L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
La
Aventura De La Ciclista Solitaria
Arthur Conan Doyle
Entre los años 1894 y 1901,
ambos incluidos, Sherlock Holmes se mantuvo muy activo. Podría decirse que
durante estos ocho años no hubo caso público de cierta dificultad en el que
no se le consultase, y fueron cientos los casos privados –algunos de ellos,
los más complicados y extraordinarios– en los que desempeñó un papel
destacado. Muchos éxitos sorprendentes y unos pocos fracasos inevitables
fueron el resultado de este largo período de continuo trabajo. Dado que he
conservado notas muy completas de todos estos casos, y que intervine
personalmente en muchos de ellos, podrán imaginar que no resulta fácil
decidir cuáles debería seleccionar para presentarlos al público. No
obstante, me atendré a mi antigua norma, dando preferencia a aquellos casos
cuyo interés no se basa tanto en la brutalidad del crimen como en el ingenio
y las cualidades dramáticas de la solución. Por esta razón, me decido a
exponer al lector los hechos referentes a la señorita Violet Smith, la
ciclista solitaria de Charlington, y el curioso curso que tomaron nuestras
investigaciones, que culminaron en una tragedia inesperada. Es cierto que
las circunstancias no se prestaron a ninguna exhibición deslumbrante de las
facultades que hicieron famoso a mi amigo, pero el caso presentaba algunos
detalles que lo hacen destacar en los abundantes archivos del delito de los
que saco el material para estas pequeñas narraciones.
Consultando mi libro de notas del año 1895, compruebo que la primera vez que
oímos hablar de la señorita Violet Smith fue el sábado 23 de abril'.
Recuerdo que su visita incomodó muchísimo a Holmes, que en aquel momento se
encontraba inmerso (Mi un abstruso v complicadísimo problema referente a la
misteriosa persecución de que era objeto John Vincent Harden, el célebre
magnate del tabaco. Mi amigo, que valoraba la precisión y concentración del
pensamiento por encima de todas las cosas, no soportaba que nada distrajera
su atención del asunto que se traía entre manos. Sin embargo, so pena de
incurrir en grosería, lo cual no hubiera sido propio de él, resultaba
imposible negarse a escuchar la historia de aquella mujer joven y guapa,
alta, simpática y distinguida, que se presentó en Baker Street a última hora
de la tarde, solicitando su ayuda y consejo. De nada sirvió insistir en que
se encontraba completamente ocupado, ya que la joven había venido
absolutamente decidida a contar su historia, y resultaba evidente que sólo
por la fuerza podríamos sacarla de la habitación antes de que lo hubiera
hecho. Con expresión resignada y una cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó
a la bella intrusa que tomara asiento y nos informara de aquello que tanto
la preocupaba.
–Al
menos, sabemos que no se trata de su salud –dijo, clavando en ella sus
penetrantes ojos–. Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de
energía.
La
joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozadura
producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.
–Sí,
señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con esta
visita que le hago.
Mi amigo
tomó la mano sin guante de la joven v la examinó con tanta atención y tan
poco sentimiento como un científico examinando una muestra.
–Estoy
seguro de que me perdonará. Es mi oficio –dijo al soltarla–. Casi cometo el
error de suponer que escribía usted a máquina. Pero se nota con toda
claridad que toca un instrumento musical. ¿Se ha fijado, Watson, en que el
aplastamiento de las puntas de los dedos es común a ambas profesiones? Sin
embargo, el rostro expresa una espiritualidad –al decir esto, la hizo
volverse hacia la luz– que la máquina de escribir no genera. Esta señorita
se dedica a la música.
–Sí,
señor Holmes, soy profesora de música.
–En el
campo, deduzco del color de si piel.
–Sí,
señor; cerca de Farnham, en los límites de Surrey.
–Una
zona preciosa, llena de recuerdos interesantes. ¿Se acuerda usted, Watson,
que fue cerca de allí donde agarramos a Archie Stamford, el falsificador? Y
bien, señorita Violet, ¿qué es lo que le ha ocurrido cerca de Farnham, en
los límites de Surrey?
Con gran
claridad y presencia de ánimo, la joven inició el siguiente y curioso
relato:
–Mi
padre murió, señor Holmes. Se llamaba James Smith y dirigía la orquesta del
antiguo Teatro imperial. Mi madre y yo quedamos sin ningún pariente en el
mundo, con excepción de un tío llamado Ralph Smith, que se marchó a África
hace veinticinco años, sin que desde entonces hayamos sabido una palabra de
él. Cuando murió mi padre, quedamos en la pobreza, pero un día nos dijeron
que había salido un anuncio en el Times interesándose por nuestro paradero.
Ya podrá imaginarse lo emocionadas que estábamos, pensando que alguien nos
había legado una fortuna. Acudimos de inmediato al abogado cuyo nombre
figuraba en el anuncio, y allí nos presentaron a dos caballeros, el señor
Carruthers y el señor Woodley, que habían llegado de Sudáfrica. Dijeron que
eran amigos de mi tío, el cual había fallecido pocos meses antes en
Johannesburgo, en la más absoluta pobreza, y que con su último aliento les
había pedido que localizasen a sus familiares y se asegurasen de que nada
les faltara. Nos pareció muy raro que el tío Ralph, que jamás se preocupó de
nosotras en vida, se mostrase tan atento al morir; pero el señor Carruthers
nos explicó que la razón era que mi tío acababa de enterarse de la muerte de
su hermano y se sentía responsable de nosotras.
–Perdone
–dijo Holmes–, ¿cuándo tuvo lugar esta entrevista?
–En
diciembre; hace cuatro meses.
–Continúe, por favor.
–El
señor Woodley me pareció una persona despreciable. Todo el tiempo se lo pasó
haciéndome guiños... Es un joven sin modales, con el rostro hinchado, un
bigote pelirrojo y el pelo repeinado a los lados de la frente. Me resultó
absolutamente odioso, y estoy segura de que a Cyril no le gustaría nada que
yo me tratase con semejante individuo.
–¡Oh,
así que él se llama Cyril! –dijo Holmes, sonriendo.
