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Díalogos Socráticos
Menón
o de la virtud
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Platón
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ESCLAVO.
Cuatro.
SÓCRATES.
¿Y en aquél?
ESCLAVO.
Dos.
SÓCRATES.
¿En qué relación está cuatro con dos?
ESCLAVO.
Es doble.
SÓCRATES.
¿Cuántos pies tiene este espacio?
ESCLAVO.
Ocho pies.
SÓCRATES.
¿Con
qué línea está formado?
ESCLAVO.
Con esta.
SÓCRATES.
¿Con la línea, que va de uno a otro ángulo del espacio de cuatro pies?
ESCLAVO.
Sí.
SÓCRATES.
Los sofistas llaman a esta línea diámetro. Y así, suponiendo que sea éste su
nombre, el espacio doble, esclavo de Menón, se formará, como dices, con el
diámetro.
ESCLAVO.
Verdaderamente sí, Sócrates.
SÓCRATES.
¿Qué te parece, Menón? ¿Ha dado alguna respuesta que no sea suya?
MENÓN.
No, ha hablado siempre por su cuenta.
SÓCRATES.
Sin embargo, como dijimos antes, él no lo sabía.
MENÓN.
Dices verdad.
SÓCRATES.
¿Estos pensamientos estaban en él o no estaban?
MENÓN.
Estaban.
SÓCRATES.
El que ignora, tiene, por lo tanto, en sí mismo, opiniones verdaderas
relativas a lo mismo que ignora.
MENÓN. Al
parecer.
SÓCRATES.
Estas opiniones llegan a despertarse, como un sueño, y si se le interroga,
muchas veces y de diversas maneras, sobre los mismos objetos, ¿crees que,
al fin, no se adquirirá un conocimiento que será lo más exacto posible?
MENÓN. Es
verosímil.
SÓCRATES.
De esta manera sabrá, sin haber aprendido de nadie, por medio de
simples interrogaciones y sacando así la ciencia de su propio fondo.
MENÓN. Sí.
SÓCRATES.
¿Pero, sacar la ciencia de su propio fondo no es recordar?
MENÓN.
Sin duda.
SÓCRATES.
¿No es cierto que la ciencia que tiene hoy tu esclavo es preciso que la haya
recibido en otro tiempo, o que la haya tenido siempre?
MENÓN.
Sí.
SÓCRATES.
–Pero, si la hubiera tenido siempre, habría sido siempre sabio, y si la
recibió en otro tiempo, no pudo ser en la vida presente, a no ser que alguno
le haya enseñado la geometría; porque lo mismo hará respecto de las demás
partes de la geometría, y de todas las demás ciencias, ¿le ha enseñado
alguien todo esto? Tú debes saberlo, tanto más cuanto que ha nacido y se ha
criado en tu casa.
MENÓN. Yo
sé que nunca le ha enseñado nadie semejantes casas.
SÓCRATES.
¿Tiene o no estas opiniones?
MENÓN. Me
parece incontestable que las tiene, Sócrates.
SÓCRATES.
Si no ha recibido estos conocimientos en su vida presente, es claro que los
ha recibido antes, y que ha aprendido lo que sabe en algún otro tiempo.
MENÓN.
AI parecer.
SÓCRATES.
¿Este tiempo no será aquél en que aún no era hombre?
MENÓN.
Sí.
SÓCRATES.
Por consiguiente, si durante el tiempo que él es hombre y del tiempo en que
no lo es, hay en él verdaderas opiniones que se hacen conocimientos cuando
se las despierta con preguntas, ¿no es cierto que, en todo el transcurso de
los tiempos, su alma ha sido sabia? Porque es claro que, durante dicha
extensión de tiempo, es o no es hombre.
MENÓN.
Eso es evidente.
SÓCRATES.
–Luego, si la verdad de los objetos está siempre en nuestra alma, nuestra
alma es inmortal. Por esta razón, es preciso intentar, con confianza, el
indagar y traer a la memoria lo que no sabes por el momento, es decir,
aquello de que tú no te acuerdas.
MENÓN. Yo
no sé cómo, pero me parece que tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES.
Esto es lo que a mí se me ocurre también. A la verdad, yo no podré afirmar
muy positivamente que todo lo demás que he dicho sea verdadero; pero estoy
dispuesto a sostener, con palabras y con hechos, si soy capaz de ello, que
la persuasión de que es preciso indagar lo que no se sabe, nos hará,
sin comparación, mejores, más resueltos y menos perezosos, que si pensáramos
que era imposible, descubrir lo que ignoramos, e inútil, buscarlo.
MENÓN. Eso
me parece muy bien dicho, Sócrates.
SÓCRATES.
Por lo tanto, puesto que estamos de acuerdo en que se debe indagar lo que no
se sabe, ¿quieres que averiguemos juntos lo que es la virtud?
MENÓN. Con
mucho gusto. Sin embargo, no, Sócrates; prefiero dilucidar y oírte, en lo
cual tendría el mayor placer, sobre la cuestión que te propuse al principio,
a saber: si es preciso aplicarse a la virtud como a una cosa que puede
enseñarse; o si se la recibe de la naturaleza; o, en
fin, de qué manera llega a los hombres.
SÓCRATES.
Si tuviera alguna autoridad, no sólo sobre mí mismo, sino sobre ti, Menón,
no examinaríamos si la virtud es susceptible o no de enseñanza, sino después
de haber indagado lo que es en sí misma. Mas, como no haces ningún esfuerzo
para dominarte, sin duda, para mantenerte libre, y por otra parte, intentas
imponerme la ley y, de hecho, me la impones, tomo el partido de darme por
vencido. ¿Y qué vamos a hacer?
