Matrimonio
Antropología y
Filosofia Social
Como
toda realidad esencial el matrimonio es una
totalidad en la que resuenan los diversos aspectos
del hombre, ser compuesto de alma y cuerpo. Pero
como no nos es posible intuir con una sola mirada la
realidad esencial de las cosas, hay que deshojar
laboriosamente los diversos estratos que forman esa
única realidad, considerando los diferentes aspectos
que integran esa totalidad que llamamos matrimonio.
1. La sexualidad. A la idea de que la
sexualidad (v.) pertenece constitutivamente al ser
del hombre se oponen dos concepciones erróneas.
Algunos sociólogos tratan de relativizar el carácter
bisexual, aceptando como «válidas de un modo
general» las diferencias en la vida, de los
sentimientos y del ánimo, y en el modo de pensar, de
varón y mujer, pero tratando de fundamentarlas en el
reparto social de papeles entre ambos sexos,
condicionado por la historia. A ello hay que objetar
que el condicionamiento histórico de ciertos (no
todos) repartos de funciones no es en modo alguno
una prueba contra el hecho de que la sexualidad
acuña de alguna forma el ser humano. Palabras como
«prometida», «esposa», «madre», «padre» tienen
sentidos válidos supratemporalmente y no pueden
interpretarse como divisiones de papeles socialmente
condicionados. Lógicamente la diversidad biológica
de ambos sexos se manifiesta también, debido a la
esencial relación entre cuerpo y alma, en lo anímico
y espiritual.
Todavía es más funesto presentar la sexualidad
como degradación del hombre. La predicación
evangélica en el ámbito griego-romano chocó con
poderosas corrientes ideológicas que consideraban la
sexualidad, es decir, el presupuesto esencial del
matrimonio, como un rebajamiento del hombre. La
patria de esas ideas sublimadoras, enemigas de lo
corporal y de lo sexual, eran el dualismo (v.)
persa, el culto de los misterios (v.) de origen
oriental, el neoplatonismo (v.), el gnosticismo (v.)
y, no en último lugar, el maniqueísmo (v.). Mani
exigía de sus escogidos que se impusiesen el «sello
sobre los pechos y sobre el regazo»; solamente de
ese modo podría conjurarse la desgracia, que se
reproduce eternamente, de que el espíritu sea
enterrado continuamente por causa del amor y del
matrimonio en la cárcel oscura de la carne. Este
espiritualismo enemigo de lo sexual ha seducido,
frecuentemente de modo larvado, el pensamiento
occidental hasta nuestros días.
Según este equivocado espiritualismo, el
hombre habría sido al principio asexual o bisexual y
solamente en tiempo posterior, por propia culpa, se
habría diferenciado sexualmente. Estas ideas,
herencia de una tradición muy antigua, suponen en la
diferenciación sexual del hombre un defecto
estructural, una deficiencia constitutiva, que no
pudo ser querida en el plan primitivo de la
Creación, sino que tuvo que provenir de un principio
maléfico o que se introdujo en el mundo por culpa
del hombre. El matrimonio y la familia serían
instituciones que se han hecho necesarias por el
fallo del hombre. Estas ideas tal vez estén más
extendidas de lo que a primera vista pudiera
creerse, de modo más o menos consciente, entre los
hombres modernos, a pesar de toda una serie de
ilustración pornográfica (v. PORNOGRAFÍA) cada vez
más extendida en la vida pública.
Son falsas estas interpretaciones pesimistas
de la sexualidad, que la herejía de los cátaros (v.)
quiso introducir en el occidente cristiano. Según el
pensamiento cristiano, la diferenciación sexual se
contiene en el primitivo plan de la Creación querido
por el amor, la -sabiduría y la bondad de Dios y no
ha evolucionado del monismo asexual al dualismo
sexual como consecuencia del pecado (v.) contra Dios.
Por otra parte, la propiedad sexual del hombre
no debe confundirse con el instinto sexual. Aquélla
abarca más y condiciona al ser del hombre y de la
mujer en su totalidad, como materia y espíritu.
