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L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
LA CARA AMARILLA
Continuación...
Al verla me quedé mudo de
asombro, pero mis emociones no eran nada comparadas con las que exteriorizó
su cara cuando nuestras miradas se encontraron. En el primer momento pareció
querer echarse hacia atrás y meterse de nuevo en la casa, pero luego, al ver
que todo ocultamiento era inútil, avanzó palidísima y con una mirada de
susto que desmentía la sonrisa de sus labios.
—iOh Jack! —me
dijo—. Acababa. de entrar en esa casa para ver si podía ser útil en algo a
nuestros nuevos convecinos. ¿Por qué me miras de ese modo, Jack? ¿Verdad que
no estás enojado conmigo?
—¿De modo que es
ahí donde fuiste la noche pasada? —le dije.
—Pero ¿adónde vas
a parar? —gritó ella.
—Tú viniste aquí.
Estoy seguro de ello. ¿Qué gentes son ésas para que tú tengas que visitarlas
a una hora semejante?
—Yo no había
venido aquí hasta ahora.
—¿Cómo puedes
decirme una cosa que tú sabes que es falsa? —exclamé yo—. Si hasta la voz se
te altera cuando hablas. ¿Tuve yo alguna vez un secreto para ti? Entraré en
esa casa y veré lo que hay en el fondo de todo eso.
—iNo, Jack; no lo
hagas, por amor de Dios!—-dijo ella, jadeante y sin poder dominar su
emoción.
Y al ver que yo
me acercaba a la puerta, me agarró de la manga y tiró de mí hacia atrás con
energía convulsiva:
—Jack, yo te
suplico que no hagas eso. Te juro que algún día te lo contaré todo; pero tu
entrada en esa casa sólo puede acarrear desdichas.
Y como intentase
librarme de ella, se aferró a mí, y llegó en sus súplicas hasta desvariar.
—Ten fe en mí,
Jack ~—exclamó-—. Ten fe en mí, por esta vez. No tendrás nunca motivos para
arrepentirte. Sabes que yo no soy capaz de tener un secreto como no sea en
bien de ti mismo. Están en juego aquí para siempre nuestras vidas. Si vienes
a nuestra casa conmigo, nada malo ocurrirá. Si entras a la fuerza en esta
casita, todo habrá terminado entre nosotros.
Tenían sus
palabras tal ansiedad y delataban sus maneras tal desesperación, que
consiguieron detenerme, y me quedé indeciso delante de la puerta.
—Tendré fe en ti
con una condición, y sólo con una condición
—dije, al fin—.
Todos esos manejos misteriosos deben terminar ahora mismo. Eres libre de
guardar tu secreto, pero has de prometerme que no habrá más visitas
nocturnas, ni más andanzas a espaldas mías. Estoy dispuesto a olvidar los
hechos pasados, a condición de que me prometas que no volverán a repetirse
en adelante.
—Estaba segura de
que tendrías fe en mí —exclamó, dando un gran suspiro de alivio—. Se hará
como tú lo deseas. ¡Vámonos de aquí! ¡Oh, vámonos de aquí hasta nuestro
hogar! —me alejó de la casita, sin dejar de tirar de mi manga.
Mientras íbamos
caminando, volví yo la vista hacia atrás, y allí estaba aquella cara
amarilla y cadavérica, mirándonos desde la venta del piso alto. ¿Qué eslabón
podía unir a aquel ser y a mí esposa? ¿O cómo aquella mujer ruda y grosera
estaba ligada a Effie? Era aquél un enigma extraño, y yo estaba seguro de
que no podría sosegar hasta haberlo aclarado.
Permanecí sin
salir de casa dos días, y pareció que mi mujer cumplía lealmente nuestro
compromiso; no salió a la calle ni una sola vez, por lo que yo supe. Sin
embargo, al tercer día tuve pruebas sobradas de que ni siquiera una solemne
promesa bastaba para impedir que aquella influencia secreta la arrastrase,
alejándola de su marido y de su deber.
