O b r a d i s e ñ a d a y c r e a d a p o r H é c t o r A. G a r c í a Alejandro Tapia y Rivera, escritor Escritores de Puerto Rico Sus ideas no eran el concepto puro, resultado de las especulaciones abstractas, no; eran la emanación inmediata de las impresiones, sin linaje alguno de elaboración espontánea, franca y enérgica No distaban mucho la villa de Sotomayor los dominios del cacique, y aunque encomendado como sus vasallos, merced a su nacimiento y dignidad, le eran guardadas ciertas consideraciones por parte de los conquistadores, que conociendo su influjo entre los suyos, querían evitar (por la mayor suma de tiempo, puesto que los naturales se mantenían sumisos) el sangriento camino de la guerra. Dotado de gracia y gentileza, y siendo de los más poderosos señores del país, habría despertado la simpatía de la cacica más rebelde; pero perdida de amores su alma por la cruel Loarina, podía aspirar tan solo a la lenta y continua agonía de una existencia triste y solitaria; como el vivir de envejecida seiba, abandonada de los pajarillos que su seno albergó y que la festejaban con sus cantos. Hubiérale amado la hermosa india, a no andar malparado su espíritu a causa de la pasión que la inspirara cierto joven caballero español, que al mirarla había introducido en su corazón la ponzoña, haciendo en él más estragos que la flecha de Guarionex en un día de batalla. Tenga presente el lector esto último, por si advierte en el desdeñado indio, el apesarado continente y la tristísima expresión de sus ardientes ojos. Acercose a Loarina, que saliendo le su enajenación, se mostró sorprendida.
- V --Hermosa -dijo el cacique con alterada al par que respetuosa voz- mi corazón da gracias al Cemí que me permite verte; ojalá que, el pobre Guarionex se separe de ti más feliz de lo que es ahora. El semblante de Loarina expresó cierta turbación, que permitía entrever la lucha que había en su agitado pecho. -Guarionex, sé bien venido -respondió con mentida calma. Natural era una lucha semejante en el corazón de Loarina, que un tanto sensible en otro tiempo a los halagos del Cacique, sentía rubor al conocer que su veleidad la impulsaba a amar a otro; porque la hermosa salvaje no era la culta dama de nuestros tiempos. Tal vez sentía aún inclinación hacia el pobre indio, y al amar a un extranjero, apesarábase de preferir en su corazón al hombre que malquería la los de su raza; pero entre un hombre hermoso valiente y civilizado, con un prestigio a sus ojos cuasi divino, y el salvaje pretendiente, toda vacilación se hacía imposible, y su corazón de mujer vivía arrastrado por el dulce atractivo que había de llevarla al término cruel de ser infiel e ingrata para con los suyos. Quizá el brillo de conquistador y su tratamiento de amo en vez de hacérsele más odioso, acrecentaban no poco su amor. Con todo, en nuestro humilde entender, juzgamos existía alguna cosa en su alma, parecida al remordimiento, y por tanto, cada palabra del enamorado Guarionex, debía hacerla sentir su aguijón punzante. Escuchemos pues, a Guarionex. -Tú eres, Loarina, hermosa y pura como la azucena; pero ingrata con el tierno Zumbador que te festeja. ¿Por qué ha de estar Guarionex privado de tu cariño? Ocho veces ha pasado ya la estación de los truenos y de las lluvias, y en todo este tiempo he administrado justicia; a la puerta de la choza en que nací, bajo el árbol de mis padres, o he guiado a los míos a la guerra, pues bien, durante todo este tiempo era feliz, porque no te