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Díalogos Socráticos
Teetes o sobre la Ciencia
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Teetetes.
¿Cuando hablas de Sócrates enfermo, consideras a éste,
por entero, y le opones al Sócrates sano considerándolo también por entero?
Sócrates.
Has penetrado muy bien mi pensamiento; así es como yo lo entiendo.
Teetetes.
Son diferentes en efecto.
Sócrates.
¿Son distintos en proporción que son diferentes?
Teetetes.
Necesariamente.
Sócrates.
¿No dirás lo mismo de Sócrates dormido o en cualquiera otro de los estados
que hemos recorrido?
Teetetes.
Sin duda.
Sócrates.
No es cierto que cada una de las causas, que son activas por su naturaleza,
cuando tropiece con Sócrates sano, obrará sobre él como en un hombre
distinto que Sócrates enfermo, y recíprocamente, cuando tropiece con
Sócrates enfermo?
Teetetes.
¿Por qué no?
Sócrates.
Y, en uno y en otro caso, la causa activa producirá distintos efectos que
yo, que soy pasivo respecto de ella.
Teetetes.
Sin duda.
Sócrates.
¿Cuándo, están do sano, bebo vino, no me parece agradable y dulce?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
Porque, según los principios que quedan sentados, la causa activa y la
pasiva han producido la dulzura y la sensación; una y otra han estado en
movimiento, a un mismo tiempo; la sensación, dirigiéndose hacia la causa
pasiva, ha hecho que la lengua sintiera, a la dulzura, por el contrario,
dirigiéndose hacia el vino, a hecho que el vino fuese y pareciese dulce a la
lengua ya preparada.
Teetetes.
Es, en efecto, en lo que hemos convenido antes.
Sócrates.
Pero, cuando el vino obra sobre Sócrates enfermo, ¿no es cierto, por lo
pronto, que realmente no obra sobre el mismo hombre, puesto que me encuentra
en un estado diferente?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
Sócrates, en este estado, y el vino, que bebe, producirán distintos efectos;
respecto de la lengua, una sensación de amargura; y respecto del vino, una
amargura que afecta al vino, de manera que no será amargura, sino amargo, y
yo no seré sensación, sino un hombre que siente.
Teetetes.
Sin duda.
Sócrates.
Nunca llagaré a ser distinto, mientras me vea afectado de esta manera,
porque una sensación diferente supone que el sujeto no es ya el mismo, y
hace al que la experimenta diferente y distinto de lo que él era. Tampoco es
de temer que lo que me afecta, afectando también a otro sujeto, produzca un
mismo efecto, puesto que, produciendo otro efecto por su unión con otro
sujeto, se hará distinto.
Teetetes.
Es cierto.
Sócrates.
Por lo tanto. yo no llegaré a ser lo que soy, a causa de mí mismo, ni
tampoco la causa en razón de sí misma.
Teetetes.
No, sin duda.
Sócrates.
¿No es indispensable que, cuando yo siento, sea en razón de alguna cosa,
puesto que es imposible que se experimente una sensación sin causa? Y, en
igual forma, lo que se hace dulce, amargo o recibe cualquiera otra
casualidad semejante, ¿no es indispensable que se haga tal, con relación a
alguno, puesto que no es menos imposible que lo que se hace dulce no sea tal
para nadie?
Teetetes.
Seguramente.
Sócrates.
Resulta, pues, que a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido,
ya se los suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una
existencia o una generación relativas, puesto que es una necesidad que su
manera de ser sea una relación, pero una relación que no es de ellos a otra
cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo. Resulta, por consiguiente, que
tiene que ser una relación recíproca, de uno respecto del otro; de manera
que ya se diga de una cosa que existe o ya que deviene, es preciso decir que
siempre es a causa de alguna cosa, o de alguna cosa o hacia alguna cosa; y
no se debe decir, ni consentir que se diga que existe o se hace cosa alguna
en sí y por sí. Esto es lo que resulta de la opinión que hemos expuesto.
Teetetes.
Nada más verdadero, Sócrates.
Sócrates.
Por consiguiente, lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo
siento, y otro no lo siente.
Teetetes.
Sin dificultad.
Sócrates.
Mi sensación, par lo tanto, es verdadera con relación a mí porque afecta
siempre a mi manera de ser y, según Protágoras, a mí me toca juzgar de la
existencia de lo que me afecta y de la no existencia de lo que no me afecta.
