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L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
EL
JOROBADO
ARTHUR CONAN DOYLE
«Poned a Urías
frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea
herido y muera.»
2 Samuel 11, 15
Una noche de verano,
pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi chimenea, fumando una
última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi jornada de trabajo
había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al cerrarse con
llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los
sirvientes se habían retirado. Había abandonado mi asiento y estaba vaciando
la ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo.
Miré el
reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse
de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en
vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran
asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.
–Vaya,
Watson –dijo–, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía
levantado.
–Adelante, por favor, mi querido amigo.
–¡Parece
sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diria yo! ¡Hum! ¿O sea
que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta
ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que
estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar
por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el
pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche?
–Con
mucho gusto.
–Me dijo
que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento
no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros
en su perchero.
–Me
complacerá mucho que se quede.
–Gracias.
Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario
británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagúes,
espero?
–No, el
gas.
–¡Ah! Ha
dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí
donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente
fumaré una pipa con usted.
Le ofrecí
mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en
silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía
haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia
que decidiera abordarlo.
–Veo que
en estos momentos está muy ocupado profesionalmente –comentó, dirigiéndome
una mirada penetrante.
–Sí, he
tenido un día atareado –contesté–. Tal vez a usted le parezca una necedad
–añadí–, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.
Holmes se
rió para sus adentros.
–Tengo la
ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson –dijo–. Cuando su ronda
es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que
percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda
de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.
–¡xcelente!
–exclame.
–Elemental, querido Watson –dijo él–. Es uno de aquellos casos en los que
quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su
interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la
base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de
algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un
espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos
ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector. Ahora
bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores,
pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que
nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me
faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los
tendré, Watson, los tendré!
Sus ojos
centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un
instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo
por un instante. Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez
aquella impasibilidad de indio pielroja que había movido a tantos a mirarle
como una maquina y no como un hombre.
–El
problema presenta rasgos interesantes –dijo–; puedo decir que incluso
características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y
he llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme
en esta última etapa, me prestarla un servicio más que considerable.
–Me
encantaría.
–¿Podría
ir mañana a Aldershot?
–No dudo
de que Jackson me sustituirá en mi consulta.
–Muy
bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez.
–Lo cual
me da tiempo de sobra.
–Pues
entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha
ocurrido y de lo que queda por hacen.
–Tenía
sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado.
–Resumiré
la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital para
el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al
mismo. Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows,
en Aldershot, lo que estoy investigando.
–No he
oído nada al respecto.
–Es que
todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son hechos
que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes:
»Como
usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más
famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante
el motín de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las
ocasiones posibles. Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un
valiente veterano que comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial
por su bravura en tiempos del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento
en el que en otro tiempo él había llevado un mosquete.
»El
coronel Barclay se casó en la época en que era sargento, y su esposa, cuyo
nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo
regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social
cuando la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo
ambiente. No obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según
tengo entendido, la señora Barclay siempre fue tan popular entre las damas
del regimiento como lo era su marido entre sus colegas oficiales. Añadiré
que era una mujer de gran belleza y que incluso ahora, cuando lleva más de
treinta años casada, todavía presenta una espléndida apariencia.
»Todo
indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular.
El mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que
nunca oyó que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él
piensa que la devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa
sintiera por él. Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado
de ella por un día. Ella, en cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un
cariño tan avasallador. Pero los dos eran considerados en el regimiento como
el mejor modelo de una pareja de mediana edad. No había absolutamente nada
en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente la tragedia que iba a
producirse más tarde.
»Al
parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su
carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero
había ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostranse
considerablemente violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece,
este aspecto de su naturaleza jamás se había vuelto contra su esposa. Otro
hecho que había llamado la atención del mayor Murphy, así como de tres de
los otros cinco oficiales con los que hablé, era el singular tipo de
depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a menudo la
sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible,
cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los
oficiales. Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él,
permanecía sumido en el más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de
superstición eran los únicos rasgos inusuales que, en su manera de ser,
habían observado sus hermanos de armas. Esta última peculiaridad asumía la
forma de una repugnancia respecto a quedarse solo, especialmente después de
oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad tan conspicuamente
varonil habla suscitado comentarios y conjeturas.
