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Elogio de la locura
Erasmo de Rotterdam
Habla la
estulticia
Capítulo I
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Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro cuán mal hablan de la
Estulticia incluso los más estultos, soy, empero, aquélla, y precisamente la única que tiene poder para
divertir a los dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa bien, el que
apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han
reflejado de súbito nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con
carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los presentes me parecéis ebrios de
néctar no exento de nepente, como los dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara
triste y apurada, como recién salidos del antro de Trofonio.
Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su áureo rostro, o después de un
áspero invierno el céfiro blando trae nueva primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa
faz, color distinto y les retorne la juventud, [24] así apenas he aparecido yo, habéis mudado el gesto.
Mi sola presencia ha podido conseguir, pues, lo que apenas logran los grandes oradores con un
discurso lato y meditado que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.
Capítulo II
En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais a escucharlo si no os
molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que atendéis a los predicadores, sino los que
acostumbráis a dar en el mercado a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que
levantaba antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan.
Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de esos de ahora que inculcan
penosas tonterías en los niños y los enseñan a discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré,
en cambio, a los antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser llamados
sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses y los héroes. Por ello, vais a oír
también un encomio, pero no el de Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.
Capítulo III
No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo sea la mayor de las tonterías
y de las inconveniencias. Podrá ser necio si así lo quieren, pero habrán de confesar que es también
oportuno. ¿Hay cosa que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus alabanzas
y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor [25] que yo? A no ser que por acaso me conozca
alguien mejor que yo misma. Sin embargo, me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates
y sabios que, trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta vanilocuo
y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no son sino mentiras. El elogiado, aun
fingiendo rubor, hace la rueda y yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado
adulador equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto ejemplar de
toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de ellas, que está vistiendo a la corneja de
ajenas plumas, blanqueando a un etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo
a aquel viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo quien no encuentra
a otro que lo haga».
Sin embargo, declaro que me asombra la ingratitud o la indiferencia de los mortales, pues aunque
todos me festejen celosamente y reconozcan de buen grado mi bondad, jamás ha habido ninguno en
tantos siglos que haya celebrado las glorias de la Estulticia en un agradable discurso, al paso que no
han faltado quienes, a costa del aceite y del sueño, hayan importunado con relamidos elogios a los
Busiris, a los Falaris, las fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes semejantes.
Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero cuanto es improvisado y
repentino.
Capítulo IV
No querría que creyeseis que lo he compuesto para exhibición del ingenio a la manera que lo hace
la cáfila de los oradores. Pues éstos, según ya [26] sabéis, cuando pronuncian un discurso que les ha
costado treinta años elaborar, y que más de una vez es incluso ajeno, juran que lo han escrito, y aun
que lo han dictado, en tres días, como por juego.
A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la boca. Que nadie espere
de mí, pues, que comience con una definición de mí misma, según es costumbre de los retóricos
vulgares, y mucho menos que formule divisiones, pues constituiría tan mal presagio el poner límites
a mi poder, que tan vasto se manifiesta, como separar las partes de aquello en que confluye el culto
de todo linaje de gentes. Y, en fin, ¿a qué conduciría el convertirme con una definición en imagen
o fantasma, cuando me tenéis presente ante vosotros mirándome con los ojos? Según veis yo soy
verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos «Stultitia», y por los griegos,
«Moria».
Capítulo V
Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no expresasen bastante quién soy el
semblante y la frente; como si alguno que me tomase por Minerva o por la Sabiduría no pudiese
desengañarse con una sola mirada aun sin mediar la palabra, pues la cara es sincero espejo del alma!
En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa cuando abrigo otra en el pecho.
Soy en todas partes absolutamente igual a mí misma, de suerte que no pueden encubrirme esos que
reclaman título y apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos con
piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, [27] les asoman por algún sitio las empinadas orejazas
de Midas. ¡Ingratos son conmigo, por Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y
alma a mi tropa, se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a lanzarlo contra
los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque pretendan ser tenidos por sabios y por
unos Tales, ¿no merecerían con el mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos?.
Capítulo VI
He querido de esta manera imitar a algunos de los retóricos de nuestro tiempo que se tienen por
unos dioses en cuanto lucen dos lenguas, como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara
al intercalar en sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas, aunque no
vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras, arrancan de podridos pergaminos
cuatro o cinco palabras anticuadas con las cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que
los que las entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más cuanto menos
se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en una cosa a medida que de más lejos viene.
Y si en ella los hay que sean un poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los
asnos, muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema. [28]
Capítulo VII
Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro que estultísimos, porque
¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es
conocida de muchos, voy a tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el
Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada y podrida familia de dioses,
sino Pluto, aquel que a pesar de Hesíodo y Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre
de los dioses y de los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y las
profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos, consejos, juicios, comicios,
matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes, lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas
públicas y privadas de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los poetas,
y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en absoluto o no podrían comer caliente
en sus propios altares. Si alguien tuviese a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas.
Por el contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo al Sumo Júpiter y su rayo.
Éste es el padre de quien me enorgullezco y éste fue quien me engendró, no sacándome de la cabeza,
como lo hizo Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es la más bella y
la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste deber conyugal, como lo fue aquel herrero
cojo, sino lo que es mucho más deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No
caigáis en el error de creer que me [29] engendró aquel Pluto aristofánico, que tenía un pie en el
ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso, embriagado por la juventud, y no sólo por la
juventud, sino aún mucho más por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los
dioses.
Capítulo VIII
Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que en el día se juzga trascendental para
la nobleza el sitio donde uno dio los primeros vagidos-, diré que no provengo de la errática Delos
ni del undoso mar, ni de las profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde todo
crece espontáneamente y sin labor. Allí no hay ni trabajo, ni vejez, ni enfermedad, ni se ve en el
campo el gamón, ni la malva, la cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por
doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la nepente, la mejorana, la artemisa,
el loto, la rosa, la violeta y el jacinto, cual otro jardín de Adonis.
Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino que sonreí amorosamente
a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron
a sus pechos dos graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de Pan, a las
[30] cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores. Si queréis conocer sus nombres, os los
diré, pero, ¡por Hércules!, no sera sino en griego.
Capítulo IX
Ésta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor Propio. Allí esta la Adulación,
con ojos risueños y manos aplaudidoras. Ésta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el
Olvido, Ésta, apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada de rosas y
ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta de ojos torpes y extraviados de un
lado para otro, es la Demencia. Ésta otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie.
Veis también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno llaman Como y al otro
«Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta familia, todas las cosas permanecen bajo mi
potestad y ejerzo autoridad incluso sobre las autoridades.
Capítulo X
Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no parezca que uso sin motivo
del título de diosa, poned las orejas derechas para escuchar cuántos beneficios proporciono así a los
dioses como a los hombres y cuán dilatadamente campea mi numen. Pues si alguien escribió con
acierto que un dios se caracteriza por ayudar a los mortales y si merecidamente entraron en el Senado
divino quienes descubrieron a los mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por qué [31]
yo, por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa» de todos los dioses, cuando soy más
generosa que todos en cualquier especie de bienes?
Capítulo XI
Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma vida? Y en el principio de
ésta, ¿quién tiene más intervención que yo? Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime
Júpiter que mora en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán estremece a todo el
Olimpo, tiene que dejar el triple rayo y deponer el rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza
a todos los dioses, para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos, si
quiere hacer niños, cosa que no es rara en él.
Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que sea tres, o cuatro y hasta
seiscientas veces más estoico que los demás, e incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo
de sabiduría, común por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le haré
desarrugar la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta tontear y delirar un poquito. En
suma, a mí, a mí sola, repito, tendrá que acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no
os hablaré con mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho, la mano,
la oreja, partes del cuerpo consideradas honestas, las que engendran a los dioses y a los hombres.
Creo que no, antes bien es aquella otra parte [32] tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin
suscitar la risa, la que propaga el género humano.
Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida, mucho más ciertamente que
del «número cuartenario» de Pitágoras. Pues decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del
matrimonio si, como suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida? O, ¿qué
mujer permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase los peligrosos trabajos del parto
o la molestia de la educación de los hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio
a la Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además, ¿qué mujer que
haya sufrido estas incomodidades una vez querría repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido?
Ni la misma Venus, diga lo que diga Lucrecio, podría esparcir su veneno, y sin el auxilio de nuestro
poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden también los arrogantes filósofos,
a quienes han sucedido en nuestro tiempo esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados
reyes, y los sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y, en fin, toda esa turba de
dioses mencionados por los poetas, tan copiosa, que apenas cabe en el Olimpo, con ser éste
espaciosísimo.
Capítulo XII
Sin embargo, poco sería el que me debieseis el principio y fuente de la vida, si no os demostrase
también que todo cuanto hay en ella de deleitoso [33] procede asimismo de mi munificencia. ¿Qué
sería, pues, esta vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el placer? Veo que
habéis aplaudido. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era bastante sensato, quiero decir bastante
insensato, mas vuelvo a decir bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
Aun cuando los mismos estoicos no desprecien el placer, lo disimulan habilidosamente y lo
censuran con mil injurias cuando están delante del vulgo, sin otro objeto que poder gozar de él más
generosamente cuando hayan apartado a los demás. Díganme, si no, por Júpiter: ¿Qué día de la vida
no vendrá a ser triste, aburrido, feo, insípido, molesto, si no le añadís el placer, es decir, el
condimento de la Estulticia? De tal aserto puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante loado
Sófocles, de quien se conserva un hermosísimo elogio nuestro: «La existencia más placentera
consiste en no reflexionar nada».
Pero prosigamos para probar por menor esta doctrina.
