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L  a  G r a n  E n c ic l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

La Aventura Del Colegio Priory

Continuación...

 

Arthur Conan Doyle


 

  —¡Admirable! —dijo él—. Un comentario de lo más esclarecedor. Es imposible tal como yo lo expongo, y por tanto debo haber cometido algún error en mi exposición. Sin embargo, usted ha visto lo mismo que yo. ¿Es capaz de— sugerir dónde está el fallo?

            —¿No podría haberse roto el cráneo al caerse?

            —¿En una ciénaga, Watson?

            —No se me ocurre otra cosa.

            —¡Bah, bah! Peores problemas hemos resuelto. Por lo menos, disponemos de material abundante, siempre que sepamos utilizarlo. En marcha, pues, y puesto que el Palmer ya no da más de sí, veamos lo que puede ofrecernos el Dunlop con el parche.

            Encontramos la pista y la seguimos durante un buen trecho; pero en seguida el páramo empezó a elevarse, formando una larga curva cubierta de brezo, y dejamos atrás la corriente de agua. En aquel terreno, las huellas ya no podían ayudarnos más. En el punto donde vimos las últimas señales de neumáticos Dunlop, éstas lo mismo habrían podido dirigirse a la mansión Holdernesse, cuyas señoriales torres se alzaban a varias millas de distancia por nuestra izquierda, que a una aldea de casas bajas y grises situada frente a nosotros y que indicaba la situación de la carretera de Chesterfield.

            Al acercarnos a la destartalada y cochambrosa posada, sobre cuya puerta se veía la figura de un gallo de pelea, Holmes soltó un súbito gemido y se agarró a mi hombro para no caer. Había sufrido una de esas violentas torceduras de tobillo que le dejan a uno incapacitado. Cojeando con dificultad, llegó hasta la puerta, donde un hombre moreno, achaparrado y entrado en años, fumaba una pipa de arcilla negra.

            —¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes.

            —¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos.

            —Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota cuando un hombre es el dueño de la casa. Supongo que no tendrá usted en sus establos nada parecido a un coche.

            —No, no lo tengo.

            —Apenas puedo apoyar el pie en el suelo.

            —Pues no lo apoye en el suelo.

           —Entonces no podré andar.

            —Pues salte.

            Los modales del señor Reuben Hayes no tenían nada de graciosos, pero Holmes se lo tomó con un buen humor admirable.        —Mire, amigo —dijo—. Me encuentro en un apuro algo ridículo y no me importa cómo salir de él.

            —A mí tampoco —dijo el huraño posadero.

            —Se trata de un asunto muy importante. Le pagaría un soberano si me dejara una bicicleta.

            El posadero aguzó el oído.

            —¿Dónde quiere ir usted?

            —A la mansión Holdernesse.

            —Supongo que son amigos del duque —dijo el posadero, observando con mirada irónica nuestras ropas manchadas de barro.

            Holmes se echó a reír alegremente.

            —En cualquier caso, se alegrará de vernos.

            —¿Por que?

            —Porque le traemos noticias de su hijo desaparecido.

            —¿Cómo? ¿Le siguen ustedes la pista?

            —Se han tenido noticias suyas en Liverpool y esperan encontrarlo de un momento a otro.

            De nuevo se produjo un rápido cambio en el rostro macizo y sin afeitar. Sus modales se hicieron de pronto más simpáticos.

            —Tengo menos motivos que casi nadie para desearle buena suerte al duque —dijo—, porque en otro tiempo fui su jefe de cocheras y se portó muy mal conmigo. Me echó a la calle sin un certificado, fiándose de la palabra de un tratante de piensos mentiroso. Pero me alegra saber que se ha localizado al joven señor en Liverpool, y les ayudaré a llevar la noticia a la mansión.

            —Se lo agradezco —dijo Holmes—. Pero primero comeremos algo. Luego me traerá usted la bicicleta.

            —No tengo bicicleta.

            Holmes le enseñó un soberano.

