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Díalogos Socráticos
Fedón, o de la
inmortalidad del alma
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—Luego, en realidad, oh Simmias
—replicó Sócrates—, los que filosofan en el recto sentido de la palabra se
ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el
estar muertos. Y puedes colegirlo de lo siguiente: si están enemistados en
todos los respectos con el cuerpo y desean tener el alma sola en sí misma,
¿no sería un gran absurdo que, al producirse esto, sintieran temor y se
irritasen y no marcharan gustosos allá, donde tienen esperanza de alcanzar a
su llegada aquello de que estuvieron enamorados a lo largo de su vida —que
no es otra cosa que la sabiduría— y de librarse de la compañía de aquello
con lo que estaban enemistados? ¿No es cierto que al morir amores humanos,
mancebos amados, esposas e hijos, fueron muchos los que se prestaron de buen
grado a ir en pos de ellos al Hades, impulsados por la esperanza de que allí
verían y se reunirían con los seres que añoraban? Y en cambio, si alguien
ama de verdad la sabiduría, y tiene con vehemencia esa misma esperanza, la
de que no se encontrará con ella de una manera que valga la pena en otro
lugar que en el Hades ¿se va a irritar por morir y marchará allá a disgusto?
Preciso es creer que no, compañero, si se trata de un verdadero filósofo,
pues tendrá la firme opinión de que en ninguna otra parte, salvo allí, se
encontrará con la sabiduría en estado de pureza. Y si esto es así, como
decía hace un momento, ¿ no sería un gran absurdo que un hombre semejante
tuviera miedo a la muerte?
—Sí, por Zeus —dijo Simmias—, un
gran absurdo.
—¿Y no te parece que es indicio
suficiente de que un hombre no era amante de la sabiduría, sino del cuerpo,
el verle irritarse cuando está a punto de morir? Y probablemente ese mismo
hombre resulte también amante del dinero, o de honores, o una de estas dos
cosas, o las dos a la vez.
—Efectivamente —respondió——,
ocurre tal y como dices.
—¿Acaso no es, Simmias —prosiguió—
lo que se llama valentía lo que más conviene a los que son así?
—Sin duda alguna —dijo.
¿Y no es la moderación, incluso
eso que el vulgo llama moderación, es decir, el no dejarse excitar por los
deseos, sino mostrarse indiferente y mesurado ante ellos, lo que conviene a
aquellos únicamente que, descuidándose en extremo del cuerpo, viven
entregados a la filosofía?
—Necesariamente —respondió.
—En efecto —siguió Sócrates—,
pues si quieres considerar la valentía y la moderación de los demás, te
parecerá que es extraña.
—¿En qué sentido, Sócrates?
—¿No sabes —prosiguió— que todos
los demás consideran la muerte como uno de los grandes males?
—Lo sé, y muy bien —dijo.
—¿Y cuando afrontan la muerte
los que entre ellos son valientes no la afrontan por miedo a mayores males?
—Así es.
—Luego el tener miedo y el temor
es lo que hace valientes a todos, salvo a los filósofos; y eso que es
ilógico que se sea valiente por temor y cobardía.
—Completamente.
—¿Y qué hemos de decir de los
que entre ellos son moderados? ¿No les ocurre lo mismo? ¿No es por una
cierta intemperancia por lo que son moderados? Aunque digamos que es
imposible, sin embargo, lo que les ocurre con respecto a esa necia
moderación es algo semejante al caso anterior. Temen verse privados de los
placeres que ansían, y se abstienen de unos vencidos por otros. Y pese a que
llaman intemperancia al dejarse dominar por los placeres, les sucede, no
obstante, que dominan unos, mas por estar dominados por otros. Y esto
equivale a lo que se decía hace un momento, que en cierto modo se moderan
por causa de una cierta intemperancia.
—Así parece.
—Y, tal vez, oh bienaventurado
Simmias, no sea el recto cambio con respecto a la virtud, el trocar placeres
por placeres, penas por penas y temor por temor, es decir, cosas mayores por
cosas menores, como si se tratara de monedas. En cambio, tal vez sea la
única moneda buena, por la cual debe cambiarse todo eso, la sabiduría. Por
ella y con ella quizá se compre y se venda de verdad todo, la valentía, la
moderación, la justicia y, en una palabra, la verdadera virtud; con la
sabiduría tan sólo, se añadan o no los placeres y los temores y todas las
demás cosas de ese tipo. Pero si se cambian entre sí, separadas de la
sabiduría, es muy probable que una virtud semejante sea una mera apariencia,
una virtud en realidad propia de esclavos y que no tiene nada de sano ni de
verdadero. Por el contrario, la verdadera realidad tal vez sea una
purificación de todas las cosas de este tipo, y asimismo la moderación, la
justicia, la valentía y la misma sabiduría, un medio de purificación.
