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L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
El
carbunclo azul
ARTHUR
CONAN DOYLE
Dos días después de
la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de
transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en
el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un
montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al
alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera, y de una
esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento,
gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas
dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí
con el fin de examinarlo.
––Veo que está
usted ocupado ––dije––. ¿Le interrumpo?
––Nada de eso.
Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis conclusiones. Se
trata de un caso absolutamente trivial ––señaló con el pulgar el viejo
sombrero––, pero algunos detalles relacionados con él no carecen por
completo de interés, e incluso resultan instructivos.
Me senté en su
butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena
helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
––Supongo
––comenté–– que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una
historia terrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solución de
algún misterio y al castigo de algún delito.
––No, qué va.
Nada de crímenes ––dijo Sherlock Holmes, echándose a reír––. Tan sólo uno de
esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro
millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre
las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier
combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños
problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin tener nada de
delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.
––Ya lo creo
––comenté––. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido
a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto
legal.
––Exacto. Se
refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al
curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del
labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece
a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
––Sí.
––Este trofeo le
pertenece.
––¿Es su
sombrero?
––No, no, lo
encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un
sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero,
cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un ganso cebado
que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson.
Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de
Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba
de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por Tottenham
Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que caminaba
delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al
llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este
desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero de
un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo
sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás.
Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus
agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo
una persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies
en polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás
de Tottenham Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a
Peterson, que quedó dueño del campo de batalla y también del botín de
guerra, formado por este destartalado sombrero y un impecable ejemplar de
ganso de Navidad.
––¿Cómo es que
no se los devolvió a su dueño?
––Mi querido
amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a
la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también
es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H.
B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y
varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de
ellos sus propiedades perdidas.
––¿Y qué hizo
entonces Peterson?
––La misma
mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me
interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso
hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada,
más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo
encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y
yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su
cena de Navidad.
––¿No puso
ningún anuncio?
––No.
––¿Y qué pistas
tiene usted de su identidad?
––Sólo lo que
podemos deducir.
––¿De su
sombrero?
––Exactamente.
––Está usted de
broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?
––Aquí tiene mi
lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la
personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo
en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero
negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja,
pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del
fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un
costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma
elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo
y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las
partes descoloridas pintándolas con tinta.
––No veo nada
––dije, devolviéndoselo a mi amigo.
––Al contrario,
Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo
que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.
––Entonces, por
favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.
Lo cogió de mis
manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico.
––Quizás podría
haber resultado más sugerente ––dijo––, pero aun así hay unas cuantas
deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo
de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un
hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era
bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un
hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una
regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que
sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto
podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de
amarle.
––¡Pero...
Holmes, por favor!
––Sin embargo,
aún conserva un cierto grado de amor propio ––continuó, sin hacer caso de
mis protestas––. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se
encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que
se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los
datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de
paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.
––Se burla usted
de mí, Holmes.
––Ni muchos
menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea
usted incapaz de ver cómo los he obtenido?
––No cabe duda
de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle.
Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?
A modo de
respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por
completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.
––Cuestión de
capacidad cúbica ––dijo––. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que
tener algo dentro.
––¿Y su declive
económico?
––Este sombrero
tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y
curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la
cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este
hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde
entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.
––Bueno, sí,
desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión
moral?
Sherlock Holmes
se echó a reír.
––Aquí está la
precisión ––dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma
suj etasombreros––. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre
lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la
molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que
desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en cambiarla,
resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra
claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado
disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha
perdido por completo su amor propio.
––Desde luego,
es un razonamiento plausible.
––Los otros
detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y
el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del
forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente
cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un
inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris
y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual
demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del
tiempo; y las manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que
el propietario transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede
encontrarse en buena forma física.
––Pero lo de su
mujer... dice usted que ha dejado de amarle.
––Este sombrero
no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con
polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en
semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el
cariño de su mujer.
––Pero podría
tratarse de un soltero.
––No, llevaba a
casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la
pata del ave.
––Tiene usted
respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación
de gas en su casa?
––Una mancha de
sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos
que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en
frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada
noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En
cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está usted
satisfecho?
––Bueno, es muy
ingenioso ––dije, echándome a reír––. Pero, puesto que no se ha cometido
ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a
excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de
energía.
Sherlock Holmes
había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par
y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido y una
expresión de asombro sin límites.
