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Díalogos Socráticos
Fedón, o de la
inmortalidad del alma
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—Pues lo que yo pregunto es
esto: ¿Es, acaso, la única realidad con la que ocurre esto, o existe otra
cosa que no es exactamente lo impar, y no obstante, debemos darle siempre
ese nombre, además del suyo propio, porque es tal, por naturaleza, que jamás
se separa de lo impar? Y lo que digo es, por ejemplo, lo que ocurre con el
número tres y otros muchos números. Pero considera la cuestión en el caso
del tres. ¿No te parece a ti que siempre se le debe designar con su propio
nombre y además con el de impar, a pesar—de que lo impar no es exactamente
lo mismo que el número tres? Pero, con todo, el número tres, como el cinco y
la mitad entera de los números, son tales por naturaleza que, a pesar de no
ser precisamente lo mismo que lo impar, siempre es impar cada uno de ellos.
Y, a la inversa, el dos, el cuatro y la otra serie completa de los números,
aunque no son lo mismo que lo par, son, sin embargo, siempre pares todos
ellos. ¿Estás de acuerdo, o no?
—¡Cómo no voy a estarlo! —dijo
Cebes.
—Considera, entonces —añadió— lo
que quiero mostrarte. Es esto: evidentemente, no son sólo aquellos
contrarios de que hablábamos los que no se admiten entre sí, sino que, al
parecer, todas las cosas que, aún no siendo mutuamente contrarias tienen en
sí uno de esos contrarios, tampoco admiten la idea contraria a la que hay en
ellos, sino que, cuando sobreviene ésta, o dejan de existir, o dejan libre
el campo. ¿O no vamos a decir que el tres perecerá o sufrirá cualquier cosa,
antes de consentir, siendo todavía tres, el convertirse en par?
—Desde luego que sí —respondió
Cebes.
—Y, no obstante —añadió—, el
número dos no es contrario al número tres.
—Efectivamente, no lo es.
—Luego no son solamente las
ideas contrarias las que no consienten su mutua aproximación, sino que hay
también algunas otras cosas que no aguantan la aproximación de los
contrarios.
—Grandísima verdad es la que
dices —respondió.
—¿Quieres, pues, que definamos
—prosiguió Sócrates—, si somos capaces, qué clase de cosas son éstas?
—Con mucho gusto.
—¿Podrían ser acaso, Cebes
—prosiguió—, aquellas que cuando ocupan cualquier cosa la obligan no sólo a
adquirir su propia idea, sino también la de algo que siempre es contrario a
algo?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que decíamos hace un
momento. Sabes sin duda que las cosas de las que se apodere la idea de tres
no sólo han de ser tres por necesidad, sino también impares.
—Desde luego.
—Ahora bien, a lo que es de tal
índole jamás, según decimos, podrá llegarle la idea contraria a la forma
aquella que lo produce.
—No.
—¿Y lo produjo la idea de impar?
—Sí.
—¿Y la idea contraria a ésta es
la de par?
—Sí.
—Luego nunca llegará al tres la
idea de par.
—No, sin duda alguna.
—Luego el tres no participa en
lo par.
—No participa.
—Entonces, el tres es impar.
—Sí.
—He aquí, pues, lo que decía que
iba a definir, qué clase de cosas, a pesar de no ser contrarias a algo no
admiten la cualidad contraria. Por ejemplo, en el caso presente, el número
tres, a pesar de no ser contrario a lo par, no por ello lo admite en si,
pues lleva siempre consigo lo que es contrario a lo par, de la misma manera
que el dos lleva en sí lo contrario de lo impar y el fuego de lo frío, y así
otras muchísimas cosas. Ea, pues, mira si das la definición de esta manera:
no sólo es lo contrario lo que no admite a su contrario, sino también
aquello que trae consigo algo contrario al objeto en que se presenta, es
decir, lo que en sí lleva algo, jamás admite lo contrario de lo que lleva. Y
de nuevo haz memoria, pues no es malo oírlo muchas veces. El cinco no admite
la idea de par; ni el diez, su doble, la de impar. Y éste, aunque también
sea contrario a otra cosa, no admite la idea de impar; ni tampoco los tres
medios, ni las restantes fracciones semejantes, el medio, el tercio y las
demás fracciones de este tipo admiten la idea del entero, si es que me
sigues y estás de acuerdo conmigo.
—Te sigo estupendamente, y
comparto plenamente tu opinión —contestó.