Henos aquí, en el
caso de examinar la cualidad de una cosa cuya naturaleza no conocemos. Si no
quieres obedecerme en nada, modera, por lo menos, tu imperio sobre mí, y
permíteme indagar, a manera de hipótesis, si la virtud puede enseñarse, o si
se la adquiere por cualquier otro medio. Cuando digo a manera de hipótesis,
entiendo el método ordinario de los geómetras. Cuando se les interroga
sobre un espacio, por ejemplo, y se les pregunta si es posible inscribir un
triángulo en un círculo, os responden: yo no sé si será eso posible, pero
sentando la siguiente hipótesis, podrá servirnos para la solución del
problema. Si esta figura es tal, que describiendo un círculo sobre sus
líneas dadas, hay otro tanto espacio fuera del círculo, como en la figura
misma, resultará tal cosa, y otra cosa distinta, si esta condici6n no se
llena. Sentada esta hipótesis, consiento en decirte lo que sucederá con
relación a la inscripción de la figura en el círculo, y si esta inscripción
es posible o no. En igual forma, puesto que no conocemos la naturaleza de la
virtud ni sus propiedades, examinemos, partiendo de una hipótesis, si puede
o no enseñarse, y hagámoslo de la manera siguiente: si la virtud es tal o
cual cosa con relación al alma, podrá enseñarse o no se podrá. En primer
lugar, siendo de otra naturaleza que la ciencia; ¿es o no susceptible de
enseñanza, o como decíamos antes, de reminiscencias? No nos ocupemos
en cuál de estos dos nombres nos serviremos. ¿En este caso, pues, la virtud
puede ser enseñada? o más bien, ¿no es claro para todo el mundo, que
la ciencia es la única cosa que el hombre aprende?
MENÓN. Así
me parece.
SÓCRATES.
Si, por el contrario, la virtud es una ciencia, es evidente que puede
enseñarse.
MENÓN. Sin
duda.
SÓCRATES.
Bien pronto, pues, nos vemos libres de esta cuestión: siendo tal la virtud,
se la puede enseñar; no siendo tal, no se la puede enseñar.
MENÓN.
Seguramente.
SÓCRATES.
–Pero, se
presenta ahora otra cuestión que examinar, a saber, si la virtud es una
ciencia o si difiere de la ciencia.
MENÓN. Me
parece que esto es lo que necesitamos considerar.
SÓCRATES.
¿Pero, no decimos que la virtud es un bien? ¿Y no nos mantendremos firmes en
esta hipótesis?
MENÓN.
Sin duda.
SÓCRATES.
Si hay alguna especie de bien que sea distinto de la ciencia, puede suceder
que la virtud no sea una ciencia. Pero, si no hay ningún género de bien que
la ciencia no abrace, tendremos razón para conjeturar que la virtud es una
especie de ciencia.
. MENÓN. Es
cierto.
SÓCRATES.
Además, por la virtud, nosotros somos buenos.
MENÓN. Sí.
SÓCRATES. Y
si somos buenos, somos, por consiguiente, útiles; porque todos los que son
buenos, son útiles, ¿no es así?
MENÓN.
Sí.
SÓCRATES.
–Luego, la virtud es útil.
MENÓN. Es
un resultado necesario de las proposiciones que hemos ido aprobando.
SÓCRATES.
–Examinemos, entonces, las cosas que nos son útiles, recorriéndolas una a
una. La salud, la fuerza, la belleza; he aquí lo que miramos como útil, ¿no
es verdad?
MENÓN.
Decimos, igualmente, que estas mismas cosas son algunas veces dañosas. ¿Eres
tú de otra opinión?
MENÓN. No,
pienso lo mismo.
SÓCRATES.
Mira ahora en qué concepto cada una de estas cosas nos es útil o dañosa. ¿No
son útiles cuando se hace de ellas un buen uso, y dañosas, cuando se
hace malo?
MENÓN.
Seguramente.
SÓCRATES.
Consideremos ahora las cualidades del alma. ¿No hay cualidades que llamas
templanza, justicia, fortaleza, penetración de espíritu, memoria, elevación
de sentimientos y otras semejantes?
MENÓN.
Sí.
SÓCRATES.
Mira cuáles de estas cualidades te parece que no son objeto de una ciencia,
y si otra cosa. ¿No son tan pronto dañosas como provechosas? La fortaleza,
par ejemplo, cuando está destituida de prudencia, es simplemente audacia.
¿No es cierto que si somos atrevidos sin prudencia, esto viene en perjuicio
nuestro, y que sucede lo contrario cuando la prudencia acompaña al
atrevimiento?
MENÓN. Sí.
SÓCRATES.
Asimismo, la templanza y la penetración de espíritu, ¿no son útiles cuando
se las aplica y pone en ejercicio, con prudencia, y dañosas cuando ésta
falta?
MENÓN.
Sí, ciertamente.
SÓCRATES.
¿No es cierto, en general, respecto a todo lo que el alma está dispuesta a
hacer y soportar, que cuando preside la sabiduría, todo conduce a su bien;
así como todo, a su desgracia, si aquélla falta?
MENÓN. Es
probable.
SÓCRATES.
Si la virtud es una cualidad del alma, y si es indispensable que sea útil,
es preciso que sea la sabiduría misma. Porque, en el supuesto de que todas
las demás cualidades del alma no son por sí mismas útiles y dañosas, sino
que se hacen lo uno o lo otro, según que las acompaña la sabiduría o la
imprudencia, resulta de aquí que la virtud, siendo útil, debe ser una
especie de sabiduría.
MENÓN. Así
lo pienso.