            —Le digo que no tengo, hombre. Les prestaré dos caballos para llegar a la mansión.

            Fue asombrosa la rapidez con que aquel tobillo torcido se curó en cuanto nos quedamos solos en la cocina embaldosada. Estaba a punto de anochecer y no habíamos probado bocado desde primeras horas de la mañana, de manera que dedicamos un buen rato a la comida. Holmes estaba sumido en sus pensamientos, y un par de veces se acercó a la ventana para mirar con gran interés hacia fuera. Daba a un patio mugriento, en cuyo rincón más alejado había una herrería, donde trabajaba un muchacho muy sucio. Al otro lado estaban los establos. Holmes acababa de sentarse después de una de estas excursiones, cuando de pronto saltó de la silla, lanzando una ruidosa exclamación.

            —¡Por el cielo, Watson, creo que ya lo tengo! ¡Sí, sí, tiene que ser así! Watson, ¿recuerda usted haber visto hoy huellas de vaca?

            —Sí, bastantes.

            —¿Dónde?

            —Bueno, por todas partes. Las había en la ciénaga, y también en el sendero, y también cerca de donde murió el pobre Heidegger.

            —Exacto. Y ahora, Watson, ¿cuántas vacas ha visto usted en el páramo?

            —No recuerdo haber visto ninguna.

            —Qué raro, Watson, que hayamos visto huellas de vaca por todo nuestro recorrido, pero ni una sola vaca en todo el páramo. ¿No le parece muy raro, Watson?

            —Sí, es raro.

            —Ahora, Watson, haga un esfuerzo. Intente recordar. ¿Puede ver esas pisadas en el sendero?

            —Sí que puedo.

            —¿Y no recuerda, Watson, que a veces las pisadas eran así —colocó una serie de miguitas de pan de esta forma :::::— y otras veces así : . : . : . y muy de cuando en cuando así . . . ¿Se acuerda de eso?

            —No, no me acuerdo.

            —Pues yo sí. Podría jurarlo. No obstante, podemos volver cuando queramos a comprobarlo. He estado más ciego que un topo al no darme cuenta antes.

            —¿Y de qué se ha dado cuenta?

            —De lo extraordinaria que es esa vaca, que tan pronto anda al paso como al trote como al galope. ¡Por San Jorge, Watson, que una treta como ésa no ha podido salir del cerebro de un tabernero rural! Parece que el terreno está despejado, con excepción de ese chico de la herrería. Escurrámonos fuera, a ver qué encontramos.

            En el destartalado establo había dos caballos de pelo áspero y alborotado. Holmes levantó la pata trasera de uno de ellos y se echó a reír en voz alta.

            —Zapatos viejos, pero recién calzados: herraduras viejas, pero clavos nuevos. Este caso merece pasar a la historia. Acerquémonos a la herrería.

            El muchacho seguía trabajando sin fijarse en nosotros. Vi que la mirada de Holmes pasaba como un rayo de derecha a izquierda, revisando los fragmentos de hierro y madera que había desparramados por el suelo. Pero de pronto oímos pasos detrás de nosotros y apareció el propietario, con las pobladas cejas fruncidas sobre sus feroces ojos y sus morenas facciones retorcidas por la ira.

            Llevaba en la mano una garrota corta con puño metálico y avanzaba de manera tan amenazadora que me alegré de palpar el revólver en mi bolsillo.

            —¡Condenados espías! —gritó el hombre—. ¿Qué están haciendo aquí?

            —¡Caramba, señor Reuben Hayes! —dijo Holmes muy tranquilo—. Cualquiera pensaría que tiene usted miedo de que descubramos algo.

            El hombre se dominó con un violento esfuerzo y su crispada boca se aflojó en una risa falsa, aún más amenazadora que su ceño.

            —Pueden ustedes descubrir lo que quieran en mi herrería —dijo—. Pero mire, señor, no me gusta que la gente ande fisgando por mi casa sin mi permiso, así que, cuanto antes paguen ustedes su cuenta y se larguen de aquí, más contento quedaré.