—Ahora, respóndeme de nuevo
—dijo Sócrates—, volviendo al principio. Pero no me contestes con los
términos con los que te pregunte, sino imitándome a mí. Y lo digo, porque
además de aquella respuesta segura de la que primero hablé, veo, según se
desprende de lo dicho ahora, otra garantía de seguridad. En efecto, si me
preguntaras qué debe producirse en el cuerpo de algo para que se ponga
caliente, no te daré aquella respuesta segura y necia de que tiene que ser
el calor, sino otra más aguda que se deduce de lo ahora dicho, a saber, la
de que debe ser el fuego. Y si me preguntaras qué debe producirse en un
cuerpo para que se ponga enfermo, no te contestaré que una enfermedad, sino
que tiene que producirse en él fiebre. Y lo mismo si tu pregunta es qué debe
producirse en un número para que se haga impar, no te diré que la imparidad,
sino una unidad, y lo mismo haré con lo demás. Ea, pues, mira si te has
enterado bien de lo que quiero.
—Perfectamente —resondró Cebes.
—Contesta, pues —prosiguió
Sócrates—, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que tenga vida?
—Un alma —contestó.
—¿Y esto es siempre así?
—¡Cómo no va a serlo! —dijo
Cebes.
—¿Entonces el alma siempre trae
la vida a aquello que ocupa?
—La trae, ciertamente.
—¿Y hay algo contrario a la
vida, o no hay nada?
—Lo hay —contestó Cebes.
—¿Qué?
—La muerte.
—¿Luego el alma nunca admitirá
lo contrario a lo que trae consigo, según se ha reconocido anteriormente?
—Sin duda alguna —dijo Cebes.
—¿Entonces qué? A lo que no
admitía la idea de par qué le llamábamos hace un momento?
—Impar.
—¿Y a lo que no admite lo justo
o la cultura?
—Inculto e injusto —respondió.
—Bien. Y a lo que no admite la
muerte, ¿qué le llamamos?
—Inmortal.
—¿Y no es cierto que el alma no
admite la muerte?
—Sí.
—Luego el alma es algo inmortal.
—Sí.
—Está bien, dijo—. ¿Debemos
decir, pues, que esto ha quedado demostrado? ¿Qué te parece?
—Que ha quedado perfectamente
demostrado, Sócrates.
—¿Y qué, Cebes, —prosiguió—, si
a lo impar le fuera necesario el ser indestructible, ¿no sería el tres
indestructible?
—¡Cómo no iba a serlo!
—¿Y no es cierto también que si
lo no—caliente fuera indestructible, cuando se arrimara calor a la nieve, se
retiraría ésta sana y salva y sin fundirse? Pues no cesaría de existir, ni
tampoco recibiría el calor esperándolo a pie firme.
—Es verdad lo que dices —repuso
Cebes.
—Y de igual manera, creo yo, si
lo no—frío fuera indestructible, cuando se lanzara contra el fuego algo
frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo.
—Necesariamente —dijo Cebes.
—¿Y no es necesario también
hablar así a propósito de lo inmortal? Si lo inmortal es, asimismo,
indestructible, le es imposible al alma perecer cuando la muerte marche
contra ella. Pues, según lo dicho, no admitirá la muerte ni quedará muerta,
de la misma manera, decíamos, que el tres ni lo impar será par, ni el fuego
ni el calor que hay en él será frío. Pero ¿qué es lo que impide —diría
alguno— el que, por más que lo impar no se haga par cuando se le acerca lo
par, según se ha convenido, se convierta, en cambio, una vez que deja de
existir en par en lugar de lo que era? Al que así hablara no le podríamos
refutar diciendo que lo impar no perece, puesto que lo impar no es
indestructible. Pues si hubiéramos reconocido eso, fácilmente le
refutaríamos diciendo que cuando se aproxima lo par, tanto lo impar como el
tres se retiran. Y en lo relativo al fuego, y al calor, y a las demás cosas,
le refutaríamos de la misma manera. ¿No es verdad?
—Por completo.
—Luego ahora también, si
convenimos con respecto a lo inmortal que es indestructible, el alma sería,
además de inmortal, indestructible. Si no, sería preciso otro razonamiento.
—Pero no se necesita para nada
—replicó Cebes por esta razón: difícilmente podría haber otra cosa que no
admitiera la destrucción, si lo inmortal, que es eterno, la admitiese.
—En todo caso —repuso Sócrates—
la divinidad, la idea misma de la vida y todo lo demás que pueda ser
inmortal, según creo, estarán todos de acuerdo en que no perecen nunca.