SÓCRATES. Y
con relación a las demás cosas, tales como la riqueza y otras semejantes,
que, según dijimos, son tan pronto útiles como dañosas, ¿no convienes
en que, a la manera que la sabiduría, cuando dirige las otras cualidades del
alma, las hace útiles, y la imprudencia dañosas; así el alma hace estas
otras cosas útiles cuando usa de ellas y las dirige bien, y dañosas, cuando
se sirve mal de ellas?
MENÓN. Sin
duda.
SÓCRATES.
–Luego, el alma sabia gobierna bien, y la imprudente gobierna mal.
MENÓN.
Es cierto.
SÓCRATES.
¿No puede decirse, en general, que si se ha de consultar el bien, todo lo
que está en el poder del hombre debe estar sometido al alma, y todo lo que
pertenece al alma, depende de la sabiduría? De esta manera, es como la
sabiduría es útil. Porque ya estamos conformes en que la virtud es
igualmente útil.
MENÓN.
Sin duda.
SÓCRATES.
–Luego, diremos que la sabiduría es necesariamente, o la virtud toda
entera, o una parte de la virtud.
MENÓN.
Todo eso me parece muy en su lugar, Sócrates.
SÓCRATES.
–Pero,
entonces, los hombres no son buenos por naturaleza.
MENÓN.
Parece que no.
SÓCRATES.
–Porque, he aquí lo que sucedería. Si los hombres de bien fuesen tales,
naturalmente, habría entre nosotros personas que averiguarían quiénes eran
los jóvenes buenos, por naturaleza, y luego, los darían a conocer, los
recibiríamos de sus manos, y los pondríamos en depósito en el Acrópolis,
bajo un sello, como se hace con el oro, y aun con mayor esmero, para que
nadie los corrompiese hasta que llegasen a la mayor edad y pudiesen ser
útiles a su patria.
MENÓN.
–Conforme,
Sócrates.
SÓCRATES.
–Pero,
si los hombres buenos no lo son por naturaleza, ¿se hacen tales
por la educación?
MENÓN. Me
parece que es una consecuencia necesaria. For otra parte, Sócrates, es
evidente, según nuestra hipótesis, que si la virtud es una ciencia, puede
aprenderse.
SÓCRATES.
¡Quizá, por Zeus! Pero temo que no hayamos tenido razón para conceder esto.
MENÓN.
Antes me pareció, sin embargo, que habíamos hecho bien en concederlo.
SÓCRATES.
Para que sea sólido lo que antes sentamos, no basta que nos haya parecido
tal, cuando lo dijimos, sino que debe parecernoslo ahora y en todo tiempo.
MENÓN.
Pero, ¿por qué te desagrada esta opinión? ¿Qué razón tienes
para creer que la virtud no sea una ciencia?
SÓCRATES.
Voy a decírtelo. No tengo por mal concedido que la virtud pueda enseñarse,
si es una ciencia; pero mira si tengo razón para dudar que lo sea. Dime,
Menón, si una cosa cualquiera, para no hablar sólo de la virtud, es por naturaleza
susceptible de ser enseñada,
¿no es de toda necesidad que tenga maestros y discipulos?
MENÓN.
Creo que
sí.
SÓCRATES.
Por el
contrario, cuando una cosa no consiente maestros ni discípulos, ¿no tenemos
fundamento para conjeturar que no puede enseñarse?
MENÓN.
Eso es
cierto. ¿Pero, crees que no hay maestros de virtud?
SÓCRATES.
Por lo
menos, he procurado muchas veces averiguar si los había, y después de todas
las pesquisas posibles, no he podido encontrar ninguno. Sin embargo, hago
esta indagación con otros muchos; sobre todo con aquéllos que creo más
enterados en la materia.
Justamente,
Menón, aquí tenemos a Anito, que viene muy a tiempo a sentarse cerca de
nosotros. Informémosle de nuestra cuestión, puesto que razones tenemos para
ello. Porque, en primer lugar, Anito es hijo de un padre rico y sabio,
llamado Antemión, que no debe su fortuna al azar ni a la liberalidad de
otros, como Ismenias, el Tebano, que hace poco ha heredado todos los bienes
de Polícrates, sino que la ha adquirido par su sabiduría y por su industria.
Antemión, por otra parte, no tiene nada de arrogante, ni de fastuoso, ni de
desdeñoso, es un ciudadano modesto y arreglado. Además, ha educado y formado
muy bien a su hijo, a juicio de la mayor parte de los atenienses, así es que
le eligen para los primeros cargos. Con hombres de estas condiciones, es con
quienes debe indagarse si hay o no maestros de virtud, y cuáles son.
Ayúdanos, pues, Anito, a mí y a Menón, tu huésped, en nuestra indagación
tocante a los que enseñan la virtud. Considera la cuestión de esta manera:
si quisiéramos hacer de Menón un buen médico, ¿a qué maestro le
dirigiríamos? ¿No sería a los médicos?
ANITO.
Sin duda.
SÓCRATES.
–¡Pero qué!
Si quisiéramos hacer de él un buen zapatero, ¿no le enviaríamos a casa de un
zapatero?
ANITO.
Sí.
SÓCRATES.
¿Y lo
mismo en todo lo demás?
ANITO.
Sin duda.
SÓCRATES.
Respóndeme de otro modo aun acerca de estos mismos objetos.
Tendremos razón,
dijimos, en enviarle a casa de los médicos, si queremos hacerle médico.
Cuando hablamos de esta manera, ¿no venimos a decir que sería una medida muy
sabia, de nuestra parte, enviarle a casa de aquéllos, que se tienen por muy
hábiles en este arte, que a causa de esto reciben salario, y se ofrecen con
esta condición como maestros a todos los que quieran aprender, más bien que
enviarle a casa de cualquiera otro que no ejerce semejante profesión? ¿No es
en consideración a todo esto, por lo que obraremos bien al enviarle a dicho
profesor?