»El
primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años
estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles
y, durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada
Lachine, a cosa de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en
terreno propio, pero su ala oeste no se halla a más de treinta yardas de la
carretera principal. Un lacayo y dos camareras constituyen la servidumbre.
Ellos, junto con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que
los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener visitantes
instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las
diez del pasado lunes.
» Al
parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se
había interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado
en conexión con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar
ropas usadas a los pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una
reunión del Gremio, y la señora Barclay había cenado apresuradamente a fin
de llegar puntual a la misma. Al salir de su casa, el cochero la oyó dirigir
una observación de tipo corriente a su marido, y asegurarle que no tardaría
en volver. Llamó después a la señorita Mornison, una joven que vive en la
villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró cuarenta
minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa,
después de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar.
»Hay en
Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana. Da a
la carretera, y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde
ella sobre el césped. Este se extiende a lo largo de unas treinta yardas, y
sólo lo separa de la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de
hierro. En esta habitación entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas
no estaban corridas, ya que rara vez se utilizaba aquella sala por la noche,
pero la propia señora Barclay encendió la lámpara y después tocó la
campanilla, para pedir a Jane Stewart, la primera camarera, que le sirviera
una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El
coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya
había regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio
atravesar el vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con
vida.
»El té
que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la
sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor
y su señora entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta
alguna, e incluso hizo girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta
estaba cerrada pon el interior. Como es natural, bajó corriendo para
advertir a la cocinera, y las dos mujeres, acompañadas por el lacayo,
subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la misma
violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la
de su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con
voz queda, de modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que
escuchaban tras la puerta. Las de la señora, en cambio, eran más cortantes
y, cuando alzaba la voz, se oían perfectamente. «Eres un cobarde!», le
repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer ahora? ¿Qué podemos hacer ahora?
¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a respirar nunca más el mismo aire
que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos de la conversación de
ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso proferido por la voz
del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante chillido de la
mujer. Convencido de que habla ocurrido alguna tragedia, el cochero se
abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba
un grito tras otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las
sirvientas estaban demasiado acongojadas por el miedo para poder prestarle
alguna ayuda. Pero entonces se le ocurrió súbitamente una idea y cruzó
corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la extensión de césped, sobre la
que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables. Un lado de éstas
estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad pudo
entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada,
sin conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de
una butaca y la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía
el infortunado militar, muerto y en medio de un charco de su propia sangre.
»Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada
podía hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó
una dificultad tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la
parte interior de la puerta, y no fue posible encontrarla en parte alguna de
la habitación. Por consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó
tras haber conseguido la ayuda de un policía y de un medico. La señora,
contra la cual se alzaron lógicamente las más intensas sospechas, fue
trasladada a su dormitorio todavía en un estado de insensibilidad. El
cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se procedió a un
examen cuidadoso del escenario de la tragedia.
»Se
comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte
desigual, de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la
cabeza, que indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado
con un instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber
sido esta arma. En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa rnaza de
madera dura tallada, con un mango de hueso. El coronel poseía una variada
colección de armas traídas de los diferentes paises en los que habla
luchado, y la policia conjetura que esta maza figuraba entre sus trofeos.
Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las numerosas
curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto.
Nada más de importancia descubrió la policia en la habitación, salvo el
hecho inexplicable de que ni en la
persona
de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en parte alguna de la habitación
se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo que abrirla un
cerrajero de Aldershot.
»Asi
estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a
Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la
policia. Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero
mis observaciones pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho
más extraordinario que todo cuanto pudiera aparentar a primera vista.
»Antes de
examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí
obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que
recordó la camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la
disputa bajó y regresó con los otros criados. Dice que en la primera
ocasión, cuando ella estaba sola, las voces de su señor y de su señora eran
tan bajas que apenas pudo oir nada, y juzgó por sus tonos, más bien que por
sus palabras, que había una seria desavenencia entre ellos. Sin embargo, al
insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre «David»,
pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia
para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el
nombre del coronel era James.