Yo vine ese día a
la capital; pero regresé con el tren de las dos y cuarenta, en vez de
hacerlo, como es mi costumbre, con el de las tres y treinta y seis. Al
entrar yo en mi casa, acudió la doncella presurosa al vestíbulo, con la cara
sobresaltada.
—¿Dónde está la
señora? —le pregunté.
—Creo que ha
salido a dar un paseo —me contestó.
Se me llenó el
alma instantáneamente de recelos. Corrí al piso superior para cerciorarme de
que no estaba en la casa. Una vez arriba, miré casualmente por una de las
ventanas, y vi que la doncella con la que yo acababa de hablar corría a
campo traviesa en dirección a la casita. Comprendí con exactitud lo que
había ocurrido. Mi esposa había ido allí, dejando encargo a la criada de que
se le avisase si yo regresaba Eché a correr escaleras abajo, ardiendo en
ira, y tiré a campo traviesa, resuelto a terminar de una vez para siempre
con aquel asunto. Vi que mi mujer y la doncella venían a toda prisa por el
sendero, pero no me detuve a hablar con ella. Era en la casa donde estaba el
secreto que ensombrecía mi vida. Me juré que dejaría de serlo, ocurriese lo
que ocurriese. Ni siquiera llamé al llegar a la casa. Hice girar el manillar
de la puerta y me abalancé pasillo adelante.
Todo era quietud y silencio en la planta baja Una olla
cantaba puesta al fuego en la cocina, y un gatazo negro dormía acurrucado
dentro de un canasto, pero no había ni rastro de la mujer que yo había visto
en una ocasión anterior. Corrí a la otra habitación, y también la encontré
vacía Me precipité entonces escaleras arriba, sólo para encontrarme con que
las dos habitaciones estaban vacías y desiertas. No había nadie en toda la
casa Mobiliario y cuadros eran de lo más corriente y vulgares, salvo los de
la habitación en cuya ventana yo había visto la cara extraña. Esta
habitación era cómoda y elegante, y todas mis sospechas se inflamaron hasta
convertirse en una hoguera furiosa y violenta cuando descubrí, encima
de la repisa de la chimenea, una fotografía, a todo tamaño, de mi mujer, que
había sido hecha, a petición mía, sólo tres meses antes.
Permanecí dentro de la casa todo el tiempo necesario para
convencerme de que estaba vacía en absoluto. Luego la dejé, sintiendo sobre
mi corazón un peso como jamás lo había sentido. Al entrar yo en casa, mi
mujer salió al vestíbulo; pero yo me encontraba demasiado dolido y enojado
para hablar con ella La aparté a un lado y me metí en mi despacho. Sin
embargo, ella se metió detrás de mí, antes que yo pudiera cerrar la
puerta
—Me pesa el haber
roto mi promesa, Jack —me dijo entonces—. Pero estoy segura de que me lo
perdonarías si lo supieses todo.
—Cuéntamelo,
pues.
—iNo puedo, Jack,
no puedo! -exclamó ella
—No puede existir
confianza alguna entre nosotros dos mientras no me expliques quién vive en
esa casita y a quién has dado tu fotografía —le contesté, me aparté de ella
y abandoné mi casa.
Eso ocurrió ayer, señor Holmes, y desde entonces no he vuelto
a ver a mi esposa, y nada más he sabido de este extraño suceso. Es la
primera sombra que se ha interpuesto entre nosotros, y me ha trastornado de
tal manera, que no sé lo que más me conviene hacer. Esta mañana se me
ocurrió de pronto que era usted el hombre indicado para aconsejarme, me he
dado prisa en venir y me pongo sin reservas entre sus manos. Por encima de
todo, le suplico que me diga rápidamente qué es lo que debo hacer, porque
esta calamidad me resulta insoportable.
Holmes y yo habíamos escuchado con el máximo interés tan
extraordinario relato, hecho de la manera nerviosa e inconexa propia de una
persona que se encuentra bajo la influencia de una emoción extremada Mi
compañero permaneció algún tiempo sentado y en silencio, con la barbilla
apoyada en la mano, perdido en sus pensamientos.