ANITO.
Sí. .
SÓCRATES.
¿No sucede lo mismo con relación al arte de tocar la flauta,y a todas las
demás? Si se quiere hacer a alguno tocador de flauta, ¿no sería una gran
locura no enviarle a casa de aquellos que hacen profesión de enseñar este
arte, y que, por esta razón, obtienen un salario? ¿Y no lo sería igualmente
importunar a otros, queriendo aprender de ellos lo que no se han propuesto
enseñar, y cuando no tienen ningún discípulo en la ciencia que quisiéramos
fuese enseñada a los que enviamos a su escuela? ¿No conoces que sería éste
un gran absurdo?
ANITO.
–Sí, seguramente;
daríamos una prueba de ignorancia.
SÓCRATES.
Tienes razón. Ahora puedes deliberar conmigo sobre el objeto que desea
aclarar tu huésped.
MENÓN.
Ha largo tiempo, Anito, que descubro en él un gran deseo de adquirir esta
sabiduría y esta virtud, mediante la que los hombres gobiernan bien su
familia y su patria, prestan a sus padres los cuidados a que son acreedores,
y saben recibir y despedir a los ciudadanos y a los extranjeros, de una
manera digna de un hombre de bien. Dime ahora a quién es conveniente
enviarle para que aprenda esta virtud. ¿No es evidente que, conforme a lo
que dijimos antes, debe enviársele a casa de aquellos que hacen profesión de
enseñar la virtud, y que se prestan públicamente a ser maestros de todos los
helenos que quieran aprender, fijando para esto un salario que exigen de sus
discípulos?
ANITO.
–¿Y quiénes son
esos maestros, Sócrates?
SÓCRATES.
Tú sabes, como yo, sin duda, que son los que se llaman sofistas.
ANITO. ¡Por
Heracles! Habla mejor, Sócrates. Yo espero que ninguno de mis parientes, ni
de mis aliados, ni de mis amigos, conciudadanos o extranjeros, será
tan insensato que vaya a perderse al lado de tales gentes. Son
manifiestamente una peste y un azote para todos los que con ellos tratan.
SÓCRATES.
¿Qué es lo que dices, Anito? ¡Qué! ¿Entre los que hacen profesión
de ser útiles a los hombres, sólo los sofistas habrán de diferenciarse de
los demás, puesto que no sólo no hacen mejor lo que se les confia, como
hacen los otros, sino que lo empeoran? ¿Y se atreven a exigir por
esto dinero? En verdad, no sé cómo puedo dar fe a tus palabras, porque yo
conozco un hombre, Protágoras, que ha amontonado, con el oficio de sofista,
más dinero que Fidias, de quien poseemos tan preciosas obras, y que diez
estatuarios más. Sin embargo, lo que dices es bien extrano. Es singular que
los que echan remiendos a trajes y calzados, devolviéndolos peores a sus
dueños, al notarlo éstos al cabo de treinta días, se desacreditan y perecen
de hambre, y que de Protágoras, que ha corrompido a los que trataban con él
y los ha hecho peores después de recibir sus lecciones, nada haya sospechado
la Hélade entera, y esto, en el largo espacio de cuarenta años, puesto que
creo que ha muerto a los setenta, después de ejercer durante cuarenta su
profesión, habiendo gozado, en todo este tiempo y hasta ahora, de gran
reputación. Y no sólo Protágoras, sino también otros que han vivido antes
que él, y otros que aún viven. Suponiendo la verdad de lo que dices, ¿qué
debe pensarse de ellos? ¿Qué engañan y corrompen, con pleno
conocimiento, a la juventud, o que no conocen el daño que hacen?
¿Consideraremos insensatos hasta este punto a hombres que, en la mente de
muchos, pasan por unos sabios personajes?
ANITO. Bien
lejos estÁn de ser insensatos, Sócrates. Los insensatos son los
jóvenes que les dan dinero, y más insensatos aún los padres de estos
jóvenes, que se los confían, y más que todos, las ciudades que permiten
entrar en ellas a tales hombres, y que no arrojen a todo ciudadano o
extranjero que se consagre a semejante profesión.
SÓCRATES.
¿Te ha hecho daño, Anito, alguno de esos sofistas? ¿Qué razón
tienes para estar de tan mal humor con ellos?
ANITO. ¡Por
Zeus! Jamás he tenido trato con ellos, y no consentiría que ninguno
de los míos se le aproximase.
SÓCRATES.
¿Luego, no conoces por experiencia a estos hombres?
ANITO. ¡Y
ojalá no haga nunca tal experiencia!
SÓCRATES.
Y no teniendo experiencia de una cosa, querido mío, ¿cómo puedes saber si es
buena o mala?
ANITO. Muy
bien. En todo caso, los haya o no experimentado, los conozco y sé lo que
son.
SÓCRATES.
¿Quizá eres adivino, Anito? Porque según te explicas, me sorprendería si
pudieras saberlo de otra manera. Sea lo que quiera, no busquemos hombres a
cuyo lado iría Menón para volver peor, y si los sofistas son de estas
condiciones, como tú dices, dejémoslos aparte. Pero, por lo menos,
aconséjanos, y harás este servicio a un amigo de tu familia. acerca de la
persona a que se ha de dirigir Menón, en una población tan numerosa como
Atenas, para llegar a ser digno de estimación en el género de virtud que te
acabo de mencionar.
ANITO.
¿Por qué no le indicas tú mismo?
SÓCRATES.