La joven
se sonrojó y se echó a reír.
–Sí,
señor Holmes; Cyril Morton, ingeniero electrotécnico. Esperamos casarnos a
finales de verano. ¡Cielo santo! ¿Cómo ` hemos llegado a hablar de él? Lo
que quería decir es que el señor Woodley me pareció absolutamente odioso,
pero el señor ` Carruthers, que era mucho mayor, resultaba más agradable.
Era un hombre moreno, cetrino, bien afeitado v muy callado, pero tenía
buenos modales y una sonrisa simpática. Preguntó por nuestra situación
económica, y al enterarse de lo pobres que éramos me propuso ir a su casa
para darle clases de música a su hija de diez años. Yo dije que no me
gustaba la idea de dejar sola a mi madre, y él respondió que podía ir a
visitarla los fines de semana, v me ofreció cien libras al año, que desde
luego es un salario espléndido. Así que acabé por aceptar y me trasladé a
Chiltern Grange, a unas seis millas de Farnham. El 9 señor Carruthers es
viudo, pero tiene contratada un ama de llaves, una anciana respetable que se
llama señora Dixon, para que cuide de la casa. La niña es un encanto y todo
prometía ir bien. El señor Carruthers era muy amable y muy aficionado a la
música, y pasamos juntos veladas muy agradables. Cada fin de semana, yo
volvía a Londres para visitar a mi madre.
»La
primera grieta en mi felicidad fue la llegada del señor Woodley y su bigote
rojo. Vino para pasar una semana y le aseguro que a mí me parecieron tres
meses. Es un tipo horrible...
Se
portaba como un matón con todo el mundo, pero conmigo era algo infinitamente
peor. Me hacía la corte de la manera más odiosa, presumía de su riqueza, me
decía que si me casaba con él tendría los mejores diamantes de todo Londres
y, por último, viendo que no quería saber nada de él, un día, después de
comer, me sujetó entre sus brazos (es asquerosamente fuerte) y juró que no
me soltaría hasta que le diese un beso. Apareció el señor Carruthers y le
obligó a soltarme, pero él entonces se revolvió contra su propio anfitrión,
derribándolo y produciéndole un corte en la cara. Como podrá imaginar, allí
se terminó su visita. Al día siguiente, el señor Carruthers me presentó sus
excusas, y me aseguró que jamás volvería a verme expuesta a semejante
ofensa. Desde entonces no he vuelto a ver al señor Woodley.
»Y
ahora, señor Holmes, llegamos por fin al extraño suceso que me ha hecho
venir hoy a solicitar su ayuda. Debe usted saber que todos los sábados por
la mañana voy en bicicleta hasta la estación de Farnham para tomar el tren
de las 12,22 a Londres. El camino desde Chiltern Grange es bastante
solitario, sobre todo en un trecho de algo más de una milla, que pasa entre
los descampados de Charlington Heath y los bosques que rodean la mansión de
Charlington Hall. Sería difícil encontrar un tramo de carretera más
solitario que ése. Es rarírisimo cruzarse con un carro o con un campesino
hasta que se sale a la carretera que pasa cerca de Crooksbury Hill. Hace dos
semanas, iba yo por ese tramo cuando, al volver la cabeza por casualidad, vi
que a unos doscientos metros detrás de mí venía un hombre, también en
bicicleta. Parecía un hombre de edad madura, con barba corta y negra. Miré
de nuevo hacia atrás antes de llegar a Farnham, pero el hombre había
desaparecido y no volví a pensar en él. Pero puede usted imaginarse mi
sorpresa, señor Holmes, cuando al regresar el lunes lo vi de nuevo en el
mismo tramo de carretera. Mi asombro fue en aumento cuando el incidente se
repitió, exactamente igual que la primera vez, el sábado y el lunes
siguientes. El hombre mantenía siempre la distancia y no me molestó en modo
alguno, pero aquello seguía pareciéndome muy raro. Se lo comenté al señor
Carruthers, que pareció interesado y me dijo que había encargado un coche de
caballos, de manera que en el futuro no tendría que recorrer sin compañía
esos caminos solitarios.
»El
coche y el caballo tendrían que haber llegado esta semana, pero por alguna
razón se retrasó la entrega y otra vez tuve que hacer en bicicleta el
trayecto a la estación. Esto ha sido esta misma mañana. Como podrá suponer,
estuve muy atenta al a llegar a Charlington Heath y, en efecto, allí estaba
el hombre, exactamente igual que las dos semanas anteriores. Se mantiene
siempre a tanta distancia de mí que no puedo verle la cara con claridad,
pero estoy segura de que no lo conozco. Va vestido de oscuro, con una gorra
de paño. Lo único que he podido distinguir bien es su barba negra. Yo no
estaba asustada, pero sí muy intrigada, así que decidí averiguar quién era y
qué pretendía. Aminoré la marcha, pero él también lo hizo. Entonces me
detuve, y él se detuvo también. Decidí tenderle una trampa. Al llegar a una
curva muy pronunciada, la doblé a toda velocidad y luego me paré a esperar.
Suponía que él tomaría la curva tan rápido que me pasaría antes de poder
detenerse, pero el caso es que no apareció. Volví hacia atrás y miré al otro
lado de la curva. Se veía una milla de carretera, pero de él no había ni
rastro. Y lo más extraño del caso es que no existe allí ninguna desviación
por la que hubiera podido marcharse.
Holmes
soltó una risita v se frotó las manos.
–Desde
luego, el caso presenta algunos aspectos originales –dijo–. ¿Cuánto tiempo
transcurrió desde que usted dobló la curva hasta que descubrió que no había
nadie en la carretera?
–Dos o
tres minutos.
–Entonces, no pudo haber retrocedido por donde vino, y dice usted que no hay
desviaciones.
–Ninguna
–Tuvo
que meterse por algún sendero, a un lado o a otro.
–No pudo
ser por el lado del descampado, porque lo habría visto.
–En tal
caso, por el procedimiento de exclusión, tenemos que suponer que se dirigió
hacia Charlington Hall, que, según tengo entendido, es una mansión con
terrenos propios, situada a un lado de la carretera. ¿Algo más?