Teetetes.
Así me parece.
Sócrates.
Puesto que no engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que
existe o deviene, ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los
objetos cuya sensación experimento?
Teetetes.
Eso es posible.
Sócrates.
Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la
sensación, y ya se sostenga con Homero, Heráclito, y los demás que piensan
como ellos, que todo está en movimiento y flujo continuo; o ya con el
muy sabio Protágoras, que el hombre es la medida de todas las casas;
o ya con Teetetes, que, siendo esto así, la sensación es la ciencia;
todas estas opiniones significan lo mismo. Y bien, Teetetes, ¿diremos que,
hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido que, gracias a mis
cuidados, acabas de dar a luz? ¿Qué piensas de esto?
Teetetes.
Es preciso conocerlo, Sócrates.
Sócrates.
Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darle a luz.
Pero, después del parto, es preciso hacer ahora, en torno suyo, la ceremonia
de la anfidromia, procurando asegurarnos si merece que se le críe o si no es
más que una producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es
preciso criar a tu hijo, y no exponerle? ¿Sufrirás con paciencia que se le
examine, y no montarás en cólera, si se te arranca, como lo haría una
primeriza, si le quitaran su primer hijo?
Teodoro.
Teetetes lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en
nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.
Sócrates.
Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy
bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que
me es fácil sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No
reflexionas que ningún discurso sale de mí, sino de aquél con quien yo
converso, y que sé muy poco, quiero decir, que sólo sé recibir y comprender,
tal cual, lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar, frente
a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.
Teetetes.
Tienes razón, Sócrates, hazlo así.
Sócrates.
¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?
Teodoro.
¿Qué?
Sócrates.
Estoy muy satisfecho
de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que parece a cada
uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que, al principio de su
Verdad, no haya dicho que el cerdo, el cinecéfalo, u otro animal
más ridículo aún, capaz de sensación, son la medida de todas las casos. Esta
hubiera sido una introducción magnífica y, de hecho, ofensiva a nuestra
especie, con la que el nos hubiera hecho conocer que, mientras nosotros le
admiramos como un Dios, por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo
a otro hombre, sino ni a una rana girina. Pero, ¿qué digo?, Teodoro. Si las
opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son
verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para
decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para
discernir la verdad o falsedad de una opinión; si, por el contrario, como
muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él, y
si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi
querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con
derecho para enseñar a los demás, y para poner sus lecciones a tan alto
precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios,
puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será cosa
que Protágoras haya hablado de esta manera para burlarse? No haré mención de
lo que a mí toca, en razón del talento de hacer parir a los espíritus. En su
sistema, este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer, que
todo el arte de la dialéctica. Porque, ¿no es una insigne extravagancia
querer examinar y refutar mutuamente nuevas ideas y opiniones, mientras que
todas ellas son verdaderamente para cada uno, si la verdad es como la define
Protágoras? salvo que nos haya comunicado, por diversión, los oráculos de su
sacro libro.
Teodoro.
Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo, y no puedo
consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su
sistema, frente a frente de ti, contra mi pensamiento. Continúa, pues, la
discusión con Teetetes, con tanto más motivo, cuanto que me ha parecido que
te está escuchando con una atención sostenida.
Sócrates.
Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia, en la palestra de los
ejercicios, Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos
de ellos bastante bien formados, ¿te creerías dispensado de despojarte de tu
traje y mostrarte a ellos, a tu vez?
Teodoro.
¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como ahora
espero persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme
arrastrado, por fuerza, a la arena en este momento en que tengo mis miembros
entumecidos, para luchar con un adversario más joven y más suelto?
Sócrates.
Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente. Vol vamos
al sagaz Teetetes. Dime, Teetetes, con motivo de este sistema, ¿no estás
sorprendido, como yo, al verte de repente igual en sabiduría a cualquiera,
sea hombre o sea dios? ¿0 crees tú que la medida de Protágoras no es
la misma para los dioses que para los hombres?
Teetetes.
No, ciertamente; yo no pienso así, y para responder a tu pregunta, me
encuentro como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen
de probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece, creía
yo que era una cosa innegable, mas ahora he pasado de repente a un juicio
contrario.