Capítulo XIII
En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con mucho la primera, y que
es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños para que les besemos, les abracemos, les acariciemos
y hasta de los enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la prudente
naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con el halago de este deleite puedan
satisfacer los trabajos de los maestros y los beneficios de sus [34] protectores? Luego, la juventud,
que sucede a esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud la ayudan todos, cuán
afanosamente la miran y con cuánto desvelo se tiende una mano en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de
dónde procede este encanto de la juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos
sensatez tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar prudencia por obra de la
experiencia y del estudio, descaece la perfección de la hermosura, languidece su alegría, se hiela su
donaire y les disminuye el vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van viviendo, hasta
que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los demás, sino para sí mismos. Tanto es así que
ningún mortal podría tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les echase
una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen socorrer con alguna
metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando les veo próximos al sepulcro, les devuelvo
a la infancia dentro de la medida de lo posible. De aquí viene que la gente suela considerar como
niños a los viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo para la transformación, no se lo ocultaré:
Les llevo a las fuentes de nuestro río Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el
infierno sólo discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que van trasegando el agua del
Olvido(12), se enniñezcan y se les disuelvan las preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda
en esto, sino que, además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el infantilizarse no
consiste [35] en otra cosa. ¿No es propio de los niños el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más
deleitable de tal edad el hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como
cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el proverbio conocido por el
vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un viejo que a su enorme experiencia de las cosas
uniese semejante vigor mental y acritud de juicio? Por esta razón he favorecido al viejo haciendole
delirar, y esta divagación le liberta, mientras tanto, de aquellas miserables preocupaciones que
atormentan al sabio, y le hace ser un agradable compañero de bebida y librarse del tedio de la vida,
el cual apenas puede sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano de
Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O. Sería desgraciadísimo si conservase la
noción de las cosas, pero mientras tanto, gracias a mi favor, el viejo es feliz, grato a los amigos y no
tiene nada de bobalicón ni de inepto para las fiestas. Abunda en mi favor que en Homero se vea
cómo de la boca de Néstor fluía una «palabra más dulce que la miel», mientras la de Aquiles era
amarga y los ancianos que él mismo nos describe sentados en las murallas dejaban escuchar
apacibles palabras.
Según este criterio, los viejos superan a la misma infancia, edad ciertamente placentera, pero
inmatura y desprovista del principal halago de la vida, es decir, la locuacidad. Observar, además, que
los ancianos disfrutan locamente de la compañía de los niños y éstos a su vez se deleitan con los [36]
viejos, «pues Dios se complace en reunir a cada cosa con su semejante».
¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos están más arrugados y cuentan más años?
Por lo demás, en el cabello incoloro, la boca desdendata, las pocas fuerzas corporales, la apetencia
de la leche, el balbuceo, la garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión, y, en suma, en todas
las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca el hombre a la senectud, tanto más se va
asemejando a la infancia, hasta que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación
de morir.
Capítulo XIV
Pase quien lo desee a comparar este beneficio que dispenso con las metamorfosis operadas por
los demás dioses. Y no es del caso recordar las que efectúan cuando están airados, sino las ejecutadas
en aquellos a quienes son más propicios: Suelen transformarles en árbol, en ave, en cigarra y hasta
en serpiente(16), como si no fuese lo mismo transformarse que perecer. Yo, en cambio, devuelvo a la
misma persona la parte mejor y más feliz de su vida, que si los mortales se contuviesen de toda
relación con la sabiduría y orientasen la vida de acuerdo conmigo, no envejecerían y gozarían
dichosos de perpetua juventud.
¿No veis acaso a estos hombres severos dedicados a estudios de filosofía, o a graves y arduos
asuntos, que han envejecido antes de llegar a la plena juventud, por obra de las preocupaciones y [37]
la constante y agria agitación de las ideas, que agota el espíritu y la savia vital? Por el contrario, mis
necios están regordetes, lucidos, con piel brillante, a modo, según dicen, «de cerdos acarnanienses»;
en verdad que no sentirán nunca molestia alguna de la vejez, a menos que, según a veces acontece,
no se envenenen con la compañía de los sabios. Hasta tal punto se conserva íntegra la existencia
humana cuando se es feliz por todos conceptos.
Viene en apoyo de ello el valioso testimonio del adagio vulgar que dice: «La estulticia es la única
cosa que frena el paso de la juventud fugacísima y mantiene alejada la molesta vejez.» De esta suerte
ha dicho acertadamente la voz vulgar acerca de los de Brabante, que mientras a los demás hombres
la edad suele redundarles en prudencia, ellos, cuanto más se acercan a la vejez, más y más se
entontecen. Y no hay otra gente que, de modo general, tome la vida más en broma y que menos
sienta la tristeza de la vejez. De éstos son vecinos, tanto por el lugar como por el modo de vivir, mis
holandeses. Y no sólo les llamo míos, sino aun tan entusiastas devotos, que merecieron del vulgo
un apodo que más que avergonzarles les llena de orgullo.
Vayan, pues, los estultísimos mortales en busca de Medeas, de Circes, Venus, Auroras y no sé
qué fuente, que les restituyan la juventud, la cual soy yo la única que puede y acostumbra
proporcionar. En mi poder está aquel elixir mirífico con que la hija de Memnón prolongó la juventud
de su abuelo Titón. Yo soy aquella Venus por cuya merced volvió Faón a la mocedad y así fue
amado por Safo [38] con tanto extremo. Mías son las hierbas, si las hay; míos los conjuros; mía
aquella fuente que no sólo hace volver la pasada juventud, sino lo que es mejor, la conserva
perpetuamente. Así, si estáis de acuerdo en que nada hay mejor que la adolescencia y más detestable
que la vejez, creo que os daréis cuenta de cuánto me debéis por prolongar tan gran bien y evitar mal
tan grave.
Capítulo XV
Pero ¿por qué hablo tanto de los mortales? Examinad el cielo todo e insúlteme quienquiera si
encuentra en alguno de los dioses, fuera de lo que deben a mi poder, algo que no sea áspero y
desdeñable. ¿Por qué Baco ha sido siempre efebo y le ha adornado poblada cabellera? Porque,
insensato y borracho, se ha pasado la vida entera en banquetes, danzas, cantos y diversiones, sin tener
nunca el menor trato con Palas. Por ello está tan lejos de querer ser tenido por sabio, que goza con
que se le honre por medio de burlas y farsas y no se ofende por aquel dicho que le atribuye el dictado
de necio cuando afirma que «tiene aún más de necio que de pintarrajeado». Precisamente le dieron
este último título por la licencia que acostumbraban a tomarse los vendimiadores de embadurnar con
mosto e higos nuevos la estatua sedente del dios colocada en la puerta de su templo. Y la antigua
comedia, ¿acaso dice algo de él que no suene a vituperio? «¡Oh estúpido dios -dicen- y digno de
nacer del muslo de Júpiter!»
Pero ¿quién no preferiría ser necio e insulso como éste y estar siempre de fiestas, siempre joven,
siempre pródigo en diversiones y placeres para todo el mundo, a ser como ese taimado Júpiter, que
infunde temor a todos, o como Pan, que con [39] sus tumultos pánicos todo lo confunde, o como el
tiznado Vulcano, siempre sucio del trabajo de su taller, o como la misma Palas, a la que hacen
terrible su lanza y el escudo con la Gorgona, y cuya mirada siempre es hiriente?
¿Por qué es siempre niño Cupido? ¿Por qué, sino por ser un bromista y no hacer ni pensar nada
a derechas? ¿Por qué la áurea Venus conserva constantemente la belleza? Sin duda porque tiene
conmigo parentesco, de lo que viene que su rostro tenga color parecido al de mi padre y por tal razón
Homero la llama «dorada Afrodita». Además está sonriendo de continuo, si hemos de creer sólo en
esto a los poetas y a sus émulos los estatuarios. ¿A qué dios dieron culto con mayor piedad los
romanos que a Flora, madre de todas las voluptuosidades?
Sin embargo, si alguien consulta atentamente en Homero y en los demás poetas la vida de los
dioses severos, la encontrará llena de estulticia por entero. ¿Vale la pena recordar las hazañas de los
restantes, cuando tan bien conocéis los amores y frivolidades del mismo Júpiter fulminador, o como
la severa Diana, olvidada del pudor del sexo, no iba a la caza de otra cosa que de Endimión, por
quién se moría? Prefiero, empero, que los dioses oigan a Momo reprochar sus bellaquerías, ya que
de él es de quien antaño las oían con frecuencia.
De ahí viene que, indignados, le precipitasen a la Tierra, junto con Até, porque con su sabiduría
resultaba importuno para la felicidad de aquéllos. Ningún mortal ha querido desde entonces dar
hospitalidad al desterrado, y nada sería más difícil que encontrársela en los palacios de los príncipes.
En éstos, precisamente, está en el candelero mi compañera la Adulación, la cual no convive mejor
con Momo que el cordero con el lobo. Así los dioses, libres de él, se divirtieron con mayor licencia
[40] y placer, y, carentes de censor, hicieron realmente, según dice Homero, «lo que les pareció
mejor».
¿Qué entretenimientos no ofrece aquel Príapo de higuera? ¿Qué diversión no producen los hurtos
y mixtificaciones de Mercurio? Y el propio Vulcano acostumbra hacer de bufón en los convivios de
los dioses, no sólo con su cojera, sino también con sus ocurrencias y sus ridículos dichos que
desternillan de risa a la partida de bebedores. Y también Sileno, aquel viejo enamorado que suele
bailar el «córdax» con Polifemo al son de la lira, mientras las ninfas danzan la «gymnopaidía»; los
sátiros semicaprinos representan las «atelanas»; Pan, con alguna estúpida cancioncilla, hace reír
a todo el mundo, puesto que la prefieren a escuchar el canto de las musas, sobre todo cuando el vino
ha empezado a empaparles. ¿Hará falta que recuerde las cosas que hacen los dioses cuando están
bien bebidos? Son, por Hércules, tan estúpidas que, yo misma a veces no puedo contener la risa. Pero
mejor será acordarse de Harpócrates a este propósito, no sea que nos escuche algún Dios fisgón
explicar estas mismas cosas que no le fueron permitidas a Momo.
Capítulo XVI
Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y volvamos a la Tierra para ver
en ella que nada hay alegre ni feliz que no se deba [41] a mi favor. Observar primeramente con
cuánta solicitud ha cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca falte en
él el condimento de la estulticia.
En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por
el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida
humana no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las pasiones que a la
razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de una libra. Además relegó a la razón a un
angosto rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de
dos tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de las entrañas y hasta en el
corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del
pubis.
La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante cuánto vale la razón contra
estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella clama hasta enronquecer indicando el único camino
lícito y dictando normas de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que
ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.
Capítulo XVII
Por lo demás, dado que el varón está destinado a gobernar las cosas de la vida, tenía que
otorgársele algo más del adarme de razón concedido, a fin de que tomase resoluciones dignas de él.