            —Muy bien, señor Hayes, no teníamos intención de molestar —dijo Holmes—. Hemos estado echando un vistazo a sus caballos; pero me parece que, después de todo, iremos andando. Creo que no está muy lejos.

            —No hay más que dos millas hasta las puertas de la mansión. Por la carretera de la izquierda.

            No nos quitó de encima sus ojos huraños hasta que salimos de su establecimiento.

            No llegamos muy lejos por la carretera, ya que Holmes se detuvo en cuanto la curva nos ocultó de la vista del posadero.

            —Como dicen los niños, en esa posada se estaba caliente, caliente —dijo—. A cada paso que doy alejándome de ella, me siento más frío. No, no; de aquí yo no me marcho.

            —Estoy convencido —dije yo— de que ese Reuben Hayes lo sabe todo. En mi vida he visto un bandido al que se le note tanto.

            —¡Vaya! ¿Esa impresión le dio, eh? Y además, tenemos los caballos, y tenemos la herrería. Sí, señor, un sitio muy interesante este «Gallo de Pelea». Creo qué deberíamos echarle otro vistazo sin molestar a nadie.

            Detrás de nosotros se extendía una prolongada ladera, salpicada de peñascos de caliza gris. Habíamos salido de la carretera y empezábamos a subir la cuesta cuando, al mirar en dirección a la mansión Holdernesse, vi un ciclista que se acercaba a toda velocidad.

            —¡Agáchese, Watson! —exclamó Holmes, posando una pesada mano sobre mi hombro.

            Apenas nos había dado tiempo a ocultarnos cuando el ciclista pasó como un rayo ante nosotros. En medio de una turbulenta nube de polvo pude vislumbrar un rostro pálido y agitado, con la boca abierta y los ojos mirando enloquecidos hacia delante. Era como una extraña caricatura del impecable James Wilder que habíamos conocido la noche anterior.

            —¡El secretario del duque! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, a ver qué hace!

            Nos escabullimos de roca en roca y en pocos momentos alcanzamos una posición desde la que podíamos divisar la puerta delantera de la posada. Junto a ella, apoyada en la pared, estaba la bicicleta de Wilder. No se advertía ningún movimiento en la casa ni pudimos distinguir ningún rostro en las ventanas.

            Poco a poco, el crepúsculo fue avanzando y el sol hundiéndose tras las altas torres de Holdernesse Hall. Entonces, en la oscuridad, vimos que en el patio de la posada se encendían los dos faroles laterales de un carricoche y poco después oímos el repicar de los cascos, mientras el coche salía a la carretera y se alejaba a galope tendido en dirección a Chesterfield.

            —¿Qué piensa usted de esto, Watson? —susurró Holmes.

            —Parece una huida.

            —Un hombre solo en un cochecillo, por lo que he podido ver. Y desde luego, no era el señor James Wilder, porque está ahí, en la puerta.

            En la oscuridad había surgido un rojo cuadrado de luz, y en medio de él se encontraba la negra figura del secretario, con la cabeza adelantada, escudriñando en la noche. Era evidente que estaba esperando a alguien. Por fin se oyeron pasos en la carretera, una segunda figura se hizo visible por un instante, recortada en la luz, se cerró la puerta y todo quedó de nuevo a oscuras. Cinco minutos más tarde se encendió una lámpara en una habitación del primer piso.

            —La clientela del «Gallo de Pelea» parece de lo más curiosa —dijo Holmes.

            —El bar está por el otro lado.

            —Efectivamente. Éstos deben de ser lo que podríamos llamar huéspedes privados. Ahora bien, ¿qué demonios hace el señor James Wilder en ese antro a estas horas de la noche, y quién es el individuo que se cita aquí con él? Vamos, Watson, tenemos que arriesgarnos y procurar investigar esto un poco más de cerca.

