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L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
El
hombre del labio retorcido
Continuación...
Nos habíamos
detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un mozo de cuadras
había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí
a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa.
Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia
apareció en el marco, vestida con una especie de
mousseline––de––soie,
con apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños.
Permaneció
inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la
puerta, la
otra a medio
alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando
la
cabeza y la
cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la estampa viviente
misma de
la
incertidumbre.
––¿Y bien?
––gimió––. ¿Qué hay?
Y entonces,
viendo que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en un
gemido
al ver que mi
compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
––¿No hay buenas
noticias?
––No hay ninguna
noticia.
––¿Tampoco
malas?
––Tampoco.
––Demos gracias
a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga
jornada.
––Le presento a
mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de
mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e
incorporarlo a esta investigación.
––Encantada de
conocerlo ––dijo ella, estrechándome calurosamente la mano––. Estoy segura
que sabrá
disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia
tan repentina que nos ha ocurrido.
––Querida señora
––dije––. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta
de que huelgan
las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de alguna ayuda
para
usted o para mi
compañero aquí presente.
––Y ahora, señor
Sherlock Holmes ––dijo la señora mientras entrábamos en un comedor bien
iluminado, en
cuya mesa estaba servida una comida fría––, me gustaría hacerle un par de
preguntas
francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.
––Desde luego,
señora.
––No se preocupe
por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos.
Simplemente,
quiero conocer su auténtica opinión.
––¿Sobre qué
punto?
––En el fondo de
su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes
pareció incómodo ante la pregunta. ––¡Francamente! ––repitió ella, de pie
sobre la
alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto, mientras Holmes se retrepaba
en un
sillón de
mimbre.
––Pues,
francamente, señora: no.
––¿Cree usted
que ha muerto?
––Sí.
––¿Asesinado?
––No puedo
asegurarlo. Es posible.
––¿Y qué día
murió?
––El lunes.
––Entonces,
señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que haya
recibido hoy
esta carta suya? Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera
recibido
una descarga
eléctrica.
––¿Qué? ––rugió.
––Sí, hoy mismo
––dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
––¿Puedo verla?
––Desde luego.
Se la arrebató
impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y
la
examinó con
detenimiento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por encima de su
hombro. El sobre
era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo
día, o más bien
del día anterior, pues ya era mucho más de medianoche.
––¡Qué mal
escrito! ––murmuró Holmes––. No creo que esta sea la letra de su marido,
señora.
––No, pero la de
la carta sí que lo es.
––Observo,
además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la
dirección.
––¿Cómo puede
saber eso?
––El nombre,
como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto
es de
un color
grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran
escrito todo
seguido y lo
hubieran secado con secante, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona
ha
escrito el
nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir la dirección, lo cual
sólo puede
significar que
no le resultaba familiar. Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle
trivial, pero
no hay nada tan
importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí
dentro había
algo más!
––Sí, había un
anillo. El anillo con su sello.
––¿Y está usted
segura de que ésta es la letra de su marido?
––Una de sus
letras.
––¿Una?
––Su letra de
cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de
lo cual la conozco bien.
«Querida, no te
asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error,que quizá tarde
algún tiempo en rectificar. Ten paciencia, Neville.»
Escrito a lápiz
en la guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua. Echado al
correo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la
solapa la ha pegado, si no me equivoco, una persona que ha estado mascando
tabaco.
¿Y usted no
tiene ninguna duda de que se trata de la letra de su esposo, señora?
––Ninguna. Esto
lo escribió Neville.
––Y lo han
echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se
despejan,
aunque no me
atrevería a decir que ha pasado el peligro.
––Pero tiene que
estar vivo, señor Holmes.
––A menos que se
trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin
y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.
––¡No, no, es su
letra, lo es, lo es, lo es!
––Muy bien. Sin
embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta
hoy.
––Eso es
posible.
––De ser así,
han podido ocurrir muchas cosas entre tanto. ––Ay, no me desanime usted,
señor
Holmes. Estoy
segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comunicación tan
intensa que si
le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que le vi por
última
vez, se cortó en
el dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí corriendo al instante,
con la
plena seguridad
de que algo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante
trivialidad y,
sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
––He visto
demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar
más útil
que las
conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene
usted una
prueba bien
palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está vivo y
puede
escribirle
cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted?
––No tengo ni
idea. Es incomprensible.
––¿No comentó
nada el lunes antes de marcharse?
––No.
––Y a usted le
sorprendió verlo en Swandan Lane.
––Mucho.
––¿Estaba
abierta la ventana?
––Sí.
––Entonces, él
podía haberla llamado.
––Podía, sí.
––Pero, según
tengo entendido, sólo lanzó un grito inarticulado.
––En efecto.
––Que a usted le
pareció una llamada de auxilio.
––Sí, porque
agitaba las manos.
––Pero podría
haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a
usted,
podría haberle
hecho levantar las manos.
––Es posible.
––Y a usted le
pareció que tiraban de él desde atrás.
––Como
desapareció tan bruscamente...
––Pudo haber
saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
––No, pero aquel
hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de
la escalera..