»Habia
algo en el caso que causó profunda impre-ión tanto a los sirvientes como a
la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato,
había quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda
que pueda asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente
con la teoría de la policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver
a su esposa en el momento de efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y
contra esto no representaba una objeción fatal el hecho de tener la herida
en la parte posterior de la cabeza, ya que pudo haberse vuelto para evitar
el golpe. No era posible ob-ener información alguna de la señora, ya que
ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia de un agudo
ataque de fiebre cerebral.
»Supe por
la policía que la señorita Mornison, que, como recordará, salió aquella
noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que
había causado el malhumor de su compañera al volver.
»Una vez
reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba sobre
ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran
meramente incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más
distintivo y sugestivo en el caso era la desaparición de la llave de la
puerta. Un registro a fondo no había permitido encontrarla en la habitación
y, por consiguiente, hablan de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni la
esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto quedaba bien claro. Por
consiguiente, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona.
Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me pareció
que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna
traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no
hubo ni uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta
concluyó al encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había
esperado. Había habido un hombre en la sala, y este hombre había cruzado el
césped, procedente de la carretera. Me fue posible obtener cinco impresiones
muy claras de las huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el
punto donde había escalado el muro bajo, dos en el césped y otras dos, muy
débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la que entró. Al
parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo eran
mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me
sorprendió, sino su acompañante.
–¿Su
acompañante?
Holmes
extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló
cuidadosamente sobre su rodilla.
–¿Qué me
dice de esto? –preguntó.
El papel
estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño. Tenía
cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la
huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre.
–Es un
perro –dije.
–¿Ha oído
hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré señales
bien claras de que esta criatura lo había hecho.
–¿Un
mono, pues?
–Pero
ésta no es la huella de un mono.
–~De qué
puede ser, pues?
–Ni
perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos
familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He
aquí cuatro huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como
puede ver, no hay menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la
trasera. Añada a esto la longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una
bestezuela de no mucho menos de dos pies de longitud... probablemente más,
si existe una cola. Pero observe ahora esta otra medición. El animal se ha
estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada caso es tan sólo
de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo largo con
unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar
una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he
indicado, puede trepar por una cortina y es carnívoro.
–¿Cómo lo
deduce?
–Porque
trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario; parece
ser que su objetivo era apoderarse del pájaro.
–¿Qué
era, entonces, este animal?
–Ah, si
pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la solución del
caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu de
las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los
ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás.
–Pero
¿qué tuvo que ver con el crimen?
–Esto
también queda oscuro. Pero, como observará, sabemos que hubo un hombre en el
camino, presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz en
la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió
a través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal
extraño, y que, o bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del
tremendo susto que le causó su visión y se partió la cabeza en la esquina
del guardafuegos. Finalmente, tenemos el curioso hecho de que el intruso se
llevó la llave al marcharse.
–Parece
como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo que
ya estaba -observe.
–Así es.
Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo de lo que
se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la
conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho,
Watson, le estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo
esto en nuestro viaje de mañana a Aldershot.
–Gracias,
pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora.
–Yo tenía
la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete y
media, estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya,
nunca mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir
amistosamente con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al
regresar, se retiró inmediatamente a la habitación en que menos
probabilidades tenía de ver a su esposo, y allí pidió té, como era propio de
una mujer presa de agitación. Y finalmente, al presentarse él, prorrumpió en
violentas recriminaciones.
»Por
consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo
que alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la
señorita Mornison no se había separado de ella durante esta hora y media, y
era absolutamente seguro por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía
que saber ella respecto al asunto.
»Mi
primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano
militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su
esposa. Esto explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la
negativa de la joven en lo tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era
del todo incompatible con la mayoría de palabras que pudieron oírse.
Pero
existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido
afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de
este otro hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculada
de todo lo ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a
paso, pero en conjunto yo me sentía inclinado a descartar la idea de que
hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Mornison, pero cada vez
estaba más convencido de que esta joven tenía la clave de lo que provocó el
odio de la señora Barclay contra su marido. Por consiguiente, tomé la lógica
medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que tenía la absoluta
certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y asegurarle que
su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de una
sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión.
»‘La
señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios
cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido
común. Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido,
volviéndose resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que
procedo a condensarle.
»–Prometí
a mi amiga no decir nada al respecto, y una promesa es una promesa –dijo–.
Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación tan
grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo
que estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el
lunes por la tarde.
»Regresábamos a la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En
nuestro camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy
tranquila. Sólo hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos
a él, vi venir hacia nosotros un hombre con la espalda muy encorvada y con
algo semejante a una caja colgada de un hombro. Parecía deforme, pues
caminaba con la cabeza gacha y las rodillas dobladas. Al cruzarnos con él,
levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que proyectaba el
farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío, pero
si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera
caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía
a llamar a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió
educadamente la palabra al hombre.
»–Durante
estos treinta años te he creído muerto, Henry –le dijo con voz temblorosa.
»–Y yo
–contestó él.
»Fue
terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro
muy moreno y tremebundo, y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en
sueños. Cabellos y patillas estaban entreverados de gris, y tenía toda la
cara arrugada y llena de surcos, como una manzana marchita.
»–Sigue
un rato tu camino, querida –me dijo la señora Barclay–. Quiero hablar un
momento con este hombre. No hay nada que temer.
»Trataba
de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el
temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras.
»Hice lo
que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella
bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie
junto al farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le
hubiera enloquecido. Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta,
pero entonces me estrechó la mano y me rogó que no contara a nadie lo
ocurrido.
»–Es un
antiguo amigo mío que ha reaparecido -me dijo.
»Cuando
le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he vuelto
a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad, y si me la callé
ante la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se
encontraba mi querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el
que se sepa todo.
»Tal fue
su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una luz en
una noche oscura. Todo lo que antes habla estado desconectado empezó en
seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda
la secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente,
en hallar al hombre que había causado una impresión tan notable en la señora
Barclay. Si todavía se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan
difícil. No hay un número muy elevado de civiles y un hombre deformado
forzosamente había de llamar la atención. Pasé un día buscando y, al
atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado con él.
»El
hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la
que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población.
Simulando ser un agente del registro, tuve una interesante conversación con
su patrona. El hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez
caida la noche, va de una cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño
espectáculo. Lleva consigo, en aquella caja, un animalillo que a la patrona
parece causarle una considerable inquietud, ya que nunca ha visto un animal
semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según cuenta ella. Esto
fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy extraño
que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que
hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le
había oído gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que
le entregó le dio lo que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson,
y era una rupia india.
»Y ahora,
mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y por qué
quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se
alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de
la ventana la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y
que el animalillo que llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece
la mayor certeza. Pero él es la única persona de este mundo que puede
decirnos exactamente lo que sucedió en aquella habitación.
–¿Y tiene
la intención de preguntárselo a él?
–Desde
luego... pero en presencia de un testigo.
–¿Y yo
soy el testigo?
–Si tiene
esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se niega,
no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento.
–¿Y cómo
sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos?
–Tenga la
seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a vigilarle a uno
de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa fuera
adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto
yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más
tiempo.
Era
mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la
orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson
Street. A pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver
fácilmente que Holmes se encontraba en un estado de excitación contenida,
mientras a mi me cosquilleaba aquella sensación placentera, mitad deportiva
mitad intelectual, que experimentaba invariablemente cuando me unía a él en
sus investigaciones.
–Esta es
la calle –dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas de
dos plantas y obra vista–. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte.
–Está en
casa, señor Holmes –exclamó un rapaz con aspecto de pillete, corriendo hacia
nosotros.
–¡Muy
bien, Simpson! –aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza–.
Adelante, Watson, ésta es la casa.
Hizo
pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto
importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre
que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a
un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado,
todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba
una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvio hacia
nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo
notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo
bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas.
–¿El
señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? – preguntó
Holmes afablemente-. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel
Barclay.
–¿Y qué
puedo saber yo al respecto?
–Esto es
lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara
el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada,
según todas las probabilidades, por asesinato?
El hombre
experimentó un violento sobresalto.
–Yo no sé
quién es usted –exclamó–, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero
juraría que es verdad lo que me está diciendo?
–Sólo
esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.
–¡Dios
mío! ¿Y ustedes también son de la policía?
-No.
–¿Cuál
es, pues, su misión?
–Es
misión de todo hombre procurar que se haga justicia.
–Puede
aceptar mi palabra de que ella es inocente.
–~Entonces
usted es culpable?
