomadario en la santa y metropolitana iglesia de San Esteban de Tolosa, varón de igual ingenio que gusto, como lo prueban sus dos bibliotecas, la primera de sus obras y la segunda de las ajenas.
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Hijos son tuyos el agrado y el provecho, que si en un jardín lo que más lisonjea, después del buen delecto de las plantas y las flores, es la acertada disposición de ellas, ¿cuánto más en el jardín del ánimo merecerán
el gusto, la fragancia de los dichos y la galantería de los hechos, realzados de la cultura?
Hállanse hombres naturalmente aliñados, en quienes parece que el aseo no es cuidado, sino fuerza; no perdonan al menor desorden en sus cosas; es en ellos connatural la gala, así interior como exterior; tienen un corazón impaciente al desaliño. Hasta en los ejércitos efectaba Alejandro la cultura, que parecían más, dijo el Curcio, órdenes de compuestos senadores, que hileras de desbaratados soldados. Hay otros de un corazón tan dejado de sí mismo, que no cupo jamás en él cuidado ni artificio, cuanto menos impaciencia; y así, todo cuanto obran lleva este desmedro de tosco y este deslucimiento de bárbaro.
Es circunstancia al aliño que arguye tal vez mucha sustancia, porque nace de capacidad, y porque lo tuvo en componer un fuego, acción tan servil y tan vulgar; el Taicosama fue primero argumento y ocasión, después de llegar a ser emperador del Japón, de siervo particular a ser amo universal; prodigiosa fortuna, que los leños aliñados por su mano le pusieron o le trocaron en un cetro en ella misma.
Ésta es (¡oh, cultísimo realce del varón discreto!) tu esplendorizada prosapia; ¿qué mucho que seas tan valido entre personas, que si no las supones, tú las haces? De esta suerte las tres Gracias informaban al aliño, asegurando que todo lo dicho lo habían copiado del culto, bizarro, galante, cortesano, lúcido, práctico, erudito, y sobre todo discreto, el excelentísimo señor don Duarte Fernández Álvarez de Toledo, conde de Oropesa.
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Hombre juicioso y notante
Apología
Muy a lo vulgar discurrió Momo cuando deseó la ventanilla en el pecho humano; no fue censura, sino desalumbramiento, pues debiera advertir que los zahoríes de corazones, que realmente los hay, no necesitan ni aun de resquicios para penetrar al más reservado interior. Ociosa fuera la transparente vidriera para quien mira con cristales de larga vista, y un buen discurso propio es la llave maestra del corazón ajeno.
Es varón juicioso y notante (hállanse pocos, y por eso más singulares), luego se hace señor de cualquier sujeto y objeto. Argos al atender y lince al entender. Sonda atento los fondos de la mayor profundidad, registra cauto los senos del más doblado disimulo, y mide juicioso los ensanches de toda capacidad. No le vale ya a la necedad el sagrado de su silencio, ni a la hipocresía la blancura del sepulcro. Todo lo descubre, nota, advierte, alcanza y comprende, definiendo cada cosa por su esencia.
Todo grande hombre fue juicioso, así como todo juicioso, grande; que realces en la misma superioridad de entendido, son extremos del ánimo. Bueno es ser noticioso, pero no basta; es menester ser juicioso; un eminente crítico vale primero en sí, y después da su valor a cada cosa; califica los objetos y gradúa los sujetos; no lo admira todo ni lo desprecia todo; señala, sí, su estimación a cada cosa.
Distingue luego entre realidades o apariencias, que la buena capacidad se ha de señorear de los objetos, no los objetos de ella, así en el conocer como en el querer. Hay zahoríes de entendimiento, que miran por dentro las cosas, no paran en la superficie vulgar, no se satisfacen de la exterioridad, ni se pagan
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de todo aquello que reluce; sírveles su critiquez de inteligente contraste, para distinguir lo falso de lo verdadero.
Son grandes descifradores de intenciones y de fines, que llevan siempre consigo la juiciosa contracifra. Pocas victorias blasonó de ellos el engaño, y la ignorancia menos.
Esta eminencia hizo a Tácito tan plausible en lo singular y venerado a Séneca en lo común. No hay prenda más opuesta a la vulgaridad; ella sola es bastante a acreditar de discreto. El vulgo, aunque fue siempre malicioso, pero no juicioso, y aunque todo lo dice, no todo lo alcanza; raras veces discierne entre lo aparente y lo verdadero; es muy común la ignorancia y el error muy plebeyo. Nunca muerde sino la corteza, y así todo se lo debe, y se lo traga, sin acaso de mentira.
¡Que es de ver uno de estos censores del valor y descubridores del caudal! ¡Cómo emprenden dar alcance a un sujeto! ¡Pues qué, si recíprocamente dos
juicios se embisten a la par, con armas iguales de atención y de reparo, deseando cada uno dar alcance a la capacidad del otro! ¡Con qué destreza se acometen! ¡Qué precisión en los tiempos! ¡Qué atención a la razón!
¡Qué examen de la palabra! Van brujuleando el ánimo, sondando los afectos, pesando la prudencia. No se satisfacen de uno ni de dos aciertos, que pudo ser ventura, y de dos buenos dichos, que pudo ser armonía.
De esta suerte van haciendo anatomía del ánimo, examen del caudal, registrando y ponderando tanto los discursos como los afectos, que de la excelencia de entrambos se integra una superior capacidad. No hay halcón que haga más puntas a la
presa, ni Argos que más ojos multiplique, como ellos atenciones a la ajena atención; de modo que hacen anatomía de un sujeto hasta las entrañas y luego le definen por propiedades y esencia.
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Es gran gusto encontrar con uno de éstos y ganarle, que si no es en fe de la amistad, no franquean su sentir; recátanse, que los que son prontos al censurar son recatados al hablarlo; observan inviolablemente aquella otra gran treta de sentir con los pocos y de hablar con los muchos, pero cuando en seguro de la amistad y a espaldas de la confianza desahogan su concepto. ¡Oh, lo que enseñan! ¡Oh, lo que iluminan! Dan su categoría a cada uno, su vivo a cada acción, su estimación
a cada dicho, su calificación a cada hecho, su verdad a cada intento. Admírase en ellos, ya extravagante reparo, ya la profunda observación, la sutil nota, la juiciosa crisis, el valiente concebir, el prudente discurrir, lo mucho que se les ofrece
y lo poco que se les pasa.
