|
Elogio de la locura
Erasmo de Rotterdam
Capítulo XLV
Página 1 [Entrar]
regresar
Dirán algunos, sin embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo es el no equivocarse.
Yerran a más no poder quienes creen que la felicidad del hombre radica en las cosas mismas. En
realidad, depende de la opinión que nos formamos de ellas, pues es tan grande la oscuridad y la
variedad de las cosas humanas, que nadie las puede conocer de modo diáfano, según dijeron
acertadamente los platónicos, los menos presuntuosos entre los filósofos.
Pero aunque se llegue a saber algo, ello suele redundar en detrimento de la alegría de la vida, pues
el espíritu humano está moldeado de tal manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo
verdadero. Si alguien solicita una prueba manifiesta y obvia de tal cosa, acuda a la hora del sermón
en una iglesia y verá que si se está hablando de algo serio, todos dormitan, bostezan y se asquean;
en cambio, si el vociferador (me he equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen con
frecuencia, a explicar alguna historieta asnal, se despabilan [86] todos, prestan atención y escuchan
con la boca abierta. Del mismo modo, si se celebra algún santo orlado de fábulas y poesías -como,
si me pedís ejemplos, lo son Jorge, Cristóbal o Bárbara-, veréis que se les venera con mucha más
devoción que a San Pedro, San Pablo o al mismo Jesucristo. Pero tales cosas no son propias del
lugar.
¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! Al paso que el conocimiento de las cosas en
sí significa muchas veces voluminosa labor, aunque sean de tan poca monta como la gramática, las
opiniones son de muy fácil adoptar y conducen igual, si no con mayor holgura, a la felicidad. Decid,
pues: Si alguien come una salazón podrida ni cuyo olor siquiera puedan soportar los demás, y a él
le sabe a ambrosía, ¿qué le impide sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce náuseas el
esturión, ¿de qué le sirve para la felicidad? Si alguien tiene una mujer de egregia fealdad, pero que
en opinión del marido puede rivalizar hasta con la misma Venus, ¿acaso no será lo mismo para él
que si fuese realmente hermosa? Si alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y
se admira persuadido de que la ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz que aquel que
ha comprado por alto precio un cuadro a un gran pintor y que quizá siente menos placer al
contemplarlo?
Conozco a cierto sujeto que se llama como yo, el cual regaló a la novia al casarse ciertas piedras
falsas, convenciéndola, con lo bromista y alegre que era, de que no sólo eran verdaderas y auténticas,
sino también de precio singular e inestimable. Pregunto yo, ¿qué podía importarle a la joven la burla,
si deleitaba igual los ojos y el espíritu [87] y las guardaba junto a sí como eximio tesoro? En tanto,
el marido no sólo se había ahorrado el gasto, sino que se divertía con el engaño de su mujer, a la que
no tenía menos obligada que si la hubiese obsequiado con grande costa.
¿Qué diferencia veis entre aquellos que se admiran en la caverna de Platón de las sombras y
figuras de diversas cosas, sin ansiar nada ni pavonearse, y el sabio que, salido de la caverna,
contempla las cosas en su realidad? Porque si aquel Micilo de Luciano hubiese podido soñar
perpetuamente que era rico y continuar su áureo ensueño, no tenía por qué desear otro bien.
Por tanto, no hay diferencia entre estultos y sabios o, si las hay, es favorable a los primeros,
primeramente porque su felicidad les cuesta muy poco, ya que consiste en una modesta
persuasioncilla, y luego, porque la comparten con la mayoría de las personas.
Capítulo XLVI
No hay goce de las cosas buenas como no sea en compañía, ¿y quién ignora cuán grande es la
escasez de sabios, si es que alguno hay? Los griegos en tantos siglos llegaron a contar sólo siete y
aun, ¡Por Hércules!, si se les escudriña con más rigor, me juego la cabeza a que no se encontraría
medio sabio en total, ni siquiera la cuarta parte. Por lo cual, entre las muchas alabanzas que se
ofrecen a Baco, es la principal la de que posee la cualidad de ahuyentar los pesares, pero solamente
por exiguo tiempo, pues en cuanto se duerme la papalina, vuelven al galope las intranquilidades. Mis
beneficios son más completos y mucho más duraderos, [88] pues yo proporciono al alma embriaguez
constante, alegría, delicia y placer sin egoísmo. Distribuyo mis favores sin exceptuar a nadie,
mientras que las mercedes de los demás dioses solamente se conceden a ciertos favoritos. No nace
en todas las tierras ese vino generoso y dulce que espanta las penas y atrae la fecunda esperanza;
Venus prodiga a pocos la gracia de su hermosura y Mercurio aun a menos sus dones de elocuencia.
Pocos son los que logran la riqueza que reparte Hércules, y el poder que concede Júpiter no se da a
cualquiera. Con frecuencia Marte deja las batallas indecisas y muchos se apartan desconsolados del
trípode de Apolo. El hijo de Saturno hiende la tierra a menudo con el rayo; Febo a veces lanza sus
flechas, que extienden la peste a lo lejos, y Neptuno aniquila más de los que salva. Y no quiero
hablaros de divinidades maléficas, Plutones, Atés, penas, fiebres, y otras de la misma especie, que
más bien que dioses parecen verdugos. Yo, la Estulticia, soy la única que reparto indistintamente
entre todos con magnífica liberalidad tan preciosos beneficios.
Capítulo XLVII
No exijo voto alguno ni me encolerizo solicitando la expiación de haber sido omitida alguna
ceremonia de mi culto, ni trastorno cielos y tierra cuando alguno, tras haber invitado a los dioses
todos, me deja a mí en casa, sin admitirme a oler el humo de los sacrificios. Pues los otros dioses son
tan quisquillosos, que casi es preferible, y más seguro, no hacerles caso que venerarles. Con ellos
ocurre como con esas personas tan iracundas y propensas a ofender, que sería preferible tenerlas muy
lejos que en la intimidad. Se dirá que nadie hace sacrificios a la Estulticia ni le levanta templos. [89]
En verdad que extraño tanta ingratitud, pero según mi bondad de ánimo, la considero como un bien,
y ni siquiera los deseo. ¿Para qué voy a exigir el incienso, el pan, el macho cabrío o el cerdo, cuando
por todas partes los hombres me rinden el culto que los teólogos proclaman como más plausible?
No puedo tener envidia de Diana porque se le sacrifique sangre humana. Mucho más fervorosamente
adorada me juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la conducta y me
imitan en la vida. Por cierto que no es éste el género de culto más frecuente, ni aun entre los
cristianos. ¡Cuántos de éstos ofrecen a la Virgen Madre de Dios una vela encendida en pleno
mediodía, que es cuando no le hace falta alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos los que se esfuerzan
en imitarla en su castidad, su modestia y su amor divino! Éste sería, sin embargo, el culto verdadero
y, con mucho, el más agradable al cielo.
¿Y para qué quiero yo templos, si el mundo entero es templo mío y el más espléndido, si no me
equivoco? En él no han de faltar nunca fieles dondequiera que haya hombres. No soy tan necia que
desee que me erijan estatuas de piedra pintarrajeada; acaso ello perjudicaría mi culto, pues la gente
es tan grosera y torpe, que adora las representaciones en lugar de los dioses mismos. Pudiera ser
entonces que me sucediera a mí lo que a aquellos a quienes los sustitutos expulsan de sus cargos.
Bien puedo creer que hay tantas estatuas erigidas en mi honor como hombres existen, porque éstos
llevan ante sí mi verdadera imagen, aunque sea a pesar suyo.
De modo que nada tengo que envidiar a los otros dioses porque en tal o cual rincón del mundo
les rindan culto en determinados días, como le sucede a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno,
en Argos; a Minerva, en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; [90] a Neptuno, en Tarento, y a Príapo, en
Lampsaco, con tal que a mí me ofrezcan diariamente por todo el mundo sacrificios más valiosos.
Capítulo XLVIII
Si a alguien le parece que lo que digo es más presuntuoso que veraz, quiero que examinemos un
poco la vida de los hombres, y entonces se manifestará claramente cuánto me deben y el aprecio que
grandes y pequeños hacen de mí. No vamos a pasar revista, una por una, a todas las vidas, porque
esto sería interminable; sino solamente a las de relieve, y por ellas podremos juzgar con facilidad de
las demás. ¿De qué aprovecha que os recuerde la plebecilla y el vulgo cuando sin disputa alguna me
pertenecen por completo? Abundan en él tantas clases de estulticia y todos los días inventa tantas
nuevas, que aun no bastarían mil Demócritos para reírse de todas ellas y sería necesario otro para que
se burlara de los demás Demócritos.
Son increíbles las risas, la alegría y los regocijos que los míseros humanos procuran diariamente
a los inmortales. Éstos se dedican las sobrias horas de la mañana a celebrar asambleas escandalosas
y luego, escuchando los votos deliberan. Cuando ya están embriagado por el néctar y no tienen gana
de ningún asunto serio, se van a sentar a la parte más alta del cielo y, bajando la frente, miran lo que
hacen los hombres. No hay espectáculo que les sea más grato. ¡Dioses inmortales, qué teatro, qué
variedad en esa turbamulta de necios!... Yo también de vez en cuando acudo a sentarme entre las
filas de los dioses de los poetas. Uno se muere por cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión
a medida que menos caso le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro
prostituye [91] a su misma mujer; el de más allá, celoso, vigila como un Argos; aquél, de luto, ¡oh!,
cuántas necedades dice y hace! Parece un actor que represente un papel de duelo. Aquel otro llora
ante la tumba de la madrastra éste le da al vientre todo lo que logra ganar, a costa de morirse de
hambre poco después; el otro considera que no hay cosas más agradables que el sueño y la holganza.
Los hay que se agitan afanosamente en el desempeño de los asuntos ajenos y olvidan los propios;
que derrochan velozmente el dinero prestado y se creen ricos mientras tienen caudales ajenos. Otro
no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin de enriquecer a un heredero; aquél, para ganar
un lucro exiguo e incierto, revolotea por todos los mares, confiando a las olas y a los vientos la vida,
que ninguna riqueza, podría reparar. Uno prefiere buscar riquezas en la guerra, a disfrutar de seguro
sosiego en el hogar. Hay quien cree que no hay medio más cómodo de enriquecerse que captar la
voluntad de los viejos, ni faltan tampoco quienes prefieren conseguir lo mismo haciendo el amor a
las viejecitas ricas. Los dioses, empero, se complacen magníficamente cuando ven, en ambos [92]
géneros, que éstos acaban siendo burlados astutamente por aquellos a quienes sedujeron.
La clase de los comerciantes es la más estulta y sórdida de todas, porque tratan los asuntos más
mezquinos que hay y lo hacen, además, del modo más miserable que cabe imaginar, pues a pesar de
que van mintiendo a todas horas, perjurando, robando, defraudando, engañando, se creen a la cabeza
de la humanidad por el mero hecho de llevar los dedos llenos de sortijas de oro. No les faltan
frailecillos aduladores que les miran con admiración y les llaman en público «venerables» sólo con
el fin de que les alcance alguna porcioncilla de sus bienes mal adquiridos. En otras partes podrás ver
a ciertos pitagóricos a quienes todas las cosas les parecen ser comunes, de suerte que apenas
encuentran alguna mal guardada se la apropian con la misma tranquilidad que si les viniese por
herencia. Los hay que son tan ricos en deseos y se forjan unos ensueños tan agradables, que con ello
se dan por contentos. Algunos gozan al hacerse pasar por potentados fuera de casa y se mueren de
hambre en ella. Otro se apresura a derrochar lo que posee, mientras hay quien se procura bienes por
todos los medios. Este ególatra busca la popularidad y los honores, en tanto que aquél se solaza junto
al hogar. Una buena parte promueve procesos que se hacen eternos y donde se contiende a porfía,
mientras se enriquecen el juez aficionado a dilatar los asuntos y el abogado felón. Uno trata
afanosamente de renovarlo todo y otro mueve un proyecto magno, y, en fin, los hay que emprenden
una peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago, donde no tienen nada que hacer, y, en cambio,
dejan abandonados la mujer, la casa y los hijos.
En suma, si, como antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la Luna el tumulto inmenso del
género humano, creeríais estar viendo un enjambre [93] de moscas y mosquitos peleando entre sí,
luchando, tendiéndose asechanzas, robándose, burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y
muriendo sin cesar. Nadie podría imaginar el bullicio y las tragedias de que es capaz un animalito
de tan corta vida, pues en una batalla o en una peste se aniquilan y desaparecen en un instante
millares de seres.