—Todos, sin duda, ¡por Zeus!,
hombres y dioses —dijo Cebes—, éstos con mayor razón aún, si no me equivoco.
—Pues bien, desde el momento en
que lo inmortal es incorruptible, si el alma es inmortal, ¿no sería también
indestructible?
—De toda necesidad.
—Luego cuando se acerca la
muerte al hombre, su parte mortal, como es natural, perece, pero la inmortal
se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquélla.
—Es evidente.
—Entonces, con mayor motivo que
nada, el alma es algo inmortal e indestructible, y nuestras almas tendrán
una existencia real en el Hades.
—Yo, por mi parte, Sócrates
—dijo Cebes—, no puedo objetar nada en contra de esto, ni encuentro motivo
para desconfiar de tus palabras. Pero si Simmias, aquí presente, o algún
otro tiene algo que decir, lo indicado es que no se calle; pues de no ser
ésta, no sé porque otra ocasión lo aplazará, si quiere decir o escuchar algo
sobre estas cuestiones.
—Pues bien —intervino Simmias,
tampoco yo tengo motivo para desconfiar después de las razones expuestas. No
obstante, por la magnitud del asunto sobre el que versa nuestra
conversación, y la poca estima en que tengo a la debilidad humana, me veo
obligado a sentir todavía en mis adentros desconfianza sobre lo dicho.
—No sólo es comprensible que la
tengas, Simmias — dijo Sócrates —, sino que tienes razón en lo que dices, e
incluso los supuestos primeros, por más que os parezcan dignos de crédito,
han de someterse a un examen más preciso. Y si los analizáis
suficientemente, seguiréis, según creo, el argumento en el grado mayor que
le es posible a un hombre seguirlo. Y si esto queda claro, no llevaréis en
punto alguno la investigación más adelante.
—Es verdad lo que dices —repuso
Simmias.
—Pues bien, amigos —prosiguió
Sócrates—, justo es pensar también en que, si el alma es inmortal, requiere
cuidado no en atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida,
sino en atención a todo el tiempo. Y ahora sí que el peligro tiene las
trazas de ser terrible, si alguien se descuidara de ella. Pues si la muerte
fuera la liberación de todo, sería una gran suerte para los males cuando
mueren el liberarse a la vez del cuerpo y de su propia maldad juntamente con
el alma. Pero desde el momento en que se muestra inmortal, no le queda otra
salvación y escape de males que el hacerse lo mejor y más sensata posible.
Pues vase el alma al Hades sin llevar consigo otro equipaje que su educación
y crianza, cosas que, según se dice, son las que más ayudan o dañan al
finado desde el comienzo mismo de su viaje hacia allá. Y he aquí lo que se
cuenta: a cada cual, una vez muerto, le intenta llevar su propio genio, el
mismo que le había tocado en vida, a cierto lugar, donde los que allí han
sido reunidos han de someterse a juicio, para emprender después la marcha al
Hades en compañía del guía a quien está encomendado el conducir allá a los
que llegan de aquí. Y tras de haber obtenido allí lo que debían obtener y
cuando han permanecido en el Hades el tiempo debido, de nuevo otro guía les
conduce aquí, una vez transcurridos muchos y largos periodos de tiempo. Y no
es ciertamente el camino, como dice el Télefo de Esquilo. Afirma éste que es
simple el camino que conduce al Hades, pero el tal camino no se me muestra a
mí ni simple, ni único, que en tal caso no habría necesidad de guías, pues
no lo erraría nadie en ninguna dirección, por no haber más que uno. Antes
bien, parece que tiene bifurcaciones y encrucijadas en gran número. Y lo
digo tomando como indicios los sacrificios y los cultos de aquí. Así, pues,
el alma comedida y sensata le sigue y no desconoce su presente situación,
mientras que la que tiene un vehemente apego hacia el cuerpo, como dije
anteriormente, y por mucho tiempo ha sentido impulsos hacia éste y el lugar
visible, tras mucho resistirse y sufrir, a duras penas y a la fuerza se deja
conducir por el genio a quien se le ha encomendado esto. Y una vez que llega
adonde están las demás, el alma impura y que ha cometido un crimen tal como
un homicidio injusto, u otros delitos de este tipo, que son hermanos de
éstos y obra de almas hermanas, a ésa la rehuye todo el mundo y se aparta de
ella, y nadie quiere ser ni su compañero de camino ni su guía, sino que
anda errante, sumida en la mayor indigencia hasta que pasa cierto tiempo,
transcurrido el cual es llevada por la necesidad a la residencia que le
corresponde. Y, al contrario, el alma que ha pasado su vida pura y
comedidamente alcanza como compañeros de viaje y guías a los dioses, y
habita en el lugar que merece. Y tiene la tierra muchos lugares
maravillosos, y no es, ni en su forma ni en su tamaño, tal y como piensan
los que están acostumbrados a hablar sobre ella, según me ha convencido
alguien.