Tiembla de su crisis la más segura eminencia y depone la propia satisfacción, porque sabe el rigor de su acertado juicio, que es el crisol de la fineza; pero la prenda que sale con aprobación de su contraste, puede pasar y lucir dondequiera. Queda muy calificada, y más que con toda la vulgar estimación, la cual, aunque sea extensa, no es segura, tiene a veces más de ruido que de aplauso; y así, no pudiendo mantenerse en aquel primer crédito, dan gran baja los ídolos
del vulgo, porque no se apoyaron en la basa de la sustancial entereza. Vale más un sí de un valiente juicio de éstos que toda la aclamación de un vulgo, que no sin causa llamaba Platón a Aristóteles toda su escuela y Antígono a Zenón todo el retrato de su fama.
Requiere, o supone este valientísimo realce, otros muchos en su esfera, lo comprensivo, lo noticioso, lo acre, lo profundo, y si supone unos, condena a otros, como son la ligereza en el querer, lo exótico en el concebir, lo caprichoso en el discurrir, que todo ha de ser acierto y entereza.
Pero nótese que el censurar está muy lejos del murmurar, porque aquél dice indiferencia y éste predeterminación a la malicia. Un integérrimo censor,
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así como celebra lo bueno, así condena lo malo, con toda equidad de diferencia. No encarga este aforismo que sea maleante el discreto, sino entendido; no que todo lo condene, que sería aborrecible destemplanza de juicio, ni tampoco
que todo lo aplauda, que es pedantería. Hay algunos que luego topan con lo malo en cualquier cosa, y aun lo entresacan de mucho bueno; conciben como víboras y revientan por parir, proporcionando castigo a la crueldad de sus ingenios; una cosa es ser
Momo de mal gusto, pues se cura en lo podrido, otra es un integérrimo Catón, finísimo amante de la equidad.
Son éstos como oráculos juiciosos de la verdad, inapasionables jueces de los méritos, pero singulares, que no se rozan sino con otros discretos, porque la verdad no se puede fiar, ni a la malicia ni a la ignorancia, aquélla por mal fin y ésta por incapaz; mas cuando por suma felicidad se encuentran dos de éstos y se comunican sentimientos, crisis, discursos y noticias, señálese aquel
rato con preciosa piedra y dedíquese a las Musas, a las Gracias y a Minerva.
Ni es solamente especulativa esta discreción, sino muy práctica, especialmente en los del mando, porque a la luz de ella descubren los talentos para los empleos, sondan las capacidades para la distribución, miden las fuerzas de cada uno
para el oficio y pesan los méritos para el premio, pulsan los genios y los ingenios, unos para de lejos, otros para de cerca, y todo lo disponen porque todo lo comprenden. Eligen con arte, no por suerte; descubren luego los realces y los defectos en cada sujeto, la eminencia o la medianía, lo que pudiera ser más y lo que menos. No tiene aquí lugar la pía afición, que primero es la conveniencia, no la pasión ni el engaño, los dos escollos celebrados de los aciertos, que si
éste es engañarse, aquélla es un quererse engañar. Siempre integérrimos jueces de la razón, que sin ojos ven más y sin manos todo lo tocan y lo tantean.
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Gran felicidad es la libertad de juicio, que no la tiranizan ni la ignorancia común ni la afición especial; toda es de la verdad, aunque tal vez por seguridad y por afecto lo quiere introducir al sagrado de su interior, guardando su secreto para sí.
Demás de ser deliciosa, que realmente lo es esta gran comprensión de los objetos, y más de los sujetos de las cosas y de las causas, de los efectos y afectos, es provechoso también su mayor asunto, y aun cuidado es discernir entre discretos y necios, singulares y vulgares, para elección de íntimos, que así como la mejor treta del jugar es saber descartar, así la mayor regla del vivir es el saber abstraer.
De esta suerte discurría con el autor el juicioso, el comprensivo, el grande entendedor de todo, el excelentísimo señor duque de Híjar, sucesor en lo entendido y discreto del renombre de Salinas y Alenquer, no sólo en el título, sino en la eminente realidad, que es eco este discurso de tan magistral oráculo.
Contra la hazañería
Sátira
¡Oh, gran maestro aquél que comenzaba a enseñar desenseñando! Su primera lección era de ignorar, que no importa menos que el saber. Encargaba,
pues, Antistenes a sus tirones desaprender siniestros para mejor después aprender aciertos.
Grande asunto es el conseguir singulares prendas, pero mayor es el huir vulgares defectos, porque uno solo basta a eclipsarlas todas, y todas juntas no bastan a desmentirlo solo. Por una pequeña travesura de una facción fue condenado todo un
rostro a no parecer, y toda la belleza de las demás no es bastante a absolverle de feo.
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Los defectos, que por descarados son más conocidos, fácilmente los declina cualquier medianamente discreto; pero hay algunos tan disimulados por revestidos de capa de perfección, que pretenden pasar plaza de realces, especialmente cuando
se ven autorizados.
Uno de éstos es la hazañería, que aspira, no a excelencia como quiera, sino de las muy plausibles, y halla favor para ello en grandes personajes, injiriéndose ya en las armas, ya en las letras, hasta en la misiva virtud, y aun se roza con casi héroes; pero verdaderamente no lo son, pues con poco se llenan la boca y el estómago, no acostumbrado a grandes bocados de la fortuna.
Hacen muy del hacendado los que menos tienen, porque andan a caza de ocasiones y las exageran, ya que las cosas valen menos que nada, ellos las encarecen. Todo lo hacen misterio con ponderación, y de cualquier poquedad hacen asombro. Todas sus cosas son las primeras del mundo y todas sus acciones hazañas; su vida toda es portentos y sus sucesos milagros de la fortuna y asuntos de la fama. No hay cosa en ellos ordinaria; todas son, singularidades del valor, del saber y de la dicha, camaleones del aplauso, dando a todos hartazgos de risa.