Sócrates
Tú eres joven, querido mío, y por esta razón, escuchas los discursos con
avidez y te rindes a la verdad. Pero he aquí lo que nos opondrá Protágoras o
alguno de sus partidarios. "Generosos jóvenes y ancianos, vosotros discurrfs
sentados en vuestros asientos y ponéis los dioses de vuestra parte, mientras
que yo, hablando y escribiendo sobre este punto, dejo a un lado si ellos
existen o no existen. Vuestras objeciones son, por su naturaleza,
favorablemente acogidas por la multitud, como cuando decís que sería extraño
que el hombre no tuviese ninguna ventaja, en razón de sabiduría, sobre el
animal más estúpido; pero no me opondréis demostración ni prueba
concluyente, ni emplearéis contra mí más que argumentos de probabilidad. Sin
embargo, si Teodoro o cualquier geómetra argumentasen de esta manera en
geometría, nadie se dignaría escucharle. Examinad, pues, Teodoro y tú, si en
materias de tanta importancia podréis adoptar opiniones que sólo descansan
en verosimilitudes y probabilidades.
Teetetes.
Seríamos en tal caso, tú, Sócrates, y yo, muy injustos.
Sócrates.
¿Luego, es preciso, según lo que Teodoro y tú manifestáis,
que sigamos otro rumbo?
Teetetes.
Sin duda.
Sócrates.
Veamos de qué manera os voy a hacer ver si la ciencia y la sensación son una
misma cosa o dos cosas diferentes; es a lo que tiende, en definitiva, toda
esta discusión, y, en este concepto, hemos promovido todas estas cuestiones
espinosas.
¿No es
verdad?
Teetetes.
Seguramente.
Sócrates.
¿Admitiremos que, al mismo tiempo que experimentamos la sensación de un
objeto por la vista o por el oído, adquirimos igualmente la ciencia? Por
ejemplo, antes de haber aprendido la lengua de los bárbaros, ¿diremos que,
cuando ellos hablan, nosotros no los entendemos, o que los entendemos, y
comprendemos lo que dicen? ¿En igual forma, si no sabiendo leer, echamos una
mirada sobre las tetras, aseguraremos que no las vemos o que las vemos y que
tenemos conocimiento de ellas?
Teetetes.
Diremos, Sócrates, que sabemos lo que vemos y entendemos; en cuanto a las
letras, que vemos y conocemos su figura y su color; en cuanto a los sonidos,
que entendemos y conocemos lo que tienen de agudo o de grave; pero que no
tenemos por la vista ni por el oído ninguna sensación ni conocimiento de lo
que los gramáticas y los intérpretes enseñan en la escritura.
Sócrates.
Muy bien, mi querido Teetetes, no quiero disputar sobre la respuesta, para
que así te encuentres más firme. Pero, fija tu atención en una nueva
dificultad que se presenta en primer término, y mira como la rebatiremos.
Teetetes.
¿Cuál es?
Sócrates.
La siguiente. Si se nos preguntase. ¿es posible que lo que una vez se
ha sabido, cuyo recuerdo se conserva, no se sepa en el acto mismo de
acordarse de ello? Me parece que me valgo de un gran rodeo para preguntarte,
si cuando se acuerda uno de lo que ha aprendido, en el mismo acto no lo
sabe.
Teetetes.
¿Cómo no lo ha de saber?, Sócrates. Sería una cosa prodigiosa que no lo
supiera.
Sócrates.
¿No sabré yo mismo lo que digo? Examínalo bien. ¿No convienes en que
ver es sentir, y que la visión es una sensación?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
EI que ha visto una cosa, ¿no adquirio, desde aquel momento, la
ciencia de lo que vio, según el sistema de que estamos hablando?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
Pero, ¡qué!, ¿no admites lo que se llama memoria?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
La memoria, ¿tiene un objeto o no lo tiene?
Teetetes.
Lo tiene, sin duda.
Sócrates.
Seguramente, son su objeto las cosas que han sido aprendidas o sentidas.
Teetetes.
Las mismas.
Sócrates.
Mas aún, ¿no se acuerda uno, algunas veces, de lo que ha visto?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
¿Y sucede lo mismo después de haber cerrado los ojos? ¿O bien si
olvida la cosa desde el momento en que se cierran?
Teetetes.