—Veamos -dijo al
fin—. ¿Podría usted jurar que la cara que vio en la ventana era la de un
hombre?
—Me sería
imposible afirmar tal cosa, porque siempre que la vi fue desde bastante
distancia
—Sin embargo, la
impresión que a usted le produjo fue de desagrado.
—No parecía ser
el suyo un color natural, y mostraba además una rara rigidez de facciones.
Cuando me acerqué, la cara desapareció como de un tirón.
—¿Cuánto tiempo
hace que su señora le pidió las cien libras?
—Cerca de dos
meses.
—¿Ha visto usted
en alguna ocasión una fotografía de su primer marido?
—No; muy poco
después de la muerte de éste hubo en Atlanta un gran incendio, y quedaron
destruidos todos los documentos de mi esposa.
—Pero ella
conservaba un certificado de defunción. Usted ha dicho que lo vio con sus
propios ojos ¿no es así?
—Sí; ella
consiguió un certificado después del incendio.
—¿Ha tratado
usted con alguna persona que conociera a su esposa en Norteamérica?
—No.
—¿Le ha hablado
en alguna ocasión de volver por aquel país?
—No.
—¿Tampoco ha
recibido cartas de allí?
—No, que yo sepa.
—Gracias.
Desearía poder meditar un poco más sobre el asunto. Si la casita en cuestión
se halla deshabitada constantemente, quizá tengamos alguna dificultad. Por
otro lado, si sus moradores fueron advertidos por alguien de que usted iba a
presentarse alli, y eso es lo que yo me imagino, y se marcharon ayer antes
de que usted llegase, entonces es posible que estén ya de regreso, y
podríamos aclararlo todo con facilidad. Permítame, pues, que le aconseje que
regrese a Norbury y que vuelva a fijarse en las ventanas de la casita. Si
usted llega a la convicción de que la casa está habitada, no entre en ella a
la fuerza y envíenos un telegrama a mi amigo y a mí. A la hora de recibirlo
estaremos con usted, y nos costará muy poco tiempo llegar al fondo del
asunto.
—¿Y si la casa
sigue vacía?
—En ese caso
iremos a visitarlo a usted mañana, y charlaremos del asunto. Adiós, y por
encima de todo, no se preocupe hasta que esté seguro de que tiene razón
seria para ello.
—Me temo, Watson,
que este negocio resulte desagradable —dijo -mi compañero, después de
acompañar al señor Grant Munro hasta la puerta—. ¿Usted qué ha sacado en
limpio?
—A mí me sonó a
cosa fea— contesté.
—En efecto. O
mucho me equivoco o hay en el fondo un caso de chantaje.
—Pero ¿quién es
el chantajista?
—Pues verá usted:
debe de ser esa persona que vive en la única habitación cómoda de la casita
de campo y que tiene la fotografía de la señora encima de la repisa de la
chimenea. Le aseguro, Watson, que en eso de la cara cadavérica de la ventana
hay algo muy atrayente, y que por nada del mundo querría haberme perdido
este caso.
—¿Tiene usted
formada ya una teoría?
—Sí, una teoría
provisional. Pero me sorprendería que no resulte correcta. En esa casita
está el primer marido de esta señora
—¿Por qué piensa
usted semejante cosa?
—¿Cómo podemos
explicar de otra manera la ansiedad febril de que su segundo marido no entre
allí? Los hechos, tal como yo los veo, son, más o menos, así: esta mujer se
casó en Norteamérica. Su marido resultó tener ciertas cualidades odiosas, o
quizá estemos en lo cierto diciendo que contrajo alguna enfermedad
repugnante, y resultó ser leproso o idiota Ella, entonces, huyó de su lado,
regresó a Inglaterra, cambió de nombre e inició de nuevo, ella al menos así
lo creía, su vida. Llevaba ya aquí casada tres años, y se creía en una
situación completamente segura... porque había mostrado a su marido el
certificado de defunción de algún hombre cuyo apellido ella se había
apropiado... De pronto el primer marido, o también cabe suponer, alguna
mujer falta de escrúpulos que se había unido al inválido, descubrió el
paradero suyo. Escribieron a la señora Munro y la amenazaron con presentarse
y ponerla en la picota. Ella pide entonces cien libras, e intenta comprar su
silencio. A pesar de todo, ellos vienen a Inglaterra Cuando el señor trae
casualmente a colación la noticia de que en la casita hay gente nueva, la
señora sabe ya, de una manera u otra, que se trata de sus perseguidores.