Se me llamó a consejo junto con los demás y lo di al punto, y digno de mí: Que se le juntase con una
mujer, animal ciertamente estulto y necio, pero gracioso y placentero, de modo que su compañía [42]
en el hogar sazone y endulce con su estupidez la tristeza del carácter varonil. Y así Platón, al parecer
dudar en qué género colocar a la mujer, si entre los animales racionales o entre los brutos, no quiso
otra cosa que significar la insigne estupidez de este sexo.
Si, por casualidad, alguna mujer quisiese ser tenida por sabia, no conseguiría sino ser doblemente
necia, al modo de aquel que, pese a Minerva, se empeñase en hacer entrar a un buey en la palestra,
según dice el proverbio. Efectivamente, duplica su defecto aquel que en contra de la naturaleza
desvía su inclinación y remeda el aspecto de la aptitud. Del mismo modo que, conforme al proverbio
griego, «aunque la mona se vista de púrpura, mona se queda», así la mujer será siempre mujer; es
decir, estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.
Sin embargo, no creo que el género femenino llegue a ser tan estúpido que me censure por el
hecho de que otra mujer, la Estulticia en persona, les reproche la estupidez. Pues si consideran
juiciosamente la cuestión, verán que deben a la Estulticia el tener más suerte que los hombres en
muchos casos.
Tienen, primeramente, el encanto de la hermosura, que, justificadamente, anteponen a todas las
cosas, puesto que, por su virtud, tiranizan hasta a los mismos tiranos. ¿De dónde proceden lo
desgraciado del aspecto, el cutis híspido y la espesura de la barba, que dan al varón aspecto de viejo,
sino del vicio de la prudencia, mientras que la mujer conserva las mejillas tersas, la voz fina, el cutis
delicado, remedo de perpetua juventud? [43]
En segundo lugar, ¿qué otra cosa desean en esta vida más que complacer a los hombres en grado
máximo? ¿A qué miran, si no, tantos adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte
en componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis? Así, pues, ¿qué las recomienda a
los hombres más que la necedad? ¿Hay algo que éstos no les toleren? ¿Y a cambio de qué halago,
sino de la voluptuosidad? Se deleitan, por consiguiente, sólo en la estulticia y de ello son argumento,
piense cada cual lo que quiera, las tonterías que le dice el hombre a la mujer y las ridiculeces que
hace cada vez que se propone disfrutar de ella.
Ya sabéis, por tanto, el primero y principal placer de la vida y la fuente de que mana.
Capítulo XVIII
Pero algunos hay, y en primera fila los viejos, que son más bebedores que mujeriegos y sitúan la
suma voluptuosidad en la mesa. Juzguen otros de si habrá banquete completo sin mujeres; lo que sí
consta es que ninguno resulta agradable sin el condimento de la estulticia. Tanto es así, que si falta
uno que mueva a la risa con necedad verdadera o simulada, se pagará a algún bufón o se invitará a
algún gorrón ridículo que con dicharachos risibles, es decir, estultos, ahuyente de la reunión el
silencio y la tristeza. Porque, ¿a qué conduce cargar el vientre de toda clase de confituras, manjares
y golosinas, si los ojos y los oídos, si no todo el ánimo, han de apacentarse también con risas, bromas
y chistes?
De esta manera, yo soy artífice insustituible de las sobremesas, porque aquellas ceremonias de
los banquetes, como elegir rey a suertes, jugar a los [44] dados, los brindis recíprocos, el establecer
rondas, cantar coronados de mirto, bailar y hacer pantomimas, no fueron inventadas por los siete
sabios de Grecia, sino por mí, para bien del género humano.
De este modo, se ve que la naturaleza de todas las cosas es tal, que cuanto más tienen de
estúpidas, tanto más favorecen la vida de los mortales, la cual, cuando es triste, no parece digna de
ser llamada vida. Y triste discurrirá la vida, por fuerza, si no os libráis con estos deleites del tedio,
hermano de la tristeza.
Capítulo XIX
Quizá habrá quienes desprecien este género de placeres y se complazcan en el afecto y trato de
los amigos, repitiendo que la amistad es cosa que hay que anteponer a todas las demás y aun que es
necesaria hasta el punto de que ni el aire, ni el fuego ni el agua lo sean en mayor grado. Añaden,
incluso, que es tan agradable, que quitarla sería como quitar el Sol, y que es tan honesta, si es que
ello viene al caso, que ni los mismos filósofos vacilan en tenerla entre los bienes principales. Pero
¿qué, si demuestro que yo también soy la proa y la popa de tanto bien? Y lo probaré no con
crocosilites, ni sorites, ni ceratinas, o cualquier otra especie de argucias dialécticas, sino de modo
vulgar y mostrándolo como con el dedo.
Decid, el condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con los defectos de los amigos y [45]
el sentir afición y admirarse por alguno de sus vicios manifiestos como si fuesen virtudes, ¿no es
cosa parecida a la estulticia? Hay quien besa un lunar de su amante, quien se deleita con una verruga
de su cordera, el padre que no encuentra sino una ligera desviación de la vista en su hijo bizco, ¿qué
es todo esto -pregunto- sino pura necedad? Proclámese una y mil veces que es necedad, pero también
que ésta es la sola que une y conserva unidos a los amigos.
Me refiero al común de los mortales, de los cuales nadie nace sin defecto y aquél es el mejor que
menos cohibido está por ellos, pues entre esos sabios endiosados o no llega a cuajar la amistad o
viene a ser triste y desagradable, y aun la traban sólo con poquísimos, por no atreverme a decir que
con ninguno, ya que la mayoría de los hombres desbarra -es decir, que no hay quien no delire por
muchos modos- y la amistad sólo cabe entre semejantes. Así, si por acaso en esos severos tipos se
engendra mutua benevolencia, no podrá nunca ser constante ni duradera, por ser gente gruñona y que
vigila los defectos de los amigos con vista más fina que el águila, o la serpiente de Epidauro. En
cambio, ¡qué legañosos ojos tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a la
espalda! Además, puesto que es propio de la naturaleza humana, que no haya ingenio alguno sin
grandes defectos, y que además existe tanta desemejanza de edades y de estudios, tantas flaquezas,
tantos errores, tantas caídas graves, [46] ¿cómo podría subsistir entre estos Argos, ni siquiera
durante una hora, la alegría de la amistad sin el auxilio de la candidez, es decir, de la estulticia, o,
si queréis, de la blandura de carácter?
¿Pues qué? Cupido, padre y autor de todo afecto, que, por obra de su ceguera, toma lo feo por
hermoso, hace que entre vosotros cada cual encuentre hermoso lo que ama, de suerte que el viejo
quiera a la vieja como el mozo a la moza. Estas cosas suceden y son reídas en todo el mundo, pero
tales ridiculeces son las que aglutinan y unen la placentera sociedad en la vida.
Capítulo XX
Cuanto queda dicho de la amistad debe aplicarse con mucho mayor motivo al matrimonio, ya que
no es éste otra cosa que la conjunción indivisa de las vidas. Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y
aun accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del varón y la esposa [47]
no se viese afianzado y sostenido por la adulación, la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo,
que forman como mi cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio investigase
prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella doncellita delicada, al parecer, y pudorosa,
mucho antes de casarse! ¡Y cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las
esposas no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
Todas estas cosas se atribuyen justificadamente a la estulticia y a ella se debe aún que la esposa
sea agradable al marido y éste a su mujer, a fin de que la casa permanezca tranquila, a fin de que en
ella perviva la concordia. Inspira risa y se hace llamar cornudo, consentido y qué sé yo qué, el infeliz
que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera. Pero ¡cuánto mejor es equivocarse así que no
consumirse con el afán de los celos y echarlo todo por lo trágico!
Capítulo XXI
Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones agradables y sólidas, ni el pueblo
soportaría largo tiempo al príncipe, ni el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al
discípulo, ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al arrendatario, ni el
camarada al camarada, ni los comensales entre ellos, de no estar entre sí engañándose unas veces,
adulándose otras, condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la miel
de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación de mucho bulto, pero aún las
oiréis mayores.
Capítulo XXII
Decidme: ¿A quién amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién concordará aquel que
discuerde de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno aquel que sea pesado y molesto para sí? Creo
que nadie lo afirmará, a menos que sea más estulto que la misma Estulticia.
Si prescindieseis de mí, además de no poder nadie soportar a nadie, todo el mundo sentiría hedor
de sí, asco de sus propias cosas y repulsión de su misma persona. Tanto más cuanto que la
naturaleza, [48] en no pocas ocasiones más madrastra que madre, ha dispuesto el espíritu de los
mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de suerte que cada cual se duela de lo suyo y admire lo
ajeno, de lo cual viene que todas las prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se echan
a perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los dioses inmortales, cuando
se corrompe con el morbo de la melancolía? ¿Qué la juventud si la envenena el agror de una senil
tristeza?
En fin, ¿qué podría realizar el hombre con belleza (y así conviene que lo haga todo, pues ésta no
sólo es fundamento del arte, sino de cualquier obra) en cualquier función de la vida, sea en beneficio
propio o en el de los demás, si no le tendiese la mano el Amor Propio, con quien me une fraternal
lazo? Y añadiré que se esfuerza en sustituirme en todas partes. ¿Y qué tan necio como satisfacerse
y admirarse de uno mismo? Por el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá hacerse
algo gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en el acto se helará el orador
en la defensa de su causa, el músico no dará placer a nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus
gestos todos, será silbado, el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte serán
diseñados y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin, tendremos a Tersites en vez de
Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de Minerva a un cerdo, en lugar del locuaz al balbuciente y
en el del cortés al patán. Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se procure una
pequeña estimación propia antes de que se la otorguen los demás. [49]
En suma, comoquiera que la principal parte de la felicidad radica en que uno quiera ser lo que es,
contribuye a ello grandemente mi querido Amor Propio, haciendo que nadie se duela de su figura,
del talento de la estirpe, del estado en que se halla, de la educación ni de la patria, de suerte que ni
el irlandés ansía cambiarse por el italiano, ni el tracio con el ateniense, ni el escita con los de las islas
Afortunadas. ¡Oh singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad de cosas todas las
iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus dones, allá acude el Amor Propio a añadir
un tanto de los suyos. Aunque esto que acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos
últimos son los más copiosos.