Mientras el hombre, en su calidad de varón, está más
orientado a la acción, el fuerte de la mujer está en
su ordenación al tú y a la sociedad, a la maternidad
(v.), en su modo de ser y de estar a disposición, en
su capacidad de sacrificio, y de servicio; por lo
demás, no hay que exagerar las diferencias entre el
hombre y la mujer. Con todo, permanece el hecho de
que el diferente modo de ser del hombre y de la
mujer alcanza hasta las más profundas raíces de su
constitución físico-espiritual; aun cuando el hombre
(v.) y la mujer (v.) hagan las mismas cosas, el modo
de realizarlas es distinto, hasta el punto de que el
trabajo no doméstico de la mujer en la sociedad
industrializada significa no solamente un quehacer
más, sino algo cualitativamente nuevo
Aunque la diferenciación sexual da una
totalidad masculina o femenina a la totalidad del
ser humano en su estructura física y espiritual,
están, sin embargo, ambos sexos en una profunda y
tensa relación mutua que hace posible el diálogo en
su más profunda dimensión. Los sexos experimentan
esta mutua correlación como atracción y promesa,
como tarea y responsabilidad. Instintivamente
quieren agradarse. Su inclinación mutua puede
adoptar formas muy diversas; puede ser noble y
desinteresada, pero también comprometedora y
egoísta; puede manifestarse como inhibición de temor
y, sin embargo, aun en este caso se da una
intrínseca relación. En el matrimonio deben unirse,
sobre la base de la igualdad de la naturaleza
humana, lo característico del varón y lo típico de
la mujer en una dichosa vida comunitaria. Por eso el
hombre y la mujer tienen que apreciarse en su
peculiaridad propia, afirmarla y tomarla en serio.
El hombre no debe tratar a su mujer como si siempre
fuera solamente la «muchacha joven», como quien dice
«una niña grande». Y viceversa.
2. La fuerza del sexo y del pudor. El poder
del sexo, como instintivo impulso vital, está, por
su naturaleza, orientado a un fin que rebasa la
esfera de lo individual; es un presupuesto para la
propagación de la especie humana. El sexo no es algo
malo, sino una facultad concedida por Dios al
hombre, relacionada intrínsecamente y en su más
profunda dimensión con el matrimonio Aun sin la
caída del primer hombre se hubiera realizado la
propagación del hombre paradisiaco por la unión
carnal del hombre y de la mujer.
Mientras el animal no puede resistir el
impulso del instinto, sino que, obligado por él,
debe servir a la propagación, le es dado al hombre
el dominar y espiritualizar la energía sexual y
vivir castamente (v. CASTIDAD III). No se trata en
este caso de una opresión antinatural, sino de una
verdadera superación. Pero, por otra parte, el
hombre puede separar perfectamente la actuación
sexual de su finalidad propagadora, es decir, evitar
la concepción, lo que le es desconocido al animal.
Tal «engaño» de la naturaleza no es fruto de la
libertad, sino esclavitud de las pasiones. La fuerza
del sexo tiene, por su enraizamiento profundo, un
influjo destructor, tanto en el hombre como en la
mujer, cuando degenera egoístamente. El instinto
sexual debe ser disciplinado.
Es propio del hombre proteger instintivamente
contra la profanación las zonas íntimas de la
personalidad. Y así existe, p. ej., en todo hombre,
el pudor del alma, es decir, la involuntaria
tendencia a no exponer a la vista de los demás el
sancta sanctorum de lo personal, como se ve en los
diarios de juventud. Como la profanación en el
ámbito sexual es especialmente funesta, el instinto
de protección, la tendencia al pudor, está en este
campo tan fuertemente desarrollado, que cuando se
habla del pudor (v.) sin más se alude al pudor
sexual. No es ni un resultado de la educación o
costumbre ni un efecto del miedo y asco, sino una
tendencia natural a la protección que defiende el
sentimiento original humano «de caer en la esfera de
lo meramente instintivo» (Th. Müncker). Es
lamentable que reine en la sociedad moderna un
sobreexcitante clima sexual y que la desvergüenza,
p. ej., en la vida de diversiones o en la propaganda
se abra camino públicamente. Un ataque refinadamente
dirigido contra toda clase de pudor, contra el pudor
espiritual y sobre todo contra el sexual, está en
marcha. El escandaloso desnudismo e indiscreción
pone en peligro de modo especial a la juventud y
rompe los muros que el matrimonio y la familia han
construido como defensa. El pudor sexual es una
«reserva» en el doble sentido de la palabra: como
retraimiento defensivo y como acumulación de
valores, que solamente deben ser entregados en la
intimidad del matrimonio Al mismo tiempo, el pudor
deja que el amor crezca y madure, mientras «espera
como un ángel del temor ante la puerta del misterio
que el amor abriría un día», como ha dicho Eugéne
Masure. Esta fuerza de la preservación está ordenada
esencialmente al matrimonio y conserva su
significado en el matrimonio, aunque sea en otra
forma.