Entonces espera a que su marido esté dormido, y sale de casa
precipitadamente para tratar de convencerlos de que la dejen en paz No
habiendo tenido éxito, vuelve otra vez, a la mañana siguiente, y es entonces
cuando su marido tropieza con ella en el momento en que salía de la casita,
tal como él nos lo ha explicado. La mujer le promete entonces que no volverá
a ir, pero dos días más tarde el anhelo de desembarazarse de aquellos
vecinos temibles se impone a ella con demasiada fuerza, y hace otra
tentativa, llevando la fotografía, que es probable le hubiesen exigido
antes. Cuando se hallan en esa entrevista, llega corriendo la doncella para
anunciar que el amo está de regreso; la esposa, entonces, segura de que
aquél irá derecho a la casita, hace salir apresuradamente a sus moradores
por la puerta trasera, y ellos se esconden probablemente en el bosquecillo
de pinos albares que, según dijo antes, hay cerca de allí. De ese modo el
marido se encuentra con la casa desierta. Sin embargo, me sorprendería
muchísimo que siga estándolo cuando el señor Munro lleve a cabo esta noche
su reconocimiento. ¿Qué opina usted de mi teoría?
—Que toda ella es
una pura suposición.
—Por lo menos con
ella se explican todos los hechos. Tendremos tiempo de rectificarla cuando
lleguen a nuestro conocimiento otros hechos nuevos que no quepan en la misma
Por ahora no podemos hacer otra cosa hasta que recibamos un nuevo mensaje de
nuestro amigo de Norbury.
No tuvimos que esperar mucho. Nos llegó en el momento que
acabábamos de tomar el té. El mensaje decía
«La casita sigue
habitada. He vuelto a ver la cara en la ventana Saldré a la llegada del tren
de las siete, y no daré ningún paso hasta entonces.»
Nos esperaba en
el andén cuando nosotros nos apeamos, y pudimos ver, a la luz de las
lámparas de la estación, que se hallaba muy pálido y que temblaba de
excitación.
—Señor Holmes,
siguen allí —dijo, apoyando una mano en el brazo de mi amigo—. Cuando venía
para aquí vi las luces. Ahora lo pondremos todo en claro de una vez y para
siempre.
—¿Qué plan tiene
usted, según eso? —preguntó Holmes, mientras avanzábamos por la carretera,
oscura y bordéada de árboles.
—Voy a entrar a
la fuerza, y veré con mis propios ojos quién hay dentro de la casa. Quisiera
que ustedes dos estuvieran allí en calidad de testigos.
—¿Está usted
completamente resuelto a ello, no obstante la advertencia de su esposa de
que es preferible que usted no aclare ese misterio?
—Sí, estoy
resuelto.
—Yo creo que hace
usted bien. Es preferible la verdad, cualquiera que sea, a una duda
indefinida Lo mejor que podemos hacer es llegarnos allí ahora mismo. Mirando
las cosas desde el punto de vista legal, no cabe duda de que cometemos un
acto indudablemente incorrecto; pero yo creo que vale la pena correr ese
riesgo.
La noche era muy
oscura, y empezaba a caer una fina llovizna, cuando desembocamos desde la
carretera en un estrecho sendero, de profundas huellas y con setos a uno y
otro lado. Sin embargo, el señor Grant Munro avanzó impaciente, y nosotros
le seguimos a trompicones lo mejor que pudimos.
—Aquellas luces
son las de mi casa —nos dijo por lo bajo, apuntando hacia un leve resplandor
que se veía entre los árboles—, y aquí tenemos la casita en la que yo voy a
entrar.