No necesito declarar, mientras tanto, que no podréis encontrar empresa ilustre alguna sin mi
impulso, ni nobles artes que yo no haya inventado.
Capítulo XXIII
¿Acaso no es la guerra germen y fuente de todos los actos plausibles? Y, sin embargo, ¿hay cosa
más estulta que entablar lucha por no sé qué causas, de la cual ambas partes salen siempre más
perjudicadas que beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay ni que hablar, como se dijo de los
megarenses.
Cuando se forman en batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y suenan los cuernos con
ronco clamor, ¿de qué servirían esos sabios, exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría
apenas puede sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en los que
haya [50] un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos que se prefiera como tipo de
soldado a Demóstenes, quien siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el
escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.
Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras. Convengo en ello en lo referente
al caudillo, y aun éste debe tenerlo militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los
alcahuetes, los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin, la hez del género
humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los luminares de la filosofía.
Capítulo XXIV
De cuán inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser testimonio el mismo
Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató
de defender en público no sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de
todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente, porque no quiso aceptar
el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y porque consideró que el sabio debía abstenerse de
tratar de los negocios públicos, aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga de
la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue si no la sabiduría lo que
le llevó a ser acusado y a tener que beber la cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las
ideas, y [51] medía las patas de una pulga e investigaba el zumbido de un mosquito, no aprendía
aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al maestro en el juicio cuando le
peligraba la cabeza, su discípulo Platón, abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de
la plebe, apenas si pudo concluir con el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de Teosfrato? Al empezar
una arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese visto al lobo. Aquel que animaba al
soldado en la batalla, Isócrates, no se atrevió nunca, por lo tímido del genio, ni a despegar los labios.
Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus discursos con temblor poco
gallardo, como niño balbuciente, lo cual interpretaba Fabio Quintiliano ser propio de orador sensato
y conocedor del peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente que la
sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían hecho los sabios si éstos se
despachasen con las armas cuando se desmayan de miedo al combatir sólo con palabras desnudas?
Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella famosa frase de Platón: «Las
repúblicas serían felices si gobernasen los filósofos o filosofasen los gobernantes». Sin embargo,
si consultáis a los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para el Estado que
cuando el poder cayó en manos de algún filosofastro [52] o aficionado a las letras. Creo que de ello
ofrecen bastante prueba los Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus
insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada la libertad del pueblo
romano, que la arruinó hasta los cimientos.
Añadidles los Brutos, los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que no fue menos dañoso al
Estado romano que Demóstenes el ateniense. Marco Antonino, aunque otorguemos que fue buen
emperador, y cabría discutirlo, se hizo pesado y antipático a los ciudadanos por esta misma razón;
es decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno, según concedemos, tuvo más de funesto, por
haber dejado tal hijo, de lo que pudo haber de saludable en su administración. Precisamente esta
especie de hombres que se da al afán de la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo son
por modo especial en la procreación de los hijos, lo cual me parece obedecer a la providencia de la
naturaleza para que el daño de la sabiduría no se extienda más entre los hombres.
Así consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran sabio Sócrates tuvo hijos
más semejantes a la madre que al padre, según escribió acertadamente uno; es decir, que fueron
tontos.
Capítulo XXV
Podría tolerarse que en los asuntos públicos sean como asnos tocando la lira, si no fuese que en
todas las demás funciones de la vida no acreditan ser más diestros. Llevad un sabio a un banquete
[53]y lo perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas. Introducidle en un baile y
os parecerá, danzando, un camello. Conducidle a un espectáculo y con su solo semblante disipará
toda diversión y se le obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar el
entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso como el lobo en la fábula. Si
algo hay que comprar o que convenir, en suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida
cotidiana no puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre.
Añadiré que no puede ser útil en nada ni a sí, ni a la patria, ni a los suyos, porque es inexperto en
las cosas corrientes y discrepa largamente de la opinión pública y de los estilos normales de vida,
de lo cual, por cierto, preciso es que siga el odio contra él, por ser tanta la disparidad de conducta
y sentimientos. Pues ¿qué se trata entre los hombres que no sea necio del todo y que no esté hecho
por los necios y para los necios? Por ello, si alguien a solas quisiese contrariar la corriente general,
yo le aconsejaría que, imitando a Timón, emigre a algún desierto y allí, a solas, disfrute de su
sabiduría.
Capítulo XXVI
Retornaré, empero, a lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza ha podido reunir en ciudad
a hombres berroqueños, acorchados y salvajes sino la adulación? No significa otra cosa la famosa
[54] cítara de Anfión y de Orfeo? ¿Qué otra cosa llamó a la concordia ciudadana a la plebe de
Roma, cuando estaba en el extremo de la confusión? ¿Acaso algún discurso filosófico? En absoluto:
El risible y pueril apólogo del vientre y las demás partes del cuerpo. Igualmente útil fue para
Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de sabio habría tenido tanto
poder cuanto aquella superchería de la cierva de Sertorio, o aquello de los dos perros de Licurgo, o
la risible fábula sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré nada de Minos
y de Numa, cada uno de los cuales gobernó a la estulta muchedumbre con fabulosas invenciones.
Con semejantes tonterías se mueve esa bestia enorme y vigorosa, el pueblo.
Capítulo XXVII
Y, por el contrario, ¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o Aristóteles o las tesis de
Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que persuadió a los Decios a sacrificarse espontáneamente a los
dioses manes? ¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto Curcio sino la vanagloria, la más
seductora de las sirenas, pero también la más condenada por estos sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa
más necia que el que un candidato servil halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne
la adhesión de la masa, se deleite con sus aclamaciones, [55] sea llevado en triunfo como una
bandera venerable Y se haga levantar una estatua de bronce en el foro? Agregad los nombres y
sobrenombres que adoptan, los honores divinos otorgados a esos hombrecillos; agregad que tiranos
criminales por demás sean comparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas estas
cosas no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría con un solo Demócrito»
¿Quién lo niega?. Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de los vigorosos héroes,
exaltadas hasta las nubes en los escritos de los varones elocuentes. De tal estulticia nacieron los
Estados, merced a ella subsisten imperios, autoridades, religión, consejos y tribunales, pues la vida
humana no es sino una especie de juego de despropósitos.
Capítulo XXVIII
Ahora hablaré de las ciencias. ¿Qué impulsa, sino la sed de gloria, al ingenio de los mortales a
elaborar y cultivar para la posteridad disciplinas tenidas por tan excelsas?
Ciertos hombres estultísimos, sin duda, se creyeron pagados de tantas vigilias y tantos sudores
con no sé qué fama, vana a más no poder. En contraste, vosotros debéis a la Estulticia ilustres
deleites en la vida y, sobre todo, el supremo de disfrutar de la insensatez ajena.
Capítulo XXIX
Así, tras haber reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué os parecería que pretendiese
también el de la prudencia? Aunque alguno dirá que esto equivale a mezclar el agua y el fuego, yo
[56] espero triunfar en mi propósito si, como antes, me seguís favoreciendo con vuestra atención y
vuestra aprobación.
En primer lugar, si la prudencia se acredita en el uso de las cosas, ¿a quién procede aplicar mejor
tal dictado y tal honor, al sabio que, en parte por pudor y en parte por cortedad de ánimo, no se atreve
a emprender cosa, o al estulto que no retrocede ante nada ni por vergüenza, de que carece, ni por
temor al peligro, que no se para a considerar?
El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de donde no extrae sino meros artificios de
palabras, mientras que el estúpido, arrimándose a las cosas que hay que experimentar, adquiere la
verdadera prudencia, si no me equivoco. Parece que esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser
ciego, cuando dijo: «El necio sólo conoce los hechos».
A la consecución del conocimiento de los hechos se oponen dos obstáculos principales: la
vergüenza que ensombrece con sus nieblas al ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el peligro,
disuade de emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la Estulticia. Pocos son los
mortales que se dan cuenta de las ventajas múltiples que proporciona el no sentir nunca vergüenza
y el atreverse a todo. Y si alguno prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las
cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se adjudican este título.
Es, ante todo, manifiesto que todas las cosas humanas, como los silenos de Alcibíades, tienen dos
caras que difieren sobremanera entre sí, de modo que lo que exteriormente es la muerte, viene a ser
la vida, según reza el dicho, si miras adentro; y, por el contrario, lo que parece vida es muerte; [57]
lo que hermoso feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; lo robusto,
flaco; lo gallardo, innoble; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; lo amigable, enemigo; lo saludable,
nocivo; y, en suma, veréis invertidas de súbito todas las cosas si abrís el sileno.
Si esto parece quizá dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según una Minerva más vulgar,
como suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién no convendrá en que un rey sea hombre opulento
y poderoso? Pero si no está propicio a ninguna cualidad espiritual y nada sacia su codicia, resultará
paupérrimo, y si tiene el alma entregada a numerosos vicios, permanecerá torpemente esclavizada.
Del mismo modo podría discurrirse también acerca de otras cosas, pero me basta con el anterior
ejemplo. Alguno preguntará: «¿A qué viene esto?» Escuchadme para que extraigamos la moraleja.
Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores cuando están en escena
representando alguna invención, y mostrase a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales,
¿no desbarataría la acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas como
a un loco? Repentinamente se habría presentado una nueva faz de las cosas, de suerte que quien era
mujer antes resultase hombre; el que era joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo;
y el dios apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a trastornar la
acción, porque son precisamente el engaño y el afeite los que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en
escena con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del coro les hace
[58]salir de las tablas? Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos
papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste
esclavo andrajoso. Todo el mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se
representa de otro modo.
Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel a quien todos toman por rey
y señor ni siquiera es hombre, porque se deja llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo
despreciable, ya que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro que llora
la muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la vida para aquél, ya que esta vida no
es sino una especie de muerte; que llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su
escudo, porque está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si del mismo modo
fuese hablando de todos los demás, decídme: ¿qué conseguiría sino que cualquiera le tomase por
loco furioso?
Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más imprudente que la prudencia
descaminada, y descaminado anda quien no se acomoda al estado presente de las cosas, quien va
contra la corriente y no recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo,
en suma, que la comedia no sea comedia.
Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, no quiere conocer más que
lo que le ofrece su condición, se presta gustoso a contemporizar con la muchedumbre humana y no
tiene asco a andar errado junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No
negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia
de la vida. [59]
Capítulo XXX
Lo que resta, ¡oh dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo demás, ¿por qué he de callarlo
si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan gran importancia quizá convendría invocar a las Musas
del Helicón, a las que suelen acudir los poetas con más frecuencia por verdaderas bagatelas.
Acorredme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para que demuestre que sin contar con la Estulticia
como guía no habrá quien llegue a la excelsa sabiduría ni a la llamada fortaleza de la felicidad. Es
manifiesto, primeramente, que todas las pasiones humanas corresponden a la Estulticia, puesto que
el sabio se distingue precisamente del estulto en que aquél se gobierna por la razón y éste por las
pasiones.
Por tal razón los estoicos apartan del sabio todos los desórdenes, como si fuesen enfermedades;
sin embargo, las pasiones hacen las veces de orientadores de quienes se dirigen hacia el puerto de
la sabiduría, sino que también en cualquier ejercicio de la virtud suelen ayudar como espuela y
acicate en exhortación a obrar bien.
Aunque el estoicísimo Séneca protesta enérgicamente contra esto y libera, por el contrario, al
sabio de toda pasión, al hacerlo así no deja en él nada humano, sino más bien a un nuevo dios o a
una especie de demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni existe ni existirá; es más, para decirlo
más claro, labró una estatua marmórea de hombre, impasible y ajeno a toda sensación humana. Por
tanto, si les place, gocen de este sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con
él en la república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o en los jardines de Tántalo.
¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo [60] de hombre, como de un monstruo o un espectro
que se ha querido ensordecer a todas las sensaciones de la naturaleza, que carece de pasiones y no
se conmueve por el amor ni por la misericordia más «que si de duro pedernal fuese o de mármol
marpesio»; de un hombre de quien nada escapa, que nunca yerra, sino que, como Linceo, todo lo
descubre, que nada deja de juzgar escrupulosamente y nada ignora; que sólo está contento de sí
mismo y se tiene por el único opulento, el único sano, el único rey, el único libre y, en suma, el único
en todo, aunque ello no acontezca sino en su opinión; que no se entretiene con amigo alguno, porque
no sabe lo que es un amigo; que no vacila en echar a rodar a los dioses, y que todo cuanto ve
efectuarse en la vida lo condena o lo ríe como si fuese una locura? Tal es la especie de animal
considerado sabio absoluto.
Decidme: Si la cuestión se resolviese por sufragio, ¿qué república querría a un magistrado de este
género o qué ejército desearía semejante general? Más aún: ¿qué mujer desearía o toleraría a tal
especie de marido, o qué anfitrión a tal invitado, o qué criado a un amo de este genio? ¿Quién no
preferiría a uno cualquiera de entre la cáfila de hombres más estultos que, a fuer de estulto, pueda
mandar u obedecer a los estultos; que agrade a sus semejantes, que son la mayoría; que sea
complaciente con la mujer, alegre con los amigos, atento con los invitados y grato comensal y, en
suma, que no extrañe nada humano?
Pero este sabio me ha empezado a dar lástima; por ello el discurso se dedicará ahora a los demás
beneficios que dispenso. [61]
Capítulo XXXI
Veamos: Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de una excelsa atalaya, como los
poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería cuántas calamidades afligen la vida humana, cuán mísero
y cuán sórdido es su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está expuesta la
infancia, a cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta es la vejez, cuán dura la inexorabilidad
de la muerte, cuán perniciosas son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están inminentes,
cuánto desplacer se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está todo, para no recordar los males que
los hombres se infieren entre sí, como, por ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza,
los tormentos, las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero estoy pretendiendo
contar las arenas del mar...
No me es propio explicar ahora por qué razón los hombres han merecido tales cosas o cual fue
el dios encolerizado que les hizo nacer en el seno de estas miserias, pero el que las considere para
su capote, ¿acaso no aprobará el caso de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de ellas?
¿Y quiénes fueron, sobre todo, los que acusaron de tedioso al sino de su vida? ¿No fueron los
familiares de la sabiduría? Entre ellos, pasando por alto a los Diógenes, Jenócrates, Catones, Casios
y Brutos, citaré a aquel ilustre Quirón que, pudiendo ser inmortal, optó por la muerte.
Creo que ya os dais cuenta de lo que ocurriría si de modo general los hombres fuesen sensatos,
es decir, que haría falta otra arcilla y otro Prometeo alfarero. Pero yo, en parte por ignorancia, en
[62] parte por irreflexión, algunas veces por olvido de los males, ora por la esperanza de bienes, ora
derramando un poco de la miel del placer, voy acorriendo a tan grandes males, de suerte que nadie
se complace en dejar la vida aunque se le haya acabado el hilo de las Parcas y espera que sea la
misma vida la que se deje a él; lo que menos causa debía ser de que le correspondiese vivir, es lo que
más ansias le da de ello. ¡Tan lejos están de que les afecte ningún tedio de la vida!
Es beneficio especial mío que podáis ver por doquier a viejos de nestórea senectud en los que ya
no sobrevive ni la figura humana, balbucientes, chochos, desdentados, canosos, calvos, o, para
describirlos mejor, con palabras aristofánicas, «sucios, encorvados, miserables, calvos, llenos de
arrugas, sin dientes», pero que se deleitan con la vida y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que
uno se tiñe las canas, el otro disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se vale de los
dientes que acaso adquirió de un cerdo y aquél se perece por alguna muchacha y supera en tonterías
amatorias a cualquier adolescente, pues es frecuente, y casi se aplaude como cosa meritoria que
cuando están ya con un pie en la tumba y no viven sino para dar motivo a un ágape funerario, se
casen con alguna jovencita, sin dote, que tendrá que ser disfrutada por otros.
Pero mucho más divertido, si se pone atención en ello, es ver a ancianas que hace mucho que
tienen edad de haberse muerto y aun ponen cara de estado y de haber retornado de los infiernos, que
tienen siempre en la boca aquella frase de que «es bueno ver la luz del día»; llegan a entrar en celo
según suelen decir los griegos, como machos cabríos, y compran a buen precio a algún Faón; se [63]
embadurnan asiduamente el rostro con afeites; no se separan del espejo; se depilan el bosque del bajo
pubis; exhiben los pechos blandos y marchitos; solicitan la voluptuosidad con trémulo gañido, y
acostumbran a beber, a mezclarse en los grupos de las muchachas y a escribir billetes amorosos.
Todos se ríen de estas cosas teniéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas están contentas de
sí mismas y entretenidas, mientras, con vivos placeres; la vida les resulta una pura miel y son felices
gracias a mi favor.
Querría yo que quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no es mejor conseguir una vida
dulce gracias a tal estulticia que ir buscando, como dicen, un árbol de donde ahorcarse, pues aunque
por el vulgo estas cosas sean tenidas por deshonrosas infamias, ello no importa a mis estultos, puesto
que dicho mal, o no lo sienten o, si lo sienten, lo desprecian con facilidad. Si les cae una piedra en
la cabeza, esto sí que es un verdadero mal, pero como la vergüenza, la deshonra, el oprobio y las
injurias no hacen más daño del caso que se les hace, dejan de ser males si falta el sentido de ellas.
¿Qué te importará que todo el pueblo te silbe, con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la
Estulticia puede ayudar a que ello sea posible.
Capítulo XXXII
Pero me parece oír protestar a los filósofos: «Es deplorable esto de vivir dominado por la
Estulticia -dicen- y, por ende, errar, engañarse, ignorar». Ello es propio del hombre, y no veo por qué
se le ha de llamar deplorable, cuando así nacisteis, así os criasteis, así os educasteis y tal es la común
suerte de todos. No tiene nada de deplorable lo que pertenece a la propia naturaleza, a no ser, [64]
quizá, que se considere que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves,
ni andar a cuatro patas como los demás animales, ni está armado de cuernos como el toro. Del
mismo modo se podría calificar de desdichado a un hermosísimo caballo porque no ha aprendido
gramática ni come tortas; o de infeliz a un toro porque no es apto para la palestra. Así, pues, tal como
el caballo imperito en gramática no es desgraciado, así no es infeliz tampoco el estulto, porque el
serlo es coherente con su naturaleza.
Pero contra esto apremian los sofistas: «El conocimiento de las ciencias es cualidad peculiar del
hombre, quien, con el auxilio de ellas, compensa con el talento aquellas cosas en que la naturaleza
le ha desfavorecido.» Como si tuviese algún asomo de verdad el que la naturaleza que veló tan
solícitamente en favor de los mosquitos, y aun de las hierbas y las florecillas, hubiese sólo dormitado
en el caso del hombre, haciendo que le fuesen necesarias las ciencias, inventadas por el pernicioso
genio de aquel Teuto para sumo perjuicio del género humano, ya que no sirven para alcanzar la
felicidad y estorban a lo propio para que fueron descubiertas, como un rey muy sabio dijo
gallardamente, según Platón, a propósito del invento de la escritura.
Por tanto, las ciencias irrumpieron en la vida humana junto con tantas otras calamidades, y por
ello a los autores de todos los males se les llama «demonios», equivalente a dah/monaj, que
significa los que saben.
¡Qué sencilla era aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de toda ciencia, que vivía sólo con
la guía e inspiración de la naturaleza! ¿Para qué, pues, les hacía falta la gramática, cuando el idioma
[65] era el mismo para todos ni se pedía otra cosa al lenguaje sino que las gentes se entendiesen unas
con otras? ¿De qué habría servido la dialéctica, donde no había conflicto alguno entre opiniones
encontradas? ¿Qué lugar podía ocupar entre ellos la retórica, si nadie se proponía crear dificultades
a otro? ¿Para qué se necesitaba la jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, de
las cuales, sin duda, han nacido buenas leyes? Además, eran demasiado religiosos para escrutar con
impía curiosidad los secretos de la naturaleza, las dimensiones de los astros, sus movimientos y
efectos y las causas ocultas de las cosas. Consideraban pecaminoso que el hombre mortal tratase de
saber más de lo que compete a su condición, y la locura de averiguar lo que había más allá del cielo
ni siquiera les venía a la imaginación.