            Nos deslizamos juntos hasta la carretera y la cruzamos sigilosamente hasta la puerta de la posada. La bicicleta seguía apoyada en la pared. Holmes encendió una cerilla y la acercó a la rueda trasera. Le oí reír por lo bajo cuando la luz cayó sobre un neumático Dunlop con un parche. Por encima de nosotros estaba la ventana iluminada.

            —Tengo que echar un vistazo ahí dentro, Watson. Si dobla usted la espalda y se apoya en la pared, creo que podré arreglármelas.

            Un instante después, tenía sus pies sobre mis hombros. Pero apenas se había subido cuando volvió a bajar.

            —Vamos, amigo mío —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por hoy. Creo que hemos cosechado todo lo posible. Hay un largo trayecto hasta el colegio, y cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor.

            Durante la penosa caminata a través del páramo, Holmes apenas si abrió la boca. Tampoco quiso entrar en el colegio cuando llegamos a él, sino que seguimos hasta la estación de Mackleton, desde donde Holmes envió varios telegramas. Aquella noche, ya tarde, le oí consolar al doctor Huxtable, abrumado por la trágica muerte de su profesor, y más tarde entró en mi habitación, tan despierto y vigoroso como cuando salimos por la mañana.

            —Todo va bien, amigo mío —dijo—. Le prometo que antes de mañana por la tarde habremos dado con la solución del misterio.

            A las once de la mañana del día siguiente, mi amigo y yo avanzábamos por la famosa avenida de los tejos de Holdernesse Hall. Nos franquearon el magnífico portal isabelino y nos hicieron pasar al despacho de su excelencia. Allí encontramos al señor James Wilder, serio y cortés, pero todavía con algunas huellas del terrible espanto de la noche anterior acechando en su mirada furtiva y sus facciones temblorosas.

            —¿Vienen ustedes a ver a su excelencia? Lo siento, pero el caso es que el duque no se encuentra nada bien. Le han trastornado muchísimo las trágicas noticias. Ayer por la tarde recibimos un telegrama del doctor Huxtable informándonos de lo que ustedes habían descubierto.

            —Tengo que ver al duque, señor Wilder.

            —Es que está en su habitación.

            —Entonces, tendré que ir a su habitación.

            —Creo que está en la cama.

            —Pues lo veré en la cama.

            La actitud fría e inexorable de Holmes convenció al secretario de que era inútil discutir con él.

            —Muy bien, señor Holmes; le diré que están ustedes aquí.

            Tras media hora de espera, apareció el gran personaje. Su rostro estaba más cadavérico que nunca, tenía los hombros hundidos y, en conjunto, parecía un hombre mucho más viejo que el de la mañana anterior. Nos saludó con señorial cortesía y se sentó ante su escritorio, con su barba roja cayéndole sobre la mesa.

            —¿Y bien, señor Holmes? —dijo.

            Pero los ojos de mi amigo estaban clavados en el secretario, que permanecía de pie junto al sillón de su jefe.

            —Creo, excelencia, que hablaría con más libertad si no estuviera presente el señor Wilder.

            El aludido palideció un poco más y dirigió a Holmes una mirada malévola.

            —Si su excelencia lo desea...

            —Sí, sí, será mejor que se retire. Y ahora, señor Holmes, ¿qué tiene usted que decir?

            Mi amigo aguardó hasta que la puerta se hubo cerrado tras la salida del secretario.

            —El caso es, excelencia, que mi compañero el doctor Watson y yo recibimos del doctor Huxtable la seguridad de que se había ofrecido una recompensa, y me gustaría oírlo confirmado por su propia boca.

            —Desde luego, señor Holmes.

            —Si no estoy mal informado, ascendía a cinco mil libras para la persona que le diga dónde se encuentra su hijo.

            —Exacto.

            —Y otras mil para quien identifique a la persona o personas que lo tienen retenido.

            —Exacto.

            —Y sin duda, en este último apartado están incluidos no sólo los que se lo llevaron, sino también los que conspiran para mantenerlo en su actual situación.