––En efecto. Su
esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?
––Pero sin
cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.
––¿Había
mencionado alguna vez Swandam Lane?
––Nunca.
––¿Alguna vez
dio señales de haber tomado opio?
––Nunca.
––Gracias,
señora St. Clair. Estos son los principales detalles que quería tener
absolutamente
claros. Ahora
comeremos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es posible que
tengamos una
jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra
disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé
en meterme entre
las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aventuras. Sin
embargo,
Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un problema sin
resolver, podía
pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los
datos,
considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba
resolverlo o se
convencía de que
los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evidente que se estaba
preparando para
pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una
amplia
bata azul y
empezó a vagar por la habitación, recogiendo almohadas de la cama y cojines
del
sofá y las
butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se
instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco
fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de
la lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes,
fijos en un ángulo del techo, desprendiendo volutas de humo azulado,
callado,inmóvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas
facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando
una súbita exclamación suya me despertó, y vi que la luz del sol ya entraba
en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en
volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no
quedaba nada del paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior.
––¿Está despierto,
Watson? ––preguntó.
––Sí.
––¿Listo para
una excursión matutina?
––Desde luego.
––Entonces,
vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de
cuadras, y pronto tendremos preparado el coche.
Al hablar, se
reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre
diferente del
sombrío pensador
de la noche anterior.
Mientras me
vestía, eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera
levantado
aún. Eran las
cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes regresó para
anunciar que el
mozo estaba enganchando el caballo.
––Quiero poner a
prueba una pequeña hipótesis mía ––dijo, mientras se ponía las botas––.
Creo, Watson,
que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa.
Merezco que me
lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la
clave del
asunto.
––¿Y dónde está?
––pregunté, sonriendo.
––En el cuarto
de baño ––respondió––. No, no estoy bromeando ––continuó, al ver mi gesto de
incredulidad––.
Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta maleta Gladstone.
Venga,
compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.
Bajamos lo más
rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya
estaban en la
carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Subimos
al
vehículo y
salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella algunos
carros
que llevaban
verduras a la capital, pero las hileras de casas de los lados estaban tan
silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.
––En ciertos
aspectos, ha sido un caso muy curioso ––dijo Holmes, azuzando al caballo
para
ponerlo al
galope––. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale
aprender
tarde que no
aprender nunca.
En la ciudad,
los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana
cuando nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por
Waterloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por
Wellington Street, para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow
Street. Sherlock Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía, y los
dos agentes de la puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas
del caballo,
mientras el otro nos hacía entrar.
––¿Quién está de
guardia? ––preguntó Holmes.
––El inspector
Bradstreet, señor.
––Ah, Bradstreet,
¿cómo está usted? ––un hombre alto y corpulento había surgido por el
corredor
embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares––. Me gustaría
hablar
unas palabras
con usted, Bradstreet.
––Desde luego,
señor Holmes. Pase a mi despacho.
Era un
despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de
pared. El
inspector se
sentó ante el escritorio.
––¿Qué puedo
hacer por usted, señor Holmes?
––Se trata de
ese mendigo, el que está acusado de participar en la desaparición del señor
Neville St.
Clair, de Lee.
––Sí. Está
detenido mientras prosiguen las investigaciones.
––Eso he oído.
¿Lo tienen aquí?
––En los
calabozos.
––¿Está
tranquilo?
––No causa
problemas. Pero cuidado que es guarro.
––¿Guarro?
––Sí, lo más que
hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan negra
como un
fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse
periódicamente en la
cárcel, y si
usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo necesita.
––Me gustaría
muchísimo verlo.
––¿De veras?
Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
––No, prefiero
llevarla.
––Como quiera.
Vengan por aquí, por favor ––nos guió por un pasillo, abrió una puerta con
barrotes, bajó
una escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada con una
hilera
de puertas a
cada lado.
––La tercera de
la derecha es la suya ––dijo el inspector––. ¡Aquí está! ––abrió sin hacer
ruido
un ventanuco en
la parte superior de la puerta y miró al interior––. Está dormido ––dijo––.
Podrán verle
perfectamente.
Los dos aplicamos
nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto
hacia nosotros,
sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre
de estatura
mediana, vestido toscamente, como correspondía a su oficio, con una camisa
de
colores que
asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había
dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba
ocultar su repulsiva fealdad.
El ancho
costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la
barbilla, y al
contraerse había
tirado del labio superior dejando al descubierto tres dientes en una
perpetua
mueca. Unas
greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos yla frente.
––Una
preciosidad, ¿no les parece? ––dijo el inspector.
––Desde luego,
necesita un lavado ––contestó Holmes––. Se me ocurrió que podría necesitarlo
y me tomé la
libertad de traer el instrumental necesario ––mientras hablaba, abrió la
maleta
Gladstone y,
ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño.
––¡Ja, ja! Es
usted un tipo divertido ––rió el inspector.
––Ahora, si
tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no
tardaremos en
hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable.
––Caramba, ¿por
qué no? ––dijo el inspector––. Es un descrédito para los calabozos de Bow
Street, ¿no les
parece?