Mas perdiéndose poco a poco la pureza de la Edad de Oro, fueron primeramente inventadas las
ciencias por los malos genios, según dije, pero éstas eran aún pocas y pocos quienes tenían acceso
a ellas. Después añadieron otras mil la superstición de los caldeos y la ociosa frivolidad griega, que
no son sino tormentos de la inteligencia, hasta el punto de que con sólo una, la gramática, basta para
dar suplicio perpetuo a una vida.
Capítulo XXXIII
Sin embargo, entre estas mismas ciencias son especialmente apreciadas aquellas que se
aproximaban más al sentido común, es decir, a la Estulticia. Los teólogos se mueren de hambre, se
desalientan los físicos, los astrólogos son objeto de risa y los dialécticos, de menosprecio. El médico
es el único que «vale tanto como muchos hombres», [66] y en esta misma profesión el más indocto,
temerario e irreflexivo prospera más, incluso entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora
que la ejercen tantos, no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que la retórica.
Después de éstos ocupan el siguiente lugar los leguleyos y no sé decir si hasta ocupan el primero,
de cuya profesión los filósofos -y no quiero dar opinión sobre ella- suelen reírse unánimemente
llamándola asnal. Sin embargo, el arbitrio de estos asnos regula todos los negocios grandes y
pequeños. Éstos aumentan sus latifundios, mientras los teólogos, después de haber extraído de sus
escritorios la divinidad entera, han de comer altramuces y librar constante guerra contra las
chinches y los piojos.
De esta suerte, así como son más dichosas las ciencias que tienen mayor afinidad con la estulticia,
también es con mucho más feliz la gente que ha podido abstenerse del trato con ciencia alguna y no
ha seguido a otro guía que a la naturaleza, que no posee deficiencia alguna sino cuando los mortales,
por acaso, queremos franquear sus límites. La naturaleza odia lo artificioso y hace crecer mucho más
felizmente lo que no ha sido violado por ninguna ciencia.
Capítulo XXXIV
¿Acaso no veis que en cualquier género de los demás animales viven más felices aquellos que
están más apartados de las ciencias y no les guía otro magisterio que el de la naturaleza? ¿Cuál [67]
más feliz y más admirable que las abejas? Y aun éstas no poseen todos los sentidos corporales. ¿Se
encontrará nada semejante a la arquitectura con que construyen los edificios? ¿Qué filósofo ha
fundado nunca parecido Estado?
En cambio, el caballo, por ser afín al talento humano y haberse trasladado a convivir con el
hombre, participa de las calamidades de éste, y así no es raro verle reventar en las carreras porque
le avergüenza ser vencido, y en las batallas, mientras está anhelando el triunfo, le hieren y muerde
el polvo junto con el jinete. Y no hablo de las serretas, ni de los acicates, de la prisión de la cuadra,
de los látigos, los palos, de las bridas, del jinete y, en fin, de todo el aparato de la servidumbre a la
que se sometió espontáneamente cuando, queriendo imitar a los héroes, anheló ardientemente
vengarse de los enemigos.
¡Cuánto más deseable es la vida de las moscas y de los pájaros que viven libres de cuidado y a
tenor sólo del instinto natural, con tal que se lo toleren las asechanzas del hombre! Si cuando se
encierra a los pájaros en una jaula se les enseña a imitar la voz humana, es admirable cuánto pierden
de aquella gracia natural suya. Lo que creó la naturaleza es en todos sus aspectos siempre más
agradable que lo mixtificado por el arte.
De este modo, nunca alabaría bastante a aquel gallo pitagórico que, habiendo sucesivamente
sido con la misma entidad filósofo, varón, mujer, rey, particular, pez, caballo, rana, y aun creo que
esponja, dictaminó que no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos los demás,
se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía
su condición. [68]
Capítulo XXXV
Por el contrario, entre los hombres antepone por muchos conceptos los ignorantes a los doctos
y famosos, y el célebre Grilo fue bastante más avisado que el prudente Ulises, porque prefirió
continuar gruñendo en la pocilga en vez de lanzarse con él a tantas aventuras peligrosas. No me
parece que Homero, padre de las fábulas disienta de esta opinión, puesto que llama a todos los
mortales frecuentísimamente desdichados y desgraciados, y al mismo Ulises, que es su ejemplar de
sabio, le califica a menudo de infeliz, cosa que nunca hace con Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A qué
obedece tal cosa sino a que aquel farsante y embaucador no hacía nada sin el consejo de Palas y,
siendo demasiado sabio, se apartaba a más no poder de la pauta de la naturaleza?
Así, pues, como entre los mortales se alejan de la felicidad aquellos que se afanan por la sabiduría
-mostrándose en ello misino doblemente estultos, ya que, a pesar de haber nacido hombres, afectan
el género de la vida de los dioses inmortales, olvidándose de su condición y, a ejemplo de los
gigantes, con las máquinas de las ciencias declaran la guerra a la naturaleza-, de la misma manera
están más libres de desdichas aquellos que se acercan cuanto pueden al genio y a la estulticia de los
brutos y no se fatigan con nada que supere a la condición humana.
Vamos a tratar de mostrarlo, pero no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar.
Y, por los dioses inmortales, ¿hay algo más feliz que esta especie de personas a las que el vulgo
llama estúpidos, estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos que, en mi opinión, son hermosísimos?
Confesaré [69] que a primera vista la cosa parece quizá estúpida y absurda, pero, sin embargo no
puede ser más verdadera. En principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por
Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les conturba la hostilidad de los espíritus, no les
asustan fantasmas ni duendes y ni les turba el miedo de los males que amenazan ni les desasosiega
la esperanza de bienes futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones que
atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan, no envidian ni aman. Por
último, si llegan a acercarse más a la insensatez de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones torturan por doquier tu ánimo
de noche y de día; que reunieses en un montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías
de cuánto mal he preservado a mis amados necios. Añade a esto que éstos no sólo se regalan sin
cesar, juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera que van llevan consigo el placer, la
broma, el juego y la risa como si la misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar
la tristeza de la vida humana.
De donde resulta que mientras los demás hombres están unidos por afectos varios, éstos, por
aquella razón, son aceptados por todos como de los suyos, en pie de igualdad, y se les busca, se les
regala, festeja, abraza, socorre si lo necesitan y se les tolera sin sanción todo cuanto dicen o hacen.
Hasta tal punto nadie desea hacerles daño, que las mismas fieras se contienen de herirles, como por
cierta intuición de su natural inocencia. Están, pues, en el sagrado de los dioses y, sobre todo, en el
mío, y por ello nadie considera injusto tal privilegio. [70]
Capítulo XXXVI
¿Y qué diréis si afirmo que incluso gozan de la gracia de los máximos reyes, de suerte que
algunos no saben comer, ni andar, ni pasar una hora sin ellos? Muy a menudo anteponen estos
tontilocos a sus aburridos sabios, a los cuales algunas veces mantienen por pura vanidad. El porqué
de esta preferencia no me parece oscuro ni cosa de admiración, pues tales sabios no suelen acudir
a los príncipes con nada que no sea triste y, engreídos con su doctrina, no se recatan de herir oídos
delicados con verdades mordaces; en cambio, los bufones proporcionan lo único que los príncipes
buscan por doquier de mil maneras: bromas, risas, carcajadas y placeres.
Fijaos de modo especial en una cualidad, nada despreciable, de los estultos, que es el ser los
únicos francos y veraces. ¿Hay cosa más digna de aplauso que la verdad? Aun cuando Alcibíades,
en aquel proverbio platónico, sitúe la verdad únicamente en el vino y en la infancia, ello no obsta
a que se me deba de modo peculiar toda alabanza, y, si no, acudamos al testimonio de Eurípides, de
quien se conserva aquel célebre dicho acerca de mí, según el cual «el necio no dice más que
necedades)». Todo cuanto lleva el necio en el pecho, lo traduce a la cara y lo expresa de palabra. En
cambio, el sabio tiene dos lenguas, como recuerda el mismo Eurípides diciendo que una de ellas es
la que usan para decir la verdad y con la otra las cosas que consideran convenientes según el
momento. Es propio de ellos transformar lo negro [71] en blanco, y, con la misma boca, soplan
simultáneamente a lo frío y a lo caliente, porque media gran distancia entre lo que esconden en el
pecho y lo que fingen de palabra.
Los príncipes, empero, aun viviendo en el seno de tanta dicha, o de lo que pretende serlo, me
parecen desgraciadísimos, porque carecen de ocasión de escuchar la verdad y porque están obligados
a tener a su lado aduladores en vez de amilos. Dirá alguien: «Pero es que los oídos de los príncipes
aborrecen la verdad y por la misma causa rehuyen a los sabios, puesto que temen que no salga
alguien demasiado liberal que se atreva a decir cosas ciertas en vez de cosas placenteras». Cierto es,
la verdad es desagradable a los príncipes, pero ello viene por modo admirable en auxilio de mis
necios, puesto que de ellos escuchan con placer no sólo verdades, sino hasta francos insultos, cuando
las mismas palabras, proferidas por un sabio, serían materia de condena a muerte; en cambio, dicho
por un necio resulta en increíble contento.
Tiene, pues, la verdad cierta esencial facultad de agradar si en ella no va implícita ofensa, pero
esta virtud no se la han concedido los dioses más que a los necios. Por esta misma razón de tal
especie de hombres suelen gozarse locamente las mujeres, pues son de natural más propensos al
placer y a la jocosidad. Por lo tanto, cualquier cosa que hagan en tal sentido, aunque a las veces se
trate de lo más extremadamente serio, lo interpretan como broma y juego, pues tal es la tendencia
natural de este sexo, sobre todo en lo que mira a encubrir sus defectos. [72]
Capítulo XXXVII
Volviendo a la felicidad propia de los necios, diré que tras haber pasado la vida con suma alegría,
sin miedo ni sensación de la muerte se van derechamente a los Campos Elíseos para deleitar allí con
sus bromas a las almas pías y ociosas. Vamos, pues, a confrontar la suerte de cualquier sabio con la
de este necio. Imagínate, que pones delante de él a un ejemplo de sabiduría, a un hombre que ha
gastado toda la infancia y toda la adolescencia en aprender las ciencias y que la parte más deliciosa
de la vida la ha perdido en incesantes vigilias, cuidados y sudores y que en lo que le restaba tampoco
ha degustado ni un tantico de placer, viviendo siempre sobrio, pobre, triste, malévolo y duro para
consigo mismo y pesado y desagradable para los demás, pálido, macilento, enfermizo, legañoso,
canoso y viejo antes de ahora y prematuramente huido de esta vida... Pero ¿qué le importa morir, si
nunca ha vivido? ¡Ahí tenéis el bello retrato de un sabio!