Sería absurdo decir eso, Sócrates.
Sócrates.
Sin embargo, es preciso decirlo, si queremos salvar el sistema en cuestión;
de otro modo, desaparece.
Teetetes.
Efectivamente, ya entreveo eso, pero no lo concibo con claridad.
Explícamelo.
Sócrates.
De la manera siguiente. El que ve, decimos, tiene la ciencia de lo que ve,
porque hemos convenido en que la visión, la sensación, y la ciencia son una
misma cosa.
Teetetes.
Es cierto.
Sócrates.
Pero, el que ve y ha adquirido la ciencia de lo que el veía, si cierra los
ojos, se acuerda de la cosa y no la ve. ¿No es así?
Teetetes.
Sí.
Sócrates.
Decir que no ve, equivale a decir que no sabe, porque ver es lo mismo que
saber.
Teetetes.
Es cierto.
Sócrates.
De aquí resulta, por consiguiente, que lo que se ha sabido ya no se sabe en
el acto mismo de acordarse de ello, en razón de que no se ve; lo cual hemos
calificado de prodigioso, si llegara a verificarse.
Teetetes.
Nada más cierto.
Sócrates.
Resulta, por consiguiente, que el sistema que confunde la ciencia y la
sensación conduce a una cosa imposible.
Sócrates.
Así es preciso decir que la una no es la otra.
Teetetes.
Lo pienso así.
Sócrates.
He aquí cómo nos vemos reducidos, a mi parecer, a dar una nueva definición
de la ciencia. Sin embargo, Teetetes, ¿qué debemos hacer?
Teetetes.
¿Sobre qué?
Sócrates.
Me parece que, semejantes a un gallo sin coraje, nos retiramos del combate y
cantamos antes de haber conseguido la victoria.
Teetetes.
¿Como?
Sócrates.
Hasta ahora no hemos hecho más que disputar y convenir, por una y otra
parte, acerca de las palabras, y después de haber maltratado a nuestro
adversario con tales armas, creemos que nada queda por hacer. Nos damos por
sabios y no por sofistas, sin tener presente que incurrimos o nos ponemos en
el caso de estos disputadores de profesión.
Teetetes.No
comprendo lo que quieres decir, Sócrates. Voy a hacer un ensayo, para
explicarte mi pensamiento. Hemos preguntado si el que ha aprendido una cosa
y conserva su recuerdo, no la sabe; y después de haber demostrado que cuando
se ha visto una cosa y se han cerrado en seguida los ojos, se acuerda de
ella aunque no la vea, hemos inferido, de aquí, que el mismo hombre no sabe
aquello mismo de que se acuerda, lo cual es imposible. He aquí cómo hemos
rebatido la opinión de Protágoras, que es, al mismo tiempo, la tuya, y que
hace de la sensación y de la ciencia una misma cosa.
Teetetes.
Tienes razón.
Sócrates.
No sería así, mi querido amigo, si el padre del primer sistema viviese aún,
porque le sostendría con energía. Hoy, que está este sistema huérfano, le
insultamos tanto más cuanto que los tutores que Protágoras le ha dejado, uno
de los cuales es Teodoro, rehúsan patrocinarlo, y veo claramente que, por
interés de la justicia, estamos obligados a salir a su defensa.
Teodoro.
No soy yo, Sócrates, el tutor de las opiniones de Protágoras, sino más bien
Calias, hijo de Hipónico. Con respecto a mí, dejé muy pronto estas materias
abstractas por el estudio de la geometría. Te agradeceré, sin embargo, que
quieras defenderlo.
Sócrates.
Has dicho bien, Teodoro. Ten presente de que manera me explico. Si no estás
con una atención extremada a las palabras de que tenemos costumbre de
servirnos, ya para conceder, ya para negar, te verás precisado a confesar
absurdos mayores aun que los que acabamos de ver. ¿Me dirigiré a ti o a
Teetetes, para explicaros cómo?
Teodoro.
Dirígete a ambos, pero el más joven será el que responda. Si da algún paso
en falso, será menos vergonzoso para
él.
Sócrates.
Entro, desde luego, en una cuestion más , extraña, a mi parecer, y es la
siguiente. ¿es posible que la persona misma que sabe una cosa, no
sepa lo que sabe?
Teodoro.
¿Qué responderemos?, Teetetes.