–Nada,
señor Holmes, excepto que me quedé tan perpleja que sentí que no quedaría
satisfecha hasta haberle visto a usted y recibido sus consejos.
Holmes
permaneció callado durante un rato.
–¿Dónde
trabaja el caballero con el que ya usted a casarse? –preguntó al fin.
–Trabaja
en la Compañía Eléctrica Midland, de Coventry.
–¿No se
le habrá ocurrido darle una sorpresa?
–¡Oh,
señor Holmes! ¿Cree que yo no lo iba a reconocer? –¿Ha tenido
usted otros admiradores?
–Tuve
varios antes de conocer a Cyril.
–¿Y
después?
–Bueno,
está ese horrible Woodley, si es que a eso se le puede llamar un admirador.
–¿Y
nadie más?
Nuestra
befa cliente pareció un poco confusa.
–¿Quién
es él? –insistió Holmes.
–Bueno,
quizás sean puras figuraciones mías, pero a veces me ha dado la impresión de
que mi patrón, el señor Carruthers, está muy interesado en mí. Pasamos
bastante tiempo juntos. Yo le acompaño al piano por las tardes. Nunca ha
dicho nada, es un perfecto caballero, pero las chicas siempre nos damos
cuenta.
–¡Ajá! –Holmes
parecía serio–. ¿Y de qué vive este señor?
–Es
rico.
–¿Y no
tiene coches ni caballos?
–Bueno,
por lo menos tiene una posición bastante acomodada. Pero viene a Londres dos
o tres veces por semana. Le interesan mucho las acciones de minas de oro
sudafricanas.
–Señorita Smith, le ruego que me mantenga informado de cualquier nuevo giro
de los acontecimientos. Por el momento, me encuentro muy ocupado, pero
encontraré tiempo para hacer algunas averiguaciones sobre su caso. Mientras
tanto, no dé ningún paso sin hacérmelo saber. Hasta la vista, v espero que
no recibamos de usted más que buenas noticias.
–El que
a una chica como ésa la siga alguien forma parte riel orden establecido de
la Naturaleza –dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de meditación–, pero no
precisamente en bicicleta y por solitarios caminos rurales. Sin duda alguna,
se trata (le algún enamorado secreto. Pero el caso presenta algunos detalles
curiosos y sugerentes, Watson.
–¿Como
que sólo aparezca en ese punto concreto?
–Exacto.
Nuestro primer paso debe consistir en averiguar quiénes son los inquilinos
de la mansión Charlington. Tampoco estaría mal enterarse de la relación que
existe entre Carruthers r Woodley, dos hombres que parecen tan diferentes.
¿Cómo es que los dos se muestran tan interesados por los familiares (le
Ralph Smith? Y otra cosa: ¿Qué clase de casa es esta, que le paga a una
institutriz el doble de lo normal, pero no dispone ni de un caballo estando
a seis millas de la estación? Es raro, Watson, muy raro.
–¿Va
usted a ir allí?
–No,
querido amigo, va a ir usted. Podría muy bien tratarse de una intriga sin
importancia, y no puedo interrumpir por ella esta otra investigación, que sí
que es importante. El lunes llegará usted a Farnham a primera hora; se
esconderá cerca de Charlington Heath; observará con sus propios ojos lo que
ocurra y actuará como le indique su buen criterio. Y después, tras averiguar
quién ocupa la mansión, regresará a informarme. Y ahora, Watson, ni una
palabra más sobre el asunto hasta que dispongamos de algún asidero firme que
nos permita avanzar hacia la solución.
Sabíamos
por la propia joven que regresaría el lunes en el tren que sale de Waterloo
a las 9,50, de manera que yo madrugué para tomar el de las 9,13. Una vez en
la estación de Farnham, no tuve dificultades para que me indicaran el camino
a Charlington Heath. Resultaba imposible confundirse respecto al escenario
de la aventura de la joven ciclista, va que la carretera discurría entre un
brezal abierto por un lado y un antiguo seto de tejo por el otro, un seto
que rodeaba un parque repleto (le árboles magníficos. Había una entrada
principal, de piedra cubierta de liquen, con los pilares de cada lado
rematados por vetustos emblemas heráldicos; pero además de esta entrada
principal para carruajes, observé varias aberturas más en el seto, de las
que partían senderos. La casa no se veía desde la carretera, pero todo el
entorno daba una impresión de tristeza v decadencia.
El
descampado estaba cubierto de manchones dorados de tojos en flor, que
brillaban de un modo magnífico a la radiante luz del sol primaveral. Me
situé detrás de uno de estos grupos de arbustos, desde donde podía controlar
la entrada al parque de la mansión v un buen tramo de carretera a cada lado.
La carretera estaba vacía cuando yo salía a ella, pero ahora se veía un
ciclista que venía en dirección contraria a la que yo había traído. Iba
vestido de oscuro y pude ver que tenía barba negra. Al llegar al final de
los terrenos de Charlington Hall, se apeó de su máquina y se metió con ella
por una abertura del seto, desapareciendo de mi vista.
Transcurrió un cuarto de hora v entonces apareció un segundo ciclista. Esta
vez se trataba de la señorita Smith, que venía de la estación. Al acercarse
al seto, la vi mirar a su alrededor. Un instante después, el hombre salió de
su escondite, montó en su bicicleta y empezó a seguirla. En todo el extenso
paisaje, aquellas eran las únicas figuras en movimiento: la atractiva
muchacha, sentada muy derecha en su máquina, y el hombre que la seguía,
doblado sobre el manillar, con un misterioso aire furtivo en todos sus
movimientos. Ella se volvió para mirarlo y redujo la velocidad. Él la redujo
también. La chica se detuvo. El hombre se detuvo al instante, manteniéndose
a unos doscientos metros detrás de ella. El siguiente movimiento de la
muchacha fue tan inesperado como valeroso: hizo girar bruscamente su
bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia él. Pero el hombre actuó con
igual rapidez y salió disparado en un huida desesperada. Poco después, la
muchacha volvió a aparecer carretera arriba, con la cabeza orgullosamente
erguida, sin dignarse a reconocer la presencia de su silencioso acompañante.