conocía; el día tenía para mi luz y la noche descanso. Te vi, oh Loarina, y desde entonces me sorprende siempre el alba, sin que mis ojos se hayan cerrado, y al esconderse el sol me deja triste y despierto aún. Yo te amé y te amo, Loarina hermosa; tú en un tiempo me escuchabas con gozo, y yo veía el cielo en tu corazón; ahora huyes de mí y el mal genio me acompaña. -¿Dime qué hice yo para merecer tanto desvío? Tórtola mía, ¿cual será el día en que suspiremos juntos? ¿No te conmueve mi lloro? Pronto inundará los valles. Yo tengo corales y perlas, que mis vasallos han sacado del mar, para ti son, mi bella; las perlas son menos blancas que tus dientes, y los corales menos hechiceros que tus labios. Tú seras mi preferida. Tan luego como el himeneo nos una, tendrás corona y esclavas. Tengo oro y flores con que adornarte, y mis manos pondrán a tus pies las aves cazadas con mi arco. -Dí, ¿porqué no me amas? -Cacique, guarda tus perlas y tus flores para otra; no puedo ser tuya. Dices que tendré esclavas, ¡ah! yo ya lo soy... Dijo, y un suspiro desprendido de su pecho, como un perfume de una flor, fue melancólico preludio de las lágrimas que corrieron por su rostro. No llores, oh bella -exclamó el salvaje, comprendiendo mal la causa del angustioso llanto de su amada. ¿Lloras? ¿por quién Loarina? Por mí: ¡oh! beldad de los cielos, ¡oh! rosa de los bosques, y arrojándose a sus plantas besaba sus manos y sus pies, llorando también. Las abrasadas lágrimas del cacique, eran otras tantas gotas de sangre que el dolor había helado en su corazón, y al correr por sus mejillas, dábanle al cabo un instante de ventura, y desahogaban su alma como el trueno a la preñada nube. -¡Ah! -exclamó- antes me sonreían tus labios. ¡Mísero de mí! Había creído que mi cariño, constante como el carpintero que roe con su pico los árboles para hacer su nido, llegaría al cabo a abrirme paso hasta tu corazón; ¡pero fue vana mi esperanza! -Guarionex, jamás fui desdeñosa contigo, pero mi corazón... -¡Dilo! -Ama a otro... a pesar mío... -¡Ah! -gritó el cacique- ¡amas a otro! Di a quien, no sé si para aborrecerle o para amarle... ¡Oh! ¿Quién es ese feliz, Loarina? Pero callas... ¡Oh! ¡sospecha! El furor se pintó en su faz como el velo de sangre que encubre al sol en día caluroso. -¡Guarionex! -murmuró la india prorrumpiendo en sollozos. -Sí, un extranjero... un cristiano... -decía el cacique con ahogada voz. -¡Ah! soy muy desgraciada -dijo Loarina; dio dos pasos hacia el cacique, mirole con compasiva ternura y se detuvo suplicante. -¡Eres desgraciada! ¿y yo? Hubo un momento de silencio. Loarina al par que víctima, del amor que el cristiano la inspirara era inocente verdugo del corazón de Guarionex. Jóvenes y amantes hasta el delirio, eran ambos infelices, porque tan solo experimentaban las amarguras del amor, sin gustar sus delicias. -Ella lánguida y encantadora como una azucena; él fuerte y erguido como un roble. Entrambos lloraban y ninguno de ellos podía enjugar las ajenas lágrimas. Loraina se había dejado caer y puesta entre las manos su cabeza, sollozaba. Guarionex, de pie y clavado como una estatua la miraba con inflamados ojos. Al fin sacudió sus hombros, bajó la cabeza, y emprendió lentamente su marcha sin volver el rostro una sola vez. Al llegar al fin de la senda, estuvo algunos instantes pensativo, pero irguiendo el cuello, como el que, acaba de adoptar una resolución enérgica, se lanzó a la espesura murmurando algunas palabras: ¡quizá una maldición!