Teetetes.
Tengo por imposible la proposición.
Sócrates.
Sin embargo, no lo es tanto si supones que ver es saber. ¿Cómo saldrás de
esta cuestión inevitable, o, como suele decirse, cómo te librarás de caer en
la trampa, cuando un adversario intrépido, tapando con la mano uno de tus
ojos, te pregunte si ves su vestido con el ojo cerrado?
Teetetes.
Le responderé que no; pero que lo veo con el otro.
Sócrates.
¿Luego, ves y no ves, al mismo tiempo, la misma cosa?
Teetetes.
En cierto concepto, sí.
Sócrates.
No se trata de esto, te replicará; ni te pregunto el cómo, sino si lo que
sabes no lo sabes. Porque, en este momento, ves lo que no ves, y como, por
otra parte, estás conforme en que ver es saber, y no ver es no saber, deduce
tú mismo la consecuencia.
Teetetes.
La consecuencia que saco es que se deduce lo contrario de lo que yo he
supuesto.
Sócrates.
Quizá, querido mío, te verás en otros muchos conflictos, si te
hubiera preguntado,
¿se puede saber la misma cosa aguda o torpemente, de cerca o de lejos,
fuerte o débilmente? Otras mil cuestiones semejantes te podría proponer un
campeón ejercitado en la disputa, que viviera de este oficio y anduviera a
caza de iguales sutilezas, cuando te hubiera oído decir que la ciencia y la
sensación son una misma cosa. Y si después, estrechándote en todo lo
relativo al oído, al olfato y a los demás sentidos y, ciñéndose a ti
sin soltarte, te hubiese hecho caer en los lazos de su admirable saber, se
hubiera hecho dueño de tu persona, y, teniéndote encadenado, te habría
obligado a pagar el rescate en que hubierais convenido ambos. Y bien, me
dirás quizá, ¿qué razones alegará Protágoras en su defensa? ¿Quieres que las
exponga?
Teetetes.
Con mucho gusto.
Sócrates.
Por lo pronto, hará valer todo lo que hemos dicho en su favor; y en seguida,
estrechando el terreno, creo yo que nos dirá, en tono desdeñoso. el buen
Sócrates me ha puesto en ridículo en sus discursos, porque un joven,
aterrado con Ia pregunta que le hizo, de si es posible que un hombre se
acuerde de una cosa y que, al mismo tiempo, tenga conocimiento de ella, le
respondió, temblando, que no, por no alcanzársele más. Pero, cobarde
Sócrates, escucha lo que hay en esta materia. Cuando examinas, por medio de
preguntas, algunas de mis opiniones, si al que interrogas le confundes,
respondiendo él lo que yo mismo respondería, yo soy el vencido; pero si dice
una cosa distinta de la que yo diría, lo sera él, y no yo. Y entrando ya en
materia, ¿crees tú que se te haya de conceder que se conserva Ia memoria de
las cosas que se han sentido, cuando Ia impresión no subsiste, y que esta
memoria sea de la misma naturaleza que la sensación que experimentaba y que
ya no se experimenta? De ninguna manera.
¿Crees
que hay inconveniente en confesar que el mismo hombre puede saber y no saber
la misma cosa? Si se teme semejante confesión,
¿crees tú
que se te conceda que el que se ha hecho diferente, sea el mismo que era
antes de este cambio; o más bien, que este hombre sea uno y no muchos, y que
estos muchos no se multipliquen al infinito, puesto que si los cambios se
producen sin cesar, si se han de descartar de una y otra parte los lazos que
se pueden tender con las palabras? Pero, querido mío, proseguirá, ataca mi
sistema de una manera más noble y pruébame, si puedes, que cada uno de
nosotros no tiene sensaciones que le son propias, o si lo son, que no se
sigue de aquí que aquello que parece a cada uno, deviene, o si es preciso
valerse de la palabra SER, es tal por sí solo. Además,
cuando hablas de cerdos y de cinocéfalos, no sólo demuestras, respecto a mis
escritos, la estupidez de un cerdo, sino que comprometes a los que te
escuchan a hacer otro tanto, y esto no es decoroso. Con respecto a mí,
sostengo que la verdad es tal como la he escrito, y que cada uno
de nosotros es la medida de lo que es y de lo que no es; que hay, sin
embargo, una diferencia infinita entre un hombre y otro hombre, en cuanto
las cosas son y parecen unas a éste, y otras, a aquél, y lejos de no
reconocer la sabiduría, ni los hombres sabios, digo, por el contrario, que
uno es sabio cuando, mudando la faz de los objetos, los hace parecer y ser
buenos a aquél para quien parecían y eran malos antes. Por lo demás, no es
una novedad que se me ataque sólo sobre palabras, pero penetrarás más
duramente mi pensamiento con lo que voy a decir.