Capítulo XLIX
Pero yo misma sería necia a más no poder y merecería las carcajadas de Demócrito si pretendiese
enumerar todas las formas de necedad y de locura del vulgo. Me limitaré, pues, a tratar de aquellos
mortales que gozan reputación de sabios y, según los que les rodean, han alcanzado los laureles,
entre los cuales descuellan los gramáticos, casta que sería sin disputa la más mísera, afligida, y
dejada de la mano de los dioses si yo no acudiese a mitigar las desdichas de tan sórdida profesión
con la ayuda de una dulce locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco furias, es decir, las cinco
ásperas calamidades de que habla el epigrama griego, sino mil, pues siempre se les ve famélicos
y harapientos en sus escuelas, o pensaderos o, mejor dicho aún, obradores, y rodeados de verdugos
en figura de un montón de chicos que les hacen envejecer [94] antes de tiempo a fuerza de cansancio
y que les aturden con sus gritos, amén de los hedores que exhalan; pero a pesar de esto, gracias a mí,
se estiman por los primeros entre los hombres. Se pavonean así ante la aterrada turba y se dirigen
a ella con voz y cara tenebrosas; luego con la palmeta, las disciplinas, o la varilla abren las carnes
a los desdichados y con razón o sin ella, les hacen víctimas de su arbitrariedad, imitando al asno de
Cumas. Pero, mientras tanto, la suciedad les parece pulcritud; los hedores, aromas de ámbar, y su
esclavitud miserable, un trono, de suerte que no cambiarían su tiranía por la de Fálaris o Dionisio.
Pero cuando su dicha llega al colmo es cuando creen haber descubierto alguna doctrina nueva,
porque, aunque no hagan sino atiborrar a los niños de extravagancias, ¡oh dioses propicios!,
desprecian a su lado a cualquier Palemón o Donato. No sé con que argucias logran que las madres
tontas y los ignorantes padres les crean tales como ellos se presentan. Únase a esto la satisfacción
que reciben cuando en algún carcomido pergamino encuentran el nombre de la madre de Anquises
o hallan una palabreja desconocida del vulgo, como «bubsequa», «bovinator» o «manticulator»; si
logran desenterrar un cacho de piedra antigua con alguna mutilada inscripción, ¡oh Júpiter, qué
alegría, qué triunfo, qué encomios, como si hubiesen conquistado el África o tomado a Babilonia!
Y cuando recitan sus versos, insulsos y absurdos por demás, y nunca falta quien se los celebre, creen
de buena fe que el espíritu de Virgilio ha reencarnado en su pecho. Pero nada hay más divertido que
ver a estos desdichados cuando se prodigan mutuas alabanzas y admiraciones y se rascan
recíprocamente; pero si uno de ellos por descuido se equivoca en alguna palabreja y el otro, más
listo, tiene la suerte de cazársela, ¡por Hércules, qué drama, qué pelea, [95] qué de injurias y
denuestos!... Y si falto a la verdad, que caiga sobre mí la colera de todos los gramáticos.
Conozco a un omnisciente helenista, latinista, matemático, filósofo, médico y otras cosas más,
y cuando ya era sexagenario, lo arrumbó todo para dedicarse sólo al conocimiento de la gramática,
con la que se atosiga y tortura desde hace casi veinte años. Y sería feliz, dice, si pudiera vivir hasta
haber claramente establecido cómo se han de distinguir las ocho partes de la oración, cosa que nadie
entre los griegos y los latinos ha logrado hacer de manera definitiva. Como si fuera caso de guerra
el que se confunda una conjunción con un adverbio. Y como hay tantas gramáticas como gramáticos,
o, por mejor decir, más, pues sólo mi querido Aldo ha dado más de cinco diferentes, no pueden
dejar de exprimir y recorrer ninguna, aunque sea oscura y bárbara, para no tener que envidiar a
cualquiera que se tome, siquiera sea torpemente, tales trabajos, puesto que temen que les arrebaten
su gloria y les inutilicen tantos años de labor.
¿Cómo preferís que se llame a esto, estulticia o locura? Poco importa, con tal que se reconozca
que gracias a mis beneficios el animal más infeliz de todos goza de tal dicha, que no trocaría su
suerte por la de los reyes de Persia.
Capítulo L
Menos me deben los poetas, a pesar de pertenecer también a mi facción de modo categórico, pues
como dice el proverbio, son espíritus libres cuya [96] ocupación única consiste en regalar los oídos
de los estultos con frivolidades y fábulas ridículas. Es admirable, empero, cómo con sus
composiciones no solamente quieren hacerse inmortales y semejantes a los dioses, sino conseguirlo
también para los demás. De todos mis deudos son éstos los más estrechamente emparentados con
el Amor Propio y la Adulación y los que me rinden culto más sincero y constante.
En cuanto a los retóricos, aunque algunos prevariquen para entenderse con los filósofos, forman
también parte de los nuestros, y la mejor prueba, entre otras muchas, de lo que digo está en que,
aparte de otras tonterías, han redactado con cuidado tantas reglas del género festivo. Hasta el que
escribió acerca del arte de hablar; dedicándolo a Herenio, sea quien fuere, no olvidó incluir a la
Estulticia entre los medios de echar las cosas a broma. Quintiliano, que es con mucho el príncipe de
este grupo, compuso sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada. Tanta es la importancia que
conceden a la Estulticia, porque con frecuencia lo que ningún argumento oratorio puede deshacer,
la risa lo desbarata. Y nadie ha de negarme que el arte de hacer reír con dichos graciosos me
pertenece a mí.
De idéntica calaña son los que corren tras de fama imperecedera publicando libros; todos ellos
me deben mucho, y especialmente aquellos que emborronan papel con meras majaderías. Los que
escriben doctamente para agradar a un corto número de eruditos, y que no rechazarían para críticos
suyos a Persio y Lelio, me parecen más [97] dignos de lástima que felices, puesto que viven en
continua tortura: añaden, modifican, quitan, vuelven a poner, rehacen, aclaran, aguardan nueve años,
nunca se dan por satisfechos. Todo ello para la fútil recompensa de las alabanzas; alabanzas, además,
de unos cuantos, pagadas a costa de tantas vigilias, del sueño, la más agradable de todas las cosas,
y de fatigas, sudores y trabajos infinitos. Añádanse la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo, la
debilidad de la vista y hasta la ceguera, la pobreza, la envidia, la privación de placeres, la vejez
anticipada, la muerte prematura y otros innumerables sufrimientos. Males todos de gran magnitud,
que el sabio cree compensar con la aprobación de unos pocos legañosos como él. Por el contrario,
el escritor que me pertenece es tanto más dichoso cuanto más disparata, porque sin lucubración
alguna escribe todo lo que se le ocurre, todo lo que le viene a los puntos de la pluma, o lo que sueña,
sin más gasto que un poco de papel, y no ignora que cuan mayores tonterías escriba, más aplaudido
será de la mayoría, es decir, por los ignorantes y por los necios. ¿Qué le importa que tres sabios le
desprecien si aciertan a leerle? ¿Y qué representa el parecer de tan pocos ante tan inmensa
muchedumbre que le aclama?
Pero quienes verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la luz obras ajenas como
propias y espiando hacen suya la gloria ganada por los demás con gran trabajo. Aunque saben que
se les acusará de plagio algún día, mientras llega se aprovechan. Vale la pena de ver el pisto que se
dan cuando se ven ensalzados por el vulgo; cuando la multitud les señala con el dedo diciendo: «Éste
es aquel hombre tremendo»; cuando ven sus [98] obras en las librerías y cuando en la portada de
sus libros ponen títulos solemnes, muy a menudo extravagantes, que parecen de magia, y que, dioses
inmortales, no son sino palabrería. Pocas personas saben descifrarlos en todo el vasto mundo y
menos aún habrá que los aprueben, pues también hay diversidad de gustos entre los indoctos. En
general, aquellos títulos se inventan o proceden de los libros antiguos. Así, uno gusta de llamar a su
libro Telémaco; otro, Esteleno o Laertes; aquél, Polícrates, y el de más allá, Trasímaco, y como no
tienen nada que ver con estos nombres, daría lo mismo que se llamasen Camaleón o Calabaza, o
bien, como suelen decir los filósofos, Alfa o Beta.
Resulta chistoso sobremanera verlos alabarse unos a otros con epístolas, poesías y encomios,
donde un tonto adula a otro tonto y un indocto replica a otro indocto. Éste es superior a Alceo, dice
aquél; y aquél es más que Calímaco, dice éste. Aquél, según el parecer de éste, es mejor que Cicerón,
y éste para aquél, más sabio que Platón. Otras veces se buscan un adversario con objeto de aumentar
la reputación rivalizando con él. Así, «incierto el vulgo opina contradictoriamente», hasta que uno
y otro dan por bien reñida la batalla, y se retiran ambos victoriosos y en triunfo. Los sabios se ríen
juzgando todo esto, según lo es, el colmo de la sandez. ¿Quién podrá negarlo? Pero entretanto,
gracias a mí, estas gentes están satisfechas y no cambiarían sus glorias por las de los Escipiones.
Aunque los sabios, que se ríen de esto a mandíbula batiente y que tanto gozan con la insensatez
ajena, me deben también grandes favores y no podrán por menos de reconocerlo, si no son ingratos
más que nadie. [99]
Capítulo LI
Los jurisconsultos pretenden el primer lugar entre los doctos y no hay quien esté tan satisfecho
de sí como ellos, cuando, a la manera de nuevos Sísifos, ruedan su piedra sin descanso, acumulando
leyes sobre leyes, con el mismo espíritu, aunque se refieran a cosas distintas, amontonando glosas
sobre glosas y opiniones sobre opiniones y haciendo que parezca que su ciencia es la más difícil de
todas, pues entienden que cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene. Añadámosles a los
dialécticos y los sofistas, gente más escandalosa que los bronces de Dodona y capaz cualquiera de
ellos de competir en charlatanería con veinte comadres escogidas. Más felices serían si además de
habladores no fueran pendencieros, pues lo son hasta el punto de que por un quítame allá esas pajas
vienen empeñadísimamente a las manos, y, mientras están enredados en la porfía, la verdad se les
escapa. Sin embargo, su amor propio les hace felices; pertrechados con tres silogismos, arremeten
atropelladamente contra cualquiera y es tanta su pertinacia, que les hace invictos aunque les
enfrentéis con el mismo Estentor.
Capítulo LII
Después de éstos vienen los filósofos, cuya barba y amplia capa les hace venerables, los cuales
se tienen por los únicos sabios y al resto de los mortales consideran sombras errantes. Con qué
manso [100] delirio construyen infinitos mundos, se entretienen en medir como a pulgada y con un
hilo el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas; explican las causas del rayo, del viento, de los
eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables, sin ninguna vacilación, como si fuesen
secretarios del artífice del mundo y hubiesen acabado de llegarnos del consejo de los dioses. En
tanto, la naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus conjeturas, pues nada absolutamente saben con
certeza, y buena prueba de ello son esas disputas interminables que sostienen acerca de los asuntos
más sencillos. Aunque nada sepan, creen saberlo todo y no se conocen a sí mismos, ni ven la fosa
abierta a sus pies, ni la roca en que pueden tropezar, sea a les veces porque son cegatos y otras
porque tienen la cabeza a pájaros. Ello no les impide afirmar que ven claras las ideas, los universales,
las formas abstractas, las quididades, los primeros principios, las ecceidades, y, en fin, conceptos tan
sutiles, que el mismo Linceo no llegaría a percibir, según creo.
Desprecian al vulgo profano, porque ellos se sienten capaces de trazar triángulos, rectángulos,
círculos y semejantes figuras geométricas superpuestas las unas a las otras y en forma laberíntica o
rodeadas de letras puestas como en formación y repetidas en diversas filas, con cuyas tinieblas
oscurecen a los indoctos. Entre estos filósofos se cuentan también los que anuncian lo porvenir tras
consultar los astros y prometen prodigios más que mágicos, y todavía tienen la suerte de encontrar
a quienes lo creen.
Capítulo LIII
Quizá sería mejor pasar en silencio por los teólogos y no remover esta ciénaga ni tocar esta hierba
pestilente, no sea que, como gente tan sumamente [101] severa e iracunda, caigan en turba sobre mí
con mil conclusiones forzándome a una retractación y, caso de que no accediese, me declaren en
seguida hereje. Con este rayo suelen confundir a todo el que no se les somete. No hay, ciertamente,
otros protegidos míos que de peor gana reconozcan mis favores, a pesar de serme deudores de
grandes beneficios, pues lisonjeándose con su amor propio puede decirse que habitan en el tercer
cielo, desde cuya altura consideran a los demás mortales como un ganado despreciable y digno de
lástima que se arrastra sobre la tierra. Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales,
conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien surtidos de subterfugios,
que no serían capaces de prenderles ni las mismas redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a
fuerza de estos distingos que cortan los nudos con la misma facilidad que el acero de Tenedos; hasta
tal punto están provistos de palabras recién acuñadas y de vocablos prodigiosos. Además son capaces
de explicar a su capricho los misterios más profundos: cómo y por qué fue creado el mundo; por qué
conducto se ha transmitido la mancha del pecado a la descendencia de Adán; cómo concibió la
Virgen a Cristo, en qué medida y cuánto tiempo le llevó en su seno; y de qué manera en la Eucaristía
subsisten los accidentes sin sustancia.