- VI -En las altas horas de la noche paseábase D. Cristóbal de Sotomayor, por las calles de la villa que había fundado, envuelto en un tosco tabardo, que le ponía a cubierto del rocío, que tan copioso es en las noches de los trópicos. Dormían los habitantes, y la noche serena, parecía guardar su tranquilo sueño: el fresco ambiente susurraba entre los árboles, al paso que la luna plateaba sus copas, y los pajizos techos del caserío; mudos yacían los pajarillos, y de tarde en tarde se percibía el nocturno cantar del gallo, en cuyas intermitencias resonaban los pasos de nuestro personaje, al caminar por la empedrada senda, que a la verde campiña le guiaba. Entregado a dulces meditaciones, a que se prestaba lo apacible de la noche, perdíase su alma en los abismos de lo pasado, propensión natural a todo aquel cuyo presente no satisface su corazón. Complacíase su alma en recorrer hoja tras hoja, ese libro que se llama la vida, con el mismo encanto, dulce y melancólico, que el avecilla recorre de uno en otro todos los troncos en que ocultó su nido, pidiéndoles un consuelo, una memoria. Sotomayor sentía desenvolverse ante su vista el cuadro de su juventud primera, que al compás de los latidos de su pecho, le ofrecía el recuerdo de sus amores, el fuego tormentoso al par que deleitable, la felicidad incomprensible, los sinsabores ahuyentados por una sonrisa o por beso celestial, aquel llanto que no surca la mejilla, porque como el manso arroyuelo, hermosea el prado cual Cristalina sierpe, y fecundiza las flores con su agua pura. Aquella fe, aquella idolatría ciega, el prestigio, el poder en la mirada, en el acento de la mujer que se adora. ¡Ah! exclamaba, ¡si la vida terminara al disiparse tanto amor! Pensamientos de este género ocupaban a Sotomayor, y al llegar a este punto, la ilusión tomaba cuerpo en una mujer, aquella hechicera hija del Betis, fija en su mente y en su corazón, con sus ojos de fuego, su boca de hurí y su andar de diosa... La bendición de un sacerdote los hubiera unido para siempre, a consentir el joven; pero deseaba la posesión de su amada como una corona de gloria que premiase sus adquiridos méritos, y antes que dar su nombre al tierno objeto de sus ansias, quería que este nombre estuviese enlazado a grandes hechos. Estas ideas, por otra parte, eran muy naturales y propias en la juventud distinguida de su época, pues aún estaba en pie el caballeresco edificio que levantó Enrique I de Alemania, y que aún no había derribado con su implacable pluma, el más grande y singular de los satíricos. Libre la península ibérica del dominio musulmán con la toma del baluarte granadino, el espíritu aventurero y belicoso de los españoles, encontraba un nuevo terreno más vasto a su ejercicio, que el que podía ofrecerles la Flandes y la Italia; así no es de extrañar que la juventud ardorosa, acudiese en tropel a las tierras nuevamente halladas, en donde mil empresas quiméricas se hacían lugar en las imaginaciones novelescas, con la relación de extrañas aventuras, de grandes proezas y de doradas regiones, en que los prodigios se mezclaban a lo vasto y desconocido de aquellos países. Nuestro caballero era uno de estos hombres, y en verdad que no era la sed de oro lo que le llevaba tan lejos de su patria. Ex-secretario del rey, descendiente de ilustre familia, habíalo electo gobernador de la nueva isla, pero gracias al almirante D. Diego Colón, que le había desatendido, se encontraba entonces en Puerto Rico, como teniente del gobernador D. Juan Ponce de León, futuro adelantado de la Florida. Era el gentil caballero, de esbelta figura y elegantes maneras; tenía rubio el cabello, terminado en retorcida punta el bigote juvenil, y al brillo de la luna, podían verse sus ojos azules y expresivos. Un rico jubón de ceniciento vellorí, cuasi encubierto por el tabardo de velarte que le resguardaba, en su cintura la espada guarnecida de plata, bota pajiza con espuela, y por último, un sombrero adornado con vistosas plumas, cuyo broche de diamantes relucía como una estrella, inclinado sobre una de sus sienes, prestaban a su aspecto, el aire del joven aventurero de la España de aquella época. No había salido aún Sotomayor de la población, cuando sintió que le oprimían fuertemente el hombro. -Cristiano -le dijo una voz- ¿tienes valor? Volviose admirado de tal pregunta, y llevó su mano a la espada, cual si quisiese dar una prueba por respuesta. Detuvo su brazo el recién venido, diciéndole al mismo tiempo: -Espera. Observó Sotomayor a su antagonista: en la ruda faz de este se veía pintado el furor. -No te conozco -dijo el caballero. -Ya me conocerás -replicó aquel.