Recuerda lo que
ya se dijo antes. que los alimentos parecen y son amargos al enfermo, y que
son y parecen agradables al hombre sano. No debe conduirse de aquí que el
uno es más sabio que el otro, porque esto no puede ser; ni tampoco intentar
probar que el enfermo es un ignorante porque tiene esta opinión, y que el
hombre sano es sabio porque tiene una opinión contraria, sino que es preciso
hacer pasar el enfermo al otro estado, que es preferible al suyo. Lo mismo
sucede respecto a la educación. debe hacerse que los hombres pasen del
estado malo a otro bueno. EI médico emplea para esto los remedios, y el
sofista, los discursos. Nunca ha obligado nadie a tener opiniones verdaderas
al que antes las tenía falsas, puesto que no es posible tener una opinión
sobre lo que no existe, ni sobre otros objetos, que aquellos que nos
afectan, objetos que son siempre verdaderos; pero se hacen las cosas, en
este punto de tal manera, a mi parecer, que el que con una alma mal
dispuesta tenía opiniones en relación con su disposición, pase a un estado
mejor y a opiniones conformes con este nuevo estado. Algunos, por
ignorancia, llaman a estas opiniones imágenes verdaderas; en cuanto a mí,
convengo en que las unas son mejores que las otras, pero no más verdaderas.
Distante estoy de llamar ranas a los sabios, mi querido Sócrates; por el
contrario, tengo a los médicos por sabios, en lo que concierne al cuerpo, y
a los labradores, en lo que toca a las plantas. Porque, en mi opinión, los
labradores, cuando las plantas están enfermas, en lugar de sensaciones
malas, las procuran buenas, saludables y verdaderas; y los oradores sabios y
virtuosos hacen, respecto de los Estados, que las cosas buenas sean justas,
y no las malas. En efecto, lo que parece bueno y justo a cada ciudad, es tal
para ella, mientras forma este juicio; y el sabio hace que el bien, y no el
mal, sea y parezca tal a cada ciudadano. Por la misma razón, el sofista,
capaz de formar de este modo a sus discípulos, es sabio, y merece que ellos
le den un gran salario. Así es como los unos son más sabios
que los otros, sin tener, por esto, nadie opiniones falsas; y quieras o no,
es preciso que reconozcas que tú eres la medida de todas las cosas,
porque todo cuanto llevamos dicho supone este principio. Si tienes algo que
oponerle, hazlo, refutando mi discurso con otro, y si te gusta más
interrogar, hazlo en buena hora, porque no digo que haya de desecharse este
metodo; por el contrario, el hombre de buen sentido debe preferirlo a
cualquiera otro, pero usa de él, de manera que no parezca que intentas
engañar, interrogando. Habría una gran contradicción si, teniéndote por
amante de la virtud, te condujeras siempre injustamente en la discusión. Es
conducirse injustamente en la conversación el no hacer ninguna diferencia
entre la disputa y la discusión; el no reservar para la disputa los chistes
y travesuras, y, en la discusión, no tratar las materias seriamente,
dirigiéndose a aquél con quien se conversa, y haciéndole únicamente percibir
las faltas que
él
mismo hubiese reconocido, como resultado de las conversaciones anteriores.
Si obras de esta manera, los que conversen contigo achacaran a sí mismos y
no a ti su turbación y su embarazo; te volverán a buscar y te amarán; se
pondrán en pugna entre sí y, esquivándose unos a otros, se arrojarán en el
seno de la filosofía, para que los renueve y los convierta en otros hombres.