Al decir esto,
doblamos un recodo del sendero y nos encontramos muy cerca del edificio en
cuestión. Una franja amarilla que cruzaba en sentido vertical el fondo negro
nos mostró que la puerta no se hallaba cerrada del todo, y en el piso de
arriba velase una ventana brillantemente iluminada. Al dirigir hacia ella
nuestra vista, vimos cruzar por detrás del visillo una sombra negra borrosa
—Allí la tienen
ustedes —excIamó Grant Munro—. Ya ven por sus propios ojos que en esa
habitación hay alguien. Y ahora, síganme, y pronto lo sabremos todo.
Se acercó a la
puerta, pero súbitamente salió de la oscuridad una mujer, y quedó dibujada
por el foco luminoso de la lámpara Yo no podía verle la cara en la oscuridad
del contraluz, pero sí vi que ella alzaba los brazos en actitud de súplica
—iPor amor de
Dios, Jack, no entres! —gritó—. Tenía el. presentimiento de que vendrías
esta noche. Piénsalo mejor, corazón. Vuelve a tener fe en mí, y nunca
tendrás que arrepentirte de ello.
—Effie, he tenido
fe en ti demasiado tiempo —exclamó él con severidad—. ¡Suéltame! Tengo que
seguir adelante. Mis amigos y yo vamos a poner en claro el asunto de una vez
y para siempre.
Hizo a un lado a
su esposa, y nosotros le seguimos, muy de cerca. Cuando abrió de par en par
la puerta, corrió a cerrarle el paso una mujer anciana, pero él la hizo
retroceder, y un instante después subíamos todos escaleras arriba. Grant
Munro se abalanzó hacia el cuarto iluminado, y nosotros entramos pisándole
los talones.
Era un cuartito
acogedor y bien amueblado, con dos velas ardiendo encima de la mesa y otras
dos encima de la repisa de la chimenea. En un ángulo, inclinada sobre un
pupitre, se hallaba una persona, que parecía ser una muchachita. Cuando
entramos, ella tenía vuelta la cara hacia otro lado, pero pudimos ver que
vestía un vestido encarnado y tenía puestos unos guantes blancos y largos.
Al darse media vuelta para mirarnos, yo dejé escapar un pequeño grito de
sorpresa y horror. La cara que nos presentó era del más extraordinario color
cadavérico y sus rasgos carecían en absoluto de expresión. Un instante
después quedaba aclarado el misterio. Holmes, acompañando su acción con una
risa, pasó sus manos por detrás de la oreja de la niña y arrancó de su cara
la corteza de una máscara, presentándosenos delante una niña negrita como el
carbón, que mostraba todo el brillo de su blanca dentadura con una expresión
divertida al ver el asombro pintado en nuestros rostros. La alegría de la
niña hizo que rompiera yo a reír por un efecto de simpatía; pero Grant Munro
permaneció inmóvil, asombrado, y agarrándose la garganta con la mano.
—iVálgame Dios!
¿Qué puede significar esto? -exclamó.
—Yo te diré lo
que significa —le gritó su mujer, entrando en la habitación con una
expresión de orgullo y de firmeza en su rostro-. Me has obligado,
contrariando mi propio criterio, a que te lo diga, y ya veremos cómo tú y yo
podemos arreglarlo. Mi marido falleció en Atlanta. Mi hija le sobrevivió.
—iTu hija!
La señora Munro
se sacó del pecho un gran medallón de plata, y dijo:
—Nunca lo has
visto abierto.
—Yo tenía
entendido que no se abría.
Ella apretó un
resorte, y la parte delantera del medallón giró hacia atrás. En el interior
había el retrato de un hombre, de gran belleza y expresión inteligente, pero
cuyos rasgos llevaban el sello inconfundible de su raza africana.