—¿Qué quieres decir con esto,
Sócrates? —le preguntó entonces Simmias—. Sobre la tierra, es cierto,
también he oído yo contar muchas cosas, pero, con todo, no he oído decir eso
que a ti te convence. Así que te lo escucharía con gusto.
—Ciertamente, Simmias, no me
parece que sea preciso el arte de Glauco para exponerte lo que es. Sin
embargo, al demostrar que es verdad, según mi modo de ver, es demasiado
difícil, incluso para el arte de Glauco; y a la vez quizá no fuera yo capaz
de hacerlo, y aunque lo supiera hacer, mi vida, Simmias, me parece que no
sería suficiente para la extensión del relato. Con todo, nada me impide
decir cómo, según mi convicción, es la forma de la tierra y cómo son sus
lugares.
—Pues eso basta —replicó Simmias.
—Pues bien, estoy convencido
—comenzó Sócrates—, en primer lugar, de que, si la tierra está en el centro
del cielo y es redonda, no necesita para nada el aire ni ninguna otra
necesidad de este tipo para no caer, sino que se basta para sostenerla la
propia homogeneidad del cielo consigo mismo en todas sus partes y la
igualdad de peso de la propia tierra. Pues un objeto que tiene en todas sus
partes igualdad de peso, colocado en medio de algo homogéneo, no podrá
inclinarse más o menos en una u otra dirección, sino que quedará inmóvil en
la misma posición. He aquí lo primero — dijo — de lo que estoy convencido.
—Y con razón —replicó Simmias.
—Pero además lo estoy —continuó—
de que es algo sumamente grande, y de que nosotros, los que vivimos desde
Fáside a las Columnas de Heracles, habitamos en una minúscula porción,
agrupados en torno al mar como hormigas o ranas alrededor de una charca; y,
asimismo, de que hay otros muchos hombres en otros sitios que viven en
lugares semejantes. Pues hay alrededor de la tierra por todas partes muchas
cavidades de muy diferente forma y tamaño, en las que han confluido el agua,
la niebla y el aire. En cuanto a la tierra, está situada pura en el cielo
puro, en el que se encuentran los astros y al que llaman éter la mayoría de
los que suelen hablar de estas cuestiones. De él precisamente son sedimento
aquellos elementos que confluyen siempre en las cavidades de la tierra. Y en
dichas cavidades vivimos nosotros sin advertirlo, creyendo que habitamos
arriba, en la superficie de la tierra, de la misma manera que uno que
habitara en el fondo del piélago creería morar en su superficie y pensaría,
al ver el sol y los demás astros a través del agua, que el mar era el cielo,
sin que jamás por culpa de su torpeza y debilidad hubiera llegado a flor del
mar, ni visto, sacando la cabeza fuera del agua y dirigiéndola en dirección
a este lugar de aquí, cuánto más puro y más bello es que aquel en que ellos
viven, ni tampoco se lo hubiera oído contar a otro que lo hubiera visto. Y
esto es precisamente lo mismo que nos ocurre a nosotros: a pesar de que
vivimos en una concavidad de la tierra, creemos que habitamos sobre ella y
llamamos al aire cielo, como si verdaderamente lo fuera y a través de él se
movieran los astros. Y en esto también el caso es el mismo: por debilidad y
torpeza somos incapaces de atravesar el aire hasta su extremo; pues, si
alguien llegara a su cumbre, o saliéndole alas se remontara volando, y
divisara las cosas de allí, levantando la cabeza tal y como la levantan los
peces desde el mar para ver las cosas de aquí, en el supuesto de que fuera
capaz su naturaleza para resistir esta contemplación, reconocería que
aquello es el verdadero cielo, la verdadera luz y la verdadera tierra. Pues
esta tierra, estas piedras y todo el lugar de aquí está echado a perder y
corroído, como lo están por el agua salada las cosas del mar, en la que no
se produce nada digno de mención ni, por decirlo así, perfecto, sino tan
sólo hendiduras, arena, fango en cantidades inmensas y cenagales, incluso
donde hay tierra; nada, por consiguiente, que pueda considerarse valioso en
lo más mínimo en comparación con las bellezas que hay entre nosotros. Pero
mucho mayor aún se mostraría la ventaja que sacan a su vez aquellas cosas a
las que hay entre nosotros. Y si está bien contar un mito ahora, vale la
pena escuchar, oh Simmias, cómo son las cosas que hay sobre la tierra
inmediatamente debajo del cielo.