Capítulo XXXVIII
Ya vuelvo a oír croar contra mí a «las ranas del Pórtico». «Nada más lamentable -dicen- que la
locura, y la estulticia manifiesta o es pariente de la locura o, mejor dicho, es ya la locura misma.
¿Qué es la locura sino un extravío de la razón?» Pero éstos yerran absolutamente el camino. Vamos,
pues, a desvanecer este silogismo, con el favor de las Musas. [73]
No razonan torpemente, pero así como Sócrates enseña, según Platón, que había dos Venus,
dividiendo el concepto de Venus, y, partiendo un Cupido, hacía de él dos, así estos dialécticos
también debían haber distinguido entre una y otra locura, si es que querían pasar por cuerdos. Porque
no puede admitirse absolutamente que cualquier locura sea calamitosa. No decía otra cosa Horacio
al hablar de que «soy juguete de una amable locura», ni Platón hubiera colocado entre las delicias
más preeminentes de la vida el arrebato de los poetas, los adivinos y los amantes, ni aquella sibila
hubiese calificado de loca la empresa de Eneas. Hay, pues, dos especies de locura: Una es la que
las crueles furias lanzan desde los infiernos, como serpientes, para encender en los pechos de los
mortales el ardor de la guerra, o insaciable sed de oro, o amor indigno y funesto, o el parricidio, el
incesto, el sacrilegio o cualquier otra calamidad, y también cuando hacen sentirse al alma culpable
y contrita enviando contra ella furias y fantasmas.
Pero hay otra locura muy diferente de ésta, que mana directamente de mí y que es digna de ser
deseada en grado sumo por todos. Se manifiesta por cierto alegre extravío de la razón, que libera al
alma de cuidados angustiosos y la perfuma con múltiples voluptuosidades. Tal extravío de la razón
es el que deseaba Cicerón como magno beneficio de los dioses, según carta escrita a Ático, para
[74] perder la conciencia de tantos males. Tampoco lo lamentaba aquel ciudadano de Argos que
había estado loco y se había pasado todos los días sentado solo en el teatro riendo, palmoteando,
divirtiéndose, porque creía contemplar admirables tragedias, aunque de hecho no se representaba
nada. Todo ello, al tiempo que se conducía correctamente en los deberes de la vida y era «agradable
a los amigos, complaciente con la mujer, indulgente con los siervos y no se encolerizaba porque le
destapasen una botella». Comoquiera que le librase la familia de la enfermedad a fuerza de
medicamentos, dijo así a los amigos, cuando hubo vuelto del todo a sus cabales: «Por Pólux, que me
habéis matado, amigos. Nada me habéis favorecido arrebatándome así aquel placer y extirpando a
viva fuerza aquel gratísimo error de mi mente».
Y hasta razón tenía, puesto que eran los demás los equivocados y quienes más necesitaban del
eléboro por haber creído necesario disipar con drogas, como si fuese enfermedad, una locura tan feliz
y agradable.
Sin embargo, no he querido con esto afirmar que se deba calificar de locura a cualquier extravío
de la razón o de los sentidos, ni que esté loco aquel legañoso que confunda a un mulo con un asno,
o aquel que admire una poesía pedestre como si fuese magistral. Pero si yerra no sólo el sentido, sino
también el juicio de la razón de modo constante y más allá de lo normal, será lícito considerar a éste
próximo a la locura, como lo estaría aquel que escuchase rebuznar a algún asno y creyese estar
oyendo a una orquesta prodigiosa, o aquel pobrecillo, nacido en ínfima cuna, que se figurase ser el
rey Creso de Lidia. [75]
Tal género de locura, empero, si se inclina hacia lo deleitable, según ocurre con frecuencia,
reporta no mediano placer tanto a los que están poseídos por él como a aquellos que lo presencian,
sin que éstos tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de locura está mucho más extendida
de lo que cree el vulgo: El loco se ríe del loco y se proporcionan mutuo placer, y no será raro que
veáis que el más loco se burle con mayores ganas del que lo está menos.
Capítulo XXXIX
A juicio de la Estulticia, cuanto más estulta es una persona tanto más feliz es, con tal que se
contenga en esta especie de locura que nos es peculiar y que, además, está tan extendida, que no sé
si en el conjunto de todos los mortales podría encontrarse a alguien que se mantuviese cuerdo a todas
horas y no estuviese poseído de alguna especie de locura. La diferencia entre una y otra locura radica
en que la gente llama loco a aquel que imagina que una calabaza es una mujer, puesto que ello les
sucede a poquísimas personas. En cambio, aquel que ensalza a su mujer, a la que tiene en común con
muchos otros, como si fuese Penépole y la ensalza en tono mayor, se engaña dulcemente y no habrá
nadie que le llame loco, puesto que ésta es cosa que les ocurre en general a los maridos.
También pertenecen a este grupo aquellos que lo desprecian todo ante la caza mayor y afirman
recibir un placer espiritual increíble cuando oyen el grosero sonido del cuerno y el aullido de los
perros. Hasta llego a creer que cuando huelen los excrementos de los perros, les parece que se trata
de cinamomo. Además, ¿qué placer puede haber en despedazar una fiera? El descuartizar toros y
carneros es cosa de la plebe, pero la fiera no puede [76] ser hecha cuartos sino por mano de un noble.
Éste, con la cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto del cuchillo destinado a esto, porque
hacerlo con uno cualquiera no se consiente, procede a cortar con ciertos gestos ciertos miembros del
animal observando determinado orden ritual. Se asombra, mientras tanto, como de cosa nueva la
silenciosa tropa de circunstantes, a pesar de que aquel espectáculo lo ha contemplado más de mil
veces. Además, aquel a quien haya tocado degustar un pedazo de la bestia lo considera como prenda
de no poca nobleza. Así, pues, como esta gente no entiende de otra cosa que de perseguir y devorar
afanosamente a las fieras, van degenerando hasta ser casi otras fieras, aunque entretanto crean darse
vida de reyes. También es muy semejante a éstos aquel género de personas que arden en insaciable
afán de edificar, y cambian tan pronto las cosas redondas en cuadradas como las cuadradas en
redondas. Y lo hacen sin término ni método hasta verse reducidos a la pobreza más extrema y no
quedarles donde vivir ni que comer. Pero ¿qué les importa, si entretanto han pasado unos cuantos
años con sumo placer?
Me parece que les son muy próximos aquellos que, por medio de las nuevas ciencias y de las
ocultas, se esfuerzan en transformar las especies de las cosas y van por tierra y mar a la caza de cierta
quintaesencia. Les sustenta la dulce esperanza hasta el punto de que nunca les duelen los trabajos
ni los dispendios y con admirable ingenio siempre están ideando algo en que, aunque tengan que
engañarse de nuevo, les sea grato el error, hasta que, después de haberlo gastado todo, ya no les
queda nada que echar al hornillo. Sin embargo, no renuncian a soñar placenteras ilusiones y animan
a los demás a gozar de la misma felicidad. Cuando se ven ya abandonados de toda esperanza, [77]
les queda aún una frase de la que extraen gran consuelo: «Las grandes cosas, con quererlas basta».
Luego echan la culpa a la brevedad de la vida que no basta a la magnitud del asunto.
Dudo un poco de si se deberá admitir a los jugadores en nuestro colegio. Sin embargo, es un
espectáculo absolutamente necio y ridículo que veamos algunos de ellos tan devotos del juego, que
tan pronto oyen el cubileteo de los dados, al punto les salta y les palpita el corazón. Después,
seducidos por la esperanza de ganar, hacen que la nave de sus riquezas naufrague y se estrelle en el
escollo del juego, no menos temible que el cabo Malea. Pero apenas han salido desnudos a flote,
engañan a todo el mundo, menos a quien les ganó, con ánimo de que no se les tenga por hombres
de poca formalidad. ¿Qué os parecen cuando están viejos y casi ciegos y siguen jugando con los
anteojos puestos? Por último, cuando la merecida gota les paraliza los dedos, ¿no pagan sueldo a un
ayudante para que les eche los dados en el cubilete?
Lo cual sería agradable si no ocurriese, como suele, que este juego en frenesí degenera y por ello
corresponde a las Furias y no a mí.
Capítulo XL
Queda otro estilo de hombres el cual, sin duda alguna, pertenece por entero a nuestra grey. Se
complace en escuchar o explicar falsos milagros y prodigios y nunca se cansa, por maravillosas que
sean, de recordar fábulas de espectros, duendes, larvas, seres infernales y otros mil portentos
semejantes, los cuales cuanto más se apartan de la verdad, con tanto mayor placer son creídos y
hacen [78] titilar los oídos con afán más deleitoso. Y ello no lo emprenden solamente para matar el
tedio de las horas, sino también a fin de ganar lucro, singularmente para los sacerdotes y los
predicadores. Parientes suyos son quienes profesan la necia, pero agradable persuasión de que si
ven una talla o una pintura de San Cristóbal, esa especie de Polifemo, ya no se morirán aquel día,
o que si saludan con determinadas palabras a una imagen de Santa Bárbara, volverán ilesos de la
guerra, o que si visitan a San Erasmo en ciertos días, con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se
verán ricos en breve.
De la misma manera que en San Jorge han encontrado a otro Hércules, lo propio han hecho con
San Hipólito, cuyo caballo casi llegan a adorar, teniéndolo devotamente adornado con jaeces y
gualdrapas. A menudo se concitan los favores del santo con alguna ofrendilla y tienen por digno de
reyes el jurar por su casco de bronce.