—Este es John
Hebron, de Atlanta—-dijo la señora—, y no hubo jamás en el mundo un hombre
más noble. Yo rompí con mi raza por casarme con él. Mientras él vivió yo no
lamenté ni un instante ese matrimonio. Nuestra desgracia consistió en que la
hija única que tuvimos sacó el parecido a la raza de mi marido más bien que
a la mía. Es cosa que ocurre con frecuencia en semejantes matrimonios, y la
pequeña Lucy salió más morena aún que su padre. Pero, morena o rubia, ella
es mi hijita querida, y el cariño de su madre —la muchachita al oír esas
palabras, cruzó corriendo el cuarto y se apretujó contra el vestido de la
señora Munro. Esta agregó:
—Cuando vine de
Norteamérica la dejé allí; pero fue únicamente porque andaba delicada de
salud y el cambio de clima pudiera habérle perjudicado. La entregué al
cuidado de una leal escocesa que había sido en tiempos sirvienta nuestra
Jamás pensé ni por un mmento negar que ella fuese hija mía Pero cuando la
casualidad te puso a ti en mi camino, Jack, y aprendí a quererte, me entró
miedo de hablarte acerca de mi hija Que Dios me perdone. Temía perderte, y
me faltó valor entonces para confesártelo. Me veía en la necesidad de
escoger entre vosotros dos, y tuve la flaqueza de alejarme de mi hijita. He
mantenido oculta su existencia durante tres años para que tú no lo supieses,
pero recibía noticias de su niñera y sabía que vivía bien. Sin embargo,
acabó por apoderarse de mí un abrumador deseo de volver a estar con mi hija
Luché contra ese deseo, pero fue en vano. Aunque sabía el peligro a que me
exponía, decidí que viniese mi hija, aunque sólo fuese por algunas semanas.
Envié un centenar de libras a la niñera, y le di instrucciones acerca de la
casita, a fin de que pudiera venir como vecina sin que yo apareciese en modo
alguno como relacionada con ella. Llevé mis precauciones hasta el punto de
darle orden de que no dejase salir de casa durante el día a la niña y de que
le cubriese la carita y las manos de manera que ni aún quienes la veían en
la ventana pudiesen chismorrear con la noticia de que había una niña negra
en la vecindad. Si no hubiese tomado tantas precauciones, quizá hubiese
demostrado una prudencia mayor pero me volvía medio loca el temor de que tú
averiguases la verdad. Fuiste tú quien primero me anunció que la casita
estaba ocupada Yo habría esperado hasta la mañana, pero no pude dormir del
nerviosismo, y acabé escabulléndome fuera, sabedora de que era muy difícil
que tú te despertases. Pero me viste, marchar, y allí empezaron todas mis
dificultades. Al siguiente día estaba mi secreto a merced tuya; pero tú te
abstuviste noblemente de llevar adelante tu ventaja. Sin embargo, tres días
más tarde la niñera y la niña tuvieron el tiempo justo para escapar por la
puerta trasera en el momento en que tú te metías en casa por la puerta
delantera. Y esta noche lo has sabido por fin todo. Ahora yo te pregunto qué
va a ser de nosotros, de mi niña y de mí.
La señora Munro entrelazó las
manos en ademan de súplica y esperó la contestación.
Pasaron dos largos minutos antes de que Grant Munro rompiese el silencio, y
cuando contestó, lo hizo con una respuesta de la que a mí me agrada hacer
memoria. Alzó del suelo a la niña, la besó, y luego, siempre con ella en
brazos, alargó la otra mano a su esposa y dio media vuelta en dirección a la
puerta
—Podemos hablar de todo esto con más comodidad en nuestra casa dijo-. Effie,
yo no soy un hombre muy bueno; pero creo, con todo, que soy mejor de lo que
tú me has juzgado.
Holmes y yo bajamos tras ellos hasta salir al sendero, y mi amigo me tiró de
la manga en el momento en que cruzamos la puerta, diciéndome:
—Estoy pensando que seremos más útiles en Londres que en Norbury.
Ya no volvió a hablar una palabra de aquel caso hasta muy entrada la noche,
en el momento en que, con la palmatoria encendida en la mano, se dirigía a
su dormitorio.
—Watson —me dijo—, si en alguna ocasión le parece que yo me muestro
demasiado confiado en mis facultades, o si dedico a un caso un esfuerzo
menor del que se merece, tenga usted la amabilidad de cuchichearme al oído
la palabra Norbury, y le quedaré infinitamente agradecido.
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