Fue necio siempre todo desvanecimiento, mas la jactancia es intolerable. Los varones cuerdos aspiran antes a ser grandes que a parecerlo. Éstos se contentan con
sola la apariencia, y así en ellos no es argumento de sublimidad el querer parecer, antes bien de una verdadera poquedad, que cualquiera cosa les pareció mucho.
Nace la hazañería de una desvanecida poquedad y de una abatida inclinación, que no todos los ridículos andantes salieron de la Mancha, antes entraron en la de su descrédito. Parecen increíbles tales hombres, pero los hay de verdad,
y tantos, que tropezamos con ellos y les oímos cada día sus ridículas proezas, aunque más la quisiéramos huir; porque si fue enfadosa siempre la soberbia, aquí reída, y por donde buscan
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los más la estimación topan con el desprecio cuando se presumen admirados, se hallan reídos de todos.
No nace de alteza de ánimo, sino de vileza de corazón, pues no aspiran a la verdadera honra, sino a la aparente; no a las verdaderas hazañas, sino a la hazañería. De esta suerte, hay algunos que no son soldados, pero lo desean ser, y lo afectan y lo procuran parecer, buscan las ocasiones, y cualquiera niñería que se les ofrezca la celebran.
Muéstranse otros muy ministros, afectando celo y ocupación, grandes hombres de hacer siempre negocio del no negocio; no hay chico pleito para ellos; de las motas levantan polvaredas y de pocas cosas mucho ruido; véndense muy ocupados, hambreando reposo y tiempo; hablan de misterio en cada ademán o gesto; encierran una profundidad entre exclamaciones y reticencias, de suerte que llevan más máquina que el artificio de Juanelo, de igual ruido y poco provecho.
Andan otros mendigando hazañas, hormiguillas del honor, que con un solo grano, que a veces más será paja, van afanados y satisfechos, que las valientes pías que tiran el plaustro de Ceres, el carro del lucimiento; y es muy de gallinas cacarear todo un día y al cabo poner un huevo. Andan de parto soberbios e hinchados montes y abortan después un ridículo ratón.
Gran diferencia hay de los hazañosos a los hazañeros, y aun oposición, porque aquéllos cuanto mayor es su eminencia, la afectan menos; conténtanse con el hacer y dejan para otros el decir, que cuando no, las mismas cosas hablan harto. Que si un César se comentó a sí mismo, excedió su modestia a su valor, no fue afectar la alabanza, sino la verdad; aquéllos dan las hazañas, éstos las venden y aun las encarecen, inventando trazas para ostentarlas; un acierto mecánico, después de mil yerros civiles y aun criminales, lo blasonan, lo pregonan, y no hallando hartas plumas en las de la fama, alquilan plumas de oro, para que escriban lodo con asco de la cordura.
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Pero que estos desvanecidos hagan hazañería de su nada, excusa tienen en su pasión, que al fin ella y su necedad todo se cae en casa; pero que un gran necio de éstos haga tantos y mayores, dándoles a beber hasta hartar con sus disparates, y que estos idólatras de ignorancia veneren sus desatinos, es una inexcusable vulgarísima poquedad, no digo ya de los que, políticos violentados de la dependencia, no les entra de los dientes adentro la ignorancia, así como les sale de solos los dientes afuera la afectada alabanza, porque éstos son lisonjeros de malicia; y como no procede de engaño, quedan absueltos de ignorancia, condenados a adulación; pero que haya necios en causa y provecho de otro, es caerse la necesidad en
casa propia y la vanidad en la ajena.
No fueron triunfos los de Domiciano, sino hazañerías; de lo que no hicieran reparo un César, un Augusto, hacían aplauso Calígula y Nerón; triunfaban tal vez por haber muerto un jabalí, que no era triunfo, sino porquería.
Las plumas de la fama no son de oro, porque no se alquilan; pero resuenan más que la sonora plata; no tienen precio; pero le dan a los méritos de aplausos.
Diligente e inteligente
Emblema
Dos hombres formó Naturaleza, la Desdicha los redujo a ninguno; la Industria después hizo uno de los dos. Cegó aquél, encojó éste, y quedaron inútiles entrambos. Llegó el Arte, invocada de la Necesidad, y dioles el remedio
en el alternado socorro, en la recíproca independencia.
«Tú, ciego, le dijo, préstale los pies al cojo: y tú, cojo, préstale los ojos al ciego». Ajustáronse, y quedaron remediados. Cogió en hombros el que tenía pies
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al que le daba ojos, y guiaba el que tenía ojos al que le daba pies. Éste llamaba al otro su atlante, y aquél a éste su cielo.
Vio este prodigio de la Industria un varón Juicioso, y reparando en él, codiciándole para un ingenioso emblema, preguntó bien, que cuál llevaba a cual. Y fuele respondido de esta suerte:
Tanto necesita la diligencia de la inteligencia, como al contrario. La una sin la otra valen poco, juntas pueden mucho. Ésta ejecuta pronta lo que
aquélla detenida medita, y corona una diligente ejecución los aciertos de una bien intencionada atención. Vimos ya hombres muy diligentes, obradores de grandes cosas, ejecutivos, eficaces, pero nada inteligentes; y de uno de ellos dijo
un crítico frescamente, alabando otros su diligencia: «Que si el tal fuera tan inteligente como era diligente, fuera sin duda un gran ministro del monarca grande».
Pero a éstos nada se les puede fiar a solas, pues el mayor riesgo corre en su correr; yerran aprisa, si los dejan, y emplean toda su eficacia en desaciertos; no es aquello acabar los negocios, sino acabar con ellos, que parece que corren a la posta, digo, a caballo todo, sin caer jamás de su necedad. Es lo bueno que comúnmente estos tales aborrecen el consejo y lo truecan en ejecución.
Pasión es de necios el ser muy diligente, porque como no descubren los topes, obran sin reparos; corren porque no discurren; y como no advierten, tampoco advierten que no advierten; que quien no tiene ojos para ver, menos los tendrá para verse.