3. Amor matrimonial. En muchos pueblos dominó,
durante siglos, la costumbre patriarcal de que los
padres determinaran el contrayente sin preguntar a
los hijos, jugando un papel decisivo los intereses
económicos, dinásticos o políticos. Por lo demás, se
daba por supuesto que la mutua y profunda
inclinación entre los sexos conducía pronto a la
simpatía y al afecto. No raramente se veían los
novios (v. NOVIAZGO) por primera vez en su vida en
el día de la boda; es también «probable que se
dieran entonces menos matrimonios infelices que en
la actualidad», porque «la atracción de la familia y
de los parentescos suplía la de los individuos» (W.
Morgenthaler). Entonces se decía: «porque tú eres mi
esposa, te quiero»; hoy, en cambio, se dice: «porque
te quiero, serás tú mi esposa»
Naturalmente, el contrato matrimonial de la
época patriarcal solamente podía considerarse
moralmente correcto cuando los contrayentes daban su
asentimiento a la decisión paterna, sin temor y sin
coacción, y cuando podía darse por seguro que habría
de despertarse el amor mutuo. La Iglesia ha
considerado válidos los matrimonio celebrados según
costumbre en tiempo del patriarcalismo, mientras ha
declarado inválidos los matrimonio celebrados bajo
coacción. Y esto de modo eficaz, porque la
jurisdicción sobre el matrimonio estaba sometida a
los tribunales eclesiásticos.
Por tanto, el afecto y el amor (v.) eran
reconocidos, incluso en la era patriarcal, como
fuerzas que conducen al matrimonio Aunque algunos
sociólogos afirman que el camino del amor personal
para el matrimonio fue ajeno a la era patriarcal y
que apareció por vez primera en los s. xi y xii,
pocoa poco, por obra de los trovadores y juglares,
tal tesis aparece en contradicción con los
testimonios históricos. Ya en el libro del Génesis
-y en él se describe una situación típicamente
patriarcal- se dice: «Amaba Jacob a Raquel... y
sirvió Jacob por Raquel siete años, que le
parecieron sólo unos días, por el amor que le tenía»
(Gen 29,18 ss.). Cuando la madre de Samuel se
quedaba sin hijos y se entristecía por ello, su
marido, Elcana, le decía: «Ana, ¿por qué lloras y no
comes? ¿Por qué está triste tu corazón? ¿No soy yo
para ti mejor que diez hijos?» (1 Sam 1,8)
Ciertamente no se da una palabra de tan
sublime y santo contenido, pero simultáneamente
designativa de cosas tan rastreras y vulgares, como
la sencilla palabra «amor» que se emplea también
cuando un ser humano se aprovecha de otro y le
somete sexualmente por la fuerza. S. Tomás de Aquino
advierte que, en este sentido, podría decirse que el
león quiere al ciervo en cuanto le ve u oye su voz:
«porque es un bocado exquisito para él» (Sumatrimonio
Th. 2-2 g141 a4 ad3). Tal explotación de las bajas
pasiones carece de fuerza constructiva en el
matrimonio, el cual es propio solamente del amor que
es portador de valores. Y éste en su doble forma:
como eros y como ágape.
La general atracción y tensión entre los sexos
se especifica y determina en un ser concreto del
otro sexo por medio del amor sexual, que pudiéramos
llamar eros. El eros está hoy, al principio, en el
mayor número de las relaciones matrimoniales; es un
«amor de concupiscencia», pero en el sentido más
noble. El eros busca complemento, enriquecimiento de
vida, felicidad, plenitud en el ser amado. En cambio
está amenazado por un doble peligro: por una parte,
el peligro de encerrarse en sí mismo, y por otra, el
peligro de revestir a la persona amada con una
silueta ideal que no responde a la realidad, y que
puede conducir fácilmente a la desilusión. También
ese amor que llamamos eros suele prometer a veces a
los amantes una felicidad que no es posible alcanzar
durante el peregrinaje en este mundo. Aun cuando el
eros -como amor espiritual del sexo- no está
primariamente unido con el instinto sexual, sobre
todo en las jóvenes, empuja normalmente hacia el
enamoramiento; esta tendencia, como algo vital que
es, no permanece inactivo, sino que tiende a
introducirse en la intimidad.