Pero esto ya es harto manido. Hay otras cuestiones más dignas de los grandes teólogos, los
iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando se plantean, les llenan de agitación: «¿Existe el
verdadero instante de la generación divina?»; «¿Existen varias filiaciones de Cristo?»; «¿Es
admisible la proposición que dice: «Pater Deus odit filium»; «¿Habría podido tomar Dios la forma
de mujer, de diablo, de asno, de calabaza o de guijarro?» [102] Y, «una calabaza, ¿cómo hubiera
podido predicar, hacer milagros y ser crucificada?» «Si Pedro hubiese consagrado durante el tiempo
que Cristo permaneció en la cruz, ¿qué habría consagrado?» «¿Se comerá y se beberá después de la
resurrección de la carne?» ¡Como si se precaviesen ya contra la sed o el hambre!
Hay innumerables sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las relaciones, las
formalidades, las quididades, las acceidades, que se escapan a la vista y que sólo podrían distinguir
ojos como los de Linceo, cuya mirada veía entre densas tinieblas las cosas que no existen siquiera.
Añadamos aún aquellas sentencias tan paradójicas, que comparadas con ellas, los oráculos de los
estoicos llamados «paradojas» parecen cosa grosera y propia de charlatanes callejeros. Por ejemplo:
«Es un delito menos grave matar mil hombres que coser en domingo el zapato de un pobre»; «Es
preferible dejar que perezca el mundo con todos sus atalajes, como suele decirse, a decir una sola
mentirijilla».
Estas sutilezas sutilísimas se convierten en doblemente sutiles con tantos sistemas escolásticos,
de suerte que es más fácil salir del Laberinto que de la confusión de realistas, nominalistas, tomistas,
albertistas, occamistas, escotistas, y aún no he dicho sino unas cuantas sectas, sólo las principales.
En todas ellas es tan profunda la doctrina y tanta la dificultad, que tengo para mí que los Apóstoles
precisarían una nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos teólogos de hoy.
San Pablo pudo ser un admirable defensor de la Fe, pero mostrose poco magistral al definirla
diciendo solamente que «La Fe es el fundamento de las cosas que se esperan y la convicción de las
[103] que no se ven». Así como practicó la caridad de modo admirable, acreditó ser poco dialéctico
en la división y en la definición que hace de ella en el capítulo XIII de su primera Epístola a los
corintios. Los Apóstoles, que sin duda consagraban con devoción, si se les hubiera interrogado
acerca de los términos «a quo» y «ad quem», o sobre la Transustanciación, o de cómo el mismo
cuerpo puede a la vez ocupar dos lugares distintos, o de las diferencias que pueden hallarse en el
cuerpo de Cristo, ora cuando está en el cielo, ora en la cruz, ora en el sacramento de la Eucaristía,
o en qué momento preciso se verifica la Transustanciación -ya que las palabras en cuya virtud se
realiza, como cantidad discreta, se pronuncian sucesivamente-, no es posible que sus respuestas
alcanzasen a la agudeza de los escotistas en la definición y explicación de todo lo que he dicho.
Conocieron a la Madre de Cristo, pero ¿cuál de ellos hubiera demostrado tan filosóficamente como
nuestros teólogos de qué modo la Virgen fue preservada del pecado original? Pedro recibió las llaves
y las recibió de Aquel que no las hubiera confiado a indigno, pero no sé, empero, si entendió y, desde
luego, no llegó a la sutileza de saber cómo un hombre puede llevar las llaves de la Ciencia
careciendo en absoluto de ella. Estos Apóstoles bautizaban por todas partes y, sin embargo, jamás
explicaron la causa formal, material, eficiente y final del bautismo, ni hay mención alguna de ellos
de su carácter deleble e indeleble. Adoraban a Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras
del Evangelio: «Dios es espíritu y en espíritu y en verdad se le debe adorar», pero [104] no consta
que les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo modo una mala imagen de Cristo
pintada con carbón en una pared, a condición de que tenga dos dedos extendidos, larga cabellera y
una aureola con tres rayas sobre el occipucio. ¿Quién podrá darse cuenta de ello sin haber pasado
por lo menos treinta y seis años estudiando la física y la metafísica de Aristóteles y Escoto?
Del mismo modo los Apóstoles enseñaron lo que es la gracia, pero nunca establecen distinción
entre la gracia «gratis data» y la gracia santificante. Exhortaron a hacer buenas obras, pero no
discernieron la obra operante y la obra operada. No cesaron de inculcar la caridad, pero no separaron
la infusa de la adquirida, ni explicaron si era accidente o sustancia, cosa creada o increada.
Aborrecieron el pecado, pero me apuesto la cabeza a que no supieron definir científicamente qué
cosa sea lo que llamamos pecado, a menos que supongamos quizá que les ilustró el espíritu de los
escotistas.
No puedo inclinarme a creer que San Pablo, según cuya erudición puede estimarse la de todos los
demás, hubiese condenado las cuestiones, controversias, genealogías y, como él mismo las llama,
logomaquias, si hubiese estado versado en tales argucias, sobre todo si se mira que las disputas y
luchas de aquel tiempo eran rústicas y groseras en comparación con las sutilezas más que crisípeas(73)
de nuestros maestros.
Aunque fuesen gente modestísima y quizá algo de lo que escribieron los Apóstoles sea tosco y
poco académico, los teólogos no lo condenan, sino [105] que lo interpretan con benevolencia, tanto
para tributar honor a la Antigüedad como por deferencia al nombre apostólico. Por Hércules, hubiera
sido poco equitativo pedir a los Apóstoles cosas tan sublimes de las cuales no oyeron nunca a su
Maestro decirles una sola palabra. Pero si encuentran semejantes expresiones en San Crisóstomo,
San Basilio, o San Jerónimo, entonces se limitan a anotar al margen: «Esto no se admite.»
Los Apóstoles impugnaron a los paganos, a los filósofos y a los judíos, gente esta última de
naturaleza obstinadísima, pero lo hicieron más por medio de la vida y de los milagros que con
silogismos, pues entre aquellos a quienes se dirigían no había nadie capaz de meterse en la cabeza
un solo « quodlibet» de Escoto. En cambio, hoy, ¿qué hereje o qué pagano no cedería en seguida ante
tan delicadas sutilezas, a no ser que fuese tan torpe que no pudiera entenderlas, tan irreverente que
las silbase o tan acostumbrado a las mismas añagazas, que en esta lucha batallaran iguales contra
iguales, como mago contra mago? El diestro en las armas pelearía con otro diestro, de suerte que no
se haría otra cosa que tejer y destejer la tela de Penélope.
En mi opinión, obrarían cuerdamente los cristianos si en lugar de estas copiosas cohortes de
soldados que, con resultado indeciso de mucho tiempo a esta parte, mandan contra los turcos y los
sarracenos, enviasen allá a los vociferadores escotistas, a los tozudísimos occamistas y a los invictos
albertistas, junto con toda la turba de sofistas, pues creo que se ofrecería el más chistoso de los
combates y una victoria nunca vista. Pues ¿quién sería tan frío que no le inflamasen sus aguijonazos?
¿Quién tan estúpido que no le excitasen sus agudezas? ¿Quién tan clarividente que no le sumergiesen
en profundísimas tinieblas? [106] Pero parecerá que os digo estas cosas por modo de burla. No lo
extraño, puesto que entre estos mismos teólogos los hay más doctos que se asquean de las que
llaman frívolas sutilezas teológicas. Los hay que execran como una especie de sacrilegio y lo toman
a suprema impiedad, que de cosas tan secretas, más propias para ser adoradas que explicadas, se
hable con lengua tan sucia, se dispute con argumentos tan profanos, se defina con tanta arrogancia
y se mancille la majestad de la divina teología con tan necias y miserables palabras y opiniones.
Mientras tanto, empero, ellos están satisfechísimos de sí mismos y aun se aplauden; es más,
ocupados de día y de noche con estos lisonjeros romances, no les queda el menor ocio para hojear
siquiera una vez los Evangelios o las Epístolas de San Pablo. Al tiempo que se entretienen con estas
bromas en sus escuelas, se figuran que la Iglesia universal se vendría abajo si no le proporcionasen
ellos los puntales de sus silogismos, de la misma manera que, según los poetas, Atlas sostiene el
cielo sobre los hombros.
Ya podéis imaginaros la felicidad que les produce el moldear y remoldear a capricho, como si
fuesen de cera, los pasajes más arcanos de las Escrituras, el pretender que sus conclusiones, suscritas
por algunos de los de su escuela, sean tenidas por superiores a las leyes de Solón y dignas de pasar
delante de los decretos pontificios; y, como si fuesen censores del mundo, el obligar a retractarse a
quienquiera que no se conforme ciegamente con sus conclusiones explícitas e implícitas y decretar
como un oráculo que «Esta proposición es escandalosa», «Ésta poco reverente», «Ésta huele a
herética», «Estotra es malsonante», de suerte que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni San Pedro y San
Pablo, ni los Santos Jerónimo [107] o Agustín, ni siquiera Santo Tomás, el más aristotélico, bastan
al cristiano, que ha de ganarse también la aprobación de los bachilleres, pues tan grande es la sutileza
de sus juicios.
¿Quién había de pensar, si esos sabios no lo hubiesen enseñado, que dejaba de ser cristiano quien
supusiese equivaler estas dos frases: «Bacín, apestas» o «El bacín apesta», o también «Hacer hervir
la olla» o «Hacer hervir a la olla»?. ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de tan grande tiniebla de
errores, que sin duda, nadie habría advertido, de no salir éstos con grandes sellos de la Universidad
a denunciarlos? Y harto felices son al hacerlo.
Además, describen con tanto detalle las cosas del infierno como si hubiesen pasado muchos años
en esta república. Incluso fabrican a capricho nuevos mundos, añadiendo uno vastísimo y lleno de
hermosura para que las almas de los bienaventurados no echen en falta donde pasear cómodamente,
celebrar banquetes o jugar a la pelota.
Y de tal manera estas y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus cabezas que imagino no
había de estarlo tanto la de Júpiter cuando para dar a luz a Minerva pidió su hacha a Vulcano. No
os asombréis, pues, cuando en las reuniones públicas veáis sus venerables cráneos tan
cuidadosamente [108] cubiertos con el birrete, porque de no hacerlo así, tal vez estallaran.
Con frecuencia yo misma suelo reírme de ellos, cuando considero que pasan por más teólogos
cuanto más bárbara y duramente hablan; balbucean con tal oscuridad, que nadie sino los tartamudos
mismos pueden comprenderlos, y reputan por conceptos ingeniosos todo lo que el vulgo no entiende.
Dicen que es indigno de las Sagradas Escrituras someterse a las normas de la gramática. Singular
privilegio el de los teólogos si sólo a ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen
que compartir con muchos míseros remendones.
En fin, se creen semidioses cuando son saludados casi devotamente con las palabras de
« Magister noster», que representa para ellos algo esotérico, como el «tetragrámmaton» de los judíos.
Creen así que aquella frase debe escribirse con mayúsculas, y si alguno invierte las palabras y dice:
« Noster magister», esto sólo basta para arruinar de un golpe la majestad del prestigio teológico.
Capítulo LIV
Parecidos en felicidad a éstos son los que se hacen llamar vulgarmente religiosos y monjes,
nombres impropios a más no poder, pues buena parte de ellos está apartada de la religión, y no hay
a quién más se encuentre por todas partes. [109]
No sé quién sería más desdichado que esta gente si no acudiese yo en su auxilio de mil maneras.
Tan aborrecido de todos es este gremio, que el encontrárselos casualmente por la calle se tiene por
cosa de mal agüero, lo cual no les impide tenerse a sí mismos en alto concepto.
En primer lugar, estiman como suprema perfección estar limpios de toda clase de conocimientos,
tanto, que no saben ni leer. Cuando en la iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin
sentido, creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos explotan
ventajosamente los harapos y la suciedad berreando por las puertas para que les den un trozo de pan,
sin dejar posada, carruaje y barco que no recorran, con grave perjuicio de los demás mendigos. Estos
hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad, pretenden desvergonzadamente
representarnos a los Apóstoles.