También él había dado la vuelta, y siguió manteniendo la distancia hasta que
la curva de la carretera los ocultó de mi vista.
No me
moví de mi escondite, e hice muy bien, porque al poco rato reapareció el
hombre pedaleando despacio. Se metió por la entrada a la mansión y desmontó
de su bicicleta. Tenía las manos alzadas v parecía estar arreglándose la
corbata. Luego montó de nuevo en la bicicleta y se alejó por el camino que
llevaba a la mansión. Yo atravesé corriendo el brezal v atisbé entre los
árboles. Pude ver a lo lejos algunos retazos del antiguo edificio gris, con
sus erguidas chimeneas Tudor, pero el camino atravesaba una zona muy
frondosa y no volví a ver a mi hombre.
Sin
embargo, me pareció qué había aprovechado bastante bien la mañana v regresé
a Farnham muy animado. El agente local de la propiedad no pudo darme ninguna
información acerca (le Charlington Hall, v me remitió a una conocida firma
de Pall Mall. Pasé por ella al–regresar a Londres v fui recibido por un
representante muy educado. No, no podían alquilarme Charlington Hall para el
verano. Llegaba un poco tarde. La habían alquilado hacía aproximadamente un
mes. El inquilino era un tal señor Williamson, un caballero mayor v
respetable. El atento agente lamentaba no poder decirme más, va que no
estaba autorizado a comentar los asuntos de sus clientes.
Sherlock
Holmes escuchó con atención el largo informe que le presenté aquella misma
tarde, pero que no consiguió arrancarle las breves palabras de elogio que yo
había esperado y que tanto habría apreciado. Por el contrario, su rostro
austero adoptó una expresión más severa que de costumbre al comentar todo lo
que yo había hecho y dejado de hacer.
–Su
escondite, querido Watson, estuvo muy mal elegido. Debió usted esconderse
detrás del seto; de ese modo habría podido ver de cerca a ese personaje tan
interesante. En cambio, se situó usted a varios cientos de metros de
distancia y me trae aún menos información que la señorita Simith. Ella cree
no conocer al hombre; yo estoy convencido de que lo conoce. De lo contrario,
¿por qué iba a poner tanto empeño en que ella no se le acerque lo suficiente
como para verle la cara? Usted lo describe doblado sobre el manillar. Más
ocultamiento, como puede ver. La verdad es que lo ha hecho usted fatal. El
tipo vuelve a casa y usted quiere averiguar quién es. ¡Y no se le ocurre más
que acudir a una agencia de Londres!
–¿Qué
tendría que haber hecho? –pregunté algo irritado.
–Entrar
en el bar más cercano. Ese es el centro de todos los cotilleos del pueblo.
Allí le habrían dado todos los nombres, desde el del propietario hasta el de
la última fregona. ¡Williamson! Eso no me dice nada. Si se trata de un
anciano, entonces no puede ser él el activo ciclista que escapa a toda
velocidad de la atlética joven que le persigue. ¿Qué hemos sacado en limpio
(le su expedición? Sólo que la chica decía la verdad. Eso yo nunca lo dudé.
Que existe una relación entre el ciclista v la mansión. Tampoco tenía dudas
sobre eso. Que el inquilino de la mansión se llama Williamson. ¿Qué
adelantamos con eso? Vamos, vamos, querido amigo, no ponga esa cara. Poco
más podemos hacer hasta el próximo sábado, y mientras tanto quizás yo pueda
averiguar una o dos cosas.
A la
mañana siguiente llegó una carta de la señorita Smith, relatando en términos
breves v precisos los hechos que yo había presenciado. Pero la miga de la
carta estaba en la posdata:
«Estoy
segura, señor Holmes, de que respetará usted la confidencia que voy a
hacerle. Mi situación se ha vuelto incómoda, debido a que mi patrón me ha
pedido que me case con él. Estoy convencida de que sus sentimientos son
sinceros y completamente honrados. Pero, por supuesto, yo va estoy
comprometida. Se tomó muy a pecho mi negativa, pero se mostró muy amable. No
obstante, lo comprenderá, la situación es un poco tensa.»
–Parece
que nuestra joven amiga está metida en un buen lío –dijo Holmes, pensativo,
al acabar la carta–. La verdad es que el caso presenta más aspectos
interesantes y más posibilidades de lo que yo suponía al principio. No me
sentaría nada mal pasar un día tranquilo y apacible en el campo, y estoy por
acercarme allí esta tarde para poner a prueba una o dos teorías que se me
han ocurrido.
El
tranquilo día de campo de Holmes tuvo un desenlace inesperado, ya que llegó
a Baker Street bastante tarde, con un labio partido y un chichón amoratado
en la frente, además de presentar un aspecto general tan desastrado que su
persona habría despertado las justificadas sospechas de Scotland Yard. Se
había divertido muchísimo con sus aventuras y se reía alegremente al
relatarlas.
–Hago
tan poco ejercicio que siempre resulta gratificante –dijo–. Como sabe, poseo
ciertos conocimientos del noble v ¿antiguo deporte británico del boxeo. De
cuando en cuando resultan útiles. Hoy, por ejemplo, lo habría pasado
bochornosamente mal de no ser por ellos.
Le rogué
que me contara lo que había sucedido.
–Localicé ese bar de pueblo que le había recomendado visitar, v allí inicié
mis discretas averiguaciones. Me instalé en la barra v el charlatán del
propietario me fue dando toda la información que deseaba. Williamson es un
hombre de barba blanca vive solo en la mansión, con unos pocos sirvientes.
Corre el rumor de que es o ha sido clérigo, pero uno o dos incidentes
ocurridos durante su breve estancia en la mansión me parecieron muy poco
eclesiásticos. He hecho va algunas indagaciones en una agencia eclesiástica,
y allí me han dicho que existió un clérigo con ese apellido, que tuvo una
carrera particularmente turbulenta. Además, el tabernero me dijo que a la
mansión solían acudir visitas de fin de semana, «gente de pasta», según él,
y en especial cierto caballero con bigote rojo apellidado Woodley, que
estaba siempre por allí. Hasta aquí habíamos llegado cuando ¿quién dirá que
vino a entrometerse? Pues el propio caballero en cuestión, que estaba
bebiendo una cerveza allí mismo v había escuchado toda la conversación.