Con el tiempo no bastará el eros para
sobrellevar todas las obligaciones del matrimonio;
pues «todos esos fuegos se consumen lentamente» (Sigrid
Undset). Al amor sensible tiene que unirse aquel
otro amor que S. Pablo llama ágape, el cual es
«paciente, benigno, no es interesado, no se irrita,
no piensa mal, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás» (1
Cor 13,4-8). Podrán darse matrimonio en los cuales
el ágape se una desde el principio al eros. En la
mayor parte de los matrimonio el ágape o amor
sobrenatural crece paulatinamente. De lo contrario
el matrimonio está llamado al fracaso.
El ágape generoso y desinteresado no tiende,
como el eros, al enriquecimiento vital del propio
yo, sino de la persona amada. No pretende ser feliz,
sino hacer feliz, y se conserva lejos del peligro de
«un egoísmo a dúo». El ágape busca la comprensión
del otro de modo intuitivo, le acepta como es, con
todas sus limitaciones y debilidades, y no proyecta,
en la persona amada, ninguna imagen ideal que la
transfigure. Este amor de caridad (v.) es un
adentrarse de modo propio en el ser del otro y, al
mismo tiempo, una disposición para la íntima
comunicación vital, a fin de ayudarse a llevar
conjuntamente los deberes y obligaciones.
Al eros y, sobre todo, al amor sobrenatural,
desinteresado y comunicativo, les es propio una
fuerza transformadora. Aquí encuentran todos los
aspectos de lo sexual su sentido pleno y su
sublimación. Eros y ágape penetran y acrisolan lo
sexual en el hombre, no para suprimirlo, sino para
ennoblecerlo. Lo sensible y lo sexual se convierten
en expresión del amor matrimonial y le preservan de
convertirse en un desenfrenado fin de sí mismo.
También la fuerza de preservación del pudor
encuentra en el amor su cumplimiento, puesto que el
hombre, sin temor de violencia, puede hacer entrega
de lo más recóndito y personal. Del mismo modo, el
deseo de agradarse mutuamente, que puede degenerar
fácilmente en coquetería, será vivido con plenitud
de sentido en el verdadero amor.
4. La procreación. El amor y entrega
matrimoniales se orientan por su propia naturaleza a
la generación de nueva vida. «El hombre no puede ser
sexualmente activo, sin iniciar procesos que, en su
contenido y según su intrínseca plenitud de sentido
y por su esencial finalidad, no sean parte
integrante del despertar de nueva vida» (Wendelin
Rauch). Como consecuencia de esta ordenación
intrínseca, la procreación no debe separarse del
amor matrimonial, p. ej., mediante la inseminación
artificial o el abuso del matrimonio (v. v, 6)
El fin principal del matrimonio es la
procreación de los hijos. Una y otra vez se ha
intentado presentar objeciones a este aspecto del
matrimonio Peter Franz Reichnsperger, p. ej.,
opinaba en 1847 que «la verdadera definición
intrínseca» del matrimonio es la «total felicidad y
ennoblecimiento de los hombres» en la «comunidad
indivisa de la vida», «pero que la procreación de
hijos no es más que un fin accesorio y no
absolutamente esencial». La opinión de que la
comunidad de vida y amor de varón y mujer es el fin
primario del matrimonio ganó no pocos partidarios,
especialmente en los años treinta del s. xx: la
«comunidad yo-tú» es «lo primariamente intentado y
querido por el matrimonio» y «no la introducción de
un tercero, puesto fuera del varón y de la mujer, al
que miran en común» (F. Schwendiger); la opinión de
la «teología antigua», que «desde condicionamientos
históricos vio el fin primero y principal del
matrimonio en la procreación de descendencia y en su
educación», no es sostenible «en esta forma, ya que
no hace justicia ni a la comunidad matrimonial ni a
la mujer» (N. Rocholl)
Estas doctrinas están en contradicción con la
finalidad inmanente del matrimonio en cuanto
institución natural. El fin principal es, sin duda,
la generación y crianza de los hijos (finis operis
primarius). Pero, además, el matrimonio tiene otro