¿Habrá algo más chusco sino que todas las cosas las hagan según preceptos, como si se sujetasen
a reglas matemáticas, cuya omisión significase sacrilegio? Se ha determinado el número de nudos
de la sandalia, el color del cinturón, la forma de los vestidos, de qué género, forma y clase ha de ser
el cíngulo, el corte y tamaño de la cogulla, cuántos dedos ha de tener de grande la tonsura y las horas
que han de dormir. Pero ¿quién no comprende la desigualdad de esta igualdad, en tan gran variedad
de cuerpos y temperamentos? Pues a causa de estas nimiedades no sólo tienen en poca estima a los
demás, sino que se desprecian entre sí y aunque han hecho profesión de caridad apostólica, se lanzan
a enormes tremolinas contra los que llevan cinturón distinto del suyo o hábito de color un poco más
oscuro.
Verás también algunos que son tan rígidos observantes, que llevan el cilicio exteriormente y [110]
debajo ropa finísima milesia; otros, al contrario, llevan debajo lana y encima lino. Algunos evitan
el contacto del dinero, como si se tratase de veneno; pero no, en cambio, el del vino y el de las
mujeres. En resumen, que todo su afán es no hacer nada que esté acorde con la vida. Su ambición
no es imitar a Cristo, sino no parecerse entre ellos, razón por la cual constituyen una de sus mayores
satisfacciones los apodos: Unos se pavonean llamándose franciscanos, y dentro de ellos los hay
recoletos, menores y mínimos o bulistas; otros se llaman benedictinos, bernardinos, brigidenses,
agustinos, guillermitas y jacobitas, como si no les bastase el nombre de cristianos. La mayor parte
de ellos conceden tanta importancia a sus ceremonias y tradicioncillas, que piensan que el Paraíso
no es bastante recompensa para tanto merecimiento, sin tener en cuenta que Cristo, despreciando
todo esto, solamente les exigirá su precepto de la caridad.
El uno hará ostentación de no haber comido nunca más que pescado; el otro volcará cien
azumbres de salmos; el de más allá enumerará sus mil ayunos, correspondientes a otros tantos días
en que no ha hecho más que una comida, pero con esta sola habrá cargado el estómago casi hasta
reventar; aquél exhibirá un montón de ceremonias que siete barcos no serían suficientes para
transportar; quién se gloriará de que en sesenta años no rozaron sus manos una moneda de plata, sin
llevarlas doblemente enguantadas; otro presentará su cogulla tan sucia y grasienta, que no se
atrevería a ponérsela ni un marinero. Otro recordará que durante más de once lustros vivió como una
esponja sin moverse del sitio; otro mostrará su ronquera a causa de cantar; otro dirá que, a
consecuencia de la soledad, se ha embrutecido; otro achacará la torpeza de su lengua al silencio.
[111]
Pero Cristo, cuando vea que no lleva traza de acabar esta lista de méritos, les interrumpirá
exclamando: «¿De dónde ha salido esta nueva casta de judíos? En verdad os digo que yo no conozco
más que mi ley, y es la única cosa de que no he oído ni una palabra. En aquel tiempo, prometí de
modo manifiesto y sin cobertura de parábola alguna, el reino de mi Padre, no a las cogullas, ni a los
votos, ni a los ayunos, sino a las obras de caridad. No reconozco a los que estiman tanto sus propios
méritos y quieren pasar todavía por mejores que Yo. Vayan, si quieren, al paraíso de los abraxistas,
o que les concedan uno de estos nuevos cielos que han inventado, ya que antepusieron sus
despreciables tradiciones a mis mandamientos.» Cuando escuchen todo esto y contemplen que lo
marinos y los cocheros son preferidos a ellos, ¡con qué cara se mirarán unos a otros!... Pero mientras
tanto, les hago dichosos gracias a la esperanza que reciben de mí.
Aunque estén apartados del siglo, nadie se atreve a despreciar a esta gente, sobre todo si se trata
de los mendicantes, porque gracias a la confesión están al tanto de todos los secretos. Tienen por
ilícito descubrirlos, fuera de cuando beben y quieren deleitarse con historietas ligeras; entonces los
cuentan dando indicios de la realidad, pero callando los nombres. Si alguien molesta a alguno de
estos zánganos, se dan por agraviados en el púlpito, aludiéndole en el sermón con ciertas indirectas
que sólo dejaría de comprender quien fuese [112] rematadamente tonto. No dejan de ladrar hasta que
les echan a las fauces su torta de miel.
Ved si hay comediante o sacamuelas que pueda compararse con estos retoricastros que imitan
risible pero taimadamente en sus sermones las reglas del arte de la elocuencia que fijaron los
maestros. ¡Oh dioses inmortales, cómo gesticulan cómo cambian mañosamente la voz, qué tonillo,
cómo se pavonean, cómo se vuelven ahora a una parte y luego a otra del auditorio, qué gritos! Esta
manera de predicar se la enseña directamente un frailecico a otro con tanto misterio, que yo no he
podido desentrañarla, pero por indicios diré algo de ella.
En primer lugar, hacen una invocación, lo cual han tomado de los poetas luego, como exordio,
si van a hablar de la caridad, comienzan con el Nilo de Egipto; si de los misterios de la Cruz dan
feliz comienzo a la peroración con Bel, el dragón de Babilonia si se refieren al ayuno, empiezan por
los doce signos del Zodiaco, y si de la Fe, principian con interminable introducción acerca de la
cuadratura del círculo.
Yo misma oí una vez a un eminente sandio, he querido decir sabio, que en un sermón muy
señalado tenía que explicar el misterio de la Santísima Trinidad, y, queriendo dar prueba de que su
erudición era notable y halagar las orejas de los teólogos, embocó un camino nuevo: Discurrir sobre
las letras, las sílabas y las partes de la oración y después sobre la concordancia del sujeto con el
verbo y del adjetivo con el sustantivo. Muchos de los oyentes estaban asombrados y algunos
musitaban aquel dicho de Horacio: «¿A qué viene tanta monserga?». De allí vino a deducir que la
imagen entera de la Trinidad se halla manifiestamente [113] significada por los rudimentos de la
gramática, de suerte que matemático alguno no daría más exacta representación de ella con sus
figuras. Durante ocho meses estuvo este gran teólogo sudando para componer su sermón y hoy está
más ciego que un topo, porque toda la sutileza del ingenio se le subió a la cúspide del talento y a
pesar de todo, no le entristece mucho la ceguera y supone que la gloria le ha salido barata.
También oí a un octogenario tan profundo teólogo, que en él habrías dicho que estaba Escoto
redivivo. Para explicar el misterio de la palabra Jesús, demostró con sutileza admirable que en las
letras de este nombre se encierra todo cuanto pueda decirse de Él. En efecto, como únicamente tiene
tres casos de declinación, es evidente símbolo de la Santísima Trinidad. Además, como la primera
terminación es Jesús en «s»; la segunda Jesum en «m», y la tercera Jesu «u», dedúcese de esto el
inefable misterio que se encierra en ello, porque cada una de estas letras nos dice que Jesús es lo
sumo, lo medio y lo último.
Pero aún quedaba un misterio más recóndito en todo esto: Dividió matemáticamente la palabra
Jesús en dos partes iguales, quitando la «s» que está en su centro; dijo luego que a esta letra los
hebreos la llamaban «syn», que «syn» significa en escocés, según creo, «pecado» y que, por tanto,
bien claramente se demostraba que Jesús quitaba los pecados del mundo. Esta demostración tan
nueva los dejó a todos con la boca abierta de admiración, pero muy especialmente a los teólogos, que
a poco quedan convertidos en piedra, como le sucedió a Niobe, y en cuanto a mí, me dio tal risa, que
por poco me ocurre lo que a aquel Príapo de madera de higuera, que tuvo la desdicha de ser testigo
de los nocturnos sortilegios de Canidia y [114] Sagana. Y en verdad que hubiera habido motivo,
porque, ¿cuándo se ha visto proposición semejante en Demóstenes el griego en el latino Cicerón?
Tenían éstos por inadecuado todo exordio extraño al asunto, advertencia que guardan, sin otra
maestra que la naturaleza, hasta los porqueros. Pero éstos creen que sus preámbulos, que así los
llaman, han de ser más sublimente retóricos porque no tengan relación alguna con el resto de la
peroración, de modo que el oyente, maravillado, murmure para sí: «¿Adónde irá a parar con todo
esto?».
El tercer aspecto es que si citan del Evangelio, lo comenten aprisa y corriendo, cuando en realidad
debiera tratarse sólo de ello. El cuarto aspecto, cambiando de casaca, es que aborden una cuestión
teológica, que a veces nada tiene que ver con el cielo ni con la tierra, cosa que ellos, sin embargo,
consideran artística. Aquí ponen un teológico entrecejo y llenan los oídos repitiendo los nombres
magníficos de doctores solemnes, doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos, doctores
querubíneos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces viene el arrojar al vulgo ignaro
silogismos mayores, menores, conclusiones, corolarios, suposiciones tontas y otras necedades
superescolásticas. Queda aún el quinto aspecto, que es aquel en que al orador le conviene mostrarse
consumado maestro. Para ello refieren alguna fábula estúpida y vulgar extraída del Speculum
historiale o de las Gesta romanorum y la interpretan alegórica, tropológica y anagógicamente.
[115] Y de este modo rematan su monstruo, al cual no se acercó ni Horacio cuando escribió aquello
de « Humano capiti», etc.
Oyeron decir a no sé quién que convenía que el comienzo de la oración fuese tranquilo y nada
estrepitoso y, de esta suerte, comienzan los exordios sin oírse ni a sí mismos, como si se propusieran
que nadie entienda lo que dicen. Oyeron también que había que usar exclamaciones para atraerse los
ánimos, y por ello de repente levantan la voz a un furioso clamor, aunque ninguna falta haga. Lo que
sí la haría sería el eléboro, pero no conseguirás nada por mucho que clames aconsejándoselo. Oyeron
asimismo que es preciso que el sermón vaya caldeándose progresivamente, y por ello, después de
haber recitado normalmente el principio de cada parte, de repente se valen de un prodigioso chorro
de voz, aunque el asunto sea de lo más trivial, y así acaban como si hubiesen perdido el aliento. Por
último, aprendieron de los retóricos a acudir a la risa, y por ello tratan de desparramar algunos chistes
que, ¡oh amada Afrodita!, están tan llenos de gracia y tan en su sitio como el asno tocando la lira.
A veces son mordaces, pero de tal modo, que en vez de herir hacen cosquillas y nunca son más
aduladores que cuando quieren que pase porque hablan con el corazón en la mano.
En suma, que toda su actuación es tal, que se juraría que han aprendido de los charlatanes de
mercado, que les son muy superiores, aunque son ambos tan afines que nadie podría aclarar si éstos
han enseñado su retórica a aquéllos, o aquéllos a éstos. [115]
Y, sin embargo, se encuentra gente, gracias a mí, que, al oírles, cree escuchar a verdaderos
Demóstenes y Cicerones. Entre ellos sobresalen los mercaderes y las mujercillas, a quienes se
esfuerzan más en agradar, porque si la adulación es oportuna, suelen compartir con ellos algunas
migajas de sus bienes mal adquiridos. Las mujeres, entre otras muchas razones, favorecen a los
frailes porque suelen confiar a su seno las quejas que tienen contra sus maridos.
Comprendéis perfectamente cuánto me deben estos hombres que con sus ridículas ceremonias,
sus gritos y sus necedades, ejercen una especie de despotismo entre los mortales y se creen unos San
Pablo y San Antonio.
Capítulo LV
Pero dejemos ya en buena hora a estos histriones; son tan ingratos disimulando los beneficios que
de mí reciben como deshonestos al fingir devoción.
Hace ya rato que deseaba deciros algunas palabras sobre los reyes y los príncipes que me rinden
sincero culto, y voy a exponeros este asunto con la libertad de toda persona libre. Si alguno de éstos
tuviera sólo media onza de sentido común, ¿habría existencia más triste y más merecedora de ser
rehuida que la suya? En verdad que no creerían que valiese la pena de adquirir el poder por una
traición o un parricidio, ya que es una carga inmensa la que se echa sobre los hombros quien quiere
proceder como verdadero rey. El que toma las riendas del gobierno no debe ocuparse en sus asuntos
propios, sino en los públicos; debe únicamente interesarse por el interés general, no apartarse ni lo
ancho de un dedo de las leyes que él ha promulgado [117] y de las que es ejecutor, y responder de
la integridad de todos los funcionarios y magistrados. Expuesto a las miradas del pueblo, puede ser
como un astro benéfico que procura la máxima dicha de sus súbditos, o como maléfica estrella que
acumula los mayores descalabros. Los vicios de los demás ni se advierten ni se divulgan tan
vastamente, pero él está en posición tal, que si en algo se aparta de la honestidad, ello se extiende
a muchedumbre de personas como funesta peste. Los reyes están, además, tan expuestos por su sino
a encontrar al paso mil cosas que les suelen desviar de la rectitud, como son placeres, independencia,
adulación y lujo, que han de agravar la vigilancia y redoblar el esfuerzo para mantenerse al margen
de ellos y no dejar, engañados, de cumplir con el deber. En suma, para no hablar de asechanzas, odio
y otros peligros y temores, sobre sus cabezas hay otro Rey verdadero que les pide estrecha cuenta
de sus más pequeñas acciones con tanto mayor severidad cuanto más grande haya sido su poderío.