¿Quién era yo? ¿Qué quería? ¿A qué venían tantas preguntas? Su lenguaje era
de lo más fluido y sus adjetivos muy vigorosos, y remató una sarta de
insultos con un revés traicionero que no pude esquivar del todo. Los minutos
siguientes fueron deliciosos. Mis directos de izquierda contra los porrazos
del rufián. Yo acabé como usted ye. Al señor Woodley se lo llevaron en un
carro. Así terminó mi excursión al campo, y debo confesar que, aunque ha
sido muy divertida, mi expedición a los límites de Surrey no ha resultado
mucho más provechosa que la suya.
El
jueves nos llegó otra carta de nuestra cliente:
«Señor Holmes, no creo que le sorprenda saber que
voy a dejar mi empleo en casa del señor Carruthers. Ni siquiera un sueldo
tan alto puede compensarme de lo incómodo de mi situación. El sábado iré a
Londres y no tengo intención de regresar. El señor Carruthers ha comprado un
cochecito, de manera que los peligros de la carretera solitaria, si es que
alguna vez existieron, han desaparecido.
En cuanto al motivo concreto de que me yaya, no se
trata sólo de la tensa situación con el señor Carruthers, sino que además ha
vuelto a aparecer ese odioso señor Woodley. Siempre fue repugnante, pero
ahora está más feo que nunca, porque parece que ha tenido un accidente y
está todo desfigurado. Lo he visto por la ventana, pero gracias a Dios aún
no he coincidido con él. Tuyo una larga conversación con el señor Carruthers,
que después de eso parecía muy excitado. Woodley debe de estar alojado por
aquí cerca, porque no durmió en casa y, sin embargo, lo volví a ver esta
mañana, merodeando entre los arbustos. Preferiría que anduviese suelta una
fiera salvaje antes que él. Le odio y le temo más de lo que soy capaz de
expresar. ¿Cómo puede el señor Carruthers soportar ni por un segundo a
semejante bicho? Menos mal que el sábado se acabarán mis problemas.»
–Eso
espero, Watson, eso espero –dijo Holmes muy serio–. Alrededor de esta
mujercita se está tramando alguna turbia intriga, y nuestro deber es
procurar que nadie la moleste en este último viaje. Creo, Watson, que
debemos prepararlo todo para desplazarnos allí el sábado por la mañana y
asegurarnos de que esta curiosa e incipiente investigación no tenga un final
trágico.
Confieso
que hasta aquel momento no me había tomado muy en serio el caso, que me
parecía más grotesco y extravagante que verdaderamente peligroso. Que un
hombre acechara y siguiera a una mujer tan guapa no tenía nada de nuevo, y
si el tipo era tan poco decidido que no sólo no se atrevía a abordarla sino
que incluso huía cuando ella se le acercaba, no podía tratarse de un
asaltante muy peligroso. Aquel rufián de Woodley era muy diferente, pero,
excepto en una ocasión, nunca había molestado a nuestra cliente y ahora
visitaba la casa de Carruthers sin importunarla a ella. El hombre de la
bicicleta tenía que ser uno de los que visitaban la mansión los fines de
semana, como había dicho el tabernero, aunque seguíamos sin saber quién era
y qué pretendía. Sin embargo, la actitud grave de Holmes y el hecho de que
al salir de nuestras habitaciones se metiera un revólver en el bolsillo me
hizo pensar por primera vez en la posibilidad de que detrás de aquella
curiosa cadena de sucesos acechase la tragedia.
Después
de una noche de lluvia amaneció un día espléndido, y los campos cubiertos de
brezo y salpicados de vistosos matorrales de tojo en flor parecían aún más
hermosos a unos ojos hastiados de los pardos sombríos y el gris pizarra de
Londres. Holmes y yo avanzábamos por la ancha y arenosa carretera, aspirando
el aire fresco de la mañana y disfrutando del canto de los pájaros y la
suave brisa primaveral. Desde una altura del camino en la ladera de la
colina Crooksbury pudimos divisar la sombría mansión, sobresaliendo entre
los añosos robles que, aun siendo muy viejos, eran más jóvenes que el
edificio que rodeaban. Holmes señaló el largo tramo de carretera que formaba
una franja rojo–amarillenta entre el color pardo del brezal y el verde
primaveral del bosque. A lo lejos se veía un punto negro que resultó ser un
vehículo que avanzaba hacia nosotros. Holmes soltó una exclamación de
impaciencia.
–Yo
había calculado un margen de media hora –dijo–, pero si aquél es su
carricoche, es que debe de haber decidido tomar un tren anterior. Me temo,
Watson, que va a pasar por Charlington antes de que podamos encontrarnos con
ella.
Desde el
momento en que dejamos la elevación, perdimos de vista el vehículo, pero
avanzamos a un paso tan rápido que mi vida sedentaria empezó a hacerse
sentir, y me fui quedando rezagado. Holmes, sin embargo, se mantenía siempre
en forma, porque disponía de reservas inagotables de energía nerviosa a las
que recurrir. Ni por un momento aminoró su paso elástico hasta que, de
pronto, cuando ya iba unos cien metros por delante de mí, se detuvo y le vi
levantar el brazo con un gesto de dolor y desesperación. En aquel mismo
momento, por la curva de la carretera apareció un carricoche vacío, con el
caballo al trote v las riendas colgando, que se acercó rápidamente a
nosotros.
–¡Demasiado tarde, Watson, demasiado tarde! –exclamó Holmes mientras yo
corría resoplando hacia él–. ¡Qué idiota he sido en no pensar en el tren
anterior! ¡Secuestro, Watson! ¡Secuestro! ¡Asesinato! ¡Dios sabe qué!
¡Ciérrele el paso y pare al caballo! Muy bien. Ahora monte, y veremos si
puedo remediar las consecuencias de mi estupidez.