sentido objetivamente inmanente (otro finis operis),
a saber, la comunidad de vida y amor de varón y
mujer, que suele llamarse secundario (f inis operis
secundarius). Aunque el fin secundario está
esencialmente vinculado y subordinado al primario,
le compete, como se dice en una sentencia de la Rota
del 22 de en. de 1944, «cierta independencia», ya
que puede cumplirse también en el matrimonio sin
hijos, pero no en el matrimonio en el que
deliberadamente se han evitado éstos. La comunidad
de vida y amor forma una unidad natural con la
procreación y educación de los hijos; si éstos se
evitan no es posible íntegramente aquélla; una
prueba es el pensar que un matrimonio feliz siente
cuando no puede tener hijos o involuntariamente
tardan éstos en llegar. Distinta puede ser la razón
de fines del matrimonio si atendemos a las
intenciones personales de los esposos (al (inis
operantis), pero es necesario que los fines del
matrimonio estén estrechamente entrelazados, ya que
la felicidad, perfeccionamiento y desarrollo
personales se realizan en el dar la vida y en el
educar. En este sentido los hijos son de inestimable
importancia para la comunidad de vida y unión de los
esposos. Preocupa profundamente que muchos esposos
abusen del matrimonio y apenas quieran reconocer ya
como pecado su conducta; es decir, que capitulen en
masa ante el cumplimiento de un importante precepto
natural y se deslicen a vivir en una laxitud de
conciencia como la que antes estaba bastante
difundida en algunas regiones frente a las «razones»
de venganza personal.
5. El matrimonio como contrato e institución.
En la Enc. Casti connubii (parte II) de Pío XI se
dice: «El matrimonio tiene solamente lugar a través
del libre consentimiento de ambos contrayentes».
Objeto de esta unión de voluntades, que «no puede
ser sustituida por ningún poder humano», es, con
todo, solamente esto: «que los contrayentes quieran
o no contraer realmente matrimonio, y, a decir
verdad, con una determinada persona». Por otra
parte, la naturaleza del matrimonio «está
completamente sustraída al capricho de los
contrayentes, de modo que quien haya contraído una
vez matrimonio se someta a las leyes divinas y a la
naturaleza intrínseca del mismo» (Denz. Sch. 3700).
Mientras otros contratos están sujetos al libre
convenio de los contrayentes, el contrato
matrimonial está determinado en su contenido por su
misma naturaleza, es decir, por Dios mismo. La
celebración del matrimonio en la forma contractual
de modo que cree una obligación ante Dios y ante los
hombres es una exigencia del orden social y, al
mismo tiempo, una manifestación del amor conyugal,
que se expresa a través del juramento santo como
unidad, indisolubilidad y exclusividad. En este
sentido es el contrato matrimonial «la traducción
jurídica del concepto del amor» (R. Savatier)
El liberalismo (v.) individualista de fines
del s. xvrt empezó a disentir enérgicamente del
convencimiento, general en todos los pueblos y en
todos los tiempos, de que existen instituciones
sociales de naturaleza anterior al convenio humano.
El Dictionnaire philosophique, fundado por Voltaire
(v.), de mentalidad racionalista, designó el
matrimonio como «un simple contrato entre
ciudadanos» que podía ser en todo tiempo disuelto,
«sin que necesitase de otro motivo que el de la
expresa voluntad de los esposos». Igualmente el
decreto de la Revolución francesa de 20 sept. 1792
dio una interpretación individualista del matrimonio:
«Un lazo indisoluble» destruye «la libertad
individual»; por lo mismo, se le concede al esposo
la declaración de divorcio, aduciendo como motivo
exclusivo la falta de la armonía de intereses
característica del matrimonio Durante largo tiempo
se quiso suprimir el código jurídico de la
Revolución francesa de 1789 al 1804 por tratarse de
«un derecho de transición, de corta vida»; pero sus
efectos se dejan notar de modo manifiesto en el
derecho matrimonial hasta nuestros días.