Si reflexionase sobre estas cosas, y muchas más del mismo orden, y reflexionaría, si fuese
sensato, no tendría sueño ni banquete deleitable. Pero con mi ayuda dejan en manos de los dioses
todos esos cuidados, no se ocupan sino en vivir muellemente y sólo dejan llegar a sus oídos a quienes
saben hablar de cosas divertidas para que no sea turbado por un momento su ánimo. Se imaginan que
cumplen intachablemente el deber real con cazar constantemente, tener hermosos caballos, vender
en beneficio propio los cargos y las magistraturas y aplicarse a encontrar medios nuevos de
apoderarse del dinero de los vasallos y llevarlo a su tesoro. Así, para cubrir con la máscara de la
justicia sus iniquidades, resucitan viejos títulos y de cuando en cuando añaden algún halago al pueblo
para tenerlo en su favor. [118]
Imaginaos un hombre como son a veces los reyes, desconocedor de las leyes, enemigo, o poco
menos, del bien público, atento a su provecho, dado a los placeres, hostil al saber, a la libertad y a
la verdad; desinteresado por completo del bienestar de su Estado y que lo mide todo a tenor de sus
caprichos y liviandades. Si se le coloca collar de oro, emblema de la coherencia de todas las virtudes;
enjoyada corona, que represente que debe sobrepasar a todo el mundo por el brillo de sus acciones;
el cetro, símbolo de justicia y de rectitud de ánimo, y, en fin, el manto de púrpura, insignia de vivo
amor a su pueblo y el monarca confronta lo que representan estas insignias y su verdadera conducta,
yo os digo que habrían de abochornarle tales atributos y viviría en el temor de que algún malicioso
hiciese burla y risa de todo ese aparato teatral.
Capítulo LVI
¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más rastrero, más necio y más
despreciable que muchos de ellos y se tienen por los primeros en todo. Solamente en una cosa son
modestos: se contentan con cubrirse de oropel, de pedrería, de púrpura y las demás insignias de la
virtud y la sabiduría, dejando a los otros poner en práctica estas cualidades. Son felices pudiendo
llamar al rey «señor», saludar debidamente, saber usar los tratamientos de «Serenidad», «Majestad»,
o «Excelencia», tener siempre expresión imperturbable y jocosidad aduladora, pues éstas son artes
convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero si nos fijamos de más cerca en su manera de vivir,
no son sino unos verdaderos feacios y vanos pretendientes de Penélope, y... ya sabéis lo que [119]
falta del verso, puesto que Eco os lo podrá repetir mejor que yo. Duermen hasta mediodía; casi
acostados aún, oyen la misa que de prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo; en
seguida desayunan y, apenas han terminado, ya piden la comida; luego se entretienen con los dados,
el ajedrez, los juegos de azar, las bufonadas, los cómicos, las mujeres galantes, las chocarrerías y los
chistes y de cuando en cuando toman un tentempié. Llega luego la cena y tras ella las libaciones, y,
¡por Jove, que no son pocas! Y de esta manera, libres del menor cansancio de la vida, pasan las
horas, los días, los meses, los años y los siglos. Yo misma, al contemplar en ciertas ocasiones a estos
vanidosos, siento náuseas, principalmente cuando entre esos fanfarrones veo a una ninfa que se cree
más próxima a los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o esos próceres que se abren paso
a codazos, para situarse más cerca de Júpiter, y, en fin, esa serie de individuos cuyo engreimiento
crece conforme al peso de la cadena que llevan al cuello, ostentando no sólo opulencia, sino vigor
físico.
Capítulo LVII
Los pontífices, cardenales y obispos, sucesores de los Apóstoles, imitan de tiempo inmemorial
la conducta de los príncipes y casi les llevan ventaja. Pero si alguno reflexionase que su vestidura
de lino de níveo blancor simboliza una vida inmaculada, que la mitra bicorne, cuyas puntas están
unidas por un lazo, representa la ciencia absoluta del [120] Antiguo y del Nuevo Testamento; que
los guantes que cubren sus manos le indican que deben estar protegidas del contacto de las humanas
cosas e inmaculadas para administrar los Sacramentos; que el báculo es insignia de vigilancia
diligentísima para con la grey que se le ha confiado; que el pectoral que pende de su pecho representa
la victoria de las virtudes sobre las pasiones; si uno de éstos, digo, meditase sobre todo ello, ¿no
viviría lleno de tristeza e inquietud? Pero nuestros prelados de hoy tienen bastante con ser pastores
de sí mismos y confían el cuidado de sus ovejas o a Cristo, o a los frailes y vicarios. No recuerdan
que la palabra «obispo» quiere decir, trabajo, vigilancia y solicitud. Sólo si se trata de coger dinero
se sienten verdaderamente obispos y no se les embota la vista.
Capítulo LVIII
De la misma manera si los cardenales reflexionasen que son sucesores de los Apóstoles y que
deben guardar la misma conducta que éstos observaron; que no son dueños, sino administradores
de los bienes espirituales, de todos los cuales han de dar pronto exacta cuenta; si filosofasen un poco
sobre sus vestiduras y reflexionasen: «Este albo sobrepelliz, ¿no representa la pureza de costumbres?
Este manto de púrpura, ¿no simboliza el ardentísimo amor a Dios? Esta capa tan amplia que cubre
completamente la mula de Su Reverencia y que bien pudiera tapar a un camello, ¿no significa
extensísima caridad que debe llegar a ayudar a todos, es decir, a enseñar, exhortar, consolar,
reprender, [121] amonestar, evitar las guerras, resistir a los malos príncipes derramando para ello no
sólo las riquezas, sino la propia sangre en beneficio del rebaño de Cristo? Además, ¿se precisan las
riquezas para imitar a los Apóstoles en su existencia?» Si todo esto recordasen, no ambicionarían
tal posición y dejándola de buen grado, llevarían vida laboriosa y prudente, como fue la de los
discípulos de Jesús.
Capítulo LIX
Si los Sumos Pontífices, que hacen las veces de Cristo en la Tierra se esforzaran en imitar su vida,
su pobreza, trabajos, doctrina, su cruz y desprecio del mundo; si pensasen en que el nombre de
«Papa» quiere decir «Padre» y advirtieran el título de «Santísimo», ¿quién habría tan desdichado
como ellos? ¿Quién querría alcanzar este honor a tal precio y conservarlo por medio de la espada,
el veneno y todo género de violencias? ¡Cómo tendrían que privarse de sus placeres si alguna vez
se adueñase de ellos la sabiduría...! ¿He dicho la sabiduría? Sería suficiente un granito de sal, según
recuerda Cristo. ¡Tantas riquezas honores, triunfos, poder, cargos, indulgencias, tributos, caballos,
mulos, escoltas y comodidades! Ya veis cuántas vigilias, cuánto trabajo y cuánta riqueza he resumido
en pocas palabras. Todo esto habrían de trocarlo por vigilias, ayunos, lágrimas, preces, sermones,
estudios, penitencias y otras mil pesadumbres.
Pero no hay que olvidar lo que sería entonces de tantos escribanos, copistas, notarios, abogados,
promotores, secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores, proxenetas, y alguno más vergonzoso
agregaría, pero temo que resulte ofensivo para el oído. En suma, tan ingente muchedumbre onerosa,
me he equivocado, he querido decir honrosa, para [122] la Sede romana, se vería reducida al hombre,
y esto, verdaderamente, sería cruel y abominable; pero todavía sería más aborrecible que los
supremos príncipes de la Iglesia y lumbreras del mundo volvieran al cayado y al zurrón.
En nuestros días todo lo que significa sacrificio se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo, a
los que les sobra tiempo para ello, pero si algo hay que signifique esplendor y regalo, lo guardan para
sí. Y así, merced a mi cuidado, no hay hombres que lleven vida más voluptuosa y menos
sobresaltada, a fuer de convencidos de que Cristo está satisfecho de su sagrada y casi escénica, de
esas ceremonias, de los títulos de «Beatitud, Reverencia y Santidad», y de cómo actúan de obispos
repartiendo anatemas y bendiciones.
Hacer milagros es antiguo, pasado de moda e impropio de nuestro tiempo, enseñar al pueblo es
penoso, interpretar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; rezar es ocioso; llorar es de
pobres y de mujeres, la pobreza es sórdida y el obedecer es vergonzoso y poco digno de quienes
apenas conceden a los reyes más poderosos el honor de besar sus santos pies; morir es espantoso y
la crucifixión infamante.
Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de que habla San Pablo y que
ellos prodigan benignamente, y las interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas
odiosas y ese terrible rayo que con solo su fulgor precipita las almas de los mortales más allá del
Tártaro. Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios suyos en la Tierra, a nadie apremian con más
vigor que a quienes, tentados por Satanás, osan aminorar y menoscabar el patrimonio de San [123]
Pedro, pues aunque este Apóstol dijo en el Evangelio: «Todo lo hemos dejado para seguirte», se
reúnen bajo el nombre de Patrimonio de San Pedro tierras, ciudades, tributos y señoríos. Encendidos
de amor a Cristo, combaten con el fuego y con el hierro, no sin derramar sangre cristiana a mares,
entendiendo que así defienden apostólicamente a la Iglesia, esposa de Cristo, cuando han
exterminado sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Cómo si hubiese peores enemigos de la
Iglesia que esos pontífices impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en tanto que
alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas interpretaciones y le crucifican con su conducta
infame!
Pero aduciendo que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre, cimentada con sangre y con sangre
engrandecida, resuélvenlo todo a punta de espada, como si no estuviera Cristo para proteger a los
suyos, según es, propio de Él, Aunque la guerra es tan cruel, que más conviene a las fieras que a los
hombres; tan insensata, que los poetas la representan como inspirada por las Furias; tan funesta, que
trae consigo la ruina de las públicas costumbres; tan injusta, que los criminales más depravados son
los que mejor la practican, y tan impía, que no guarda el menor nexo con Cristo, los Papas lo olvidan
para practicarla. Por eso vemos a ancianos decrépitos que demuestran un ardor juvenil y no les
arredran los gastos, no les rinde la fatiga, ni nada les detiene para trastornar leyes, religión, paz y
todas las cosas humanas. Además, no [124] les faltan aduladores cultos que den a esta manifiesta
insensatez el nombre de celo, piedad y valor, pensando que sea posible esgrimir el hierro homicida
y hundirlo en las entrañas de sus hermanos sin perjuicio de la caridad perfecta, la cual, según el
precepto de Cristo, debe todo cristiano a su prójimo.
Capítulo LX
No sé si con estas cosas dieron ejemplo, o quizá lo tomaron, a ciertos obispos alemanes que,
renunciando por completo al culto, bendiciones y ceremonias, viven como verdaderos sátrapas,
creyendo que es una cobardía indigna de un obispo entregar el alma a Dios como no sea en un campo
de batalla. Y la masa de los sacerdotes cree pecaminoso desdecir de la santidad de sus prelados, y
así, ¡vive Dios!, con cuán belicoso ardor les vemos luchar defendiendo sus diezmos con espadas,
dardos, piedras y toda clase de armas. ¡Qué vista ton aguda tienen para extraer de los viejos escritos
algo que aterre a las gentes sencillas y las convenza de que deben pagar algo más que el diezmo!
Pero no, mientras tanto, no les viene a la mente lo mucho que por todas partes aparece escrito acerca
de la obligación que tienen de proteger al pueblo. Su tonsura ni siquiera les recuerda que deben estar
exentos de las ambiciones de este mundo y pensar sólo en las cosas del cielo. Pero a fuer de gente
de buena condición, creen cumplir perfectamente con sus deberes rezongando las oraciones de
cualquier modo, y hay que preguntarse, ¡por Hércules!, si Dios les oye o les entiende, ya que ellos
mismos casi ni oyen ni comprenden, a pesar de que las relinchan a voz en cuello.