—Pues, a decir verdad, Sócrates
dijo Simmias —, por nuestra parte escucharíamos con gusto ese mito.
—Pues bien, amigo —empezó
Sócrates—, se dice, en primer lugar, que la tierra se presenta a la vista,
si alguien la contempla desde arriba, como las pelotas de doce pieles,
abigarrada, con franjas de diferentes colores, siendo los que hay aquí y
emplean los pintores algo así como muestras de aquellos. Allí, en cambio, la
tierra entera está formada tales colores y de otros, aún mucho más
resplandecientes y puros que éstos: una parte es de púrpura y de maravillosa
belleza, otra de color de oro, la otra completamente blanca, más blanca que
el yeso o la nieve; y de igual manera está compuesta de los restantes
colores y de otros aún mayores en número y más bellos que cuantos hemos
visto nosotros, pues incluso sus propias cavidades, que están llenas de agua
y de aire, proporcionan un tono especial de color que brilla en medio del
abigarramiento de los demás, de tal suerte que ofrece un aspecto unitario
continuamente abigarrado. Y siendo ella así, lo que en ella nace está en
proporción, árboles, flores y frutos. E igualmente sus montañas y sus
piedras son en la misma proporción más bellas en tersura, diafanidad y
color. De ellas precisamente son fragmentos esas piedrecillas de aquí tan
apreciadas: las coralinas, los jaspes, las esmeraldas y demás piedras
preciosas. Allí por el contrario, no hay nada que no sea igual, o aún más
bello que éstas. Y la causa es que aquellas piedras son puras y no están
corroídas ni estropeadas como las de aquí por la podredumbre y la salobridad
debidas a los elementos que aquí confluyen y que tanto a las piedras como a
la tierra y, asimismo, a animales y plantas producen deformidades y
enfermedades. Mas la verdadera tierra está adornada con todos estos
primores, a los que hay que añadir el oro, la plata y demás cosas de este
tipo. Son éstas brillantes por naturaleza, pero como son muchas en número Y
grandes, y se encuentran por todas las partes de la tierra, resulta que el
verla es un espectáculo propio de bienaventurados espectadores. Y hay en
ella muchos seres vivos, entre los cuáles hay también hombres que habitan,
unos en el interior, otros alrededor del aire, de la misma manera que
nosotros vivimos alrededor del mar, otros en islas que circunda el aire y
que están cerca del continente. En una palabra: lo que para nosotros es el
agua y el mar con respecto a nuestras necesidades, allí lo es el aire; y lo
que para nosotros es el aire, para aquéllos es el éter. Y tienen las
estaciones del año una temperatura tal, que aquéllos están exentos de
enfermedades y viven mucho más tiempo que los de aquí. Y en lo tocante a la
vista, el oído, la inteligencia y todas las facultades de este tipo, media
entre ellos y nosotros la misma distancia que hay entre el aire y el agua, o
el éter y el aire en lo que respecta a pureza. Tienen también recintos
sagrados de los dioses y templos, en los que los dioses habitan realmente, y
entre ellos y éstos se producen mensajes, profecías, apariciones divinas y
tratos semejantes. Ven, además, el sol, la luna y las estrellas tal como son
en realidad, y el resto de su bienaventuranza sigue en todo a esto. Tal es
la constitución de la tierra en su totalidad y la de lo que rodea a la
tierra. Pero hay en ella, en toda su periferia, conforme a sus cavidades
muchos lugares: unos son más profundos y más abiertos que aquel en que
vivimos; otros son más profundos, pero tienen la abertura más pequeña que la
de nuestro lugar, y los hay también que son menores en profundidad que el de
aquí y más anchos. Todos estos lugares están en muchas partes comunicados
entre sí bajo tierra mediante orificios, unos más anchos y otros más
estrechos, y tienen, asimismo, desagües, por los que corre de unos a otros,
como si se vertiera en cráteras, mucha agua. La magnitud de estos ríos
eternos que hay bajo tierra es inmensa y sus aguas son calientes y frías.