Pero, si haces lo contrario, como sucede con muchos, lo contrario también
sucederá, y en lugar de hacer filósofos a los que traten contigo, harás que
aborrezcan la filosofía, cuando se hallen avanzados en edad. Si me crees,
examinarás verdaderamente, sin espíritu de hostilidad ni de disputa, como ya
te he dicho, pero con una disposición benévola, lo que hemo querido decir al
afirmar que todo está en movimiento, y que las cosas son para los
particulares y para los Estados tales como ellas les parecen. Y partirás de
aquí para
examinar si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas
diferentes, en lugar de partir, como antes, del uso ordinario de las
palabras, cuyo sentido tuercen, a capricho, la mayor parte de los hombres,
creándose, mutuamente, toda clase de dificultades. He aquí, Teodoro, todo lo
que he podido hacer en defensa de tu amigo, defensa flaca en relación con mi
debilidad; pero si él viviese aún, vendría en auxilio de su propio sistema,
con más energía.
Teodoro.
Te equivocas, Sócrates; le has defendido vigorosamente.
Sócrates.Me
adulas, mi querido amigo, ¿pero tienes presente lo que Protágoras decía
antes, y la acusación que nos dirigió de que disputábamos con un tierno
joven, aprovechándonos de tu timidez, como un arma para combatir su sistema,
y recomendándonos que, huyendo de todo estilo burlesco, examináramos sus
opiniones de una manera más seria?
Teodoro.
¿Cómo podía dejar de tenerlo presente, Sócrates?
Sócrates.
Pues bien, ¿quieres que le obedezcamos?
Teodoro.
Con todo mi corazón.
Sócrates.
Ya ves que todos los que están aquí, excepto tú, son jóvenes. Si queremos,
pues, obedecer a Protágoras, es preciso que interrogándonos y
respondiéndonos, a la vez, tú y yo, hagamos un examen serio de su sistema,
para que no vuelva a echarnos en cara que lo discutimos con niños.
Teodoro.
¡Pero qué! ¿Teetetes no está en mejor disposición para discutir que muchos
hombres barbudos?
Sócrates.
Sí, pero no sostendrá la discusion mejor que tú. No te figures que he debido
yo tomar, a todo trance, la defensa de tu amigo, después de su muerte, y te
creas con derecho a abandonarla. Adelante, querido mío, sígueme un momento,
hasta que hayamos visto si hemos de tomarte a ti por medida, en punto de
figuras geométricas, o si todos los hombres son tan sabios, como tú, en
astronomía, y las demás ciencias, en que has adquirido una reputación
sobresaliente.
Teodoro.
No es fácil, Sócrates, cuando está uno sentado cerca de ti, poder evitar el
responderte, y me equivoqué antes, cuando dije que me permitirías no
despojarme de mis vestidos, y que no me obligarías, en este concepto, a
luchar como hacen los lacedemonios. Figúraseme, por el contrario, que te
pareces más a Seirón, porque los lacedemonios sólo dicen. ¡que se retire o
que se despoje de sus vestidos! Pero, tú haces lo que Anteo, no dejas en paz
a los que se te aproximan, hasta forzarles a que se despojen y luchen, de
palabra, contigo.
Sócrates.
Has pintado bien mi enfermedad, Teodoro. Sin embargo, yo soy más fuerte que
esos que citas, porque ya he encontrado una multitud de Heracles y de Teseos,
temibles en la disputa, que me han batido en regla, pero no por eso me
abstengo de disputar; tan violento y tan arraigado esta, en mí, el amor a
esta cIase de luchas. No me rehuses el placer de medirme contigo; será
ventajoso a uno y otro.
Teodoro.
Ya no me opongo más, y toma el camino que te acomode. Es preciso sufrir el
destino que me preparas y consentir, de buena voluntad, en verme refutado.
Te advierto, sin embargo, que no podré pasar más allá de lo que me has
propuesto.
Sócrates.
Basta que me sigas hasta este punto. Te suplico que estés atento, no nos
suceda que, sin darnos cuenta, conversemos de una manera frívola, lo cual
sería causa de una nueva asociación.
Teodoro.
En cuanto pueda, yo estaré con cuidado.
Sócrates.
Comencemos tomando por base un punto de que ya hemos hablado, y veamos si
hemos atacado y desechado este sistema con razón o sin ella, en cuanto se
pretende que cada uno se basta a sí mismo en punto a sabiduría, y si
Protágoras nos ha concebido que unos superan a otros para discernir lo mejor
y lo peor, que son los que él llama sabios. ¿No es así?
Teodoro.
