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Díalogos Socráticos
Fedón, o de la
inmortalidad del alma
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Platón
EQUÉCRATES, FEDÓN, APOLODORO,
SÓCRATES, CEBES, SIMMIAS, CRITÓN, EL SERVIDOR DE LOS ONCE.
EQUÉCRATES.— ¿Estuviste tú,
Fedón, con Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se
lo has oído contar a otro?
FEDÓN.—Estuve yo personalmente,
Equécrates.
EQUÉCRATES.—¿Y qué es lo que
dijo antes de morir? ¿y cómo acabó sus días? Con gusto te lo oiría contar,
porque ningún ciudadano de Fliunte va ahora con frecuencia a Atenas, ni
tampoco, desde hace mucho tiempo, ha venido de allí forastero alguno que
haya sido capaz de darnos noticia cierta sobre esta cuestión, a no ser lo de
que bebió el veneno y murió. De lo demás no han sabido decirnos nada.
FEDÓN.—¿Ni siquiera os habéis
enterado, entonces, de qué manera se llevó a cabo el proceso?
EQUÉCRATES.—Si, eso nos lo ha
contado alguien. Y nos extrañamos por cierto de que, acabado el juicio, hace
bastante tiempo, muriera mucho después, según es evidente.¿Por qué fue así,
Fedón?
FEDÓN.—Hubo con él, Equécrates,
una coincidencia: el día antes del juicio dio la casualidad de que estaba
con la guirnalda puesta la popa del navío que envían los atenienses a Delos.
EQUÉCRATES.—Y ese navío, ¿qué es?
FEDÓN.—La nave en la que, según
dicen los atenienses, llevó Teseo un día a Creta a aquellas siete parejas, y
no sólo las salvó, sino que también él quedó a salvo. Hicieron entonces los
atenienses, según se dice, el voto a Apolo de que si se salvaban llevarían
todos los años a Delos una peregrinación; peregrinación ésta que desde;
entonces envían siempre cada año al dios, incluso ahora. Pues bien, una vez
que comienzan la peregrinación, tienen la costumbre de tener libre de
impureza a la ciudad durante ese tiempo, y de no dar muerte a nadie por
orden estatal, hasta que la nave llegue a Delos y regrese de nuevo a Atenas.
Y esto, a veces, cuando por una contingencia los vientos los detienen, lleva
mucho tiempo. La peregrinación comienza una vez que el sacerdote de Apolo
corona la popa de la nave; y esta ceremonia, como digo, era la que
casualmente se había celebrado la víspera del juicio. Por esta razón fue
mucho el tiempo que pasó Sócrates en la prisión desde su sentencia hasta su
muerte.
EQUÉCRATES.—Y ¿cómo fueron las
circunstancias de la muerte? ¿Qué fue lo que se dijo o se hizo? ¿Qué amigos
fueron los que estuvieron con él? ¿O no les dejaron los magistrados estar
presentes, y acabó sus días solo y sin amigos?
FEDÓN.—No, estaban allí algunos,
muchos incluso.
EQUÉCRATES.—Procura, entonces,
relatarnos todo con la mayor exactitud posible, si es que no tienes algún
quehacer que te lo impida.
FEDÓN.—No, por cierto; estoy
libre de ocupaciones, e intentaré contároslo, pues el evocar la memoria de
Sócrates, bien hable yo o le oiga hablar a otro, es siempre para mí la cosa
más agradable de todas.
EQUÉCRATES.—Pues bien, Fedón, en
los que te van a escuchar tienes a otros tantos como tu. Ea, pues, intenta
exponernos todo con la mayor precisión que puedas.
FEDÓN.—Por cierto que al estar
yo allí me sucedió algo extraño. Pues no se apoderaba de mí la compasión en
la idea de que asistía a la muerte de un amigo, porque se me mostraba feliz,
Equécrates, aquel varón: no sólo por su comportamiento, sino también por sus
palabras. Tan tranquila y noblemente moría, que se me ocurrió pensar que no
descendía al Hades sin cierta asistencia divina, y que al llegar allí iba a
tener una dicha cual nunca tuvo otro alguno. Por esta razón no sentía en
absoluto compasión, como parecería natural al asistir a un acontecimiento
luctuoso, pero tampoco placer, como si estuviéramos entregados a la
filosofía tal y como acostumbrábamos; y eso que la conversación era de este
tipo. Sencillamente, había en mí un sentimiento extraño, una mezcla
desacostumbrada de placer y de dolor, cuando pensaba que, de un momento a
otro, aquél iba a morir. Y todos los presentes estábamos más o menos en un
estado semejante: a veces reíamos y a veces llorábamos, pero sobre todo uno
de nosotros, Apolodoro. Pues ya lo conoces a él y su modo de ser.