––¡El ganso,
señor Holmes! ¡El ganso, señor! ––decía jadeante.
––¿Eh? ¿Qué pasa
con él? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de la
cocina? ––Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del
hombre.
––¡Mire, señor!
¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! ––extendió la mano y mostró
en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante
más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como
una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano.
Sherlock Holmes
se incorporó lanzando un silbido.
––¡Por Júpiter,
Peterson! ––exclamó––. ¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que
sabe lo que tiene en la mano.
––¡Un diamante,
señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla!
––Es más que una
piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
––¿No se
referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? ––exclamé yo.
––Precisamente.
No podría dejar de reconocer su tamaño y forma, después de haber estado
leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra
absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden hacer conjeturas, pero
la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la
vigésima parte de su precio en el mercado.
––¡Mil libras!
¡Santo Dios misericordioso! ––el recadero se desplomó sobre una silla,
mirándonos alternativamente a uno y a otro.
––Ésa es la
recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones
sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se
desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla.
––Si no recuerdo
mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan ––comenté.
––Exactamente,
el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de
haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan
sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí
un informe ––rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que
seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:
«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de 26 años, fontanero,
ha sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corriente,
del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como "el
carbunclo azul". James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día
del robo había conducido a Horner al gabinete de la condesa de Morcar, para
que soldara el segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba
suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo
que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el
escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que,
según se supo luego, la condesa acostumbraba a guardar la joya, estaba
tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Horner
fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su
poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró
haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo, y
haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya
descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B,
confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su
inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el
detenido había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó
a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner,
que dio muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al
oír la decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»
––¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía ––dijo Holmes, pensativo––.
Ahora, la cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde
un joyero desvalijado, en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham
Court Road, en el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han
adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí
está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry
Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características con
las que le he estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio
a la tarea de localizar a este caballero y determinar el papel que ha
desempeñado en este pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método
más sencillo, que sin duda consiste en poner un anuncio en todos los
periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos a otros métodos.
––¿Qué va usted a decir?
––Déme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un
sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry
Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de
Baker Street». Claro y conciso.
––Mucho. Pero ¿lo verá él?
––Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se
trata de una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al
romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en
huir; pero luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar
el ave. Pero además, al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea,
porque todos los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson,
corra a la agencia y que inserten este anuncio en los periódicos de la
tarde.
––¿En cuáles, señor?
––Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St. James Gazette, el
Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
––Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
––Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de
vuelta compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este
caballero a cambio del que se está comiendo su familia.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al
trasluz.
––¡Qué maravilla! ––dijo––. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto,
esto es como un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras
preciosas. Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más
antiguas, se puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento.
Esta piedra aún no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas
del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de poseer
todas las características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar
de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial.
Ha habido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios
robos, todo por culpa de estos doce kilates de carbón cristalizado. ¿Quién
pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y
la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la
condesa, avisándole de que lo tenemos.
––¿Cree usted que ese Horner es inocente?
––No lo puedo saber.
––Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con
el asunto?
––Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente
inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valla mucho más que
si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante
una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio.
––¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
––Nada.
––En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la
hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan
embrollado.
––Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto
que, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la
señora Hudson que examine cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media cuando
pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con
boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el
brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la
puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes.
––El señor Henry Baker, supongo ––dijo Holmes, levantándose de su butaca y
saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil
le resultaba adoptar––. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker.
Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que
al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su sombrero,
señor Baker?
––Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro
amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño
canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero
temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca
de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con
el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se
advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y
entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la
impresión de un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
––Hemos guardado estas cosas durante varios días ––dijo Holmes–– porque
esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no
puso usted el anuncio. Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
––No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos ––dijo––. Estaba
convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi
sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano
intento de recuperarlos.
––Es muy natural. A propósito del ave... nos vimos obligados a comérnosla.
––¡Se la comieron! ––nuestro visitante estaba tan excitado que casi se
levantó de la silla.
––Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este
otro ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y
está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
––¡Oh, desde luego, desde luego! ––respondió el señor Baker con un suspiro
de alivio.
––Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos
de su ganso, así que si usted quiere...
El hombre se echó a reír de buena gana.
––Podrían servirme como recuerdo de la aventura ––dijo––, pero aparte de
eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi
difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones
a la excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un
encogimiento de hombros.
––Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave ––dijo––. Por cierto, ¿le
importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a
las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.