Introdujo la
llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El
durmiente se
dio media vuelta
y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia el jarro
de
agua, mojó su
esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso.
––Permítame que
les presente ––exclamó–– al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejante. El rostro del
hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol.
Desapareció su repugnante color pardusco.
Desapareció
también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio retorcido
que
formaba aquella
mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y
ante nosotros
quedó, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y
aspecto
refinado, pelo
negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro
soñoliento. De
pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se
dejó
caer, hundiendo
el rostro en la almohada.
––¡Por todos los
santos! ––exclamó el inspector––. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco
por las
fotografías!
El preso se
volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino.
––De acuerdo
––dijo––. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
––De la
desaparición del señor Neville St.... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de
eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! ––dijo el
inspector, sonriendo––. Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero
esto se lleva la palma.
––Si yo soy
Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y,
por lo
tanto, mi
detención aquí es ilegal.
––No se ha
cometido delito alguno, pero sí un tremendo error ––dijo Holmes––. Más le
habría
valido confiar
en su mujer.
––No era por
ella, era por los niños ––gimió el detenido––. ¡Dios mío, no quería que se
avergonzaran de
su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes
se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
––Si deja usted
que los tribunales esclarezcan el caso ––dijo––, es evidente que no podrá
evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades
policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón
para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro
de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted
declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal
caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
––¡Que Dios le
bendiga! ––exclamó el preso con fervor––. Habría soportado la cárcel, e
incluso la
ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón
sobre
mis hijos.
»Son ustedes los
primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en
Chesterfield,
donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, trabajé
en el
teatro y por
último me hice reportero en un periódico vespertino de Londres. Un día, el
director
quería que se
hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la capital, y yo me
ofrecí
voluntario para
hacerlo. Éste fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de
obtener datos
para mis artículos era practicando como mendigo aficionado. Naturalmente,
cuando trabajé
como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía fama en
los
camerinos por mi
habilidad en la materia. Así que decidí sacar partido de mis conocimientos.
Me pinté la cara
y, para ofrecer un aspecto lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz
y
me retorcí un
lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después,
con
una peluca roja
y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la
City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi
papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche descubrí, con
gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis chelines y
cuatro peniques.
»Escribí mis artículos
y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo después, avalé
una letra de un
amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco
libras. Me volví
loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una idea.
Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis
jefes y me dediqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días
había reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se
imaginarán lo dificil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo
fatigoso por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad
en un día con sólo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar
sentado. Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el
dinero, pero al
final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras
otro, en el
mismo rincón del
principio, inspirando lástima con mi espantosa cara y llenándome los
bolsillos de
monedas. Sólo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de
Swandam Lane
donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un
mendigo
mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballero elegante, vestido
a la
última. Este
individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por sus
habitaciones, y
yo sabía que mi
secreto estaba seguro en sus manos.
»Muy pronto me encontré
con que estaba ahorrando sumas considerables de dinero. No pretendo decir
que cualquier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar
setecientas libras al año ––que es menos de lo que yo ganaba por término
medio––, pero yo contaba con importantes ventajas en mi habilidad para la
caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que
fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un personaje
bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia de
peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me
tenía que dar para no sacar por lo menos dos libras.
»A medida que me iba
haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el
campo y me casé,
sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida
esposa sabía que
tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué consistía.
»El lunes pasado, había
terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, encima
del fumadero de
opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y consternación,
a
mi esposa parada
en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un grito de
sorpresa,
levanté los
brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi confidente, el marinero,
instándole a que
no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la
planta baja,
pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse
las
de mendigo y me
apliqué el maquillaje y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa
podrían
penetrar un
disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían registrar la
habitación
y las ropas me
delatarían. Abrí la ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un
corte
que me había
hecho por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que
acababa de
transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré
por la
ventana y
desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás
prendas, pero en
aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos
minutos
descubrí, debo confesar que con gran alivio por mi parte, que en lugar de
identificarme
como el señor
Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato.
»Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a
mantener mi disfraz todo el tiempo
que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara.
Sabiendo que mi esposa
estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al
marinero en un momento en
que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole
que no debía temer
nada.
––La nota no llegó a sus manos hasta ayer ––dijo Holmes.
––¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!
––La policía ha estado vigilando a ese marinero ––dijo el inspector
Bradstreet––, y no me
extraña que le haya resultado difícil echar la carta sin que le vieran.
Probablemente, se la
entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo
en varios días.
––Así debió de ser, no me cabe duda ––dijo Holmes, asintiendo––. Pero ¿nunca
le han detenido por pedir limosna?
––Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa?
––Sin embargo, esto tiene que terminar aquí ––dijo Bradstreet––. Si quiere
que la policía eche
tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
––Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un
hombre.
––En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si
volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor
Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me
gustaría saber cómo obtiene esos resultados.
––Éste lo obtuve ––dijo mi amigo–– sentándome sobre cinco almohadas y
consumiendo una
onza de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker
Street, llegaremos a tiempo para el desayuno.
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