–No, no
lo soy.
–¿Quién
mató, pues, al coronel James Barclay?
–Fue la
Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera
hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de
mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera
fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre.
Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por que no debiera
hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme.
»Las
cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un
camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry
Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos
entonces en la India,acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee.
Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la
beldad del regimiento, y además la mejor chica que haya existido jamás, era
Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y
uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser
acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que
era yo.
»Pero
aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se
casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él
había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada.
Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla,
cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en
todo el país.
»Nuestro
regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una
compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban
diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers
alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos
terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación
con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era
nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar
abrirnos paso peleando, con todas aquellas
mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del
general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento
fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que
conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me permitiría
atravesar las lineas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé mi
expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo
cuando por la noche salté desde el parapeto.
»Mi
camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había
de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del
mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados
en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y
manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza,
pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación,
oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que
había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por
medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.
»Bien, no
es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de
que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill el día
siguiente, pero los rebeldes se me llevaron con ellos en su retirada.
Pasaron largos años antes de que yo volviera a ver un rostro blanco. Fui
torturado y traté de huir, pero fui capturado y torturado de nuevo. Pueden
ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes, que huyeron a
Nepal, se me llevaron consigo, y después me encontré más allá de Darjeeling.
Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían
prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé,
pero en vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con
los afganos. Allí vagabundeé varios años, y al final regresé al Punjab,
donde vivi casi siempre entre nativos y me gané la vida con los trucos de
prestidigitación que había aprendido. ¿De qué iba a servirme a mí, un
pobre
inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer entre mis antiguos
camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía impulsarme a
hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry Wood había
muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y moviéndome
con ayuda de un baston, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que yo había
muerto, y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se había
casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni
siquiera esto me movió a hablar.
»Pero
cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo
había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra.
Finalmente, decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje
y me vine entonces aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones
y sé cómo divertirlos con ello gano lo bastante para sustentarme.
–Su
narración no puede ser más interesante –dijo Holmes–. Ya he oído hablar de
su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo
entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la
ventana un altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en
cara su conducta con usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó
corriendo el césped e irrumpió allí donde estaban los dos.
–Así fue,
señor. Y al verme a mí, él asumió una expresión como nunca se la he visto a
ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el
guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su
cara tan claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La
mera visión de mi persona fue como una bala que atravesara su corazón
culpable.
–¿Y entonces?
–Nancy se
desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta, con la intención
de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacia, me pareció mejor dejarlo
y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si
me detenían mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave
en mi bolsillo y dejé caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se
había subido a la cortina. Una vez lo tuve en su caja, de la que había
escapado, me alejé de allí con toda la rapidez posible.
–¿Quién
es Teddy?
El hombre
se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había en
un rincón. Al ins-tante salió de ella un bellísimo animal de color castaño
rojizo, esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y
el par de ojos más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un
animal.
–¿Es una
mangosta! –grité.
–Algunos
lo llaman así y otros lo llaman icneumón
–dijo el
hombre–. Cazador de serpientes es el nombre que le doy yo, y es
sorprendentemente rápido con las cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y
Teddy la captura cada noche para divertir a los clientes de la cantina.
¿Alguna cosa más, caballero?
–Tal vez
tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse en un
grave aprieto.
–En este
caso, desde luego, yo me presentaría.
–Pero si
no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre que
ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted,
al menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su
conciencia siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va
el mayor Murphy, por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si
ha ocurrido algo nuevo desde ayer.
Tuvimos
tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina.
–Ah,
Holmes –dijo–, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha
terminado en nada.
-¿Qué ha
sido, pues?
–Acaba de
terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado
concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que,
después de todo, fue un caso bien sencillo.
–Ya lo
creo, notablemente superficial –repuso Holmes, sonriendo–. Vamos, Watson, no
creo que en Aldershot se nos necesite ya.
–Hay una
cosa –dije mientras nos encaminábamos a la estación–. Si el marido se
llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?
–Esta
sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la
historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada
describir. Era, evidentemente, un término usado como reproche.
–~Como
reproche?
–Sí. Ya
sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en una
ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará
el asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos
bíblicos estén un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primer
o segundo libro de Samuel.
FIN
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