- Tú amas a Loarina, y yo también la amo. -Pudiera desengañarte, indio, pero creerías que te temo, y mi altivez me ordena guardar silencio, y esperar hasta ver qué exiges de mí. -Ella te ama también, y esa es para mi una muerte más terrible que la que dan vuestros truenos) y todas vuestras armas. -Y bien... -Es menester que uno de los dos muera, porque no puede haber más que un sol para una luna y mal pudiera albergarse en un mismo nido dos pájaros rivales. Pues bien, quiero que me mates, porque es mejor la ausencia eterna que esta vida de agonía. ¡Quiero morir! ¿Lo oyes? Pero quiero morir contigo quiero matarte, oh cristiano, porque te aborrezco, y cuando pienso en ti, siento por mis venas correr el fuego del rayo, y quisiera tener su poder para acabar contigo, ¿lo oyes? Maldecida del Cemí sea la piragua que te trajo a esta tierra. Quiero morir o matarte, odioso cristiano, ven, si tienes valor, ven... ¡Cuánto rencor encerraban las palabras de Guarionex, y cuánta angustia se mezclaba en su pecho a este rencor que le abrasaba! Pudiera muy bien compararse esta mezcla de sentimientos, al gemido del náufrago, que se deja oír por entre el bramido de las ondas, que su vida combaten. El joven Sotomayor había leído en las palabras del indio todo su infortunio, compadecía su demencia, y a poder evitar honrosamente una lucha a que ningún sentimiento le impulsaba, hubiéralo hecho; empero su conmiseración sería tal vez mal interpretada, y su puntilloso carácter no le permitía menoscabar en manera, alguna el influjo de los suyos, en regiones tan apartadas. -Indio, ¿aborreces la vida? -le dijo.- Bien está; aunque no te profeso ni amor ni odio, quiero librarte con mi espada, de unos días que te son tan funestos. Toma una espada y sígueme. -No, mi macana me basta, con ella he peleado en cien batallas, y ha derribado a muchos enemigos, tan fuertes como tú. -Partamos, pues, dijo el caballero, y tomaron ambos la senda, que a las afueras de la villa conducía.
- VII -Caminaban silenciosos el cacique y el caballero. Las palabras habían hecho lugar a las armas, y la muerte de uno de los contendientes, debía poner término a la causa de la querella. Este duelo por parte de Guarionex era, aunque injusto, consecuente, porque cuando el odio guía el brazo, el homicidio es un resultado criminal, pero lógico. En este duelo no entraba por nada la pueril vanidad, ni un honor mal entendido; por otra parte del cacique, era la expresión de la cruel antipatía que le inspiraba el hombre que le había despojado de un bien para él más estimado que su vida; por parte de nuestro joven caballero, era hijo de la necesidad, no sólo de defender la suya, sino de conservar puro entre los indígenas aquel buen nombre y reputación de que entre ellos gozaban los conquistadores. Llegado que hubieron a la llanura, desenvainó Sotomayor la espada y aguardó a su contrario. No tardaron en cruzarse las armas. La claridad de la noche permitía ver completamente la escena que iba a seguir, y cuyos únicos espectadores, eran el cielo y los árboles de la comarca. Reinaba el silencio, y solo el continuo y monótono cantar de la chicharra y del coqui (9), se dejaba oír a través del ruido de las armas. Guarionex peleaba con el furor del hombre que aborrece, y desea acabar con su aniversario; Sotomayor comprendía, que por exquisito que fuese el temple de su acero, y por ejercitado que estuviese su brazo, había menester todo su esfuerzo para resistir a su terrible enemigo, a quien los celos hacían valer por dos. Y en efecto, al verle manejar la fuerte macana de collor) cual si fuese un junco, y menudear golpes sin interrupción alguna, se convendría forzosamente, en que sólo la vehemencia de la pasión, que convierte en volcán el corazón humano, podía inspirar al