Una cosa tienen, empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que es que todos vigilan la
prosperidad [125] de sus ingresos y no ignoran ninguna de las leyes referentes a ellos, pero si se trata
de alguna carga, la echan hábilmente sobre las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si fuera una
pelota. Así como los príncipes delegan los asuntos de la administración en sus ministros y éstos en
los suyos, de la misma manera los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las atenciones devotas.
El pueblo las encomienda sobre los que llama eclesiásticos, como si él nada tuviera que ver con la
Iglesia y como si nada significasen los votos bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman
seculares, como si estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su obligación
sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los frailes de ancha conciencia sobre los más
rigurosos; todos ellos, a la vez, sobre las órdenes mendicantes, y éstas sobre los cartujos, entre
quienes dicen se oculta la devoción, y tan oculta está, que apenas aparece.
De la misma manera, los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos
los menesteres demasiado apostólicos; los obispos, en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los
vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la
lana de las ovejas.
Conste que no está en mi ánimo el escudriñar la vida de los pontífices y de los sacerdotes, para
que no crea alguien que en vez de estar recitando un elogio, urdo una sátira, ni suponga nadie que
censuro a los príncipes buenos y, en cambio, alabo a los infames.
Lo que llevo tratado en pocas palabras tiene por objeto demostrar que ningún hombre puede vivir
dichoso si no está iniciado en mis misterios y no le concedo protección. [126]
Capítulo LXI
¿Y cómo puede ser de otro modo, si esta Némesis que siembra la dicha entre los hombres, está
de acuerdo conmigo de tal modo que siempre ha sido irreconciliable enemiga de los sabios, y, por
el contrario, a los estultos les colma de beneficios hasta cuando duermen? Sin duda recordáis a
Timoteo, que dio origen a este nombre y a la frase «Durmiendo llena la red»; también sabréis el
refrán que dice: «La lechuza es funesta», y viene a propósito para los sabios lo que se dice de: «Ha
nacido con mala estrella». Pero dejémonos de refranear para que no parezca que estoy entrando a
saco en los comentarios de mi querido Erasmo, y volvamos a lo nuestro.
La Fortuna ama a las personas poco sensatas, a los audaces, a los que se complacen en decir:
«Todo me lo juego a una carta». La sabiduría hace a las personas tímidas, por lo cual veis fácilmente
a los sabios en la pobreza, en la estrechez y en la oscuridad, despreciados, desconocidos y olvidados.
En tanto a los estultos afluye el dinero, tienen en las manos la gobernación del Estado y, en fin,
prosperan de todos modos. Pues si alguno cifra la felicidad en ser grato a los príncipes y en moverse
en el trato de estos mis dioses enjoyados, ¿habrá cosa que le sea más inútil que la sabiduría y que
más reprobada esté por tal género de personas? Si se trata de obtener riquezas, ¿qué lucro podrá
hacer el comerciante que, siguiendo los dictados de la sabiduría, se encalle en un perjurio, se sonroje
si le sorprenden en mentira y comparta en lo más pequeño [127] los escrúpulos de los sabios ante
los hurtos y la usura? Poco será, sin duda. Por lo mismo, quienquiera que ambicione honores y
riquezas eclesiásticos, llegará a ellos antes más bien como asno o como buey que como sabio. Si
perseguís el placer, las muchachas protagonistas de esta comedia son enteramente devotas de los
estultos y se horrorizan y huyen del sabio como del escorpión. En suma, quien se dispone a vivir con
un poco de alegría y optimismo, empieza por excluir de su compañía al sabio y prefiere admitir a
cualquier otro animal.
En resumen, adondequiera que vuelvas los ojos, entre pontífices, príncipes, jueces, magistrados,
amigos, enemigos, mayores o menores, todos se desviven por los bienes materiales, los cuales, como
el sabio los desprecia, es lógico que acostumbren con fijeza a huir de él.
Aunque mis alabanzas no tienen freno ni fin, es preciso que la declamación acabe alguna vez. Así,
pues, voy a terminar, pero antes demostraré en pocas palabras que no faltan graves autores que me
han celebrado tanto de palabra como de obra, para que así no parezca que me envanezco
estúpidamente y los leguleyos no me calumnien diciendo que no alego nada en mi apoyo. A ejemplo
de éstos, traeré alegatos que no tengan nada que ver con el tema.
Capítulo LXII
Todo el mundo sabe un popular proverbio que: «Dime de lo que alardeas y te diré de lo que
careces». Por ello se enseña acertadamente a los niños que «Fingir estulticia oportunamente es el
colmo de la sabiduría». Ya veis, pues, vosotros mismos cuán grande sea la virtud de la Estulticia,
que hasta su engañosa imagen e imitación merecen tanta estima de los sabios. Aquel lustroso y
orondo cerdo [128] de la piara de Epicuro aconseja con la mayor franqueza que se mezcle «la
sandez con el buen juicio», y añade, no con mucho acierto, que éste se haga sólo en pequeña
proporción. En otro lugar dice: «Amable cosa es tontear en su momento» y agrega más adelante que
«preferible es pasar por insensato y bobo a ser sabio y rechinar de dientes)». Homero, que de tantas
maneras elogió a Telémaco, le llama algunas veces «tontuelo», nombre con que los autores trágicos
llamaban a los niños y a los jóvenes, por considerarlo de buen augurio. ¿Qué contiene el divino
poema de la Ilíada sino las pasiones de reyes y pueblos estultos? Además, ¿qué elogio más rotundo
que el de Cicerón cuando dijo: «El mundo está lleno de estultos»?. ¿Y quién ignora que es tanto
mayor el bien cuanto más extenso?
Capítulo LXIII
Como acaso éstos gocen de poca autoridad entre los cristianos, voy, si os place, al testimonio de
las Sagradas Escrituras, según es costumbre de personas eruditas, para apoyar y fundar mis
alabanzas. Solicitaremos primero el permiso de los teólogos, y luego entraremos en la ardua tarea.
Quizá no sería discreto llamar a las Musas del Helicón por segunda vez para camino tan largo,
siéndoles, además, la materia ajena. Así, como voy a hacer de teólogo y entrar en este laberinto, será
mejor que el espíritu de Escoto abandone un instante la Sorbona y se traslade a mi pecho; luego este
tal, más [129] espinoso que un puerco espín y un erizo, podrá irse adonde se le antoje, aunque sea
al cuerno. ¡Ojalá pudiese cambiar de rostro y vestir traje teológico! Porque estoy temiendo que
alguien al verme tan profundo saber teológico me acuse de hurto, como si hubiera registrado a
escondidas los papeles de nuestros maestros, aunque ello a nadie debe asombrar, pues para eso he
vivido mucho tiempo con ellos en la intimidad y así he adquirido algo de su ciencia, al modo que
Príapo, el dios de madera de higuera, llegó, en fuerza de escuchar a su dueño cuando leía, a observar
y retener algunas palabras griegas; y el gallo de Luciano, tras largo trato de los hombres, pudo
hablarles con agilidad. En fin, vamos a entrar en materia, en buena hora.
Está escrito en el Eclesiastés, capítulo primero, lo siguiente: «Infinito es el número de los tontos».
Siendo este número infinito, ¿no indica el común de los hombres, exceptuando un pequeñísimo
número de ellos que no sé si nadie podrá apreciar? Jeremías lo declara de modo más explícito,
cuando dice, en el capítulo X: «Estulto se ha vuelto el hombre a causa de su misma sabiduría».
Atribuye este profeta la sabiduría a Dios y deja para los hombres la estulticia, pues poco antes había
dicho también: «No se glorifique el hombre de su saber». ¿Por qué, excelente Jeremías, no quieres
que el hombre se pague de sabiduría? «Pues -respondería él-, porque no tiene tal sabiduría».
Volvamos al Eclesiastés. Cuando allí se exclama: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», ¿qué
se entiende sino, según dijimos, que la vida humana no es otra cosa que la comedia de la Estulticia?
Así se aprueba la frase de Cicerón, por la cual es justísimamente ensalzado y que poco ha
mencionamos: «Todo está lleno de locos». Y estas otras sabias palabras del Eclesiastés: «El estulto
es variable como la Luna y el sabio permanece como el [130] sol», lo que indica que todos los
hombres son estultos y que sólo a Dios está reservado el nombre de sabio, porque la Luna representa
la humana naturaleza, y el Sol, manantial de toda luz, a Dios.
Hay que añadir a esto que el mismo Cristo en el Evangelio dice que nadie puede llamarse bueno
más que Dios, y, por tanto, si, según testimonio de los estoicos, el que no es sabio es estulto, y el
bueno es también sabio, es preciso deducir que la estulticia abraza a todos los mortales.
Afirma Salomón en el capítulo XV que: «La estulticia es la alegría del estulto», o, lo que es lo
mismo, manifiesta claramente que sin esta sandez nada hay grato en la existencia. A lo mismo se
refiere el pensamiento siguiente: «Quien añade ciencia añade dolor y en el mucho entendimiento hay
mucho sufrimiento». El mismo egregio predicador manifiesta lo propio en el capítulo VII: «En el
corazón de los sabios reside la tristeza y en el de los estultos la alegría». Y quizá por esto no se
contentó con conocer la sabiduría, sino que quiso también tratarme a mí. Por si en ello no me dais
crédito, ved sus palabras en el capítulo primero: «Dediqué mi corazón a conocer la prudencia y la
sabiduría, los errores y la estulticia». Fijándose bien en este pasaje se ha de comprender como
alabanza para la sandez, ya que el autor la puso en último lugar y el Eclesiastés dice, y ya sabéis que
tal es el ceremonial de la Iglesia, que el primero por su mayor dignidad ha de ser el último,
recordando fielmente el precepto evangélico.
Que la estulticia es superior a la sabiduría, el autor del Eclesiastés, sea el que fuere, lo demuestra
claramente en el capítulo XLIV, cuyas palabras, ¡por Hércules!, no quiero citar sin antes preguntaros,
para que con vuestra respuesta me ayudéis [131] en la introducción, como hacen en Platón los que
discuten con Sócrates, ¿Qué es lo que debe guardarse mejor, las cosas raras y valiosas o las vulgares
y viles? ¿Os calláis? Aunque disimuléis, responderá por vosotros el adagio griego que dice: «Dejad
el cántaro a la puerta». Y nadie lo rechace temerariamente, porque lo cita Aristóteles, el dios de
nuestros maestros. ¿Hay alguno de vosotros bastante estulto que deje en la calle las joyas y el dinero?
Me parece que no, ¡por Hércules! Los escondéis en el sitio más recóndito, y más aún en el rincón
más secreto de fortísimos cofres, en tanto que lo que no vale nada lo dejáis a la vista; luego si lo que
tiene valor se guarda recóndito y lo vil se deja expuesto, es evidente que la sabiduría, que se prohíbe
esconder, es inferior a la estulticia, que se aconseja ocultar. Observad el testimonio de las palabras
literales: «Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que esconde su sabiduría.
A más, las Sagradas Escrituras otorgan al estulto la pureza de alma y se la niegan al sabio, porque
éste no considera a nadie igual a él. Así interpreto lo que el Eclesiastés dice, en su capítulo X: «El
estulto, como es insensato, piensa que todos los que encuentra en el camino son estúpidos como él».
¿Y no es sin par pureza de alma igualar a todos los hombres consigo mismo y reconocer en ellos,
a pesar de que cada individuo se tenga en gran opinión, que son de tu mismo mérito? Por eso tan
gran rey no se avergonzó nunca del dictado de estulto y dijo en el capítulo XXX: «Yo soy el más
estulto de todos los hombres». Y San Pablo, el doctor [132] de los gentiles, escribiendo a los
corintios, acepta de buen grado el título de estulto: «Hablo a lo necio -exclama- porque soy más que
nadie», como si fuese deshonroso que nadie le aventajase en tontería.
Pero salen a atajar lo que voy diciendo algunos de esos helenistas que están siempre acechando
a los teólogos, con cien ojos y luego con sus anotaciones, como si fuesen humoradas, ofuscan a los
demás, de cuyo gremio, mi querido Erasmo, a quien con frecuencia nombro para honrarle, si no es
el alfa es la beta. « ¡Donosa cita -exclamarán-, verdaderamente digna de la Estulticia! En nada se
parece el pensamiento del Apóstol a lo que tú imaginas». Ni con esa frase quiso dar a entender que
fuese más estulto que los demás, ya que lo que dijo fue: «Ministros de Cristo son ellos y yo
también», como quien tiene a honra hacer notar que en esto era lo mismo que ellos; y todavía
enmendó: «Y yo más», pues sabía que no sólo era igual a los demás Apóstoles, sino que en algo les
superaba. Para que esta afirmación que él consideraba verdad no ofendiese por arrogante los oídos,
se cubrió con el pretexto de la sandez, diciendo: «Hablo como el menos sabio», precisamente porque
sabía que es privilegio de los estultos decir la verdad sin causar ofensa.