Hay sujetos que son buenos para mandados, porque ejecutan con felicísima diligencia; mas no valen para mandar, porque piensan mal y eligen peor, tropezando siempre en el desacierto. Hay hombres de todos gremios, unos para primeros y otros para
segundos.
Pero no es menor infelicidad la de una grande inteligencia sin ejecución; marchítanse en flor sus concebidos
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aciertos, porque los comprendió el hielo de una irresolución, y perdida de aquella su fragante esperanza, se malogran con el dejamiento.
Resuelven algunos con extremada sindéresis, decretan con plausible elección y piérdense después en las ejecuciones, malogrando lo excelente de sus dictámenes con la ineficacia de su remisión; arrancan bien y paran mal, porque pararon; discurren mucho, que es lo más; hacen juicio y aun aprecio de lo que conviene, y por una ligera fatiga del ejecutarlo lo dejan todo perder. Otros hay poco aplicados a lo que mas importa, y se apasionan por lo que menos conviene hasta llegar a
tener antipatía con su obligación; que no siempre se ajustan el genio y el empleo, y topando más dificultad en lo que abrazan, el gusto todo lo vence; de suerte que nace la fuga más de horror que de temor, más de enfado que de trabajo. Es
don, y grande, la buena aplicación, que no siempre se casa ni con el oficio ni con el cargo, aunque sea soberano. ¡Qué de veces degenera de lo heroico y se destina a una vulgarísima nada!
Bien que todos los sabios son detenidos, que del mucho advertir nace el reparar; así como descubren todos los inconvenientes, querrían también prevenir todos los remedios; con esto, raras veces recae la diligencia sobre la inteligencia. En
los que gobiernan se desea aquélla, y ésta en los que pelean, y si concurren, hacen un prodigio.
Fue la mayor presteza en Alejandro madre de la mayor ventura; conquístolo todo (decía él mismo), dejando nada para mañana; ¿qué hiciera para otro año? Pues César, aquel otro ejemplar de héroes, decía que sus increíbles
empresas antes las había concluido que consultado, o porque su misma grandeza no le espantase, o porque aun el pensarlas no le detuviese; gran palabra suya el vamos, y nunca el vayan los otros. Basta la presteza a hacer rey de las fieras al león, que aunque muchas de ellas le ganan, unas
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en armas, otras en cuerpo y otras en fuerzas, él las vence a todas en fe de su presteza.
Éste es aquel excedido exceso que entre sí mantienen los valerosos españoles y los belicosos franceses, igualando el cielo la competencia, contrapesando la prudencia española a la presteza francesa. Opuso la detención de aquéllos
a la cólera de éstos; lo que le falta al español de prontitud, lo suple con el consejo; y al contrario, la temeridad en el francés es lustre de su increíble diligencia. Con esto andan equivocadas las victorias y paralelos los sucesos, según las contingencias y los tiempos. Tomoles el pulso César a entrambas naciones, y venció a la una previniendo, y a la otra esperando. A entrambas pudiera encargar el grande Augusto su festina lente en empresas, e hiciera un medio muy acertado.
Tiene lo bueno muchos contrarios, porque es raro, y los males muchos; para lo malo todo ayuda. El camino de la verdad y del acierto es único y dificultoso; para la perdición hay muchos médicos y pocos remedios. Contra lo conveniente todas las cosas se conjuran, las circunstancias se despintan, la ocasión pasando, el tiempo huyendo, el lugar faltando, la sazón mintiendo y todo desayudando; pero la inteligencia y la diligencia todo lo vencen.
Del modo y agrado
Carta al doctor don Bartolomé de Morales, capellán del Rey, nuestro señor, en la Santa Iglesia de nuestra señora del Pilar de Zaragoza
Por este gran precepto, señor mío, mereció Cleóbulo ser el primero de los sabios; luego él será el primero de los preceptos. Mas si el enseñarlo basta a dar renombre de sabio, y el primero, ¿qué le quedará
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para el que lo observa? Que el saber las cosas y no obrallas, no es ser filósofo, sino gramático.
Tanto se requiere en las cosas la circunstancia como la sustancia; antes bien, lo primero con que topamos no son las esencias de las cosas, sino las apariencias; por lo exterior se viene en conocimiento de lo interior, y por la corteza del trato sacamos el fruto del caudal; que aun a la persona que no conocemos, por el porte la juzgamos.
Es el modo una de las prendas del mérito, y que cae debajo de la atención; puédese adquirir, y por eso la falta de ello es inexcusable; bien que en algunos tiene principio del buen natural, pero su complemento de la industria; en otros toda es del arte, que puede el cuidado de ésta suplir los olvidos de aquélla, y aun mejorarlos; pero cuando se juntan hacen un sujeto agradable con igual facilidad y felicidad.
Es también de las bellezas trascendentales a todas las acciones y empleos. Fuerte es la verdad, valiente la razón, poderosa la justicia; pero sin un buen modo, todo se desluce, así como con él todo se adelanta. Cualquiera falta suple aun las de la razón, los mismos yerros dora, las fealdades afeita, desmiente los desaires y todo lo disimula.
¡Qué de materias graves e importantes se gastaron por un mal modo, y qué de ellas ya de desahuciadas se mejoraron y concluyeron por el bueno!
No basta el grande celo en un ministro, el valor en un caudillo, el saber en un docto, la potencia en un príncipe, si no lo acompaña todo esta importantísima formalidad. Es político adorno de los cetros, esmalte de las coronas; antes bien, en ningún otro empleo es más urgente que en el mandar. Obliga mucho que los superiores más recaban humanos que despóticos. Ver en un príncipe que cediendo a la superioridad se vale de la humanidad, obliga, doblado; primero se ha de reinar
en las voluntades y después en la posibilidad. Concilia la gracia de las gentes, y aun el aplauso, si
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no por naturaleza, por arte; que el que lo admira no mira si es propio o si es postizo: gózalo con aclamación. Es tan útil como acepto. Cosas hay que valen poco por su ser, y se estiman por su modo. Pudo dar novedad a lo pasado y ayudarle
a volver y aun tener vez. Si las circunstancias son a lo práctico, desmienten lo cansado de lo viejo. Siempre va el gusto adelante, nunca vuelve atrás; no se ceba en lo que ya pasó, siempre pica en la novedad; pero puédesele engañar con lo flamante del modillo. Remózanse las cosas con las circunstancias, y desmiéntesele el acaso de lo rancio y el enfado de lo repetido, que suele ser intolerable y más en imitaciones, que nunca pueden llegar ni a la sublimidad ni a la novedad del
primero.