Yo le he designado todos los que tenía por maestros de la virtud; pero si
tengo de darte crédito, nada vale todo lo que he dicho y, sin duda, no te
engañas en tu juicio. Por lo tanto, designale, a tu vez, algún ateniense a
quien haya de dirigirse; el primero que se te ocurra.
ANITO.
¿Pero, hay necesidad de que yo designe alguno en particular? Basta dirigirse
al primer ateniense virtuoso; no hay uno que no pueda hacerle mejor que lo
harían los sofistas, si escucha sus consejos.
SÓCRATES.
Pero estos hombres virtuosos, ¿se han hecho tales por sí
mismos, sin haber recibido lecciones de nadie? Y en este caso, ¿pueden
enseñar a los demás lo que ellos no han aprendido?
ANITO. Creo
que han recibido su instrucción de los que les han precedido, que eran
igualmente virtuosos. ¿Crees que esta ciudad no ha producido gran número de
ciudadanos, estimables por su virtud? .
SÓCRATES.
–Creo, Anito,
que en esta ciudad hay grandes hombres de Estado, y que los ha habido
siempre. ¿Pero han sido los maestros de su propia virtud? Porque esto es lo
que tratamos de averiguar, y no si hay o no hay hombres virtuosos, ni si
los ha habido en otro tiempo. Lo que hace rato examinamos es si la virtud
puede ser enseñada, y este examen nos lleva a indagar si los hombres
grandes de ahora y de los tiempos pasados han tenido el talento de comunicar
a otros la virtud en la que ellos sobresalían, o si esta virtud no puede
transmitirse a nadie, ni pasar, por vía de enseñanza, de un hombre a otro.
He aquí la cuestión que hace tiempo nos ocupa a Menón y a mí. Mira tú mismo
la cuestión desde este punta de vista, según tu propio modo de ver. ¿No
convendrás en que Temístocles era un hombre de bien?
ANITO. Sí,
ciertamente; cuanto se puede ser.
SÓCRATES.
¿Y por consecuencia, que si alguno pudiera dar lecciones de su
propia virtud, este hombre era un excelente maestro de la suya?
ANITO.
Creo que sí, si hubiera querido.
SÓCRATES.
¿Pero, crees que no haya querido hacer virtuosos a otros ciudadanos y,
principalmente, a su hijo? ¿O piensas que por envidia o con intención
no quiso trasmitir a nadie la virtud en que sobresalía? ¿No has oído
decir que TemístocIes enseñó, a su hijo Cleofanto, a ser un buen jinete? Así
es que se sostenía de pie en un caballo, lanzando dardos en esta postura y
haciendo otros movimientos de maravillosa destreza, que su padre le había
enseñado, y de igual modo le hizo hábil en todas las demás cosas que enseñan
los mejores maestros. ¿No has oído referir esto a los ancianos?
ANITO.
Es cierto.
SÓCRATES.
¿Seguramente no puede decirse que su hijo no tuviera disposiciones
naturales?
ANITO.
No, probablemente.
SÓCRATES.
¿Pero has oído nunca a ningún ciudadano, viejo o joven, que Cleofanto, hijo
de Temístocles, haya sido hábil en las mismas casas que su padre?
ANITO.
En eso, no.
SÓCRATES.
¿Podremos creer que haya querido que su hijo aprendiese todo lo demás, y que
no se hiciese mejor que sus conciudadanos en la ciencia que el poseía, si la
virtud pudiese por su naturaleza ser enseñada?
ANITO.
No, ¡Por Zeus!
SÓCRATES.
Ya ves que maestro de virtud ha sido este hombre, que, según tu misma
confesión, ocupa un lugar distinguido entre los más famosos del siglo
precedente. Fijémonos en otro; en Arístides, hijo de Lisímaco. ¿Confesarás
que este fue un hombre virtuoso?
ANITO.
Sí, y muy virtuoso.
SÓCRATES.
Arístides dio igualmente a su hijo Lisímaco una educación tan buena cual
ninguna otra, en todo lo que depende de maestros, y te parece que le haya
hecho más hombre de bien que cualquiera? Tú le has tratado, y sabes lo que
es. Veamos, si quieres, a Pericles, este hombre de mérito tan
extraordinario. Sabes que educó a dos hijos, Paralos y Jantipo.
ANITO.
Sí.
SÓCRATES.
Tampoco ignoras que los hizo tan buenos jinetes como los mejores de Atenas,
y que les instruyó en la música, en la gimnasia y en todo lo perteneciente
al arte, hasta el punta de que a nadie cedían en habilidad. ¿No quiso
también hacerlos hombres virtuosos? Lo quiso, sin duda; pero, al parecer,
esto no puede enseñarse. Y para que no te figures que esto sólo ha sido
imposible a un pequeño número de atenienses, y de los más oscuros, repara
que Tucídides educó igualmente a sus hijos, Melesias y Estefanos; que los
instruyó muy bien en todo lo demás, particularmente en la lucha, en la que
eran más diestros que todos los atenienses. Confió el uno a Xantias, y el
otro a Eudoro, que pasaban por los dos mejores luchadores de aquel tiempo.
¿No te acuerdas de esto?
ANITO.
Sí, por haberlo oído.
SÓCRATES.
¿No es claro que Tucídides, que hizo aprender a sus hijos cosas que le
comprometían a grandes gastos, de ningún modo hubiera descuidado enseñarles
a ser virtuosos, cuando nada le hubiera costado, si la virtud puede
enseñarse? Tucídides, me dirás, quizá, era un ciudadano común; no tenía,
entre los atenienses y sus aliados, muchos amigos. Por el contrario, era de
una gran familia y tenía mucho crédito en su ciudad y entre los demás
griegos; de suerte que, si la virtud hubiera podido enseñarse, hubiera
encontrado fácilmente alguno, ya entre sus conciudadanos. ya entre los
extranjeros, que hubiera enseñado la virtud a sus hijos, dado caso que el
cuidado de los negocios públicos no le dejase tiempo para hacerlo por sí.