            —¡Sí, sí! —exclamó el duque con impaciencia—. Si hace usted bien su trabajo, señor Sherlock Holmes, no tendrá motivos para quejarse de que se le ha tratado con tacañería.

            Mi amigo se frotó las huesudas manos con una expresión de codicia que me sorprendió, conociendo como conocía sus costumbres frugales.

            —Me parece ver el talonario de cheques de su excelencia sobre la mesa —dijo—. Me gustaría que me extendiera un cheque por la suma de seis mil liras, y creo que lo mejor sería que lo cruzase. Tengo mi cuenta en el Capital and Counties Bank, sucursal de Oxford Street.

            Su excelencia se irguió muy serio en su sillón y dirigió a mi amigo una mirada gélida.

            —¿Se trata de una broma, señor Holmes? No es un asunto como para hacer chistes.

            —En absoluto, excelencia. En mi vida he hablado más en serio.

            —Entonces, ¿qué significa esto?

            —Significa que me he ganado la recompensa. Sé dónde está su hijo y conozco por lo menos a algunas de las personas que lo retienen.

            La barba del duque parecía más rabiosamente roja que nunca, en contraste con la palidez cadavérica de su rostro.

            —¿Dónde está? —preguntó con voz entrecortada.

            —Está, o al menos estaba anoche, en la posada del «Gallo de Pelea», a unas dos millas de las puertas de su finca.

            El duque se dejó caer hacia atrás en su asiento.

            —¿Y a quién acusa usted?

            La respuesta de Sherlock Holmes fue asombrosa. Dio un rápido paso hacia delante y tocó al duque en el hombro.

            —Lo acuso a usted —dijo—. Y ahora, excelencia, tengo que insistir en lo del cheque.

            Jamás olvidaré la expresión del duque cuando se levantó de un salto agarrando el aire con la mano, como quien cae en un abismo. Después, con un extraordinario esfuerzo de aristocrático autodominio, se sentó y sepultó la cabeza entre las manos. Transcurrieron algunos minutos antes de que hablara.

            —¿Cuánto sabe usted? —preguntó por fin, sin levantar la cabeza.

            —Los vi a ustedes dos juntos anoche.

            —¿Lo sabe alguien más, aparte de su amigo?      —No se lo he contado a nadie.

            El duque tomó una pluma con sus dedos temblorosos y abrió su talonario de cheques.

            —Cumpliré mi palabra, señor Holmes. Voy a extenderle su cheque, por mucho que me desagrade la información que usted me ha traído. Poco sospechaba, cuando ofrecí la recompensa, el giro que iban a tomar los acontecimientos. Supongo, señor Holmes, que usted y su amigo son personas discretas.

            —Temo no entender a su excelencia.

            —Lo diré claramente, señor Holmes. Si sólo ustedes dos están al corriente de los hechos, no hay razón para que esto siga adelante. Creo que la suma que les debo asciende a doce mil libras, ¿no es así?

            Pero Holmes sonrió y sacudió la cabeza.

            —Me temo, excelencia, que las cosas no podrán arreglarse con tanta facilidad. Hay que tener en cuenta la muerte de ese profesor.

            —Pero James no sabía nada de eso. No puede usted culparle de ello. Fue obra de ese canalla brutal que tuvo la desgracia de utilizar.

            —Excelencia, yo tengo que partir del supuesto de que cuando un hombre se embarca en un delito es moralmente culpable de cualquier otro delito que se derive del primero.

            —Moralmente, señor Holmes. Desde luego, tiene usted razón. Pero no a los ojos de la ley, sin duda. No se puede condenar a un hombre por un crimen en el que no estuvo presente y que le resulta tan odioso y repugnante como a usted. En cuanto se enteró de lo ocurrido me lo confesó todo, lleno de espanto y remordimiento. No tardó ni una hora en romper por completo con el asesino. ¡Oh, señor Holmes, tiene usted que salvarle! ¡Tiene que salvarle, le digo que tiene que salvarle! —el duque había abandonado todo intento de dominarse y daba zancadas por la habitación, con el rostro convulso y agitando furiosamente los puños en el aire. Por fin consiguió controlarse y se sentó de nuevo ante su escritorio—. Agradezco lo que ha hecho al venir aquí antes de hablar con nadie más. Al menos, así podremos cambiar impresiones sobre la manera de reducir al mínimo este horroroso escándalo.