Vese esto más en los empleos del ingenio, que aunque sean las cosas muy sabidas, si el modo del decirlas en el retórico y del escribirlas en el historiador fuere nuevo, las hace apetecibles.
Cuando las cosas son selectas, no cansa el repetirlas hasta siete veces; pero aunque no enfadan, no admiran, y es menester guisallas de otra manera para que soliciten la atención; es lisonjera la novedad, hechiza el gusto, y con sólo variar de sainete se renuevan los objetos, que es gran arte de agradar.
¡Cuántas cosas muy vulgares y ordinarias las pudo realzar a nuevas y excelentes, y las vendió a precio de gusto y de admiración! Y al contrario, por escogidas que sean, sin este sainete no pican el gusto ni consiguen el agrado.
Préciase de discreto y lo es. Las mismas cosas dirá uno que otro, y con las mismas lisonjeará éste y ofenderá aquél. Tanta diferencia e importancia puede caber en él cómo, y tanto recaba un buen término y desazona el malo; y si la falta de él es tan notable, ¿qué será un modo positivamente malo y afectadamente desapacible, y más en personas de empleo universal? Y vimos en muchos, y aun censuramos, que la afectación, la soberbia, la sequedad, la grosería,
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la insufribilidad y otras monstruosidades paralelas, los hicieron inaccesibles. Pequeño desmán es, ponderaba un sabio, el sobrecejo en ti, y basta a desazonar toda la vida; al contrario, el agrado del semblante promete el del ánimo, y
la hermosura afianza la suavidad de la condición.
Sobre todo se precia de dorar el no, de suerte que se estime más que un sí desazonado; azucara con tanta destreza las verdades, que pasan plaza de lisonjas, y tal vez, cuando parece que lisonjea, desengaña, diciéndole a uno, no lo que
es, sino lo que ha de ser.
Él es único refugio de cuantos les falta el natural, que entonces se socorren del modo, y alcanzan más con el cuidado que otros con la natural perfección; suple faltas esenciales, y con ventajas en todos los superiores e ínfimos empleos;
lo bueno es que no se puede definir, porque no se sabe en qué consiste; o si no, digamos que son todas las tres Gracias juntas en un compuesto de toda perfección.
Y porque no apelemos siempre de prodigios a la antigüedad, ni menos lo heroico de lo pasado, veneró moderna la admiración y celebró el universal aplauso en su punto, digo en su extremo, esta galante prenda en la católica, en la heroica y también grande, la reina, nuestra señora doña Isabel de Borbón, aquélla que no ya prosiguió, sino que adelantó la gloria del renombre y la felicidad de los aciertos de las Isabelas Católicas de España. Entre singulares muchos coronados realces sobreostentaba un tan bizarro modo, un tan soberano agrado, que de robar los corazones de sus vasallos, llegó a hechizar los afectos; más recababa una humanidad suya que toda una real divinidad. Obró mucho en poco tiempo, vivió plausible, murió llorada. Envidiáronla, o la muerte al alzarse con el mundo, o el cielo lo ángel y lo santo. Arrebatáronla entrambos a nuestra mejorada dicha, consiguiendo acá el renombre de deseada, que es el primero en las reinas, y allá la gloria, que es la última felicidad.
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Arte para ser dichoso
Fábula
Tiene la mentida fortuna muchos quejosos y ningún agradecido, llega este descontento hasta las bestias; pero, ¿a quién mejor? El más quejoso de todos es el más simple. Íbase éste quejando de corrillo en corrillo, y hallaba, no sólo compasión, pero aplauso, especialmente en el vulgo.
Un día, pues, aconsejado de muchos y acompañado de ninguno, dicen que se presentó en la audiencia general del soberano Júpiter; aquí profundamente humilde, que le es de agradecer a un necio, y otorgada la inestimable licencia de ser escuchado, pronunció mal esta peor trazada arenga:
«Integérrimo Júpiter, que justiciero y no vengador te deseo; aquí tienes ante tu majestuosa presencia el más infeliz, sobre ignorante, de los brutos, solicitando no tanto la venganza de mis agravios cuanto el remedio de mis desdichas. ¿Cómo pasa, ¡oh, numen eterno!, tu entereza por la impiedad de la fortuna, sólo para mí ciega, tirana y aun madrastra? Ya que la naturaleza me hizo el más simple de los animales, que es decir cuanto se puede, ¿por qué esta cruel a tanta carga ha de añadir la sobrecarga de desdichado, violando el uso y atropellando la costumbre? Me hace ser necio y vivir descontento, persigue la inocencia y favorece la malicia; el soberbio león triunfa; el tigre cruel vive; la vulpeja, que a todos engaña, de todos se ríe; el voraz lobo pasa; yo solo, que a ninguno hago mal, de todos lo recibo; como poco, trabajo mucho, nada del pan, todo del palo tráeme desaliñado y yo, que me soy feo, no puedo parecer entre gentes, y sirvo de acarrear villanos, que es lo que más siento».
Conmovió grandemente esta lastimosa proclamación a todos los circunstantes; sólo Júpiter, severo
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que no se inmuta así vulgarmente, alargó la mano sobre que había estado, no tanto recodado cuanto reservando para la otra parte aquel oído, hizo ademán que llamasen para dar su descargo a la Fortuna.