Hay también fuego en abundancia y grandes ríos de fuego, como asimismo los
hay en grandes cantidades de fango líquido más claro o más cenagoso, como
esos ríos de cieno que corren en Sicilia antes de la lava, y también el
propio torrente de lava. De éstos, precisamente, se llenan todos los
lugares, según les llega en cada ocasión, a cada uno la corriente circular.
Y todos estos ríos se mueven hacia arriba y hacia abajo, como si hubiera en
el interior de la tierra una especie de movimiento de vaivén. Y dicho
movimiento de vaivén se debe a las siguientes condiciones naturales. Una de
las simas de la tierra, aparte de ser la más grande, atraviesa de extremo a
extremo toda la tierra. Es ésa de que habla Homero, cuando dice:
Muy lejos, allí donde bajo
tierra está el abismo más profundo
y que en otros pasajes él y
otros muchos poetas han denominado Tártaro. En esta sima confluyen todos los
ríos y de nuevo arrancan de ella. Cada uno de ellos, por otra parte, se hace
tal y como es la tierra que recorre. Y la causa de que todas las corrientes
tengan su punto de partida y de llegada ahí es la de que ese líquido no
tiene ni fondo ni lecho. Por eso oscila y, se mueve hacia arriba y hacia
abajo. Y lo mismo hacen el aire y el viento que lo rodea. Pues le sigue
siempre, tanto cuando se lanza hacia la parte de allá de la tierra como
cuando se lanza hacia la parte de acá; y, de la misma manera que el aire de
los que respiran forma siempre una corriente espiratoria o inspiratoria,
allí también, oscilando al mismo tiempo que el liquido, da lugar a terribles
e inmensos vendavales, tanto al entrar como al salir. Así, pues, cuando se
retira el agua hacia el lugar que llamamos inferior, las corrientes afluyen
hacia las regiones de allá a través de la tierra, y las llenan de una forma
similar a como hacen los que riegan. En cambio, cuando se retiran de allí y
se lanzan hacia acá, llenan a su vez las regiones de aquí, y en las partes
que han quedado llenas discurren a través de canales y de la tierra, y cada
una de ellas llega a los lugares hacia los que tiene hecho camino formando
mares, lagunas, ríos y fuentes. De aquí, sumergiéndose de nuevo en la
tierra, tras dar las unas mayores y más numerosos rodeos, y las otras menos
numerosos y más cortos, desembocan de nuevo en el Tártaro, algunas mucho más
abajo de donde se había efectuado el riego, otras un poco solamente. Pero
todas tienen su punto de llegada más abajo que el de partida, algunas
completamente enfrente del lugar de donde habían salido, otras hacia la
misma parte. Algunas hay también que dan una vuelta completa, enroscándose
una o varias veces alrededor de la tierra como las serpientes, y que, tras
descender todo lo que pueden, desembocan de nuevo. Y en uno y otro sentido
es posible descender hasta el centro, más allá no, pues una y otra parte
quedan cuesta arriba para ambas corrientes. Las restantes corrientes son
muchas, grandes y de todas clases, pero en esta gran multitud se distinguen
cuatro. De ellas es la mayor el llamado Océano, cuyo curso circular es el
más externo. Enfrente de éste corre en sentido contrario el Aqueronte, que,
además de recorrer lugares desérticos y pasar bajo tierra, llega a la laguna
Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de los muertos y, tras pasar allí
el tiempo marcado por el destino, unas más corto y otras más largo, son
enviadas de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río brota
entre medias de éstos, y cerca de su nacimiento va a parar a un gran lugar
consumido por ingente fuego, formando un lago, mayor que nuestro mar, de
agua y cieno hirviente. De allí, turbio y cenagoso, avanza en círculo y,
después de rodear en espiral la tierra, llega entre otras partes a los
confines de la laguna Aquerusíade sin mezclarse con el agua de ésta;
desemboca en la parte más baja del Tártaro, habiendo dado muchas vueltas
bajo tierra. Este es el que llaman Piriflegetonte, cuyas corrientes de lava
despiden fragmentos incluso en la superficie de la tierra allí donde
encuentran salida. Y, a su vez. enfrente de éste hay un cuarto río que aboca
primero a un lugar terrible y agreste, según se cuenta, que tiene en su
totalidad un color como el del lapislázuli. A este lugar le llaman Estigio,
y a la laguna que forma el río, al desaguar en él, Estigia. Tras haberse
precipitado aquí, y después de haber adquirido en su agua terribles poderes,
se hunde en la tierra, avanza dando giros en dirección opuesta al
Piriflegetonte y se encuentra con él de frente en la laguna Aquerusíade. Y
tampoco el agua de este río se mezcla con ninguna, sino que, después de
haber hecho un recorrido circular, desemboca en el Tártaro por el lado
opuesto al del Piriflegetonte. Su nombre es, según dicen los poetas, Cócito.
Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos parajes, una vez que los
finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su genio, son antes que
nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron bien santamente como los
que no. Los que se estima que han vivido en el término medio, se encaminan
al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a bordo de éstas,
arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de
sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos, recibiendo
asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme a su mérito.
Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la
gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos
sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás
delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde les
arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que
han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo,
aquellos que han ejercido violencia contra su padre o su madre en un momento
de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su
acción, o bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán
de ser precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han
sido y han pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas
frente al Cócito, y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al
Piriflegetonte. Y una vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura
de la laguna Aquerusíade, llaman entonces a gritos, los unos a los que
mataron, los otros a quienes ofendieron, y después de llamarlos les suplican
y les piden que les permitan salir a la laguna y les acojan. Si logran
convencerlos, salen y cesan sus males; si no, son llevados de nuevo al
Tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de padecer este tormento
hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal es, en efecto, el
castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se estima
que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos
lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión,
llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre
éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía
viven completamente sin cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas
aún más bellas que éstas, que no es fácil describir, ni el tiempo basta para
ello en el actual momento. Pues bien, oh Simmias, por todas estas cosas que
hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener
participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es
hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el sostener con
empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es lo que conviene a un
hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con
nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo
inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el
riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias
es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual
me estoy extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos
motivos, debe mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre
que durante su vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo,
en la idea de que eran para él algo ajeno, y en la convicción de que
producen más mal que bien; todo hombre que se haya afanado, en cambio, en
los placeres que versan sobre el aprender y adornada su alma, no con galas
ajenas, sino con las que le son propias: la moderación, la justicia, la
valentía, la libertad, la verdad; y en tal disposición espera ponerse en
camino del Hades con el convencimiento de que lo emprenderá cuando le llame
el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás amigos, os marcharéis
después cada uno en un momento dado. A mí me llama ya ahora el destino,
diría un héroe de tragedia, y casi es la hora del encaminarme al baño, pues
me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la
molestia de lavar un cadáver.
Al acabar de decir esto, le
preguntó Critón:
—Está bien, Sócrates. Pero ¿qué
es lo que nos encargas hacer a éstos o a mí, bien con respecto a tus hijos o
con respecto a cualquier otra cosa, que pudiera ser más de tu agrado si lo
hiciéramos?
—Lo que siempre estoy diciendo,
Critón —respondió— nada nuevo. Si os cuidáis de vosotros mismos, cualquier
cosa que hagáis no sólo será de mi agrado, sino también del agrado de los
míos y del propio vuestro, aunque ahora no lo reconozcáis. En cambio, si os
descuidáis de vosotros mismos y no queréis vivir siguiendo, por decirlo así,
las huellas de lo que ahora y en el pasado se ha dicho, por más que ahora
hagáis muchas vehementes promesas, no conseguiréis nada.
—Descuida —replicó— que
pondremos nuestro empeño en hacerlo así. Pero ¿de qué manera debemos
sepultarte?
—Como queráis —respondió—, si es
que me cogéis y no me escapo de vosotros. Y, a la vez que sonreía
serenamente, nos dijo, dirigiendo su mirada hacia nosotros: no logro,
amigos, convencer a Critón de que yo soy ese Sócrates que conversa ahora con
vosotros y que ordena cada cosa qué se dice, sino que cree que soy aquel que
verá cadáver dentro de un rato, y me pregunta por eso cómo debe hacer mi
sepelio. Y el que yo desde hace rato esté dando muchas razones para probar
que, en cuanto beba el veneno, ya no permaneceré con vosotros, sino que me
iré hacia una felicidad propia de bienaventurados, parécele vano empeño y
que lo hago para consolaros a vosotros al tiempo que a mí mismo. Así que —
agregó — salidme fiadores ante Critón, pero de la fianza contraria a la que
éste presentó ante los jueces. Pues éste garantizó que yo permanecería.