irritado indio, que aunque diestro en manejar su arma, así se curaba de la defensa como de renunciar a su enojo. -Tan sólo atendía al ataque, y cada vez que descargaba el arma parecía que la misma muerte la guiaba. Sus ojos brillaban como los del tigre en la oscuridad de las selvas durante la noche, y a no ser invisible el genio de la tumba, podría verse triste, imponente y silencioso junto a Sotomayor. Peleaba éste con bríos y tal vez le ayudaba en sus quites la ceguedad de su contrario; sin embargo, había instantes en que necesitaba de toda su destreza para disputar la vida a aquel salvaje, que cual la cortante hoz, pugnaba por segarla en sus más floridos años. No temía la muerte si esta era honrosa y daba renombre, empero una muerte oscura, en lucha con un desconocido, con un salvaje, muerte que no era útil al mundo ni a sí mismo, era para él insoportable. De repente la espada de Sotomayor se deslizó a lo largo de la piel de indio, que al sentirse herido, redobló su coraje; levantó su macana que descargó con tanta fuerza, que a encontrar la espada hiciérala pedazos, y a caer sobre el caballero, borrara de una vez de su corazón todos los anhelos de futura gloria; sin embargo de que rehuyó el cuerpo, no pudo evitar que le descoyuntara un brazo, que a ser el derecho, pasáralo del todo mal. El dolor le dio nuevo empuje. Cansados estaban ya nuestros valientes e indeciso se hacía el resultado de la contienda, cuando el salvaje ya desesperanzado de morir o de acabar con un rival odioso, arrojó su macana a luengos pasos, exclamando con desdén: -Arma inútil, impotente para matar a un cristiano. Cruzose de brazos y con aquella indiferencia ante la muerte, característica de los indios de América y propia de un mártir, dijo: -Mátame, pues soy tu rival. -No -contestó el caballero tendiéndole una mano- vive y sé mi amigo, valiente indio. -Ya moriré -dijo el indio, sin corresponder la afectuosa instancia del joven castellano- ya moriré, aunque la muerte mía es un árbol que florece demasiado tarde -y dirigiéndose a Sotomayor le dijo: -No soy tu amigo, extranjero; no olvides que me has robado lo que más amó mi corazón. Y al terminar estas palabras partiose dejando al caballero sorprendido de tan extravagante firmeza.
- VIII -Habíase refugiado en los bosques gran parte de los indios, huyendo de la dureza del trabajo a que les condenaban los encomenderos; y en las intrincadas espesuras disponían el medio de una insurrección, que estallando por partes, los volviese a su primitivo y feliz estado. No descuidaban los caciques, instigados por Agueinaba y Guarionex, la manera de extinguir en el abatido ánimo de sus vasallos, la fatal preocupación de que los dominadores eran inmortales; por tanto, acordada, una convocación general de caciques, se verificó ésta en un valle de los dominios de Agueinaba, circundado de altos y lejanos montes, al rayar el alba de un hermoso día. Presidía la asamblea el valeroso Agueinaba Fuerte de miembros, de presencia venerable y con expresión de firmeza y altivez en su rostro; su aspecto revelaba la inteligencia, aunque inculta, amena y gigante, como las selvas siempre verdes, en que se meció su cuna. Presidía la reunión, como hemos dicho, preferencia que de derecho le tocaba, por ser principal señor de aquella isla. Estaba sentado en una piedra enorme al pie de un árbol añoso y corpulento. A sus lados los caciques, Guarionex, el más querido, porque más que otro alguno, poseía una grande alma, y le era propio el mérito de hacerse amar; el no menos animoso Broyoan, en cuyos dominios se dio más tarde la batalla de Yagüeca, y que comprendían las inmediaciones del pueblo de Añasco, a que dio nombre uno de los capitanes de la conquista que así se llamaba; Aiamón, que tenía los suyos en las márgenes del Culebrinas, cerca de la villa de Aguada; el intrépido Mabodamaca, derrotado poco después, en la comarca de Aimaco por Salazar y los suyos después de un reñido combate de más de tres horas, en las gargantas de la sierra, sin otra luz que la de las estrellas; Mayagoex, en cuyas posesiones se fundó, en 1760, la que en el día se llama villa de Mayagüez, cuyo estado floreciente la hace desaparecer como uña de las primeras