Partieron en busca de ella muchos soldados, estudiantes y pretendientes; anduvieron por muchas partes y en ninguna la hallaban. Preguntaban a unos y a otros y ninguno sabia dar razón. Entraron en la casa del poderoso Mando, y era tanta la confusión y la prisa con que todos, sin discurrir, se movían, que no hallaron quien les respondiese, ni aun les escuchase, aunque toparon con muchos. Discurrieron ellos que sin duda no debía de estar entre tanto desasosiego, y no se engañaron. Pasaron a la casa de la Riqueza, y aquí les elijo el Cuidado que había estado, pero muy de paso, no más de para encomendar algunos haces de espinas y unos talegones de leznas. Entraron en la quinta de la Hermosura, que está muy cerca del sexto, para pagarlo por las setenas; toparon con la Necedad, y sin preguntaros más, pasaron a la de la Sabiduría; responderles la Pobreza que tampoco estaba allí, pero que de día en día la aguardaba.
Sola les quedaba ya otra casa, que estaba sola a la derecha acera. Llamaron, por estar muy cerrada, y salió a responderles una tan hermosa doncella, que creyeron ser alguna de las tres Gracias, y así le preguntaron, cuál era. Respondió
con notable agrado que era la Virtud. En esto salía ya de allá dentro, y de lo más interior, la Fortuna, muy risueña, intimáronla el mandato, y obedeció ella, como suele, volando a ciegas.
Llegó muy reverente al sacro trono, y todos los del cortejo la hicieron muchas cortesías, y aun zalemas, por recambiarlas: «¿Qué es esto, ¡oh, Fortuna!, dijo Júpiter, que cada día han de subir a mí las quejas de tu proceder? Bien veo cuán dificultoso es el asunto de contentar, cuanto más a muchos, y a todos imposible; también me consta que a los más lee va
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mal, porque les va bien, y en lugar de agradecer lo mucho que les sobra, se quejan de cualquier poco que les falte; es abuso entre los hombres nunca poner los ojos en el saco de las desdichas de los otros, sino en el de las felicidades, y al contrario en sí mismos; miran el lucimiento del oro de una corona; pero no el peso o el pesar. Por lo tanto, yo nunca hago caso de sus quejas, hasta ahora; que las de éste, de todas maneras infeliz, traen alguna apariencia».
Mirósela la Fortuna de reojo, iba a sonreír, pero advirtiendo dónde estaba, mesurose, y muy caricompuesta dijo: «Supremo Júpiter, una palabra sola quiero que sea mi descargo, y sea ésta: si él es un asno, ¿de qué se
queja?». Fue muy reída de todos la respuesta, y del mismo Jove aplaudida; y en confirmación de ella y enseñanza del necio acusador, más que consuelo, le dijo:
«Infeliz bruto, nunca vos fuérades tan desgraciado, si fuérades más avisado. Andad, y procurad ser de hoy en adelante despierto como el león, prudente como el elefante, astuto como la vulpeja y cauto como el lobo. Disponed bien los
medios, y conseguiréis vuestros intentos; y desengáñense todos los mortales (dijo alzando la voz), que no hay más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia».
Corona de la discreción
Panegiris
Caerían a la lengua los huesos del cuerpo humano, su tan numerada flaqueza; ponderaban aquella su liviandad, con que no repara en anticiparse al mismo entendimiento, y no acababan de exagerar los vulgares empeños de su ligereza.
Pero la lengua, no faltándose a sí misma, defendíase con el corazón, que siendo principio de la vida
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y rey de los demás miembros, es también de carne todo el. Excusábase con el cerebro, que siendo asiento de la sindéresis, es muy más muelle que ella; pero no le valía, porque respondieron entrambos por sí, el corazón representando su valor, y el cerebro apoyando su mucha estabilidad.
Viendo la lengua lo que la apuraban, sacando fuerzas de su propia flaqueza, dijo: «¡Qué, tan débil os parezco! Pues advertid que si yo quiero, soy más fuerte que el más sólido de todos vosotros; y aquí donde me veis toda de carne, basto yo a quebrantar diamantes, que no digo ya huesos». Riéronlo mucho todos, especialmente los dientes, que hicieron amago de detenella, como suelen. «Sí, yo lo digo, repitió ella, y lo probaré con tal evidencia, que todos
la confeséis con aclamación. Sabed, y nótelo todo el mundo, que cuando yo digo la verdad, soy lo fuerte de lo fuerte; nadie entonces me puede contrastar, y en fe de ella, todo lo sujeto.
»Fuerte es un rey que todo lo acaba; más fuerte es una mujer, que todo lo recaba; fuerte es el vino, que ahoga la razón; pero más fuerte es la verdad y
yo que la mantengo». Verdad, verdad, exclamaron todos, y dieronse por vencidos. Quedó triunfante la lengua, haciéndose mil en repetir y en celebrar este victorioso suceso.
Tiene esta gran reina su retiro en el corazón y su tribunal en la lengua; aquí vienen a parar todas las causas, si no de primera instancia, por apelación de desengaño.
Así sucedió en aquella célebre contienda que tuvieron entre sí las más sublimes prendas de un varón consumadamente perfecto, sobre el ya globo de oro, para ápice de su inmortal corona. Contendían la alteza de ánimo, la
majestad de espíritu, la estimación, la reputación, la universalidad, la ostentación, la galantería, el despejo, la plausibilidad, el buen gusto, la cultura, gracia de las gentes, la retentiva,
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lo noticioso, lo juicioso, lo inapasionable, lo desafectado, la seriedad, el señorío, la espera, lo agudo, el buen modo, lo práctico, lo ejecutivo, lo atento, la simpatía sublime, la incomprensibilidad, la indefinibilidad, con otras muchas de este porte y grandeza.
Comenzó al principio por una generosa emulación, y vino a parar después en un bando tan declarado cuan esclarecido; no sólo ya entre las mismas prendas, sino entre los valederos de ellas. Eran éstos, aunque pocos, singulares, los mayores hombres de los siglos, gigantes todos de la fama, prodigios de las eminencias; al fin, todos ellos inmortales héroes.
Competían como apasionados y diligenciaban como poderosos, adelantando cada uno su realce; los sabios por razón, los valerosos por fuerza y los poderosos por autoridad. Fue tal el tesón de inmortalidad, con tal infamación de aplauso, que se vio arder todo el reino de la heroicidad en esta lucida guerra.