––Desde luego, señor ––dijo Baker, que se había levantado, con su recién
adquirida propiedad bajo el brazo––. Algunos de nosotros frecuentamos el
mesón Alpha, cerca del museo... Durante el día, sabe usted, nos encontramos
en el museo mismo. Este año, el patrón, que se llama Windigate, estableció
un Club del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana,
recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el
resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina
escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su
camino.
––Con esto queda liquidado el señor Henry Baker ––dijo Holmes, después de
cerrar la puerta tras él––. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene
usted hambre, Watson?
––No demasiada.
––Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras
aún esté fresca.
––Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos
envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban
con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía
tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas
mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street
y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de
hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un
pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles
que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos
de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco.
––Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos ––dijo.
––¡Mis gansos! ––el hombre parecía sorprendido.
––Sí. Hace tan sólo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker,
que es miembro de su Club del Ganso.
––¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.
––¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
––Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
––¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?
––Se llama Breckinridge.
––¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su
casa. Buenas noches.
––Y ahora, vamos a por el señor Breckinridge ––continuó, abotonándose el
gabán mientras salíamos al aire helado de la calle––. Recuerde, Watson, que
aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso,
en el otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos
forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra
investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una
linea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble
casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo.
¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, yzigzagueamos por una serie
de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos
más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre
con aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba
ayudando a un muchacho a echar el cierre.
––Buenas noches, y fresquitas ––dijo Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.
––Por lo que veo, se le han terminado los gansos ––continuó Holmes,
señalando los estantes de mármol vacíos.
––Mañana por la mañana podré venderle quinientos.
––Eso no me sirve.
––Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.
––Oiga, que vengo recomendado.
––¿Por quién?
––Por el dueño del Alpha.
––Ah, sí. Le envié un par de docenas.
––Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted? Ante mi sorpresa, la
pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
––Oiga usted, señor ––dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras––.
¿Adónde quiere llegar? Me gustan la cosas claritas.
––He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que
suministró al Alpha.
––Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
––Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por
una nimiedad.
––¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen
tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe
terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién
le ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?»
Cualquiera diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el
alboroto que se arma con ellos.
––Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado
interrogando ––dijo Holmes con tono indiferente––. Si no nos lo quiere
decir, la apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves
de corral y he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo.
––Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres
––atajó el vendedor.
––De eso, nada.
––Le digo yo que sí.
––No le creo.
––¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era
un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de
Londres.
––No conseguirá convencerme.
––¿Quiere apostar algo?
––Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le
apuesto un soberano, sólo para que aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rió por lo bajo y dijo:
––Tráeme los libros, Bill.
El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas
grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara.
––Y ahora, señor Sabelotodo ––dijo el vendedor––, creía que no me quedaban
gansos, pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este
librito?
––Sí, ¿y qué?
––Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están
los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de
su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta
roja? Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fijese en el
tercer nombre. Léamelo.
––Señora Oakshott,117 Brixton Road... 249 ––leyó Holmes.
––Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la página
indicada.
––Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y
pollería.
––Muy bien. ¿Cuáles la última entrada?
––Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis
peniques.
––Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
––Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
––¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del
bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien
está tan fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros
se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso
tan característico en él.
––Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el «Pink
`Un» asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá
sonsacar mediante una apuesta ––dijo––. Me atrevería a decir que si le
hubiera puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una
información tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba
una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de
nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos
visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana.
Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas
interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo...
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío
procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta,
vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del
círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el
tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente
sus puños en dirección a la figura encogida del otro.
––¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! ––gritaba––. ¡Váyanse todos al
diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro.
Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le
importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos?
––No, pero uno de ellos era mío ––gimió el hombrecillo. ––Pues pídaselo a la
señora Oakshott.
––Ella me dijo que se lo pidiera a usted.
––Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto
más. ¡Largo de aquí!
Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre
las tinieblas.
––Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road ––susurró Holmes––.
Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún
rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en
alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se
volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había
desaparecido todo rastro de color.
––¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ––preguntó con voz temblorosa.
––Perdone usted ––dijo Holmes en tono suave––, pero no he podido evitar oír
lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría
ayudarle.
––¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
––Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no
saben.
––Pero usted no puede saber nada de esto.
––Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora
Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que
éste a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su club, uno de
cuyos miembros es el señor Henry Baker.
––Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito ––exclamó el hombrecillo,
con las manos extendidas y los dedos temblorosos––. Me sería dificil
explicarle el interés que tengo en este asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
––En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable,
y no en este mercado azotado por el viento ––dijo––. Pero antes de seguir
adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
El hombre vaciló un instante.
––Me llamo John Robinson ––respondió, con una mirada de soslayo.
––No, no, el nombre verdadero ––dijo Holmes en tono amable––. Siempre
resulta incómodo tratar de negocios con un alias.
Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.
––Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder.
––Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche
y pronto podré informarle de todo lo que desea saber.
El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio
esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte
o una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos
encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había
pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración
agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos
hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.
––¡Henos aquí! ––dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la
habitación––. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que
tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre.
Permita que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya
está! ¿Así que quiere usted saber lo que fue de aquellos gansos?
––Sí, señor.
––O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le
interesaba era un ave concreta... blanca, con una franja negra en la cola.
Ryder se estremeció de emoción.
––¡Oh, señor! ––exclamó––. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?
––Aquí.
––¿Aquí?
––Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese
tanto. Como que puso un huevo después de muerta... el huevo azul más
pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi
museo.
Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano
derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el
carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que
irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones
contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del
mismo.
––Se acabó el juego, Ryder ––dijo Holmes muy tranquilo––. Sosténgase,
hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta
sangre fría para meterse en robos impunemente. Déle un trago de brandy. Así.
Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!
Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo
subir un toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con
ojos asustados a su acusador.
––Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría
necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que
aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar
de esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder?
––Fue Catherine Cusack quien me habló de ella ––dijo el hombre con voz
cascada.
––Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de
golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes
para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en
los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco
miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado
hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de
todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack
hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron
para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se
marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese
pobre hombre. A continuación...
De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas
de mi compañero.
––¡Por amor de Dios, tenga compasión! ––chillaba––. ¡Piense en mi padre! ¡En
mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo
volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los
tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga!
––¡Vuelva a sentarse en la silla! ––dijo Holmes rudamente––. Es muy bonito
eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre
Horner, preso por un delito del que no sabe nada.
––Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos
contra él.
––¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del
siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el
ganso al mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única
esperanza de salvación.
Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
––Le diré lo que sucedió, señor ––dijo––. Una vez detenido Horner, me
pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía
en qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi
habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera
a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo
llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos
para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba
un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de
llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me
preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba
nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me
fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley que se fue por el mal
camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y
se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían
de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de
asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y
confiarle mi situación. Él me indicará cómo convertir la piedra en dinero.
Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había
pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían
detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi
chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos
que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea
para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus
gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra.
Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta
Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con
uno de los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la
cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan
abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra
pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y
aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví para
hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus
compañeros.
»––¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? ––preguntó mi hermana.
»––Bueno ––dije––, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad,
estaba mirando cuál es el más gordo.
»––Oh, ya hemos apartado uno para ti ––dijo ella––. Lo llamamos el ganso de
Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti,
otro para nosotros y dos docenas para vender.
»––Gracias, Maggie ––dije yo––. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro
que estaba examinando.
»––El otro pesa por lo menos tres libras más ––dijo ella––, y lo hemos
engordado expresamente para ti.
»––No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora ––dije.
»—Bueno, como quieras ––dijo ella, un poco mosqueada––. ¿Cuál es el que
dices que quieres?
»––Aquel blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.
»––De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi
amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le
puede contar una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos
un cuchillo y abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque allí no
había ni rastro de la piedra, y comprendí que había cometido una terrible
equivocación. Dejé el ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al
patio. No había ni un ganso a la vista.
»––¿Dónde están todos, Maggie? ––exclamé.
»––Se los llevaron a la tienda.
»––¿A qué tienda?
»––A la de Breckinridge, en Covent Garden.
»––¿Había otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé?
––pregunté.
»––Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos.
»Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de
mis piernas en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote
y se negó a decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas
las veces ha sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A
veces, yo también lo creo. Y ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, y
sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que
Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade de mí!
Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos.
Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por su agitada respiración y por
el rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la
mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.
––¡Váyase! ––dijo.
––¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!
––Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!
Y no hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un pataleo
en la escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la
calle.
––Al fin y al cabo, Watson ––dijo Holmes, estirando la mano en busca de su
pipa de arcilla––, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si
Horner corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará
contra él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a
un delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo
no volverá a descarriarse. Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo
convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en
época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de
lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si
tiene usted la amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos
otra investigación, cuyo tema principal será también un ave de corral.
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