Pero, mi querido Anito, temo mucho que la virtud no pueda ser enseñada.
ANITO.
Por lo que veo, Sócrates, hablas mal de los hombres con demasiada libertad.
Si quieres escucharme, te aconsejaría que fueras más reservado, porque si es
fácil, en cualquiera otra eiudad, hacer más mal que bien a quien uno quiera,
en ésta es mucho más fácil. Yo creo que tú sabes ciertas cosas.
SÓCRATES.
Menón, me parece que Anito está incomodado, y no me sorprende, porque se
imagina que hablo mal de estos hombres grandes y, además, se lisonjea de ser
él uno de ellos. Pero, si llega, alguna vez, a conocer lo que es hablar mal,
dejará de enfadarse; al presente, lo ignora, Dime, pues, Menón, ¿no tenéis,
entre vosotros, hombres virtuosos?
MENÓN.
Seguramente.
SÓCRATES. Y
bien, ¿quieren servir de maestros a los jóvenes? ¿Se reconocen tales
maestros de virtud y admiten que la virtud puede enseñarse?
MENÓN. No,
¡por Zeus!, Sócrates; pero les oirás decir tan pronto que la virtud puede
enseñarse, como que no puede.
SÓCRATES.
¿Y tendremos por maestros de virtud a los que no están aún conformes en que
la virtud pueda tener maestros?
MENÓN. Yo
no lo pienso, Sócrates.
SÓCRATES.
¿Pero, los sofistas mismos, que son los únicos que se la echan de maestros
de la virtud, ¿lo son a juicio tuyo?
MENÓN.
Lo que me agrada, sobre todo en Gorgias, Sócrates, es que nunca se le oyó
prometer cosa semejante; por el contrario, se burla de los otros, porque se
alaban de enseñar la virtud. Él se precia sólo de su capacidad para hacer
hábil a cualquiera en el arte de la palabra.
SÓCRATES.
¿Luego, no crees que los sofistas son maestros de virtud?
MENÓN. No
sé qué responderte, Sócrates; en este punto, estoy en el mismo caso que
otros muchos, y tan pronto me lo parecen, como no.
SÓCRATES.
¿Sabes que no sois los únicos, tú y los demás políticos, los que pensáis
tan pronto que la virtud puede enseñarse como que no puede, y que el poeta
Teognis dice lo mismo?
MENÓN.
¿En qué versos?
SÓCRATES.
En sus elegías, donde dice: Bebe, come con los que gozan de gran crédito:
mantente cerca de ellos y trata de agradarles, porque aprenderás cosas
buenas comunicándote con los buenos; pero si te comunicas con los malos,
perderás hasta lo que tienes de racional. Ya ves que en estos
versos habla como si la virtud pudiera enseñarse.
MENÓN.
Me parece que sí.
SÓCRATES.
–Pero, he aquí otros un poco diferentes: si se pudiese dar al
hombre la inteligencia; y luego añade, hablando de los que fueran
capaces de darla: sacarían, por todas partes, gruesas sumas de dinero.
Nunca el hijo de un padre virtuoso se haría malo, si escuchaba sus sabios
consejos. Pero no harás, a fuerza de lecciones, hombre de bien a un malvado.
¿Observas cómo se contradice sobre el mismo asunto?
MENÓN. Así
me lo parece.
SÓCRATES.
¿Puedes citarme una cosa que de lugar a que los que hacen profesión de
enseñarla, lejos de ser mirados en este punto como maestros de los demás,
sean considerados, por el contrario, como que no la saben, y pasen por malos
respecto de esa cosa misma en la que se jactan de ser maestros; y que
aquellos mismos a quienes únanimente se tiene por hombres de bien y por
hábiles, digan tan pronto que puede enseñarse, como que no puede?
¿Reconocerás por maestro, en cualquier materia que sea, al hombre que tan en
desacuerdo está consigo mismo?
MENÓN.
No, ¡por Zeus!
SÓCRATES.
Si, pues, los sofistas, ni los mismos hombres de bien son maestros de
virtud, es claro que otros lo serán menos.
MENÓN. Es
evidente.
SÓCRATES.
–Pero, si no
hay maestros, no puede haber discípulos.
MENÓN. Me
parece lo que a ti.
SÓCRATES.
–Pero, estamos
conformes en que una cosa que no tiene maestro ni discípulos, no puede
enseñarse.
MENÓN. Sí,
estamos conformes.
SÓCRATES.
Por ninguna parte vemos un maestro de virtud.
MENÓN. Es
cierto.
SÓCRATES.
Puesto que no tiene maestros, tampoco tiene discípulos.
MENÓN. Lo
confieso.
SÓCRATES.
Por consiguiente, la virtud no puede enseñarse.
MENÓN. No
hay trazas de que pueda serlo, si nos damos por convencidos, como es
preciso, por el resultado de este examen. Sin embargo. Sócrates, yo no
comprendo que no haya hombres virtuosos, o si los hay, no entiendo de qué
manera se han hecho tales.
SÓCRATES.