Discurría varia la fama y muy equivoca la fortuna, según los tiempos, los usos y los genios de las gentes; con que cada uno abundaba en su sentir, y nunca se declaraba la victoria. Considerando los varones sabios que el litigio fue hijo del caos y parte de la confusión, propusieran a los demás el llevar esto por tela de juicio y no de la contienda; convinieron todos, y remitiéronse al acierto de una sabia, prudente y justísima sentencia. Mas de una dificultad, como se suele, dieron en otra mayor, y fue a qué tribunal acudirían.
Porque Astrea, muchos días ha que desahuciando el mundo, se retiró al cielo; ir a Momo era condenarse todos; porque la murmuración a nadie da justicia, ni aun arbitrio; todo lo condena. Sola quedaba la verdad, mas ella ha muchos siglos que dio en cuerda, retirándose a su interior, sintiéndose acatarrada y aun muda. Con todo eso, a ruego de sus amartelados sabios y pidiendo primero salvoconducto a los reyes, que por esta sola vez se lo concedieron, dejose ver más hermosa cuanto más de cerca, más galante
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cuanto más desnuda, que tomó de la primavera con el nombre la belleza; traía poco séquito, pero lucido; y aunque aborrecida de muchos, fue acatada de todos.
Sentose en el tribunal a la luz del mediodía. Comenzaron a informar las partes, haciéndose encomios, al modo que quedan referidos. Alargolas a todas, y con tal singularidad a cada una, que parecía decantarse a ella, mas al cabo se
declaró diciendo:
«Eminentísimos realces del varón culto, plausibles prendas del varón discreto; confieso ingenuamente que a todos os admiro y a todas os celebro, pero no
puedo dejar de decir la verdad, por no faltarme a mí misma. Digo, pues, que brilla un sol de los realces, lucimiento de las prendas, esplendor de la heroicidad, y de la discreción complemento. Tiene en vez de esfera, religiosa ara en aquel cristiano Haro, don Luis Méndez, idea mayor de esta primera prenda. Llamola Séneca el único bien del hombre, Aristóteles, su perfección; Salustio, blasón inmortal; Cicerón, causa de la dicha; Apuleyo, semejanza de la divinidad; Sófocles, perpetua y constante riqueza; Eurípides, moneda escondida; Sócrates, vaso de la fortuna; Virgilio, hermosura del alma; Catón, fundamento de la autoridad; llevándola a ella sola, llevaba todo el bien Biante; Isócrates la tuvo por su posesión, Menandro por su escudo, y por su mejor aljaba Horacio; Valerio Máximo no la halló precio; Plauto la hizo premio de sí misma, y el plausible César la llamó fin de las demás; y yo, en una palabra, la entereza».
Culta repartición
De la vida de un discreto
Mide su vida el sabio, como el que ha de vivir poco y mucho. La vida sin estancias, es camino largo sin mesones; pues, ¡qué si han de pasar en compañía de Heráclito! La misma naturaleza, atenta, proporcionó
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el vivir del hombre con el caminar del sol, las estaciones del año con las de la vida, y los cuatro tiempos de aquél con las cuatro edades de ésta.
Comienza la primavera en la niñez, tiernas flores, en esperanzas frágiles.
Síguese el estío caluroso y destemplado de la mocedad, de todas maneras peligroso, por lo ardiente de la sangre y tempestuoso de las pasiones.
Entra después el deseado otoño de la varonil edad coronado de sazonados frutos, en dictámenes, en sentencias y en aciertos. Acaba con todo el invierno helado de la vejez, cáense las hojas de los bríos, blanquea la nieve de las canas,
hiélanse los arroyos de las venas, todo se desnuda de dientes y cabellos, y tiembla la vida de su cercana muerte. De esta suerte alternó la naturaleza las edades y los tiempos.
Émula el arte, intenta repartir la moral vida, ingeniosamente varia. En una palabra la dijo Pitágoras y aun menos, pues en una sola letra y en sus dos ramos cifró los dos caminos tan opuestos del mal y del bien. A este arriesgado vivir d
icen que llegó Alcides al amanecer; que la razón es aurora, y aquí fue su común perplejidad. Miraba el de la diestra con horror, y con afición el de la siniestra. Estrecho aquél y dificultoso al fin cuesta arriba, y por el consiguiente desandado; espacioso éste, y fácil tan a cuesta abajo cuan trillado. Paró aquí, reparando cuán superior mano le guió impulsiva por el camino de la virtud
al paradero de heroicidad.
Donosamente discurrió uno, y dulcemente lo cantó otro; el faltón, que se convirtió en cisne. Díeronle al hombre treinta años suyos para gozarse y gozar, veinte después prestados del jumento para trabajar, otros tantos del perro
para ladrar y veinte últimos de la mona para caducar; excelentísima ficción de la verdad.
Mas ahorrando de erudita prolijidad. Célebre gusto fue el de aquel varón galante que repartió la comedia en tres jornadas, y el viaje de su vida en tres estaciones.
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La primera empleó en hablar con los muertos. La segunda con los vivos. La tercera consigo mismo. Descifremos el enigma. Digo que el primer tercio de su vida destinó a los libros, leyó, que fue más fruición que ocupación; que si tanto es uno más hombre cuanto más sabe, el más noble empleo será el aprender; devoró libros, pasto del alma, delicias del espíritu; gran felicidad, topar con los selectos en cada materia; aprendió todas las artes dignas
de un noble ingenio, a distinción de aquellas que son para esclavas del trabajo.
Prevínose para ellas con una tan preciosa cuanto enfadosa cognición de lenguas, las dos universales, latina y española, que hoy son las llaves del mundo, y las singulares griegas, italiana, francesa, inglesa y alemana, para poder lograr lo m
ucho y bueno que se eterniza en ellas.
Entregose luego a aquella gran madre de la vida, esposa del entendimiento e hija de la experiencia, la plausible historia, la que más deleita y la que más enseña. Comenzó por las antiguas, acabó por las modernas, aunque otros practiquen lo contrario. No perdonó a las propias ni a las extranjeras, sagradas y profanas, con elección y estimación de los autores, con distinción de los tiempos, eras, centurias y siglos; comprensión grande de las monarquías, repúblicas, imperios, con sus aumentos, declinaciones y mudanzas; el número, orden y calidades de sus príncipes; sus hechos en paz y en guerra, y esto con tan feliz memoria, que parecía un capacísimo teatro de la antigüedad presente.