EQUÉCRATES.—¿Cómo no voy a
conocerle?
FEDÓN.—Encontrábase, es cierto,
en completo abatimiento; pero yo también estaba conmovido, y asimismo los
demás.
EQUÉCRATES.—¿Y quiénes, Fedón,
estaban por ventura allí presentes?
FEDÓN.—Ese que te digo,
Apolodoro, que formaba parte del grupo de sus paisanos, juntamente con
Critobulo, su padre: Hermógenes, Epígenes, Escluines y Antístenes, y estaban
también Ctesipo el Peanieo, Menéxeno y algunos otros del país. Platón
estaba enfermo, según creo.
EQUÉCRATES.—¿Y había algún
extranjero?
FEDÓN.—Sí, Simmias el tebano,
Cebes y Fedonda de Mégara, Euclides y Terpsión.
EQUÉCRATES.—¿Y qué? ¿Se
encontraban con ellos Aristipo y Cleómbloto?
FEDÓN.—No, por cierto. Se decía
que estaban en Egina.
EQUÉCRATES.—¿Estaba presente
algún otro?
FEDÓN.—Si no me equivoco, creo
que fueron sólo éstos los que estuvieron.
EQUÉCRATES.—¿Y qué más? ¿Qué
conversaciones dices que hubo?
FEDÓN.—Voy a intentar exponerte
todo minuciosamente, desde el principio. Te diré, pues, que ya los días
anteriores solíamos ir sin falta, tanto yo como los demás, a ver a Sócrates,
reuniéndonos al amanecer en el tribunal donde se había celebrado el juicio,
pues estaba cerca de la cárcel. Allí esperábamos siempre a que se abriera la
prisión, charlando los unos con los otros, porque no se abría muy de mañana.
Una vez abierta, entrábamos a visitar a Sócrates, y las más de las veces
pasábamos el día entero con él. Pero en aquella ocasión nos habíamos reunido
aún más temprano, porque el día anterior, cuando salimos de la prisión, a la
caída de la tarde, nos enteramos de que la nave había regresado de Delos. En
vista de ello, nos dimos los unos a los otros el aviso de llegar lo más
pronto posible al lugar de costumbre. Llegamos, y saliéndonos al encuentro
el carcelero que solía abrirnos nos dijo que esperáramos y que no nos
presentáramos allí hasta que él lo indicara.
—Los Once —nos dijo— están
quitándole los grilletes a Sócrates y dándole la noticia de que en este día
morirá. Mas no tardó mucho rato en volver y nos invitó a entrar. Entramos,
pues, y nos encontramos a Sócrates que acababa de ser desencadenado, y a
Jantipa —ya la conoces— con su hijo en brazos y sentada a su lado. Al vernos,
Jantipa rompió a gritar y a decir cosas tales como las que acostumbran las
mujeres.
—¡Ay, Sócrates!, ésta es la
última vez que te dirigirán la palabra los amigos y tú se la dirigirás a
ellos.
—Sócrates, entonces, lanzó una
mirada a Critón y le dijo:
—Critón, que se la lleve alguien
a casa. Y a aquélla se la llevaron, chillando y golpeándose el pecho, unos
criados de Critón.
Sócrates, por su parte,
sentándose en la cama, dobló la pierna, restregósela con la mano, y, al
tiempo que la friccionaba, dijo:
—¡Qué cosa más extraña, amigos,
parece eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán sorprendentemente está unido
a lo que semeja su contrario: el dolor! Los dos a la vez no quieren
presentarse en el hombre, pero si se persigue al uno y se le coge, casi
siempre queda uno obligado a coger también al otro, como si fueran dos seres
ligados a una única cabeza. Y me parece — agregó — que si hubiera caído en
la cuenta de ello Esopo hubiera compuesto una fábula que diría que la
divinidad, queriendo imponer paz a la guerra que se hacían, como no pudiera
conseguirlo, les juntó en el mismo punto sus coronillas; y por esta razón en
aquel que se presenta el uno le sigue a continuación el otro. Así también me
parece que ha ocurrido conmigo: una vez que por culpa de los grilletes
estuvo en mi pierna el dolor, llegó ahora en pos suyo, según se ve, el
placer.