Vosotros garantizad que no permaneceré una vez que muera, sino que me
marcharé para que así Critón lo soporte mejor, y al ver quemar o enterrar mi
cuerpo no se irrite como si yo estuviera padeciendo cosas terribles, ni diga
durante el funeral que expone, lleva a enterrar o está enterrando a
Sócrates. Pues ten bien sabido, oh excelente Critón —añadió— que el no
hablar con propiedad no sólo es una falta en eso mismo, sino también produce
mal en las almas. Ea, pues, es preciso que estés animoso, y que digas que es
mi cuerpo lo que sepultas, y que lo sepultas como a ti te guste y pienses
que está más de acuerdo con las costumbres.
Al terminar de decir esto, se
levantó y se fue a una habitación para lavarse. Critón le siguió, pero a
nosotros nos mandó que le esperáramos allí. Esperamos, pues, charlando entre
nosotros sobre lo dicho y volviéndolo a considerar, a ratos, también
comentando cuán grande era la desgracia que nos había acontecido, pues
pensábamos que íbamos a pasar el resto de la vida huérfanos, como si
hubiéramos sido privados de nuestro padre. Y una vez que se hubo lavado y
trajeron a su lado a sus hijos —pues tenía dos pequeños y uno ya crecido— y
llegaron también las mujeres de su familia, conversó con ellos en presencia
de Critón y, después de hacerles las recomendaciones que quiso, ordenó
retirarse a las mujeres y a los niños, y vino a reunirse con nosotros. El
sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro.
Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el
servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:
—Oh Sócrates, no te censuraré a
ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen
cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados.
Pero tú, lo he reconocido en otras ocasiones durante todo este tiempo, eres
el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado
aquí, y ahora también bien sé que no estás enojado conmigo, sino con los que
sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje
que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo
necesario. Y rompiendo a llorar, dióse la vuelta y se retiró.
Sócrates, entonces, levantando
su mirada hacia él, le dijo:
—También tú recibe mi saludo,
que nosotros así lo haremos.—Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó—:
¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a
verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y
ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que
traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no que lo triture
nuestro hombre.
—Pero, Sócrates —le dijo
Critón:— el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha
puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho
después de haberles sido comunicada la orden, y tras haber comido y bebido a
placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que
deseaban. Ea pues, no te apresures, que todavía hay tiempo.
—Es natural que obren así,
Critón —repuso Sócrates—, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al
hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que
saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de incurrir en
ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no
me queda ni una brizna. Anda, obedéceme — terminó — y haz como te digo.
Al oírle, Critón hizo una señal
con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste, y después de un
largo rato regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en
una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:
—Y bien, buen hombre, tú que
entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?
—Nada más que beberlo y pasearte
— le respondió — hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego
tumbarte. Así hará su efecto.
Y, a la vez que dijo esto,
tendió la copa a Sócrates.
Tomóla éste con gran
tranquilidad, Equécrates, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más
mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de reojo como un
toro, según tenía por costumbre, y le dijo:
—¿Qué dices de esta bebida con
respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?
—Tan sólo trituramos, Sócrates
—le respondió— la cantidad que juzgamos precisa para beber.
—Me doy cuenta —contestó—. Pero
al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte
feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!
Y después de decir estas
palabras, lo bebió conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin
dificultad.
Hasta este momento la mayor
parte de nosotros fue lo suficientemente capaz de contener el llanto; pero
cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A
mí también, y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal
manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no
era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber
sido privado de tal amigo. Critón, como aún antes que yo no había sido capaz
de contener las lágrimas, se había levantado. Y Apolodoro, que ya con
anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces,
entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo
nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no
conmoviera.
Pero entonces nos dijo:
—¿Qué es lo que hacéis, hombres
extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que
no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre
palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.
Y, al oírle nosotros, sentimos
vergüenza y contuvimos el llanto. El, por su parte, después de haberse
paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca
arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que
le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a
intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía.
Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas, y yendo
subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido.
Y siguióle tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría.
Tenia ya casi fría la región del
vientre cuando, descubriendo su rostro —pues se lo había cubierto—, dijo
éstas, que fueron sus últimas palabras:
—Oh Critón, debemos un gallo a
Asclepio. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.
—Descuida, que así se hará —le
respondió Critón—. Mira si tienes que decir algo más.
A esta pregunta de Critón ya no
contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento, y el hombre
le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y
los ojos.
Así fue, oh Equécrates, el fin de nuestro amigo,
de un varón que, como podríamos afirmar, fue el mejor a más de ser el más
sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.
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