Subimos
los dos al coche y Holmes hizo que el caballo diera la vuelta, dio un
trallazo con el látigo y salimos volando carretera adelante. Al doblar la
curva quedó visible todo el tramo de carretera que discurría entre el brezal
y la mansión. Yo agarré a Holmes del brazo.
–¡Allí
está el hombre! –jadeé.
Un
ciclista solitario venía hacia nosotros. Traía la cabeza agachada y los
hombros encorvados y pedaleaba con todas sus fuerzas. Volaba como un
corredor de carreras. De pronto, levantó el rostro barbudo, nos vio cerca de
él y frenó, saltando a continuación de su máquina. La barba, negra como el
carbón, contrastaba de manera extraña con la palidez de su rostro, y los
ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Se quedó mirándonos a nosotros y
al carruaje y en su rostro se formó una expresión de asombró.
–¿Qué es
esto? ¡Alto ahí! –grito, cerrándonos el paso con su bicicleta–. ¿De dónde
han sacado este coche? ¡Pare usted! –vociferó, sacando una pistola del
bolsillo–. ¡Pare le digo, o por San Jorge que le meto un tiro al caballo!
Holmes
arrojó las riendas sobre mis rodillas y saltó del coche.
–Usted
es el hombre al que queríamos ver. ¿Dónde está la señorita Violet Smith?
–dijo con su característica rapidez y claridad.
–Eso
mismo le pregunto yo. Viene usted en su coche y tiene que saber dónde está.
–Encontramos el coche en la carretera, pero no había nadie en él. Hemos
venido para ayudar a la señorita.
–¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? –exclamó el desconocido, frenético de
angustia–. ¡La han atrapado, ese demonio de Woodley y el cura renegado!
Venga usted, venga, si de verdad es su amigo. Ayúdenme y la salvaremos,
aunque tenga que dejar mi pellejo en el bosque de Charlington.
Corrió
como un loco, pistola en mano, hacia una abertura en el seto. Holmes le
siguió y yo seguí a Holmes, dejando al caballo pastando junto a la
carretera.
–Se han
metido por aquí –dijo Holmes, señalando las huellas de varios pies en el
sendero embarrado–. ¡Caramba! ¡Quietos un momento! ¡Hay alguien caído en los
matorrales!
Se
trataba de un joven de unos diecisiete años, vestido como mozo de cuadras,
con pantalones y polainas de cuero. Yacía caído de espaldas, con las
rodillas dobladas y una terrible brecha en la cabeza. Estaba sin sentido,
pero vivo. Me bastó una mirada a la herida para saber que no había penetrado
en el hueso.
–Es
Peter, el lacayo –exclamó el desconocido–. Él conducía el coche. Esos
salvajes le han hecho bajar lo han golpeado. Dejémoslo aquí; no podemos
hacer nada–por él, pero a ella aún podemos salvarla de lo peor que le puede
ocurrir a una mujer.
Corrimos
frenéticamente por el sendero, que serpenteaba entre los árboles. Habíamos
llegado a los arbustos que rodeaban la casa cuando Holmes se detuvo en seco.
–No han
ido a la casa. Sus pisadas van hacia la izquierda. ¡Allí, junto a los
laureles! ¡Ah, lo que yo decía!
Mientras
él hablaba, del verde macizo de arbustos que teníamos delante surgió un
alarido de mujer, un alarido que vibraba con un paroxismo de horror, y que
se cortó de golpe en la nota más aguda, con un gemido de ahogo.
–¡Por
aquí! ¡Por aquí! ¡Está en la pista de bolos! –gritó el desconocido,
lanzándose de cabeza entre los arbustos–. ¡Perros cobardes! ¡Síganme,
caballeros! ¡Demasiado tarde! ¡Por todos los diablos!
Habíamos
salido de pronto a un precioso claro cubierto de césped y rodeado de viejos
árboles. En el punto más alejado, a la sombra de un corpulento roble, había
un curioso grupo de tres personas. Una era una mujer, nuestra cliente,
amordazada con un pañuelo y con aspecto de estar a punto de desmayarse.
Frente a ella se erguía un hombre joven de aspecto brutal, rostro macizo y
bigote pelirrojo, con las piernas bien abiertas y enfundadas en polainas.
Tenía un brazo en jarras y con el otro hacía ondear una fusta. Su actitud
era la de un fanfarrón en un momento de triunfo. Entre los dos había un
hombre mayor, con barba blanca, que vestía una sobrepelliz corta sobre un
traje claro de lana, y que al parecer acababa de celebrar un rito nupcial,
ya que al aparecer nosotros se guardó en el bolsillo el libro de oraciones y
felicitó jovialmente al siniestro novio con una palmada en el hombre.
–¡Se han
casado! –balbucí.
–¡Vamos!
¡Vamos! –exclamó nuestro guía.
Atravesó
corriendo el claro, con Holmes y yo pisándole los talones. Al acercarnos, la
joven se tambaleó y tuyo que apoyarse en el tronco del árbol. Williamson, el
ex sacerdote, nos saludó con una reverencia burlona, y el fanfarrón de
Woodley nos salió al paso con una brutal carcajada de júbilo.
–Ya
puedes quitarte esa barba, Bob –dijo–. Se te conoce perfectamente. Pues
bien, tú y tus amigos llegáis justo a tiempo para que os presente a la
señora Woodley.
La
respuesta de nuestro guía fue sorprendente. Se arrancó la barba negra que le
servía de disfraz y la tiró al suelo, dejando al descubierto un rostro
alargado, cetrino y bien afeitado. A continuación, levantó su revólver y
apuntó al joven rufián, que avanzaba hacia él blandiendo su peligrosa fusta.
–Sí
–dijo nuestro aliado–. Soy Bob Carruthers y pienso defender a esta mujer
aunque me ahorquen por ello. Ya te advertí lo que haría si volvías a
molestarla, y por Dios que cumpliré mi promesa.
–Llegas
tarde. ¡Es mi esposa!
–No, es
tu viuda.
El
revólver detonó y vi brotar la sangre de la pechera del chaleco de Woodley.