de la isla; el cacique Humacao, que se mantuvo rebelde por muchos años, y Arezibo o Arazibo que tenía su cacicazgo en la parte que hoy ocupa la villa, en la embocadura de aquel caudaloso río. A más de éstos había otros, cuyos nombres no han brillado en la conquista, y que omiten los cronistas de aquella época. -Todos cual príncipes de la primera estirpe, señores de tierras y vasallos, ostentaban en su frente la diadema, y en su pecho el guarim o plancha de oro, emblema del cacicazgo y requisito indispensable para tener asiento y usar de la palabra en aquel soberano concurso. En el centro, sobre un pedestal de piedra, se elevaba el ídolo de Borinquen. Era de figura humana, si bien bastante imperfecta; adornábanle con profusión las piedras y los metales preciosos. La corona de oro representaba en él la dignidad suprema, el poder; la serpiente enroscada en su cuerpo y ahogada por su amo, la fuerza; la flecha que su diestra esgrimía, el castigo celeste. El temor del castigo en esta vida era la base de su fe, pues, sin embargo de creer en otra posterior; el incesto, el hurto, el homicidio, la traición a sus caciques, la irreverencia para con el Cemí, y todas aquellas acciones que el candor de sus costumbres repugnaba, eran castigadas por su Dios en esta vida, según los indios con penalidades, dolencias y una muerte cruel. Alrededor del altar estaban los buhitis, agoreros y sacerdotes a un tiempo; teocracia fuerte, que unida a los caciques, constituían un poder fundado en derecho sobrenatural: pero como los buhitis eran también médicos, es decir, depositarios de la escasa ciencia física de aquel pueblo y como es fácil hacer creer a una sociedad ignorante, que las dolencias y su remedio son voluntad de sus dioses, así como aquello que depende de leyes naturales, como las cosechas, las lluvias y las pestes, o todo lo que es hijo de las pasiones y los intereses como las alianzas y las guerras; he aquí que no dejando el Cemí a las leyes naturales ni a la voluntad del hombre el uso de ninguno de sus atributos; el indio de Borinquen todo lo esperaba o lo temía de su ídolo, y por consiguiente la influencia de los Buhitis, era extrema. No lejos del Cemí, estaba la multitud que presenciaba el acto, y aguardaba con avidez el resultado de tan solemne conferencia que interesante en todas ocasiones, lo era entonces más, en razón de los nuevos y extraordinarios casos que habían acontecido en su país. -En efecto, algo extraño debía parecer a estos salvajes, que habían vivido luengos siglos sin conocer otros hombres que los de su raza, ver caer sobre su tierra una falange poderosa, que como llovida del cielo se encontraba señora de la isla con usos y costumbres enteramente opuestos, con una aureola de semidioses, y de cuya existencia jamás habían tenido ejemplo ni noticia. Acontecimiento de gran tamaño era este, y bien debían impetrar de su dios, una explicación de semejante hecho, y aun esperar con ansia la luz que les iluminase en tanta oscuridad, o el terrible decreto que a eterno sufrimiento les condenara. No se ocultaba por otra parte, a los Buhitis y Caciques, que su causa tenía otros enemigos, que sin armas materiales, eran más temibles que los fuertes castellanos; la funesta preocupación de la multitud que veía en estos, otros tantos seres inmortales; su conocida superioridad en las armas y espíritu guerrero; y por último, la antigua profecía de su Dios que les condenaba a ser exterminados algún día por una gente extraña y poderosa. -He aquí porque contaban con el influjo supersticioso del Cemí, y con la eficaz sutileza de los agoreros. Dieron principio las ceremonias religiosas, colocando en el altar algunos haces de leña, y encima, las ofrendas, que se componían de aves recién muertas por los cazadores, y de las primicias de la agricultura; hecho esto, esparcieron en el altar algunas resinas olorosas, y después de derramar el Buhiti varias ditas del más exquisito vino de las palmas, tomó en sus manos dos maderas secas, y frotándolas una contra otra, dio fuego a la leña del altar. -Una densa y perfumada nube se elevó a los cielos, cubriendo al ídolo con un manto misteriosos.
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