Menón, resulta que ni tú ni yo somos bastante hábiles, y que hemos sido mal
instruidos, tú por Gorgias, y yo, por Pródico. Por consiguiente, es preciso
que nos consagremos, con todo cuidado, a nosotros mismos antes que a ninguna
otra cosa, y que busquemos alguno que nos haga mejores, por cualquier medio
que sea. Al decir esto, tengo en cuenta la discusión en que acabamos de
entrar, y encuentro que es hasta ridículo, para nosotros, no haber notado
que la ciencia no es el único medio para poner a los hombres en estado de
conducir bien sus negocios o, quizá, que, aun cuando no concediéramos que la
ciencia sea el único medio de conducir bien sus negocios, y que hay otro
medio, no por eso conoceríamos mejor la manera como se forman los hombres
virtuosos.
MENÓN. ¿Qué
quieres decir con eso, Sócrates?
SÓCRATES.
Lo siguiente. Hemos tenido razón para confesar que los hombres virtuosos
deben ser útiles, y que no puede menos de ser así. ¿No es esto?
MENÓN. Sí.
SÓCRATES.
También hemos convenido con razón en que no serán útiles, sino en tanto que
conduzcan bien sus negocios.
MENÓN. Sí.
SÓCRATES.
–Pero, parece
que hemos incurrido en un error al decir que no pueden gobernarse bien los
negocios sin que medie una ciencia.
MENÓN. ¿Por
qué hemos incurrido en error?
SÓCRATES.
Voy a decírtelo. Si alguno, sabiendo el camino de Larisa o cualquier otro,
se situase en el mismo camino y sirviese de guía a otros, ¿no es cierto que
les conduciría bien?
MENÓN. Sin
duda.
SÓCRATES. Y
si otro conjeturase con exactitud cómo era el camino, aunque no hubiera
pasado por él, ni lo supiese, ¿no conduciría, además, bien?
MENÓN.
Seguramente.
SÓCRATES. Y
teniendo el uno una mera opinión y el otro un pleno conocimiento del mismo
objeto, no será peor conductor el primero que el segundo, aun cuando conozca
la verdad, no por la ciencia, sino por conjetura.
MENÓN.
–Verdaderamente,
no.
SÓCRATES.
Por consiguiente, la conjetura verdadera dirige también como la ciencia, con
respecto a la rectitud de una acción. Y he aquí lo que hemos omitido en
nuestra indagación relativa a las propiedades de la virtud, pues que hemos
dicho que sólo la ciencia enseña a obrar bien, cuando la conjetura verdadera
produce el mismo efecto.
MENÓN. Así
parece.
SÓCRATES.
Por lo tanto, la conjetura verdadera no es menos útil que la ciencia.
MENÓN. Sin
embargo, Sócrates, es menos útil en cuanto él que posee la ciencia consigue
siempre su objeto; mientras que el que sólo se guía de la conjetura, unas
veces llega a su término y otras veces se extravía.
SÓCRATES.
¿Qué es lo que dices? Cuando la conjetura es verdadera y se persevera en
ella, ¿no se llega siempre al objeto en cuanto uno se dirige por esta misma
opinión?
MENÓN. Eso
me parece incontestable. Pero, siendo así, estoy sorprendido, Sócrates, de
que se haga más caso de la ciencia que de la conjetura recta, y de que sean
dos cosas diferentes.
SÓCRATES.
¿Sabes de dónde procede tu asombro, o quieres que yo te lo diga?
MENÓN.
Dímelo.
SÓCRATES.
Es que no has fijado tu atención en las estatuas de Dédalo; quizá no las
tenéis vosotros.
MENÓN.
¿Por qué dices eso?
SÓCRATES.
Porque estas estatuas, si no se las detiene por medio de un resorte, se
escapan y huyen; mientras que cuando se las detiene con el resorte, se
mantienen firmes.
MENÓN. ¿Y
qué resulta?
SÓCRATES.
No es una gran cosa tener alguna de estas estatuas que se escapan, como un
esclavo que huye, porque no subsisten en un punto. Pero, respecto a las que
permanecen fijas por medio del resorte, son de mucho valor, y se las
considera verdaderamente como obras maestras de arte. ¿Y por qué
traigo esto a colación? Para explicarte lo que es la opinión o conjetura.
En efecto, las opiniones verdaderas, mientras subsisten firmes, son una
buena cosa, y producen toda clase de beneficios. Pero, son de suyo
poco subsistentes y se escapan del alma del hombre; de suerte que no son de
gran precio, a menos que no se la fije por el conocimiento razonado en la
relación de causa a efecto. Esto es, mi querido Menón, lo que antes
llamabamos reminiscencia. Estas opiniones, así ligadas, se hacen, por lo
pronto, conocimiento, y adquieren, después, estabilidad. He aquí por
dónde la ciencia es más preciosa que la opinión, y cómo difiere de ella por
este encadenamiento.
MENÓN. ¡Por
Zeus! Parece, Sócrates, que así debe ser, poco más o menos.
SÓCRATES.
Tampoco hablo yo como un hombre que sabe, sino que conjeturo. Sin
embargo, cuando digo que la opinión verdadera es distinta de la ciencia, no
creo positivamente que sea ésta una conjetura. Tengo conocimiento de
muy pocas cosas, pero sí puedo alabarme de tenerle en algunas, y puedo
asegurar que ésta es una de ellas.
MENÓN.
Tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES.
¡Y qué! ¿No tengo razón para sostener que la opinión verdadera, que
dirige una empresa, la llevará a cabo tan bien como la ciencia?
MENÓN. Creo
que en ego dices verdad.
SÓCRATES.
Por consiguiente, la opinión no es ni inferior a la ciencia ni menos útil
con relación a las acciones; y en este concepto, el que tiene una opinión
verdadera no cede en nada al que tiene la ciencia.
MENÓN.
Convengo en ello.
SÓCRATES.
–Pero, hemos
convenido en que el hombre virtuoso es útil.
MENÓN. Sí.
SÓCRATES.