Giró sobre sus pies con un gemido y cayó de espaldas, mientras su rostro
odioso y enrojecido adquiría de repente una terrible palidez. El anciano,
que todavía vestía su sobrepelliz, estalló en una sarta de blasfemias como
no he oído jamás y sacó también un revólver, pero antes de que pudiera
levantarlo se encontró frente a los ojos el cañón del arma de Holmes.
–¡Se
acabó! –dijo mi amigo fríamente–. Tire esa pistola. Recójala, Watson, y
apúntele a la cabeza. Gracias. Usted, Carruthers, déme ese revólver. Ya está
bien de violencia. Vamos, entréguemelo.
–Pero
¿quién es usted?
–Me
llamo Sherlock Holmes.
–¡Santo
Dios!
–Veo que
ha oído hablar de mí. Hasta que llegue la policía, yo actuaré en
representación suya. ¡Eh, muchacho! –le gritó al asustado lacayo, que
acababa de aparecer en el borde del claro–. Ven aquí. Lleva esta nota a
Farnham lo más deprisa que puedas –garabateó unas cuantas palabras en una
hoja de su cuaderno–. Entrégasela al inspector jefe del puesto de policía. Y
mientras él llega, todos ustedes quedan bajo mi custodia personal.
La
personalidad fuerte y arrolladora de Holmes dominaba la trágica escena, y
todos por igual éramos como marionetas en sus manos. Williamson y Carruthers
cargaron con el herido Woodley para meterlo en la casa y yo ofrecí mi brazo
a la asustada muchacha. Tendieron al herido en una cama y, a petición de
Holmes, lo examiné. Presenté mi informe en el antiguo comedor adornado con
tapices, donde Holmes se había instalado con sus dos prisioneros delante.
–Vivirá
–dije.
–¿Cómo?
–gritó Carruthers, poniéndose en pie de un salto–. Entonces subiré a
rematarlo antes que nada. No me digan que esa muchacha, ese ángel, va a
quedar atrapada para toda su vida a Jack Woodley «el Rugiente».
–No debe
preocuparse por eso –dijo Holmes–. Existen dos excelentes razones para que
no se la pueda considerar su esposa, bajo ningún concepto. En primer lugar,
tenemos motivos de sobra para poner en duda el derecho del señor Williamson
a celebrar un matrimonio.
–He sido
ordenado –exclamó el viejo granuja.
–Y
también suspendido.
–Cuando
uno es sacerdote, es sacerdote para siempre.
–No lo
veo yo así. ¿Y qué hay de la licencia?
–Sacamos
una licencia de matrimonio. La tengo en el bolsillo.
–La
conseguiría con engaños. Pero, en cualquier caso, un j matrimonio
forzado no tiene validez; en cambio, constituye un delito muy grave, como
comprobará usted antes de que esto termine
[1]. O mucho me equivoco, o tendrá tiempo de sobra para
reflexionar sobre el tema durante los próximos diez años, más o menos. En
cuanto a usted, Carruthers, más le habría valido guardarse la pistola en el
bolsillo.
[1] Efectivamente, un matrimonio tan evidentemente
forzado que para celebrarlo es preciso mantener amordazada a la novia no
tiene ninguna validez legal ni eclesiástica, y tanto Woodley como Williamson
deberían haberlo sabido, en especial este último. De hecho, lo más probable
es que Williamson supiera perfectamente que el plan no tenía ninguna
posibilidad de dar resultado, pero pretendía seguirle la corriente a Woodley,
menos versado en cuestiones legarles, cobrar su comisión y desaparecer
cuanto antes, dejando que Woodley se las arreglara solo.
–Empiezo
a creer que sí, señor Holmes, pero cuando pensé en todas las precauciones
que había tomado para proteger a esta muchacha..., porque yo la amaba, señor
Holmes, y es la única vez en mi vida que he sabido lo que es el amor... me
volví loco al saber que estaba en poder del matón más brutal de Sudáfrica,
un tipo cuyo solo nombre infunde un terror supersticioso desde Kimberley a
Johannesburgo. Sí, señor Holmes, usted no lo creerá, pero desde que esta
chica empezó a trabajar para mí, ni una sola vez dejé que pasara delante de
esta casa, donde yo sabía que se ocultaban estos canallas, sin seguirla en
mi bicicleta para asegurarme de que no le ocurriera nada malo. Me mantenía
distanciado de ella, y me ponía una barba postiza para que no me
reconociera, porque se trata de una joven decente y orgullosa, que no se
habría quedado mucho tiempo en mi casa de haber sabido que yo la iba
siguiendo por las carreteras rurales.
–¿Por
qué no la advirtió del peligro?
–Porque
también en este caso se habría marchado, y o no podía soportar la idea.
Aunque no me amara, significaba mucho para mí ver su preciosa figura por la
casa y oír el sonido de su voz.
–Usted
llama a eso amor, señor Carruthers –dije yo–, pero yo lo llamo egoísmo.
–Puede
que las dos cosas vayan unidas. Fuera como fuere, no quería que se marchara.
Además, con esta gente por aquí, convenía que hubiera alguien cerca para
cuidar de ella. Y cuando llegó el telegrama, tuve la seguridad de que pronto
entrarían en acción.
–¿Qué
telegrama?
–Este
–dijo Carruthers, sacándolo del bolsillo. El texto era breve y conciso:
«El
viejo ha muerto.»
–¡Hum!
–dijo Holmes–. Creo que ya sé cómo se desarrollaron las cosas, y me doy
cuenta de que este telegrama debió impulsarlos a entrar en acción, como
usted dice. Pero, mientras aguardamos, podría usted explicarme algunos
detalles.
El viejo
renegado de la sobrepelliz soltó una explosiva descarga de
palabrotas. .
–Por mi
alma, Bob Carruthers –dijo–, que si nos delatas te voy a hacer lo mismo que
tú le hiciste a Jack Woodley. Puedes rebuznar todo lo que quieras acerca de
la chica, porque ese es asunto tuyo, pero si traicionas a tus compañeros con
este poli de paisano, será la peor faena que has hecho en tu vida.