Aun cuando el indivualismo liberal -al menos
en lógica consecuencia- despojó al matrimonio de sus
propiedades esenciales, tuvo que confesar que las
relaciones entre el hombre y la mujer no podían
dejarse al puro capricho. Así se comprende que el
Estado (v.), el cual por una concepción
individualista de la sociedad (v.) se opuso al
individuo como un poder ilimitado, exigiera para sí
la prerrogativa sobre el matrimonio y la familia y
la facultad de fijar el derecho matrimonial y
someterlo a sus leyes. Es digno de notar que José
11, bajo el influjo del enciclopedismo, declarara en
el decreto oficial sobre el matrimonio de 16 en.
1783 que «el matrimonio debía considerarse como
contrato civil» y «que recibía su naturaleza, valor
jurídico y finalidad, única y exclusivamente de
nuestras leyes nacionales»; una concepción que ha
encontrado cada vez más amplia difusión en los s.
xlx y xx. La doctrina cristiana mantiene su posición
frente a todo intento de relativizar el matrimonio o
de entregar al poder estatal parte alguna esencial
del matrimonio León XIII escribe en la Enc. Rerum
novarum (no 9): «Ninguna ley humana puede limitar la
finalidad principal del matrimonio, que fue fijada
por la autoridad de Dios al principio de la historia
del género humano»; el matrimonio «es anterior al
Estado; por ello tiene determinados y peculiares
derechos y obligaciones que no dependen en nada del
Estado»
Muchas personas, en la sociedad
industrializada, quieren colocar su anhelo de
felicidad individual y subjetiva sin tener en cuenta
el orden querido por Dios. Sobre todo, la
indisolubilidad del matrimonio es, para muchos,
piedra de escándalo (v. iv, 5). René Savatier
escribe, con razón, que el divorcio (v.), del cual
se prometía «la mitigación de los sufrimientos del
matrimonio, produjo, por el contrario, un aumento de
esas amarguras»; todo divorcio «es la dolorosa
bancarrota de todo un capital de sueños
apasionadamente queridos». La retirada «deja a las
partes interesadas como objetos usados y no como
hombres íntegros», en frase de Joseph Bernhart.
Tendría consecuencias insospechables capitular
ante la conducta de una gran parte de la población y
convertir la opinión y las circunstancias mudables
en norma última de virtud. El Tribunal Supremo de
Justicia en Alemania calificó de falsa toda decisión
judicial «en la que solamente sirva de pauta la
realidad social, desnuda de toda interpretación
moral. Ello significaría que la acción humana no se
debe juzgar según una norma, sino que ella se
constituye en norma de sí misma». La jurisprudencia
debe partir de que «los preceptos que fijan y
garantizan fundamentalmente las relaciones sexuales
y la vida comunitaria de marido y mujer -y a través
de ellas, y simultáneamente, garantizan el orden
debido en el matrimonio, y últimamente el orden
social- son normas derivadas de la ley natural y no
simples leyes convencionales sometidas al cambiante
capricho de algunos grupos sociales»
En los Estados Unidos (Kinsey Report) y en
Europa, cada vez más, se suelen organizar encuestas
en «la esfera íntima», no solamente para conocer la
opinión y la actitud real de la gente en el terreno
de lo sexual, sino para poner como norma de conducta
el «se piensa», «se hace», a través de la
divulgación de los resultados de la encuesta,
fundamentándolo en un relativismo sociológico. La
doctrina cristiana enseña que el pecado, es decir,
la caída en el orden moral, es una triste realidad:
«Si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos
a nosotros mismos, y la verdad no estaría en
nosotros» (I lo 1,8). Desde este punto de vista
resulta ridículo anunciar, como una novedad, que
mucha gente -particularmente en el terreno de lo
sexual- no se atiene a la norma moral; y todavía más
ridículo resulta el intento de elevar a la categoría
de norma moral el comportamiento medio del hombre
pecador, obtenido a través de las encuestas.
Para acabar, de todo lo dicho se puede deducir
que hay tres características esenciales para la
validez del matrimonio y que, por lo mismo, deben
ser incluidas en el signo afirmativo «sí»: la
ordenación a la procreación de nuevas vidas, la
dualidad de hombre y mujer, y la indisolubilidad. En
el caso de que las leyes civiles determinen otra
cosa, valen para los cristianos las palabras de S.
Juan Crisóstomo: «No me cites las leyes que han sido
dictadas por los de afuera... Dios no nos juzgará en
el día del juicio por aquellas leyes, sino por las
leyes que El mismo ha dado» (Aclaración a la la
Carta a los Corintos 7,39 ss.)
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