            —Exacto —dijo Holmes—. Creo, excelencia, que eso sólo podremos lograrlo si hablamos con absoluta y completa sinceridad. Estoy dispuesto a ayudar a su excelencia todo lo que pueda, pero para hacerlo necesito conocer hasta el último detalle del asunto. Creo haber entendido que se refería usted al señor James Wilder, y que él no es el asesino.

            —No; el asesino ha escapado.

            Sherlock Holmes sonrió con humildad.

            —Se nota que su excelencia no está enterado de la modesta reputación que poseo, pues de lo contrario no pensaría que es tan fácil escapar de mí. El señor Reuben Hayes fue detenido en Chesterfield, por indicación mía, a las once en punto de anoche. Recibí un telegrama del jefe local de policía esta mañana antes de salir del colegio.

            El duque se recostó en su silla y miró atónito a mi amigo.

            —Parece que tiene usted poderes más que humanos —dijo—. ¿Así que han cogido a Reuben Hayes? Me alegro de saberlo, siempre que ello no perjudique a James.

            —¿Su secretario?

            —No, señor. Mi hijo.

            Ahora le tocaba a Holmes asombrarse.

            —Confieso que esto es completamente nuevo para mí, excelencia. Debo rogarle que sea más explícito.

            —No le ocultaré nada. Estoy de acuerdo con usted en que la absoluta sinceridad, por muy penosa que me resulte, es la mejor política en esta desesperada situación a la que nos ha conducido la locura y los celos de James. Cuando yo era joven, señor Holmes, tuve un amor de esos que sólo se dan una vez en la vida. Me ofrecí a casarme con la dama, pero ella se negó, alegando que un matrimonio semejante podría perjudicar mi carrera. De haber seguido ella viva, jamás me habría casado con otra. Pero murió y me dejó este hijo, al que yo he cuidado y mimado por amor a ella. No podía reconocer la paternidad ante el mundo, pero le di la mejor educación y desde que se hizo hombre lo he mantenido cerca de mí. Descubrió mi secreto, y desde entonces se ha aprovechado de la influencia que tiene sobre mí y de su posibilidad de provocar un escándalo, que es algo que yo aborrezco. Su presencia ha tenido bastante que ver en el fracaso de mi matrimonio. Por encima de todo, odiaba a mi joven y legítimo heredero, desde el primer momento y con un odio incontenible. Se preguntará usted por qué mantuve a James bajo mi techo en semejantes circunstancias. La respuesta es que en él veía el rostro de su madre, y por devoción a ella aguanté sufrimientos sin fin. No sólo su rostro, sino todas sus maravillosas cualidades... no había una que él no me sugiriera y recordara. Pero tenía tanto miedo de que le hiciera algún daño a Arthur..., es decir, a lord Saltire... que, por su seguridad, envié a éste al colegio del doctor Huxtable.

            »James se puso en contacto con este individuo Hayes, porque el hombre era arrendatario mío y James actuaba como apoderado. Este sujeto fue siempre un canalla, pero por alguna extraña razón James hizo amistad con él. Siempre le atrajeron las malas compañías. Cuando James decidió secuestrar a lord Saltire, recurrió a los servicios de este hombre. Recordará usted que yo escribí a Arthur el último día. Pues bien, James abrió la carta e introdujo una nota citando a Arthur en un bosquecillo llamado Ragged Shaw, que se encuentra cerca del colegio. Utilizó el nombre de la duquesa y de este modo consiguió que el muchacho acudiese. Aquella tarde, James fue al bosque en bicicleta —le estoy contando lo que él mismo me ha confesado— y le dijo a Arthur que su madre quería verlo, que le aguardaba' en el páramo y que si volvía al bosque a medianoche encontraría a un hombre con un caballo que lo llevaría hasta ella. El pobre Arthur cayó en la trampa. Acudió a la cita y encontró a este individuo, con un poni para él. Arthur montó, y los dos partieron juntos. Parece ser, aunque de esto James no se enteró hasta ayer, que los siguieron, que Hayes golpeó al perseguidor con su bastón y que el hombre murió a consecuencia de las heridas. Hayes llevó a Arthur a esa taberna, "El Gallo de Pelea", donde lo encerraron en una habitación del primer piso, al cuidado de la señora Hayes, una mujer bondadosa pero completamente dominada por su brutal marido.