Interrumpiéndole entonces Cebes,
le dijo:
—¡Por Zeus!, Sócrates, que has
hecho bien en recordármelo. Sobre esos poemas que has compuesto, poniendo en
verso las fábulas de Esopo y el himno a Apolo, ya me han preguntado algunos,
pero sobre todo Eveno, anteayer, por qué razón los hiciste una vez llegado
aquí, cuando anteriormente jamás habías compuesto ninguno. Si te importa,
pues, que yo pueda responder a Eveno cuando de nuevo me pregunte, porque
bien sé que me preguntará, dime qué debo decir.
—Pues dile, Cebes —le contestó—,
la verdad; que no los hice por querer convertirme en rival suyo ni de sus
poemas, pues sabía que esto no era fácil, sino por tratar de enterarme qué
significaban ciertos sueños, y también por cumplir con un deber religioso,
por si acaso era ésta la música que me prescribían componer. Tratábase, en
efecto, de lo siguiente: Con mucha frecuencia en el transcurso de mi vida se
me había repetido en sueños la misma visión, que, aunque se mostraba cada
vez con distinta apariencia, siempre decía lo mismo: ¡Oh Sócrates, trabaja
en componer música! Yo, hasta ahora, entendí que me exhortaba y animaba a
hacer precisamente lo que venía haciendo, y que al igual que los que animan
a los corredores, ordenábame el ensueño ocuparme de lo que me ocupaba, es
decir, de hacer música, porque tenia yo la idea de que la filosofía, que era
de lo que me ocupaba, era la música más excelsa. Pero ahora, después de que
se celebró el juicio y la fiesta del dios me impidió morir, estimé que, por
si acaso era esta música popular la que me ordenaba el sueño hacer, no debía
desobedecerle, sino, al contrario; hacer poesía; pues era para mí más seguro
no marcharme de esta vida antes de haber cumplido con este deber religioso,
componiendo poemas y obedeciendo al ensueño. Así, pues, hice en primer lugar
un poema al dios a quien correspondía la fiesta que se estaba celebrando.
Mas después de haber hecho este poema al dios caí en la cuenta de que el
poeta, si es que se propone ser poeta, debe tratar en sus poemas mitos v no
razonamientos; yo, empero, no era mitólogo, y por ello precisamente entre
los mitos que tenía a la mano y me sabía — los de Esopo — di forma poética a
los primeros que al azar se me ocurrieron. Dile, pues, esto a Eveno, Cebes,
y que tenga salud, y que, si es hombre sensato, me siga lo más rápidamente
posible. Me marcharé, según parece, hoy, puesto que lo ordenan los
atenienses.
Entonces Simmias dijo:
—¡Qué consejo éste que le das a
Eveno, Sócrates! Muchas son ya las veces que me he tropezado con ese hombre,
y estoy por decir, a juzgar por lo que yo tengo visto, que en modo alguno te
hará caso de buen grado.
—¿Y qué? —replicó Sócrates—, ¿no
es filósofo Eveno?
—A mí al menos me lo parece —contestó
Simmias.
—Pues entonces Eveno se mostrara
dispuesto a ello, como todo aquel que tome por esa ocupación un interés
digno de ella. Sin embargo, posiblemente no ejercerá sobre sí mismo
violencia, pues esto, según dicen, no es lícito. —Y al tiempo que decía esto
hizo descender sus piernas hasta tocar el suelo, y así sentado continuó el
resto de la conversación.
Preguntóle entonces Cebes:
—¿Cómo es que dices, Sócrates,
por un lado esto de que no es lícito ejercer violencia sobre si mismo y por
otro que el filósofo estaría deseoso de seguir al que muere?
—¿Y que, Cebes, no habéis oído
hablar, tu y Simmias, de tales cuestiones, habiendo sido discípulo de
Filolao?
—Con claridad, al menos, no,
Sócrates.
—Pues también yo hablo sobre
esto de oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún
inconveniente en repetirlo. Es más, tal vez sea lo más apropiado para el que
esta a punto de emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo
pensamos qué es esa emigración. Y ¿qué otra cosa se podría hacer en el
tiempo que falta hasta que se ponga el sol?