Les dejo que discutan lo que San Pablo quiso verdaderamente decir al escribir esto. En cuanto
a mí, me atengo al parecer de nuestros grandes y crasos teólogos, prestigiosísimos a ojos del vulgo,
con los cuales, ¡por Jove!, prefiere la mayoría de nuestros doctos engañarse, a estar en lo cierto con
los sabios trilingüistas. Pues ninguno de estos helenistillas hace más de lo que puede hacer una
cotorra, sobre todo un insigne teólogo cuyo nombre callo para que mis loros no lancen contra él el
[133] epigrama griego de «El asno tocando la lira»; el cual ha explicado magistral y teologalmente
el pasaje en cuestión y, al llegar a la frase: «Hablo como estulto porque lo soy más que nadie», hace
capítulo aparte, y además, no sin profunda dialéctica, añade un pedazo para interpretarla así.
Transcribo sus propias palabras, así en forma como en esencia: «Hablo a lo estulto», o sea: «Si os
parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo he de parecer cuando veáis que
me considero superior a ellos». Y poco después, como olvidándose de ello, pasa a otra cosa.
Capítulo LXIV
Pero ¿por qué escuetamente he de emplear sólo un ejemplo para apoyarme? Es derecho común
de los teólogos que todos pueden estirar como una piel las Sagradas Escrituras. En San Pablo,
algunos pasajes de las Sagradas Escrituras ofrecen contradicciones que no existen en su lugar
original y, si hemos de dar crédito a San Jerónimo, que hablaba cinco lenguas, cuando el Apóstol
estuvo en Atenas vio por casualidad un ara votiva y violentó la inscripción para convertirla en
argumento en favor de la fe cristiana; suprimió todo lo que le estorbaba y no conservó más que las
palabras finales, aunque también un tanto alteradas: «Al Dios desconocido». A pesar de ello, la
inscripción decía: «A los dioses de Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y
extranjeros.» Siguiendo su ejemplo, a lo que me parece, los teólogos rebuscan en uno y otro lado
unos cuantos fragmentos y, si les hace falta, los mixtifican a tenor [134] de la conveniencia, sin tener
en cuenta que lo anterior o lo que sigue guarde relación con el caso y a veces hasta lo contradice,
método de tan afortunada desvergüenza que muy a menudo lo copian los jurisconsultos.
¿Y qué será lo que no les salga bien después de que aquel gran... -casi se me escapa el nombre,
pero le tengo temor al proverbio griego- dio un significado a las palabras de San Lucas que se
acomoda al pensamiento de Cristo como el fuego al agua? Cuando un grave peligro amenaza, en tal
momento los buenos vasallos suelen más estrechamente unirse a su señor, porque saben cuánto vale
la unión para luchar. Por eso Cristo quiso que los suyos no se acostumbraran a buscar auxilio, y les
preguntó(99) si de alguna cosa habían carecido desde que les había enviado a anunciar el Evangelio,
sin ayuda ninguna, sin calzado que defendiera sus pies de las espinas y de las piedras y sin alforjas
contra el hambre; y como ellos le respondieron que nada les había faltado, dijo: «Pues ahora el que
tenga un zurrón, lo abandone y el que no lo tenga venda la túnica y compre una espada.» Como
quiera que la doctrina entera de Cristo no enseña otra cosa que la dulzura, la indulgencia y el
desprecio de la vida, ¿a quién puede ocultarse el sentido de este pasaje? Quiere, para más desarmar
a sus enviados, que vayan exentos no sólo de zapatos y de alforjas, sino también que se despojen de
su túnica, a fin de que, desnudos y libres, emprendan la predicación del Evangelio sin llevar sino su
espada, espada no como aquella con que se lucran ladrones y parricidas, sino la espiritual que
traspasa hasta el fondo del corazón y que de un solo tajo cercena todas las pasiones para no dejar en
ellos más que la piedad. Pues ved [135] ahora de qué manera nuestro célebre teólogo retorció este
texto: La espada supone la defensa contra las persecuciones; la alforja, una buena cantidad de víveres
para el camino; es decir, cual si Cristo, al darse cuenta de que había enviado a sus predicadores
equipados poco suntuosamente, se retractara de sus instrucciones. Como si olvidase cuanto les había
dicho de que alcanzarían el cielo sufriendo injurias, afrentas y suplicios; prohibiéndoles que se
revolviesen contra la adversidad; que fuesen dulces y humildes, y no feroces; olvidando, repito,
haberles señalado que debían tomar ejemplo de los lirios y de los pajaritos, no quisiese ahora que
partiesen sin espada, que habían de vender la túnica para comprar, y prefiriese que fuesen desnudos
que desarmados. Y así como, bajo el nombre de espada comprendía todos los procedimientos de
rechazar la violencia, la alforja resume todo aquello que concierne a las necesidades de la vida
humana. Luego quiere el intérprete del pensamiento divino enviar a los Apóstoles a predicar al
Crucificado armados de lanzas, ballestas, hondas y bombardas; les carga de cajas, maletas y fardos,
quizá para que no se expongan a salir de la posada sin comer. No impresiona al teólogo que acerca
de esta espada que tanto recomienda comprar Jesucristo, había mandado poco antes que estuviese
en la vaina y nunca se ha oído que los Apóstoles usasen espadas y escudos contra las violencias de
los gentiles, como sin duda hubieran hecho si Cristo hubiera tenido la intención que se le atribuye.
Otro doctor que no quiero nombrar por respeto, a la frase de Habacuc: «Las tiendas de [136]
la tierra de Madián serán turbadas», convierte en la piel de San Bartolomé desollado.
No hace mucho asistí a una disertación teológica, como lo hago a menudo, y uno preguntó en qué
lugar de la Escritura se ordena castigar a los herejes por el fuego en vez de convencerlos por la
persuasión. Un anciano grave, cuyo ceño declaraba francamente que era teólogo, respondió con gran
indignación que ese pasaje era del apóstol San Pablo, el cual dijo: «Evita al hereje después de haber
intentado repetidamente disuadirle de su error.» Y como lo dijese reiteradamente y a grandes voces,
muchos se preguntaron qué le sucedía a aquel hombre, y acabó por explicar que hay que apartar « de
vita» al hereje. Unos se rieron, pero no faltaron quienes encontraron el argumento completamente
teológico, y algunos de los demás protestaron con vehemencia. Entonces, un abogado tremendo y
autor irrefragable dijo: «Está escrito que 'no dejéis que viva el malvado'; y como todo hereje es
malvado, resulta...», etc. Maravillados se quedaron todos los presentes del genio del hombre y
aprobaron esta opinión. A nadie se le ocurrió que la palabra «malvado» en esta ley se refiere a los
brujos, encantadores y hechiceros, a quienes los hebreos designaban con el nombre de
«mekaschephin», pues de otro modo, sería preciso también penar con la muerte a la lascivia y a la
ebriedad.
Capítulo LXV
Pero estoy persiguiendo tontamente casos tan innumerables, que no cabrían en los volúmenes que
escribieron Crisipo y Dídimo. Solamente voy a hacer constar que ya que a estos divinos maestros
se les toleró, a mí, que soy una teóloga de pacotilla, también puede permitírseme igual derecho a
[137] no formular citas con entera exactitud. Vuelvo a San Pablo: «Soportad con paciencia a los
sandios», ha dicho hablando de sí mismo, y añade luego: «Recibidme como a un ignorante», y «No
hablo inspirado por Dios, sino sumido en el desconocimiento». Y todavía agrega: «Por Jesucristo
somos estultos». Ya habéis visto qué elogio de la Estulticia y qué labios lo pronuncian. Además
la recomienda como la cosa más necesaria y útil: «El que de vosotros -dice- se crea sabio, vuélvase
estulto para encontrar la verdadera sabiduría» Y San Lucas dice que Jesús llamó necios a dos de
los discípulos cuando los encontró en el camino). Admirable es aún que San Pablo atribuya algo
de estulticia al mismo Dios, porque ha dicho: «Lo estulto de Dios es más sabio que los hombres»,
si bien Orígenes en su comentario dice que no hay analogía entre el concepto humano y esta
estulticia, pues es la misma a que se refiere este otro texto: «La palabra de la Cruz estulta para los
que se condenan».
Y, en fin, ¿para qué atormentarme en reunir tantos testimonios que apoyen mis convicciones
cuando en los Sagrados Salmos vemos que Cristo dice claramente a su Padre: «¿Tú conoces mi
ignorancia?» Luego no es disonante que le complazcan en extremo los necios, al modo que los
poderosos príncipes tienen por sospechosos y desagradables a los hombres demasiado sensatos -como Julio César, que desconfió de Bruto y Casio, y que, sin embargo, no tenía temor del beodo
[138] Antonio; Nerón de Séneca y Dionisio de Siracusa de Platón- y se deleiten, por el contrario, con
los espíritus sencillos y rústicos. Así Cristo detesta a los sabios que se ufanan de su prudencia, y les
condena, como atestigua San Pablo, claramente: «Dios escoge precisamente lo que el mundo tiene
por estulto», y «Dios ha querido salvar al mundo por medio de la Estulticia)», ya que por la
sabiduría no podría ser salvado. El mismo Dios abiertamente lo declara por boca del Profeta:
«Confundiré la sabiduría de los sabios y condenaré la prudencia de los prudentes», y cuando se
gloria de haber ocultado a los sabios el misterio de la salvación y haberlo revelado francamente a los
párvulos, esto es, a los estultos, y a los pobres de espíritu; porque en griego la palabra «párvulo»
significa lo contrario de «sabio». A esto corresponde el que en todo el Evangelio Cristo ataque
insistentemente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la Ley, en tanto que protege a la
multitud de indoctos. ¿Qué, si no, significa: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!»? Igual que si
dijese: ¡Ay de vosotros, sabios! Y se le ve deleitarse con los niños, mujeres y pescadores, del mismo
modo que entre todos los animales agradan más a Cristo los que más se apartan de la astucia de la
zorra. Por eso quiso cabalgar en asno, cuando, si hubiese querido, hubiese podido hacerlo sin peligro
en el lomo de un león; por eso descendió el Espíritu Santo tomando forma de paloma, y no de águila
o milano; por eso las Sagradas Escrituras hablan constantemente de ciervos, corzos y corderos, y,
además, Jesús llama ovejas a aquellos destinados [139] a la vida eterna, pues ningún otro animal hay
más simple que éste. Así lo prueba Aristóteles cuando dice: «alma de cordero», frase que se dice
por modo de insulto contra los estúpidos y torpes, fundándose en la estolidez de la grey; y, sin
embargo, Cristo se declara pastor de este rebaño; y ciertamente que el nombre de «cordero» le
agradaba, como que San Juan le anunció: «Éste es el cordero de Dios», lo cual aparece después
muchas veces en el Apocalipsis.
¿Qué proclama todo esto sino que todos los hombres son estultos, incluso los piadosos? El mismo
Cristo, que aun siendo «la sabiduría de su Padre», socorrió a la estulticia de los mortales, tuvo en
cierto modo que hacerse estulto cuando se revistió de carne mortal, de la misma manera que se
transformó en el pecado para redimir el pecado. Y quiso hacerlo por medio de la locura de la Cruz
y de Apóstoles simples a quienes insiste en recomendar la sandez, apartando la sabiduría, y les da
como ejemplo los niños, los lirios, el grano de mostaza y los pajarillos, seres sencillos, sin
inteligencia, que viven según el instinto, exentos de preocupación y cuidado.
Además les prohíbe que se preocupen de lo que vayan a responder delante de los tribunales y les
veda que aprovechen las ocasiones y las circunstancias, es decir, que no se fíen de su prudencia, sino
que descansen en él enteramente. Por la misma razón, Dios, eximio arquitecto del orbe, ordenó que
no se degustase del árbol de la ciencia, como si ésta fuese el veneno de la dicha. San Pablo
abiertamente la reprueba como vanidad y perdición; San Bernardo sigue esta opinión y pretende
[140] que el lugar donde puso sus reales Lucifer se llame montaña de la sabiduría.