Sí.
Sócrates.
Si él mismo hubiera hecho, en persona, esta confesión, y no nosotros, en su
nombre, al defender su causa, no sería necesario reproducirla para
fortificarla más. Pero, quizá, se nos podría objetar que no estamos
autorizados para hacer por él semejantes confesiones. Ésta es la razón por
que es preferible que convengamos en la verdad de este punto, tanto más,
cuanto que importa poco que la cosa sea así o de otra manera.
Teodoro.
Tienes razón.
Sócrates.
Deduzcamos, pues, lo más brevemente que podamos, esta confesion de los
propios discursos de Protágoras, y no de ningún otro.
Teodoro.
¿Cómo?
Sócrates.
De la manera siguiente. ¿No dice Protágoras que lo que parece a cada uno es
para él tal como le parece?
Teodoro.
Lo dice, en efecto.
Sócrates.
De este modo se explica Protágoras. Mas también nosotros anunciamos las
opiniones de un hombre, o más bien, de todos los hombres, cuando decimos que
no hay nadie, que bajo cierto punto de vista, no se crea más sabio que los
demás, y otros igualmente más sabios que él. que en los mayores peligros, en
la guerra, en las enfermedades, en el mar, se tienen por dioses los que
mandan en estos conflictos, y se espera de ellos la salud; y sin embargo,
éstos no tienen otra ventaja sobre los otros que la de la ciencia; en todos
los negocios humanos, se buscan maestros y jefes para sí mismo, para dirigir
a los demás y para todas las obras que se emprenden, y que hay igualmente
hombres que tienen la convicción de que están en posición de enseñar y de
mandar. Y en vista de esto, ¿qué otra cosa podemos decir, si no que los
hombres piensan que, acerca de todas estas cosas hay, entre sus semejantes,
sabios e ignorantes?
Teodoro.
Nada más cierto.
Sócrates.
¿No tienen la sabiduría por una opinión verdadera, y la ignorancia, por una
opinión falsa?
Teodoro.
Sin duda.
Sócrates.
¿Qué partido tomaremos?, Protágoras. ¿Diremos que los hombres tienen siempre
opiniones verdaderas, o tan pronto verdaderas como falsas? A cualquier lado
que nos inclinemos, resulta, de todos modos, que las opiniones humanas no
son siempre verdaderas, sino que son verdaderas o falsas. En efecto,
Teodoro, mira si alguno de los partidarios de Protágoras querría, o si tú
mismo querrías sostener que no puede uno pensar que otro es un ignorante, y
que tiene opiniones falsas.
Teodoro.
Esta aserción no encontraría defensor, Socrates.
Sócrates.
He aquí a qué extremo se ven reducidos los que quieren que el hombre sea
la medida de todas las cosas.
Teodoro.
¿Cómo?
Sócrates.
Si formas algún juicio sobre un objeto cualquiera, y me participas tu
opinión, esta opinión, según Protágoras, será verdadera para ti. ¿Pero no
nos será permitido a los demás ser jueces de tu juicio? ¿Juzgaremos siempre
que tus opiniones son verdaderas? ¿O más bien, muchas personas que
tienen opiniones contrarias a las tuyas, no se contradicen todos los días,
imaginándose que tú juzgas mal?
Teodoro.
Sí, ¡por Zeus!, Sócrates; hay, como dice Homero, mil personas que me
ocasionan muchas dificultades desde este punto de vista.
Sócrates.
¿Qué? ¿Quieres, entonces, que digamos que tienes una opinión verdadera para
ti, y falsa para todos los demás?
Teodoro.
Parece que es un resultado necesario de la opinión de Protágoras.
Sócrates.
Con respecto a Protágoras mismo, si no hubiera creído que el hombre es la
medida de todas las cosas, y si el pueblo no lo creyese tampoco, como,
de hecho, no lo cree, ¿no sería una consecuencia necesaria que la verdad,
tal como la ha definido, no existe para nadie? Y si ha sido de esta opinión,
y la multitud cree lo contrario, ¿no observas, en primer lugar, que tanto
como el número de los que son de la opinión del pueblo supere al de sus
partidarios, otro tanto la verdad, tal como él la entiende, debe no existir
más bien que existir?
Teodoro.
Eso es incontestable, y existe o no existe, según la opinión de cada cual.
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