—Entonces, Sócrates, ¿en qué se
basan los que dicen que no es lícito darse muerte a sí mismo? Porque yo,
como tú me preguntabas hace un momento, ya le oí decir a Filolao, cuando
vivía con nosotros, y a algunos otros, que no se debía hacer eso. Pero algo
definitivo sobre ello jamás se lo he oído a nadie.
—Pues es menester no
desalentarse —dijo—, porque tal vez lo podrías oír. Sin embargo, quizá te
parecerá extraño que sea ésta la única cuestión simple entre todas y que
jamás se presente al hombre como las demás. Hay casos, sí, e individuos para
quienes mejor les sería estar muertos que vivir, pero lo que tal vez parezca
chocante es que para esos individuos, para quienes vale más estar muertos,
sea una impiedad el hacerse ese beneficio a sí mismos, y tengan que esperar
a que sea otro su bienhechor.
Entonces Cebes, sonriendo
ligeramente, exclamó, hablando en su propia lengua:
—Sépalo Zeus.
—En efecto —prosiguió Sócrates—,
desde este punto de vista puede dar la impresión de algo ilógico. Sin
embargo, no lo es y tal vez tenga alguna explicación. Y a propósito, lo que
se dice en los misterios sobre esto, que los hombres estamos en una especie
de presidio, y que no debe liberarse uno a sí mismo ni evadirse de él, me
parece algo grandioso y de difícil interpretación. Pero lo que sí me parece
Cebes, que se dice con razón es que los dioses son quienes se cuidan de
nosotros y que nosotros los hombres, somos una de sus posesiones. ¿No te
parece así?
——A mí, sí —respondió Cebes.
—Y tú, en tu caso —prosiguió—,
si alguno de los seres que son de tu propiedad se suicidara, sin indicarle
tu que quieres que muera, ¿no te irritarías con él?; y si pudieras aplicarle
algún castigo, ¿no se lo aplicarías?
—Sin duda alguna —respondió
Cebes.
—Pues bien, quizá desde este
punto de vista no sea ilógica la obligación de no darse muerte a sí mismo,
hasta que la divinidad envíe un motivo imperioso, como el que ahora se me ha
presentado.
—Esto sí —dijo Cebes— es a todas
luces verosímil. Pero lo que decías hace un momento de que los filósofos
estarían dispuestos con gusto a morir eso, Sócrates, parece un absurdo, si
está bien fundado lo que acabamos de decir: que la divinidad es quien se
cuida de nosotros y que nosotros somos sus posesiones. Pues el que los
hombres más sensatos no sientan enojo por abandonar esa situación de
servidumbre en la que tienen por patronos a los mejores patronos que hay, a
los dioses, no tiene explicación, porque no cabe que el sabio crea que él
cuidará mejor de sí mismo al estar en libertad. En cambio, un hombre
insensato posiblemente creería que debe escapar de su amo, sin hacerse la
reflexión de que no debe uno huir de lo que es bueno, sino, al contrario,
permanecer a su lado lo más posible; de ahí que huyera irreflexivamente.
Pero el que tiene inteligencia es muy probable que deseara estar siempre
junto a quien es mejor que él. Y según esto, Sócrates, lo lógico es lo
contrario de lo que se decía hace un instante: a los sensatos es a quienes
cuadra sentir enojo por morir; a los insensatos, en cambio, alegría.
Al oírle, Sócrates me dio la
impresión de que se alegraba con las objeciones de Cebes; y dirigiendo la
mirada hacia nosotros, dijo:
—Siempre, es verdad, está Cebes
rastreando algún argumento, y nunca se muestra dispuesto a aceptar al pronto
lo que se diga.
—Pero el caso es, Sócrates —dijo
Simmias—, que a mi también me parece que esta vez Cebes no dice ninguna
tontería. Pues ¿por qué razón unos hombres, sabios de verdad, huirían de
amos que son mejores que ellos y se apartarían tan a la ligera de su lado? Y
me parece que es a ti a quien apunta Cebes en su razonamiento, porque con
tanta facilidad soportas el abandonar no sólo a nosotros, sino también a
unos amos excelentes, según tú mismo reconoces, a los dioses.
—Es justa vuestra observación —replico—,
y, según creo, lo que vosotros queréis decir es que yo debo defenderme
contra ella como si estuviera ante un tribunal.