Quizá no parezca tampoco argumento para pasarlo por alto el de que la estulticia goce de los
favores del cielo, ya que suele conceder a ésta el perdón de sus faltas, que al sabio niega
rotundamente; y de aquí viene que los que han pecado con conocimiento busquen protección y
pretexto en la estulticia. Si mal no recuerdo, Aarón, en el libro de los Números, implora el perdón
para su hermana diciendo a Moisés: «Te suplico, Señor, que no tomes en cuenta este pecado que
hemos cometido estultamente.» Saúl se excusa con David: «He obrado como estulto», y el mismo
David apacigua así al Señor: «Te ruego, Señor, que no tomes en cuenta mi infamia, porque obramos
estultamente», como si no pudiera alcanzar perdón sino pretextando estolidez e ignorancia. Pero
es más apremiante el que Cristo en la Cruz misma al pedir por sus enemigos con estas palabras:
«Padre, perdónalos», sin ofrecer otra excusa que la ignorancia, añadió: «porque no saben lo que
hacen». De la misma manera escribe San Pablo a Timoteo: «Pero la misericordia de Dios me ha
acogido, porque he obrado ignorante dentro de la incredulidad.» ¿Y qué es obrar como ignorante sino
dejarse conducir por la sandez más que por la maldad? ¿Y qué otra cosa significan las palabras «la
misericordia de Dios me ha acogido» sino que no la habría alcanzado sin la sandez? Y viene también
en nuestro favor un pasaje del Salmista, que no me he acordado de citar en su oportuno lugar:
«Señor, no os acordéis de las altas de mi juventud ni de mis errores». Ya veis qué excusas [141]
da: La juventud, de la que soy inseparable compañera, y los errores, cuyo número denota una gran
intensidad de estulticia.
Capítulo LXVI
Pero para no continuar en un tema inacabable y hablar concisamente, diré que parece que toda
la Religión cristiana tenga algún parentesco con cierta especie de estulticia, y que, en cambio, no
tiene la menor armonía con la sabiduría. Si deseáis pruebas de ello, advertid que los niños, los viejos,
las mujeres y los necios gozan con las cosas de la religión mucho más que los demás y que están
siempre rondando los altares, guiados solamente por un impulso natural. Además, veréis que
aquellos primeros fundadores de la Religión fueron gente de extrema simplicidad y enemigos
encarnizados de las letras. Por último, que no hay necios que disparaten mas que aquellos a quienes
arrebata por completo el ardor de la piedad cristiana, pues llegan a malversar sus bienes, pasar por
alto las injurias, tolerar ser engañados, no distinguir entre amigos y enemigos, aborrecer la
voluptuosidad, complacerse en el hambre, la vigilia, las lágrimas, los trabajos y las ofensas, aburrirse
de la vida, desear únicamente la muerte y, en suma, parecer ciegos para el sentido común, como si
tuvieran el alma errante y no dentro del cuerpo. ¿Qué otra cosa es esto sino la locura? Por ello no
parece cosa de admirarse que los Apóstoles fuesen tomados por beodos y que San Pablo le pareciese
loco al juez Festo.
Pero ya que me vestí con la Diel del león, quiero continuar mostrándoos que la felicidad de los
cristianos, que buscan a costa de tanto esfuerzo, no es sino una especie de locura y de estulticia, y
no se [142] vea animadversión en mis palabras, sino búsquese su sentido.
Primeramente, los cristianos convienen poco más menos con los platónicos en que el alma está
oculta y ligada por los vínculos corporales y que esta grosería la impide contemplar y gozar las cosas
verdaderas. Por ello se define la filosofía como meditación de la muerte, porque, merced a ella, la
mente se separa de las cosas visibles y corpóreas, que es lo mismo que hace la muerte. De este modo,
en tanto cuanto el espíritu hace uso discreto de los órganos del cuerpo, se le llama sensato, pero
cuando, rotos estos vínculos, trata de procurarse la libertad, como si proyectase la fuga de la cárcel,
se le califica de loco. Y si ello acontece por enfermedad o deficiencia del organismo, no hay quien
discrepe de que ello es locura. Y, sin embargo, vemos a tal especie de hombres predecir las cosas
futuras, y saber lenguas y letras que hasta entonces nunca habían aprendido, y presentar en sí algo
que es absolutamente divino. No cabe dudar de que ello procede de que la mente, al estar algo más
libre del contacto del cuerpo, empieza a poner por obra su facultad natural. La misma causa, según
creo, debe de tener el que a los moribundos les ocurra algo parecido, como si dijesen ciertas cosas
prodigiosas por inspiración. Aunque esto ocurra también en el celo piadoso, acaso no es el mismo
género de sandez, pero sí tan parecido, que la mayor parte de los hombres lo consideran vulgar
locura, sobre todo en el caso de unos pocos hombrecillos que viven en pugna con la vida mortal toda.
Así suele ocurrirles lo propio de la fábula de Platón, acerca de aquellos que vivían encadenados en
el fondo de una caverna contemplando las sombras de las cosas, y si uno de ellos salía, a su regreso
al antro aseguraba haber visto los objetos tales como eran en sí, y entonces sus compañeros [143]
suponían que se equivocaba de medio a medio, ya que fuera de las vanas sombras no podían creer
que existiese nada más. El sabio les compadece y deplora su estulticia que les hace víctimas de tan
grosero error, pero ellos a su vez se burlan de él como extravagante y le rehuyen. El común de los
mortales se siente especialmente atraído por las cosas totalmente materiales, y cree que son las
únicas que pueden existir; pero los devotos, por el contrario, desprecian tanto más lo que mayor
vínculo tiene con el cuerpo y se dan por entero a la contemplación de las cosas invisibles. Aquéllos
colocan en primer lugar las riquezas, en el segundo las satisfacciones de los sentidos y relegan el
espíritu al último puesto, y aun hay muchos que niegan su existencia por ser invisible. Los devotos
viven sólo para Dios, el ser más sencillo entre todos, y después para el alma, que es lo que más se
le acerca; desdeñan los cuidados corporales, repugnan el dinero como inmundo, lo rehuyen, y si se
ven obligados a manejarlo, lo hacen con disgusto y asco, y lo tienen como si no lo tuvieran, y lo
poseen como si no lo poseyeran.
Existe profunda diferencia entre éstos en todas las cosas. Las facultades humanas tienen todas
relación con el cuerpo, y, sin embargo, hay algunas más groseras, como el tacto, el oído, la vista, el
olfato y el gusto. Otras, como la memoria, el entendimiento y la voluntad, parecen más
independientes de la materia. En aquellas a las que el alma tienda será donde adquiera mayor fuerza.
Los devotos, al dirigir toda la fuerza del espíritu a las cosas más extrañas a los sentidos, terminan
por quedarse como entorpecidos y atónitos, en tanto que el vulgo, usando sólo de éstas, prevalece
en ellos y no sirve para las otras. Ésta es la causa de que algunos santos varones bebiesen aceite
creyéndolo vino. [144]
Además, entre las pasiones hay algunas que tienen más palpable afinidad con el cuerpo, como la
lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia y la envidia, a las que los devotos hacen implacable
guerra, en tanto que el vulgo no sabe vivir sin ellas. Hay también movimientos del espíritu comunes
y naturales, como el amor a la patria, el cariño a los hijos, a los padres, a los amigos, a los que el
vulgo concede cierta importancia, pero los devotos se esfuerzan por desarraigarlos de su corazón o
más bien por elevarles a la región más alta del espíritu, y así, cuando aman al padre, no lo aman
como padre que sólo les dio su parte física, y aun esto se lo deben a Dios, sino como varón justo, en
el que ven brillar una imagen de la divina mente que llaman Sumo Bien, fuera del cual nada hay para
ellos digno de ser amado o anhelado. Este mismo criterio aplican a todos los sentimientos en la vida,
de suerte que si no desprecian absolutamente todo lo visible, lo postergan a lo invisible.
Establecen en los Sacramentos y aun de los deberes de piedad un aspecto espiritual y otro
corporal. Así, en el ayuno, conceden poca importancia a la abstinencia de carne y de cena, que es lo
que el vulgo considera absoluto ayuno, a no ser que al mismo tiempo repriman lo más posible las
pasiones refrenando cólera y orgullo, a fin de que el alma, más aliviada de su carga corporal, pueda
elevarse al goce y delicia de los bienes celestiales. De manera semejante razonan respecto de la Misa
y, aunque no desdeñan la liturgia, no obstante, le conceden poco interés y la consideran perjudicial
si aparece como obstáculo para penetrar en lo espiritual, que es lo representado con aquellos signos
visibles. Se representa allí la muerte de Cristo, la cual deben imitar los mortales domando,
extinguiendo, y sepultando, por decirlo así, sus pasiones [145] para resucitar como Él a una nueva
vida y unirse con Cristo y con todos los hermanos. Así piensa y se conduce el creyente.
En contra, el vulgo cree que el sacrificio de la Misa consiste sólo en plantarse ante el altar lo más
próximo posible al sacerdote, escuchar a los que cantan y contemplar las ceremonias. No sólo en los
ejemplos dichos, sino en todas las demás ocasiones de la vida, el devoto evita todo lo concerniente
al cuerpo para elevarse hacia lo eterno, lo espiritual y lo invisible. Por lo cual, como tan enorme
diferencia separa a unos y otros, se tachan de locos mutuamente. Esta palabra, a mi ver, mejor encaja
en los devotos que en el vulgo.
Capítulo LXVII
Ello se verá más claro si, según os lo he prometido, demuestro brevemente que esa suprema
felicidad a que aspiran los creyentes no es sino una especie de locura.
Observad que Platón vislumbró algo de esto cuando escribió que el delirio de los amantes era el
más feliz de todos. En efecto, el que ama ardientemente no vive en sí, sino en el objeto amado, y
cuanto más se aparta de su propio ser para acercarse a ese objeto, su gozo crece más y más. Cuando
el espíritu procura separarse del cuerpo de modo que ya no usa apropiadamente de sus órganos,
evidentemente es que se produce el delirio. ¿Qué otro sentido tienen si no las expresiones vulgares
de «está fuera de sí», «vuelve en ti» y «ya ha vuelto en sí»?. Ahora bien: cuanto más intenso es el
amor, más profundo y feliz es el delirio que [146] produce. Por tanto, ¿qué puede ser esa vida
celestial a la que las almas tan fervientemente aspiran?
El espíritu, como más fuerte y poderoso, absorberá al cuerpo más fácilmente cuanto que éste ha
sido ya preparado para tal transformación por el ayuno y la penitencia. A su vez el espíritu será
después absorbido por la esencia divina, que es más potente por mil motivos, y así, cuando el
hombre esté por completo fuera de sí mismo, podrá alcanzar la felicidad, porque estará despojado
de su materialidad y vivirá de modo inefable en el Sumo Bien, que atrae hacia sí a todas las cosas.
Es verdad que la dicha no puede ser perfecta hasta que el alma haya recuperado su antiguo cuerpo
y le dé la inmortalidad, pero como la vida devota no es más que una meditación de esta existencia
y como una sombra de ella, son algunas veces recompensados como con una especie de goce y
aroma de ella.
Aunque es solamente una gota en comparación con la fuente de la divina felicidad, vale más que
todas las delicias humanas juntas. ¡Tanto aventajan los deleites espirituales a los corporales y los
invisibles a los visibles! El profeta anunció así a los elegidos que: «No ha visto el ojo, ni oído el
oído, ni sentido el corazón jamás lo que Dios guarda para los que le aman. Y esto es una parte de
la necedad, a la que no destruye la muerte, sino que la perfecciona al pasar a mejor vida. Los pocos
a quienes les es dado gustar estos placeres experimentan algo muy parecido a la locura; dicen cosas
poco coherentes y diversas de la costumbre humana; hablan sin sentido y cambian súbitamente de
cara; tan pronto están alegres como tristes; lloran, ríen o sollozan; y, en fin, están verdaderamente
fuera de sí mismos. Luego, cuando recobran [147] el conocimiento, no saben si estuvieron dentro
del cuerpo o no, ni si están dormidos o despiertos; ni recuerdan más que como a través de un sueño
lo que han oído, visto, dicho y hecho; de lo único que están seguros es de que han sido
profundamente dichosos durante su éxtasis, por lo cual lamentan el haber recobrado la razón, tanto
que nada desean más que gozar sin interrupción de su especial locura. Tal es una ligera
degustacioncilla de la futura felicidad.
Capítulo LXVIII
Pero noto que me he olvidado de que estoy traspasando los límites convenientes. Si alguien
considera que he hablado con demasiada pedantería o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo
como Estulticia, sino como mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: «Los locos a
veces dicen la verdad», a menos que penséis que este refrán no reza con las mujeres.
Veo que estáis aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que me acuerdo de una sola
palabra de todo este fárrago que acabo de soltar... Vaya este adagio antiguo: «No me gusta el
convidado que tiene buena memoria.» Y yo invento éste: «Detesto al oyente que se acuerda de todo.»
Por todo ello, ¡salud, celebérrimos devotos de la Sandez, aplaudid, vivid y bebed!
Página
1 Entrar
regresar
|
|