Por consiguiente, puesto que los hombres virtuosos y útiles a los Estados,
si los hay, son tales, no sólo por la ciencia, sino también por la opinión
verdadera, y que ni la una ni la otra, ni la ciencia ni la opinión, son un
presente de la naturaleza, sin que por otra parte puedan adquirirse… ¿O
juzgas tú, acaso, que la una o la otra sean un don de la naturaleza?
MENÓN. No
lo pienso así.
SÓCRATES.
Puesto que no se reciben de la naturaleza, los hombres virtuosos no lo
son naturalmente.
MENÓN. No,
sin duda.
SÓCRATES.
Viendo que la virtud no era natural al hombre, hemos examinado después si
podía enseñarse.
MENÓN. Sí.
SÓCRATES.
¿No hemos creído que podía enseñarse, si era lo mismo que la ciencia?
MENÓN.
Seguramente.
SÓCRATES.
¿Y que es lo mismo que la ciencia, si puede enseñarse?
MENÓN. Sin
duda.
SÓCRATES.
¿Que si había maestros de virtud, podía enseñarse, y que si no los había,
no podía?
MENÓN.
Sí.
SÓCRATES.
–Pero, convinimos en que no hay maestros de virtud.
MENÓN. Es
cierto.
SÓCRATES.
Por consiguiente, hemos sentado, como una verdad, que no puede enseñarse, y
que no es una ciencia.
MENÓN. Sin
duda.
SÓCRATES.
Hemos confesado también que es un bien.
MENÓN. Sí.
SÓCRATES. Y
que lo que se dirige al bien es bueno y útil.
MENÓN.
Sí.
SÓCRATES.
Y que sólo dos cosas dirigen al bien: la opinión verdadera y la ciencia,
con cuyo auxilio el hombre se conduce bien, porque lo que hace el azar no es
efecto de una dirección humana, y sólo dirigen al hombre hacia lo bueno
estas dos cosas: la conjetura verdadera y la ciencia.
MENÓN. Yo
pienso lo mismo.
SÓCRATES.
Por lo tanto, puesto que la virtud no puede enseñarse, no se adquiere con
la ciencia.
MENÓN.
Parece que no.
SÓCRATES.
De estas dos cosas buenas y útiles, he aquí, entonces, una que es necesario
dejar a un lado, y resulta que la ciencia no puede servir de guía en los
negocios políticos.
MENÓN. Me
parece que no.
SÓCRATES.
Por consiguiente, no fue a causa de su sabiduría, puesto que ellos mismos no
eran sabios, que Temístocles y los otros, citados antes por Anito,
gobernaron los Estados, y por esta razón, no han podido comunicar a los
demás lo que eran ellos mismos, porque no eran tales por la ciencia.
MENÓN.
Parece que así ha debido ser.
SÓCRATES.
Si no es la ciencia, sólo la conjetura verdadera puede ser la que dirige a
los políticos en la buena administración de los Estados y, entonces, en
razón de conocimientos, en nada se diferencian de los profetas y de los
adivinos inspirados. En efecto, estos anuncian muchas cosas verdaderas, pero
no saben ninguna de las cosas de que hablan.
MENÓN. Es
probable que así suceda.
SÓCRATES.
¿Pero no conviene, Menón, llamar adivinos a los que, estando
desprovistos de inteligencia, consiguen el triunfo en las cosas grandes que
hacen o que dicen?
MENÓN. Sin
duda.
SÓCRATES.
Tendremos, por lo tanto, razón para llamar adivinos a los profetas y
adivinos de que se acaba de hablar, así como a todos los que tienen genio
poético, y no tendremas menos razón para conceder este título a los
políticos, que debemos mirar como hombres llenos de entusiasmo, inspirados y
animados por la divinidad, cuando triunfan en los grandes negocios sin tener
ninguna ciencia acerca de lo que dicen.
MENÓN.
Seguramente.
SÓCRATES.
Así es que las mujeres, Menón, llaman divinos a los hombres virtuosos, y los
lacedemonios, cuando quieren hacer elogios de un hombre de bien, dicen:
es un hombre divino.
MENÓN.
Parece, Sócrates, que tienen razón; aunque, quizá, a Anito ofenda lo que
dices.
SÓCRATES.
No me importa ya; conversaré con él en otra ocasión, Menón. Por
lo que a nosotros toca, si en este discurso hemos examinado la cuestión y
hemos hablado como debíamos, se sigue que la virtud no es natural al hombre,
y que no puede aprenderse, sino que llega por influencia divina a aquéllos
en quienes se encuentra, en conocimiento de su parte; a menos que se nos
muestre algún político que sea capaz de comunicar su habilidad a otro.
Si llega a encontrarse uno, diremos de él que es, entre los vivos, lo que
Tiresias entre los muertos, si hemos de creer a Homero, que dice de este
adivino: que es único sabio en los infiernos, pues los demás revolotean
como sombras. En la misma forma, semejante hombre sería, respecto de los
demás, en lo relativo a la virtud, lo que la realidad es a la sombra.
MENÓN. Me
parece perfectamente dicho, Sócrates.
SÓCRATES.
Resulta, por consiguiente, de este razonamiento, Menón, que la virtud viene
par un don del dios a los que la poseen. Pero, nosotros no sabremos la
verdad sobre esta materia, sino cuando, antes de examinar como la virtud se
encuentra en los hombres, emprendamos indagar lo que ella es en sí misma.
Pero es tiempo ya de que me vaya a otra parte. Con respecto a ti, persuade a
tu huésped Anito, y convéncele de lo mismo de que tú estás persuadido, para
que así sea más tratable. Además, si lo consigues, harás un servicio a los
atenienses.
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