—Exactamente —dijo Simmias.
—Pues ¡ea! —agregó—, intentaré
defenderme ante vosotros más convincentemente que ante los jueces. En efecto,
¡oh Simmias y Cebes!, si yo no creyera, primero, que iba a llegar junto a
otros dioses sabios y buenos, y después, junto a hombres muertos mejores que
los de aquí, cometería una falta si no me irritase con la muerte. Pero el
caso es, sabedlo bien, que tengo la esperanza de llegar junto a hombres que
son buenos; y aunque esto no lo afirmaría yo categóricamente, no obstante,
el que he de llegar junto a dioses que son amos excelentes insistiría en
afirmarlo, tenedlo bien sabido, más que cualquier otra cosa semejante. De
suerte que, por esta razón, no me irrito tanto como me irritaría en caso
contrario, sino que tengo la esperanza de que hay algo reservado a los
muertos: y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para
los malos.
—¿Y entonces qué, Sócrates —dijo
Simmias—, tienes la intención de marcharte quedándote tu solo con esa idea
en la cabeza, y no nos harás participar de ella a nosotros también? Pues es
algo común a todos nosotros, según me parece, ese bien; y a la vez tendrás
tu defensa, si logras convencernos de lo que dices.
—Está bien, lo intentaré —dijo—.
Pero, antes que nada, preguntemos a Critón, que está ahí, qué es lo que da
la impresión de querer decirme desde hace rato.
—¿Y qué otra cosa va a ser,
Sócrates, sino que desde hace tiempo me está diciendo el que te va a dar el
veneno que conviene advertirte que hables lo menos posible? Pues asegura que
al charlar se acaloran demasiado, y que no se debe poner un obstáculo
semejante al veneno, pues si no, hay casos en que se ven obligados a beberlo
hasta dos o tres veces los que obran así.
—Mándale a paseo —le respondió
Sócrates——. Que cuide tan sólo de preparar su veneno para darme doble dosis,
o triple incluso, si es preciso.
—Ya me suponía yo tu respuesta,
pero hace un buen rato que me está molestando.
—Déjale —replicó—. Y ahora es a
vosotros, los jueces, a quienes quiero ya rendir cuentas de por qué me
parece a mí natural que un hombre que ha pasado su vida entregado a la
filosofía se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la
esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes, una vez
que acabe sus días. Y cómo puede ser esto así, oh Simmias y Cebes, voy a
intentar explicároslo.
—Es muy posible, en efecto, que
pase inadvertido a los demás que cuantos se dedican por ventura a la
filosofía en el recto sentido de la palabra no practican otra cosa que el
morir y el estar muertos. Y si esto es verdad, sería sin duda un absurdo el
que durante toda su vida no pusieran su celo en otra cosa sino ésta, y el
que, una vez llegada, se irritasen con aquello que desde tiempo atrás
anhelaban y practicaban.
Entonces Simmias, echándose a
reír, exclamó:
—¡Por Zeus!, Sócrates, a pesar
de que hace un momento no tenía en absoluto ganas de reírme, me has obligado
a ello. Pues creo que, si el vulgo hubiera oído decir eso mismo, lo hubiera
estimado muy bien dicho respecto de los que se dedican a la filosofía. Y con
el vulgo estarían de completo acuerdo nuestros compatriotas en que
verdaderamente los que filosofan están moribundos. Y dirían, además, que a
ellos no se les escapa que son dignos de padecer tal suerte.
—Y dirían la verdad, Simmias,
salvo en lo que a ellos no se les escapa eso. Porque efectivamente les pasa
inadvertido de qué modo están moribundos, en qué sentido merecen la muerte,
y qué clase de muerte merecen los que son filósofos de verdad. Hablemos,
pues, entre nosotros mismos —añadió—, y mandemos a aquéllos a paseo. ¿creemos
que es algo la muerte?
—Sin duda alguna —le replicó
Simmias.
—¿Y que no es otra cosa que la
separación del alma y del cuerpo? ¿Y que el estar muerto consiste en que el
cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en si mismo, y el
alma a otro, separada del cuerpo, y sola en sí misma? ¿Es, acaso, la muerte
otra cosa que eso?
—No — respondió — es eso.