Paseó los deliciosísimos jardines de la poesía, no tanto para usarla cuanto para gozarla, que es ventaja y aun decencia: con todo eso, ni fue tan ignorante que no supiese hacer un verso, ni tan inconsiderado que hiciese dos. Leyó todos los verdaderos poetas, adelantando mucho el ingenio con sus dichos y el juicio con sus sentencias; y entre todos dedicó el seno
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al profundo Horacio y la mano al agudo Marcial, que fue darle la palma, entregándolos todos a la memoria y más al entendimiento. Con la poesía juntó la gustosa humanidad, y por renombre las buenas letras, atesorando una relevante erudición.
Pasó a la filosofía, y comenzando por lo natural, alcanzó las causas de las cosas, la composición del universo, el artificioso ser del hombre, las propiedades de los animales, las virtudes de las hierbas y las calidades de las piedras preciosas. Gustó más de la moral, pasto de muy hombres, para dar vida a la prudencia, y estudiola en los sabios y filósofos, que nos la vincularon en sentencias, apotegmas, emblemas y apólogos. Gran discípulo de Séneca, que pudiera
ser Lucilio; apasionado de Platón, como divino, de los siete de la fama, de Epitecto y de Plutarco, no despreciando al útil y donoso Esopo. Supo con misterio la cosmografía, la material y la formal, midiendo las tierras y los mares, distinguiendo los parajes y los climas; las cuatro partes del universo, y en ellas las provincias y naciones, los reinos y repúblicas, ya para saberlo, ya para hablarlo, y no ser de aquéllos tan vulgares, o por ignorantes o por dejados, que jamás supieron dónde tenían los pies.
De la astrología supo lo que permite la cordura. Reconoció los celestes orbes, notó sus varios movimientos, numeró sus astros y planetas, observando sus influencias y efectos.
Coronó su práctica estudiosidad con una continua grave lección do la Sagrada Escritura, la más provechosa, varia y agradable al buen gusto y al ejemplo de aquel fénix de reyes, don Alfonso el Magnánimo, que pasó de cabo a cabo la Biblia catorce veces con comento, en medio de tantos y tan heroicos empleos.
Consiguió con esto una noticiosa universalidad, de suerte que la filosofía moral le hizo prudente; la natural, sabio; la historia, avisado; la poesía, ingenioso;
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la retórica, elocuente; la humanidad, discreto; la cosmografía, noticioso; la sagrada lección, pío, y todo él en todo género de buenas letras consumado, que pudiera competir con el excelentísimo señor don Sebastián de Mendoza, conde de Coruña. Éste fue el grande y primer acto de su vida.
Empleó el segundo en peregrinar, que fue gustoso peregrino; segunda felicidad para un hombre de curiosidad y buena nota. Buscó y gozó de todo lo bueno
y lo mejor del mundo; que quien no ve las cosas no goza enteramente de ellas: va mucho de lo visto a lo imaginado: más gusta de los objetos el que los ve una vez que el que muchas; porque aquélla se goza y las demás enfadan: consérvase en aquellas primicias el gusto sin que las roce la continuidad: el primer día es una cosa para el gusto de su dueño; todos los demás para el de los extraños.
Adquiérese aquella ciencia experimental, tan estimada de los sabios, especialmente cuando el que registra atiende y sabe reparar, examinándolo todo o con admiración o con desengaño.
Trasegó, pues, todo el universo, y paseó todas sus políticas provincias, la rica España, la numerosa Francia, la hermosa Inglaterra, la artificiosa Alemania, la
valerosa Polonia, la amena Moscovia y todo junto en Italia admiró sus más célebres emporios, solicitando en cada ciudad todo lo notable, así antiguo como moderno; lo magnífico de sus templos, lo suntuoso de sus edificios, lo acertado de su gobierno, lo entendido de sus ciudadanos, lo lucido de su nobleza, lo docto de sus escuelas y lo culto de su trato.
Frecuentó las cortes de los mayores príncipes, logrando en ellas todo género de prodigios de la naturaleza y del arte en pinturas, estatuas, tapicerías, librerías, joyas, armas, jardines y museos.
Comunicó con los primeros y mayores hombres del mundo, eminentes, ya en letras, ya en valor, ya en las artes; estimando toda eminencia; y todo esto con
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una juiciosa comprensión, notando, censurando, cotejando y dando a cada cosa su merecido precio. La tercera jornada de tan bello vivir, la mayor y la mejor, empleó en meditar lo mucho que había leído y lo más que había visto. Todo
cuanto entra por las puertas de los sentidos en este emporio del alma va a parar a la aduana del entendimiento; allí se registra todo. Él pondera, juzga, discurre, infiere y va sacando quintas esencias de verdades. Traga primero leyendo, devora
viendo, rumia después meditando, desmenuza los objetos, desentraña las cosas averiguando las verdades, y aliméntase el espíritu de la verdadera sabiduría.
Es destinada la madura edad para la contemplación, que entonces cobra más fuerzas el alma cuando las pierde el cuerpo, reálzase la balanza de la parte superior lo que descaece la inferior. Hácese muy diferente concepto de las cosas, y
con la madurez de la edad se sazonan los discursos y los afectos.
Importa mucho la prudente reflexión sobre las cosas, porque lo que de primera instancia se pasó de vuelo, después se alcanza a la revista.
Hácese noticioso el ver, pero el contemplar hace sabios. Peregrinaron todos aquellos antiguos filósofos discurriendo primero con los pies y con la vista, para después con la inteligencia, con la cual fueron tan raros. Es corona de la discreción el saber filosofar, sacando de todo, como solícita abeja, o la miel del gustoso provecho o la cera para la luz del desengaño. La misma filosofía no es otro que meditación de la muerte, que es menester meditarla muchas veces antes para acertar a hacer bien una sola después.
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