            »Pues bien, señor Holmes, así estaban las cosas cuando nos vimos por primera vez, hace dos días. Yo sabía tan poco como usted. Me preguntará usted qué motivos tenía James para cometer semejante fechoría. Yo le respondo que había mucho de locura y fanatismo en el odio que sentía por mi heredero. En su opinión, él era quien debería heredar todas mis propiedades, y experimentaba un profundo resentimiento por las leyes sociales que lo hacían imposible. Pero, al mismo tiempo, tenía también un motivo concreto. Pretendía que yo alterase el sistema de herencia, creyendo que entraba dentro de mis poderes hacerlo, y se proponía hacer un trato conmigo: devolverme a Arthur si yo alteraba el sistema, de manera que pudiera dejar—, le las tierras en testamento. Sabía muy bien que yo, por iniciativa propia, jamás recurriría a la policía contra él. He dicho que pensaba proponerme este trato, pero en realidad no llegó a hacerlo, porque todo ocurrió demasiado deprisa para él y no tuvo tiempo de poner en práctica sus planes.

            »Lo que dio al traste con toda su malvada maquinación fue que usted descubriera el cadáver de ese Heidegger. La noticia dejó a James horrorizado. La recibimos ayer, estando los dos en este despacho. El doctor Huxtable envió un telegrama. James quedó tan abrumado por el dolor y la angustia, que las sospechas que yo no había podido evitar sentir se convirtieron al instante en certeza, y lo acusé del crimen. Hizo una confesión completa y voluntaria, y a continuación me suplicó que mantuviera su secreto durante tres días más, para darle a su miserable cómplice una oportunidad de salvar su criminal vida. Accedí a sus súplicas, como siempre he accedido, y al instante James salió disparado hacia "El Gallo de Pelea" para avisar a Hayes y proporcionarle medios de huida. Yo no podía presentarme allí a la luz del día sin provocar comentarios, pero en cuanto se hizo de noche acudí corriendo a ver a mi querido Arthur. Lo encontré sano y salvo, pero aterrado hasta lo indecible por el espantoso crimen que había presenciado. Ateniéndome a mi promesa, y de muy mala gana, consentí en dejarlo allí tres días, al cuidado de la señora Hayes, ya que, evidentemente, era imposible informar a la policía de su paradero sin decirles también quién era el asesino, y yo no veía la manera de castigar al criminal sin que ello acarreara la ruina a mi desdichado James. Me pidió usted sinceridad, señor Holmes, y le he cogido la palabra. Ya se lo he contado todo, sin circunloquios ni ocultaciones. A su vez, sea usted igual de sincero conmigo.

            —Lo seré —dijo Holmes—. En primer lugar, excelencia, tengo que decirle que se ha colocado usted en una posición muy grave a los ojos de la ley. Ha ocultado un delito y ha colaborado en la huida de un asesino. Porque no me cabe duda de que si James Wilder llevó algún dinero para ayudar a la fuga de su cómplice, este dinero salió de la cartera de su excelencia.

            El duque asintió con la cabeza.

            —Se trata de un asunto verdaderamente grave. Pero en mi opinión, excelencia, aún más culpable es su actitud para con su hijo pequeño. Lo ha dejado tres días en ese antro...

            —Bajo solemnes promesas...