—En tal caso, mi buen amigo,
mira a ver si eres de la misma opinión que yo, pues a partir de vuestro
asentimiento creo que adquiriremos mayor conocimiento sobre lo que
consideramos. ¿Te parece a ti propio del filósofo el interesarse por los
llamados placeres de la índole, por ejemplo, de los de la comida y la bebida?
—De ningún modo, Sócrates —respondió
Simmias.
—¿Y de los placeres del amor?
—Tampoco.
—¿Y qué diremos, además, de los
cuidados del cuerpo? ¿Te parece que los considera dignos de estimación un
hombre semejante? Así, por ejemplo, la posesión de mantos y calzados
distinguidos y los restantes adornos del cuerpo ¿te da la impresión de
apreciarlos o despreciarlos, salvo en lo que sea de gran necesidad
participar en ellos?
—A mí me parece que los
desprecia —respondió—, al menos, el filósofo de verdad.
—¿Y no te parece —prosiguió— que
en su totalidad la ocupación de un hombre semejante no versa sobre el cuerpo,
sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él, y en aplicarse
al alma?
—A mí, si.
—¿Y en primer lugar, no está
claro en tal conducta que el filósofo desliga el alma de su comercio con el
cuerpo lo más posible y con gran diferencia sobre los demás hombres?
—Resulta evidente.
—Y, sin duda, Simmias, parécele
al vulgo que la vida de aquel que no considera agradable ninguna de dichas
cosas, ni toma parte en ellas, no merece la pena, y que es algo cercano a la
muerte a lo que tiende quien no se cuida en nada de los placeres corporales.
—Es enteramente cierto lo que
dices.
—¿Y qué decir sobre la
adquisición misma de la sabiduría? ¿Es o no un obstáculo el cuerpo, si se le
toma como compañero en la investigación? Y te pongo por ejemplo lo siguiente:
ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído,
o viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no
oímos ni vemos nada con exactitud? Y si entre los sentidos corporales éstos
no son exactos, ni dignos de crédito, difícilmente lo serán los demás,
puesto que son inferiores a ellos. ¿No te parece así?
—Así, por completo —dijo.
—Entonces —replicó Sócrates— ¿cuándo
alcanza el alma la verdad? Pues siempre que intenta examinar algo juntamente
con el cuerpo, está claro que es engañada por él.
—Dices verdad.
—¿Y no es al reflexionar cuando,
más que en ninguna otra ocasión, se le muestra con evidencia alguna realidad?
—Sí.
—E indudablemente la ocasión en
que reflexiona mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el
oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que, mandando a paseo el
cuerpo, se queda en lo posible sola consigo mismo y, sin tener en lo que
puede comercio alguno ni contacto con él, aspira a alcanzar la realidad.
—Así es.
—¿Y no siente en este momento el
alma del filósofo un supremo desdén por el cuerpo, y se escapa de él, y
busca quedarse a solas consigo misma?
—Tal parece.
—¿Y qué ha de decirse de lo
siguiente, Simmias: afirmamos que es algo lo justo en sí, o lo negamos?
—Lo afirmamos, sin duda, ¡por
Zeus!
—¿Y que, asimismo, lo bello es
algo y lo bueno también?
—¡Cómo no!
—Pues bien, ¿has visto ya con
tus ojos en alguna ocasión alguna de tales cosas?
—Nunca —respondió Simmias.
—¿Las percibiste, acaso, con
algún otro de los sentidos del cuerpo? Y estoy hablando de todo; por ejemplo,
del tamaño, la salud, la fuerza; en una palabra, de la realidad de todas las
demás cosas, es decir, de lo que cada una de ellas es. ¿Es, acaso, por medio
del cuerpo como se contempla lo más verdadero de ellas, u ocurre, por el
contrario, que aquel de nosotros que se prepara con el mayor rigor a
reflexionar sobre la cosa en sí misma, que es objeto de su consideración, es
el que puede llegar más cerca del conocer cada cosa?
—Así es, en efecto.
—¿Y no haría esto de la manera
más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensamiento, sin
servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido
en su meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en
toda su pureza, intentara dar caza a cada una de las realidades, sola, en sí
misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en todo lo posible de los
ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo, convencido de que
éste perturba el alma y no la permite entrar en posesión de la verdad y de
la sabiduría, cuando tiene comercio con ella? ¿Acaso no es éste, oh Simmias,
quien alcanzará la realidad, si es que la ha alcanzado alguno?