¿Y qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas compensaciones de los
pecados y, por encima de todo error, miden, como con una clepsidra, los tiempos del Purgatorio, los
siglos, los años, los meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? de aquellos que,
valiéndose de ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inventor ideó para bien de las almas o
para su propio lucro, se lo prometen confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud
y perpetuamente próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha vecindad con Cristo en
los cielos, cosa la última que no quieren que ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando
emigran a su pesar de los placeres de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces es
cuando quieren sustituirlos por las delicias celestiales. [79]
A este lugar correspondela especie de negociantes, de militares o de jueces que, por haber
apartado una vez de tantas rapiñas una menuda ofrenda, creen ya purificada la hidra de su conducta
y redimidos como por contrato tanto perjurio, tanta libidinosidad, tanta embriaguez, tanta riña, tanto
crimen, impostura, perfidia y traición, y redimidos de suerte que les es lícito reanudar de arriba abajo
todo un mundo de delitos.
¿Quiénes, empero, más necios ni más felices que estos que, por recitar diariamente aquellos siete
versículos de los Sagrados Salmos, se prometen aún más que la suprema felicidad? Se cree, por
cierto, que estos versículos mágicos le fueron indicados a San Bernardo por cierto demonio bromista,
pero más frívolo que astuto, como que el pobre salió mañosamente trasquilado.
Estas cosas tan estultas, que casi a mí misma me avergüenzan, son, sin embargo, aprobadas no
sólo por el vulgo, sino también por los que declaran la religión. ¿Pues qué? A lo mismo corresponde
el que cada región reivindique algún santo peculiar y que cada uno posea cierta singularidad y se le
tribute culto especial, de suerte que éste auxilia en el dolor de muelas, aquél socorre diestro a las
parturientas, el otro restituye las cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios, estotro
preserva a los ganados, y así sucesivamente, pues detallarlos todos sería latísimo. Los hay que valen
para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre de Dios, a la que el vulgo casi tiene más veneración
que a su Hijo. [80]
Capítulo XLI
Y a estos santos, ¿qué les piden los hombres sino cosas que tocan a la necedad? Entre tantos
exvotos que veis por todas las paredes de ciertos templos y aun cubren la bóveda, ¿habéis encontrado
alguna vez el de alguien que se haya curado de la necedad o que haya adquirido siquiera un adarme
de sabiduría? Uno ha salido ileso a fuerza de nadar; otro, aun atravesado por el hierro enemigo,
conserva la vida; otro huyó valerosa y felizmente de la batalla mientras los demás peleaban; el de
más allá, estando ya colgado de la horca, por obra del favor de cierto santo amigo de los ladrones,
se desprendió de ella y pudo seguir descargando a los abrumados por riquezas mal adquiridas; aquél
violentó su cárcel y logró huir; otro curó de la fiebre, con indignación del médico; unos, tras haber
ingerido un veneno, no sintieron sino que les soltó el vientre y les sirvió, pues, de purga, no de
muerte, y no con ninguna satisfacción de la esposa que perdió el dinero y el trabajo; otro, a pesar de
habérsele volcado el carro, volvió a casa con los caballos ilesos; al otro se le derrumbó encima una
obra y sobrevivió; uno logró escapar de un marido que le había capturado. Pero ninguno da gracias
por haberse librado de la necedad, pues el no atinar en nada es cosa tan placentera, que los mortales
rezan para librarse de todo menos de la estulticia.
Mas ¿por qué me meto en este piélago de supersticiones? «Aunque tuviese cien lenguas y cien
bocas, férrea voz, no podría glosar todas las especies de necios y recorrer los nombres de la
estulticia». La vida entera de los cristianos todos está tan llena de esta especie de delirios, que los
[81] sacerdotes las admiten y fomentan no de mal grado, puesto que no ignoran cuánto suelen crecer
sus gajes con ello.
Si en medio de estas gentes surgiese uno de esos sabios odiosos y proclamase, como es verdad:
«No morirás mal si has vivido bien; redimirás los pecados si añades a la ofrenda lágrimas, vigilias,
oraciones, ayunos y cambias todo el estilo del vivir; tal santo te protegerá si emulas su vida». Si tal
sabio, repito, se desgañitase con estas y parecidas razones, ¡mira de cuánta felicidad privaría
súbitamente a las almas y en qué confusión las pondría!
Al mismo colegio pertenecen los que en vida establecen tan celosamente las pompas que desean
en los funerales, que llegan a prescribir por menor cuántas hachas, cuántos mantos de luto, cuántos
cantores y cuántas plañideras ha de haber en ellos, como si pudiese ocurrir que les alcanzase alguna
sensación del espectáculo, o como si los difuntos sintiesen vergüenza de que su cadáver no sea
enterrado con magnificencia; animados, en suma, de tanto afán como si les hubiesen nombrado
ediles encargados de los espectáculos y banquetes.
Capítulo XLII
Aunque tenga un poco de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio ante aquellos que no se
diferencian en nada de un ínfimo remendón, pero que se lisonjean increíblemente con la posesión
de un título de nobleza vana. Uno vincula su linaje con Eneas, otro con Bruto, el de más allá con el
rey Arturo; por todas partes muestran los retratos esculpidos y pintados de sus mayores; enumeran
los bisabuelos y tatarabuelos y sus antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de estas
mudas estatuas, excepto en ser de peor aspecto que los retratos [82] que muestran. A pesar de ello,
viven felizmente merced al dulcísimo Amor Propio. No faltan tampoco necios que miran a esta
colección de bestias como a dioses.
Pero ¿por qué hablo de uno u otro género de necedad, como si el Amor Propio no dispusiese por
doquier de prodigiosos medios para hacer felices a muchos, como en el caso de este que, más feo
que un mico, se cree un Nireo? Otro se cree un Euclides por saber trazar tres líneas con el compás;
aquel «asno tañedor de lira» y cuya voz es más desagradable que la de la gallina cuando pide marido,
se figura ser otro Hermógenes. Sin embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más
placentera, por obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere su valor, y se glorían
de ello precisamente por ser suyo.
Tal era la de aquel rico doblemente feliz de que habla Séneca(60) que, cuando tenía que contar algún
cuentecillo, tenía siervos a mano para que le apuntaran las palabras y a los cuales no hubiera dudado
de hacer bajar a la palestra a luchar por él, pues era hombre de tanta poquedad, que vivía con el único
consuelo de tener en casa muchos y notablemente robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir de los
cultivadores de las artes? A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio, que sería más fácil de
encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a la fama de talento, sobre todo entre los
actores, cantores, oradores y poetas, entre los cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más
se complace arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran tipos de su
calaña hasta el extremo de que aquel más inepto es el que se granjea más admiradores, puesto que
[83] lo peor siempre es celebrado por la mayoría, dado que la máxima parte de los mortales, según
hemos dicho, es esclava de la Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más satisfecho de sí y el
rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo
adquirir, que vuelve luego más vergonzoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos
gente?
Capítulo XLIII
Pues tengo por cierto incluso que la naturaleza, al modo que a cada uno de los mortales,
proporcionó a las naciones y casi a las ciudades un cierto amor propio común. De aquí viene que los
británicos recaben para sí, por encima de cualquier otra prenda, la hermosura, el arte de la música
y la buena mesa. Los escoceses blasonan de nobleza y de entronque con la realeza, y de sus argucias
dialécticas. Los franceses se atribuyen la cortesía en el trato. Los parisienses se arrogan de modo
particular la gloria de la ciencia teológica por encima de todos los demás. Los italianos se reservan
las letras y la elocuencia, y con tal fundamento se lisonjean satisfechos de ser los únicos mortales
que no son bárbaros. Los romanos tienen la primacía en este estilo de complacencia y sueñan aún
con delicia en la vieja Roma. Los vénetos son felices con la fama de nobleza. Los griegos, a fuer de
inventores de las ciencias, se enorgullecen con los títulos antiguos de sus famosos héroes. Los turcos
y toda la camada de los bárbaros, se atribuyen mérito por la religión y se ríen de los cristianos como
supersticiosos. Los judíos, con mucha mayor complacencia, esperan incesantemente a su Mesías y
se aferran con uñas y dientes a su Moisés [84] aún hoy. Los españoles no ceden a nadie la gloria
militar y los alemanes se envanecen de la prestancia de sus cuerpos y de su conocimiento de la
magia.
Capítulo XLIV
Y para no seguir por menor cada caso particular, considero que ya advertís cuánta satisfacción
proporciona por doquier el Amor Propio a todos y cada uno de los mortales. De él es casi hermana
gemela la Adulación, pues el Amor Propio no consiste sino en que uno se lisonjee a sí mismo; si esto
lo hace con otro, se tratará de la Adulación.
En el día ésta tiene bastante de infame, aunque ello ocurra sólo ante los ojos de quienes se pagan
más de las palabras que de las cosas en sí. Consideran éstos, que la Adulación no cuadra con la
fidelidad, pero se aproximarían más a la verdad si se dieran cuenta del ejemplo de los animales. ¿Hay
algo más adulador que un perro? Y, sin embargo, ¿quién más fiel? ¿Hay algo más simpático que una
ardilla? ¿Y quién es más amiga del hombre que ella? No, en verdad, a menos que se entienda que
los crueles leones, los feroces tigres y los iracundos leopardos se avienen mejor con la condición
humana.
Sin embargo, existe cierta especie de adulación que es absolutamente perniciosa; de ella se valen
los pérfidos y los burlones para llevar a la ruina a los incautos. Sin embargo, mi estilo de adulación
nace de la bondad y del candor del carácter y está mucho más cerca de la virtud que aquella su
contraria, la cual es de grosera y torpe aspereza e inoportunidad, según dice Horacio.
Ésta levanta los ánimos abatidos, consuela a los tristes, estimula a quienes languidecen, despabila
a los torpes, alivia a los enfermos, aplaca a los feroces, [85] concilia afectos y, una vez formados,
los mantiene. Presta aliciente a los niños para que estudien letras; alegra a los viejos; aconseja y
enseña a los príncipes, sin ofensa, bajo la pantalla de la alabanza. En suma, logra que cada cual se
tenga a sí mismo en mayor aprecio y cariño, lo cual es, en verdad, el fundamento de la felicidad.
¿Habrá cosa más complaciente que el rascarse mutuamente dos mulos? No hará, pues, falta que
afirme que la adulación constituye gran parte de la elocuencia más celebrada; la mayor del arte
médico y la máxima del pórtico; es, en fin, el almíbar y la sazón de todo trato humano.
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