–No se
excite, reverendo –dijo Holmes, encendiendo un cigarrillo–. Los cargos
contra usted están bastante claros, y sólo quiero preguntar unos cuantos
detalles por curiosidad personal. Sin embargo, si existe algún problema en
que ustedes me lo cuenten, seré yo quien hable y veremos qué posibilidades
tienen de ocultar sus secretos. En primer lugar, tres de ustedes llegaron de
Sudáfrica para dar este golpe: usted, Williamson, usted, Carruthers, y
Woodley.
–Error
número uno –dijo el anciano–. Yo no conocía a ninguno de los dos hasta hace
dos meses, y jamás en mi vida he estado en África, así que puede meter eso
en su pipa y fumárselo, señor Metomentodo Holmes.
–Es
cierto lo que dice –confirmó Carruthers.
–Bien,
bien, vinieron sólo dos. El reverendo es un producto del país. Ustedes
conocieron a Ralph Smith en Sudáfrica y tenían motivos para suponer que no
viviría mucho. Entonces averiguaron que su sobrina heredaría su fortuna.
¿Qué tal voy?
Carruthers asintió y Williamson soltó una palabrota.
–No cabe
ninguna duda de que ella era el pariente más próximo, y ustedes estaban
seguros de que el viejo no haría testamento.
–No
sabía ni leer ni escribir –dijo Carruthers.
–Así que
ustedes dos se plantaron aquí y localizaron a la chica. El plan era que uno
de los dos se casara con ella y el otro recibiría una parte del botín. Por
alguna razón, Woodley salió elegido como marido. ¿Cómo fue eso?
–Nos la
jugamos a las cartas en el viaje. Él ganó.
–Comprendo. Usted tomó a la joven a su servicio, y así Woodley podría
cortejarla. Pero ella se dio cuenta de que era un bruto borracho y no quiso
saber nada de él. Mientras tanto, su plan se trastornó porque usted mismo se
enamoró de la chica, y no podía soportar la idea de que este rufián se la
quedase.
–¡No,
por San Jorge, no podía!
–Hubo
una pelea entre ustedes. Woodley se marchó enfurecido y comenzó a hacer sus
propios planes sin contar con usted.
–Empiezo
a pensar, Williamson, que no hay mucho que podamos decirle a este caballero
–dijo Carruthers con una risa amarga–. Sí, nos peleamos y él me derribó.
Pero ahora ya estamos en paz. Entonces lo perdí de vista. Fue entonces
cuando él reclutó a este padre renegado. Descubrí que se habían instalado
juntos aquí, en el trayecto que ella recorría para ir a la estación. A
partir de entonces, no la perdí de vista, porque sabía que se estaba
cociendo alguna diablura. Hace dos días, Woodley se presentó en mi casa con
este telegrama, que nos comunicaba la muerte de Ralph Smith. Me preguntó si
estaba dispuesto a seguir adelante con el trato. Le respondí que no.
Preguntó entonces si accedería a casarme con la chica y darle a él una
parte. Le dije que lo haría de muy buena gana, pero que ella no me aceptaba.
Entonces, Woodley dijo: «Primero vamos a casarla, y puede que al cabo de una
o dos semanas vea las cosas de diferente manera». Le respondí que me negaba
a utilizar la violencia, y se marchó maldiciendo, como el canalla malhablado
que siempre ha sido, y jurando que sería suya de un modo u otro. Ella se iba
a marchar de mi casa esta semana y yo había conseguido un coche para
llevarla a la estación, pero me sentía tan intranquilo que la seguí en
bicicleta. Sin embargo, dejé que me tomara demasiada delantera, y antes de
que pudiera alcanzarla el mal ya estaba hecho. No supe nada más hasta que
los vi a ustedes dos regresando con el coche.
Holmes
se puso en pie y tiró la colilla de su cigarrillo a la chimenea.
–He sido
un obtuso, Watson –dijo–. Cuando me presentó usted su informe dijo que le
había parecido ver al ciclista arreglarse la corbata entre los arbustos.
Sólo con esto tendría que haberlo comprendido todo. Sin embargo, podemos
felicitarnos por haber intervenido en un caso bastante curioso y en algunos
aspectos único. Veo venir por el sendero a tres policías del condado, y me
alegra comprobar que el pequeño mozo de cuadras se mantiene a su paso; es
probable que ni él ni el fascinante novio sufran daños permanentes a causa
de las aventuras de esta mañana. Creo, Watson, que en su calidad de médico
debería atender a la señorita Smith y decirle que si se encuentra
suficientemente recuperada tendremos mucho gusto en acompañarla a casa dé su
madre. Y si su recuperación no es completa, ya verá usted como una ligera
alusión a la posibilidad de enviar un telegrama a cierto joven electricista
de las Midlands la deja curada del todo. En cuanto a usted, señor Carruthers,
creo que ha hecho todo lo que ha podido por reparar su participación en un
plan maligno. Aquí tiene mi tarjeta, y si mi declaración puede servirle de
ayuda en el juicio, me tendrá a su disposición.
El
lector probablemente habrá observado que, sumido en el torbellino de nuestra
incesante actividad, suele resultarme difícil redondear mis relatos
añadiendo esos detalles finales que tanto aprecian los curiosos. Cada caso
ha servido de preludio a otro y, una vez pasada la crisis, los actores
desaparecen para siempre de nuestras ajetreadas vidas. Sin embargo, al
final de los manuscritos referentes a este caso he encontrado una breve
anotación que confirma que la señorita Violet Smith heredó una gran fortuna
y que actualmente es la esposa de Cyril Morton, socio principal de Morton &
Kennedy, conocidos electricistas de Westminster. Williamson y Woodley fueron
procesados por secuestro y agresión; al primero le cayeron siete años y al
segundo diez. No consta ningún dato acerca de Carruthers, pero estoy seguro
de que el tribunal no juzgaría con mucha severidad su agresión, teniendo en
cuenta que Woodley tenía reputación de ser un maleante peligrosísimo, y creo
que con unos meses bastaría para satisfacer las exigencias de la justicia.
F i n
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