—Es una verdad grandísima lo que
dices, Sócrates —replicó Simmias.
—Pues bien —continuó Sócrates—,
después de todas estas consideraciones, por necesidad se forma en los que
son genuinamente filósofos una creencia tal, que les hace decirse mutuamente
algo así como esto: tal vez haya una especie de sendero que nos lleve a
término [juntamente con el razonamiento en la investigación], porque
mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal,
jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos. Y decimos que lo
que deseamos es la verdad. En efecto, son un sin fin las preocupaciones que
nos procura el cuerpo por culpa de su necesaria alimentación; y encima, si
nos ataca alguna enfermedad, nos impide la caza de la verdad. Nos llena de
amores, de deseos, de temores, de imágenes de todas clases, de un montón de
naderías, de tal manera que, como se dice, por culpa suya no nos es posible
tener nunca un pensamiento sensato. Guerras, revoluciones y luchas nadie las
causa, sino el cuerpo y sus deseos, pues es por la adquisición de riquezas
por lo que se originan todas las guerras, y a adquirir riquezas nos vemos
obligados por el cuerpo, porque somos esclavos de sus cuidados; y de ahí,
que por todas estas causas no tengamos tiempo para dedicarlo a la filosofía.
Y lo peor de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de su cuidado y
nos dedicamos a reflexionar sobre algo, inesperadamente se presenta en todas
partes en nuestras investigaciones y nos alborota, nos perturba y nos deja
perplejos, de tal manera que por su culpa no podemos contemplar la verdad.
Por el contrario, nos queda verdaderamente demostrado que, si alguna vez
hemos de saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él y
contemplar tan sólo con el alma las cosas en sí mismas. Entonces, según
parece, tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados,
la sabiduría; tan sólo entonces, una vez muertos, según indica el
razonamiento, y no en vida. En efecto, si no es posible conocer nada de una
manera pura juntamente con el cuerpo, una de dos, o es de todo punto
imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando hayamos muerto, pues
es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no
antes. Y mientras estemos con vida, más cerca estaremos del conocer, según
parece, si en todo lo posible no tenemos ningún trato ni comercio con el
cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, ni nos contaminamos de su
naturaleza, manteniéndonos puros de su contacto, hasta que la divinidad nos
libre de él. De esta manera, purificados y desembarazados de la insensatez
del cuerpo, estaremos, como es natural, entre gentes semejantes a nosotros y
conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro; y esto tal vez sea lo
verdadero. Pues al que no es puro es de temer que le esté vedado el alcanzar
lo puro. He aquí, oh Simmias, lo que necesariamente pensarán y se dirán unos
a otros todos los que son amantes del aprender en el recto sentido de la
palabra. ¿No te parece a ti así?
—Enteramente, Sócrates.
—Así, pues, compañero —dijo
Sócrates—, si esto es verdad, hay una gran esperanza de que, una vez llegado
adonde me encamino, se adquirirá plenamente allí, más que en ninguna otra
parte, aquello por lo que tanto nos hemos afanado en nuestra vida pasada; de
suerte que el viaje que ahora se me ha ordenado se presenta unido a una
buena esperanza, tanto para mí como para cualquier otro hombre que estime
que tiene su pensamiento preparado y, por decirlo así, purificado.
—Exacto —respondió Simmias.
—¿Y la purificación no es, por
ventura, lo que en la tradición se viene diciendo desde antiguo, el separar
el alma lo más posible del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse; a
recogerse en si misma, retirándose de todas las partes del cuerpo, y
viviendo en lo posible tanto en el presente como en el después sola en sí
misma, desligada del cuerpo como de una atadura?
—Así es en efecto —dijo.
—¿Y no se da el nombre de muerte
a eso precisamente, al desligamiento y separación del alma con el cuerpo?
—Sin duda alguna —respondió
Simmias.
—Pero el desligar el alma, según
afirmamos, es la aspiración suma, constante y propia tan sólo de los que
filosofan en el recto sentido de la palabra; y la ocupación de los filósofos
estriba precisamente en eso mismo, en el desligamiento y separación del alma
y del cuerpo. ¿Si o no?
—Así parece.
—¿Y no sería ridículo, como dije
al principio, que un hombre que se ha preparado durante su vida a vivir en
un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le
llega ésta?
—Sería ridículo. ¡Cómo no!
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