            —¿Qué son las promesas para esa clase de gente? No tiene usted ninguna garantía de que no se lo vuelvan a llevar. Para complacer a su culpable hijo mayor, ha expuesto a su inocente hijo menor a un peligro inminente e innecesario. Ha sido un acto absolutamente injustificable.

            El orgulloso señor de Holdernesse no estaba acostumbrado a que lo tratasen de ese modo en su propio palacio ducal. Se le subió la sangre a su altiva frente, pero la conciencia le hizo permanecer mudo.

            —Le ayudaré, pero sólo con una condición: que llame usted a su lacayo y me permita darle las órdenes que yo quiera.

            Sin pronunciar palabra, el duque apretó un timbre eléctrico. Un sirviente entró en la habitación.

            —Le alegrará saber —dijo Holmes— que su joven señor ha sido encontrado. El duque desea que salga inmediatamente un coche hacia la posada "El Gallo de Pelea" para traer a casa a lord Saltire. Y ahora —prosiguió Holmes cuando el jubiloso lacayo hubo desaparecido—, habiendo asegurado el futuro, podemos permitirnos ser más indulgentes con el pasado. Yo no ocupo un cargo oficial v mientras se cumplan los objetivos de la justicia no tengo por qué revelar todo lo que sé. En cuanto a Hayes, no digo nada. Le espera la horca, y no pienso hacer nada para salvarlo de ella. No puedo saber lo que va a declarar, pero estoy seguro de que su excelencia podrá hacerle comprender que le interesa guardar silencio. Desde el punto de vista de la policía, parecerá que ha secuestrado al niño con la intención de pedir rescate. Si no lo averiguan ellos por su cuenta, no veo por qué habría yo de ayudarlos a ampliar sus puntos de vista. Sin embargo, debo advertir a su excelencia de que la continua presencia del señor James Wilder en su casa sólo puede acarrear desgracias.

            —Me doy cuenta de eso, señor Holmes, v ya está decidido que me dejará para siempre y marchará a buscar fortuna en Australia.

            —En tal caso, excelencia, puesto que usted mismo ha reconocido que fue su presencia lo que estropeó su vida matrimonial, le aconsejaría que procurara arreglar las cosas con la duquesa e intentara reanudar esas relaciones que fueron tan lamentablemente interrumpidas.

            —También eso lo he arreglado, señor Holmes. He escrito a la duquesa esta mañana.

            —En tal caso —dijo Holmes, levantándose—, creo que mi amigo y yo podemos felicitarnos por varios excelentes resultados obtenidos en nuestra pequeña visita al Norte. Hay otro pequeño detalle que me gustaría aclarar. Este individuo Hayes había herrado sus caballos con herraduras que imitaban las pisadas de vacas. ¿Fue el señor Wilder quien le enseñó un truco tan extraordinario?

            El duque se quedó pensativo un momento, con una expresión de intensa sorpresa en su rostro. Luego abrió una puerta y nos hizo pasar a un amplio salón, arreglado como museo. Nos guió a una vitrina de cristal instalada en un rincón v señaló la inscripción.

            «Estas herraduras —decía— se encontraron en el foso de Holdernesse Hall. Son para herrar caballos, pero por abajo tienen la forma de una pezuña hendida para despistar a los perseguidores. Se supone que pertenecieron a alguno de los barones de Holdernesse que actuaron como salteadores en la Edad Media.»

            Holmes abrió la vitrina, se humedeció un dedo, lo pasó por la herradura. Sobre su piel quedó una fina capa de barro reciente.

            —Gracias —dijo, volviendo a cerrar el cristal—. Es la segunda cosa más interesante que he visto en el Norte.

            —¿Y cuál es la primera?

            Holmes dobló su cheque y lo guardó con cuidado en su cuaderno de notas.

            —Soy un hombre pobre —dijo, dando palmaditas cariñosas al cuaderno antes de introducirlo en las profundidades de un bolsillo interior.

 

Fundación Educativa Héctor A. García