Igualmente es muy posible que quienes no instituyeron los misterios no
hayan sido hombres mediocres, y que, al contrario, hayan estado en lo cierto
al decir desde antiguo, de un modo enigmático, que quien llega profano y sin
iniciar al Hades yacerá en el fango, mientras que el que allí llega
purificado e iniciado habitará con los dioses. Pues son, al decir de los que
presiden las iniciaciones, muchos los portatirsos, pero pocos los bacantes.
Y éstos, en mi opinión, no son otros que los que se han dedicado a la
filosofía en el recto sentido de la palabra. Por llegar yo también a ser uno
de ellos no omití en lo posible cuanto estuvo de mi parte, a lo largo de mi
vida, sino que me afané de todo corazón. Y si mi afán fue el que la cosa
merecía y he tenido éxito, al llegar allí, sabré, si Dios quiere, la exacta
verdad, dentro de un rato, según creo. Tal es, oh Simmias y Cebes —dijo—, la
defensa que yo hago para demostrar que es natural que no me duela ni me
irrite el abandonaros a vosotros ni a mis amos de aquí, puesto que pienso
que he de encontrarme allí, no menos que aquí, con buenos amos y compañeros.
[Pero éste es un punto que produce sus dudas en el vulgo]. Así que, si en mi
defensa os resulta a vosotros más convincente que a los jueces de Atenas, me
doy por satisfecho.
Al acabar de decir esto Sócrates,
Cebes, tomando la palabra, dijo:
—Oh Sócrates, todo lo demás me
parece que está bien dicho, pero lo relativo al alma produce en los hombres
grandes dudas por el recelo que tienen de que, una vez que se separe del
cuerpo, ya no exista en ninguna parte, sino que se destruya y perezca en el
mismo día en que el hombre muera, y que tan pronto como se separe del cuerpo
y de él salga, disipándose como un soplo o como el humo se marche en un
vuelo y ya no exista en ninguna parte. Pues, si verdaderamente estuviera en
alguna parte ella sola, concentrada en sí misma y liberada de esos males que
hace un momento expusiste, habría una grande y hermosa esperanza, oh
Sócrates, de que es verdad lo que tú dices. Pero tal vez requiera una
justificación y una demostración no pequeña eso de que existe el alma cuando
el hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento.
—Verdad es lo que dices —replicó
Sócrates—.
—Pero, ¿qué debemos hacer? ¿quieres
que charlemos sobre si es verosímil que así sea, o no?
—Yo, por mi parte —repuso Cebes—,
escucharía con gusto qué opinión tienes sobre ello.
—Al menos —dijo Sócrates—, no
creo que ahora dijera nadie que me escuchase, ni aunque fuera un poeta
cómico, que soy un charlatán y que hablo sobre lo que no me atañe. Así que,
si te parece, será menester examinarlo. Y consideremos la cuestión de este
modo: ¿tienen una existencia en el Hades las almas de los finados o no? Pues
existe una antigua tradición, que hemos mencionado, que dice que, llegadas
de este mundo al otro las almas, existen allí y de nuevo vuelven acá,
naciendo de los muertos. Y si esto es verdad, si de los muertos renacen los
vivos, ¿qué otra cosa cabe afirmar sino que nuestras almas tienen una
existencia en el otro mundo?; pues no podrían volver a nacer si no
existieran. Y la prueba suficiente de que esto es verdad sería el demostrar
de una manera evidente que los vivos no tienen otro origen que los muertos.
Si esto no es posible, sería preciso otro argumento.
—Exacto —dijo Cebes.
—Pues bien —prosiguió Sócrates—,
si quieres comprender mejor la cuestión, no debes considerarla tan sólo en
el caso de los hombres, sino también en el de todos los animales y plantas;
en una palabra, tenemos que ver con respecto a todo lo que tiene un origen,
si éste no es otro que su contrario en todos los seres que tienen algo que
está con ellos en oposición análoga a aquella en que está lo bello con
respecto a lo feo, lo justo con lo injusto, y otras innumerables cosas que
están en la misma relación. Esto es, pues, lo que tenemos que considerar, si
es necesario que todos los seres que tienen un contrario no tengan en
absoluto otro origen que su contrario. Un ejemplo: cuando una cosa se hace
mayor ¿no es necesario que de menor que era antes se haga luego mayor?
—Sí.
—Y en el caso de que se haga más
pequeña, ¿no ocurrirá que de mayor que era primero se hará después menor?
—Así es —contestó.
—¿Y no es verdad que lo más
débil procede de lo más fuerte y lo más rápido de lo más lento?
—Por supuesto.
—¿Y qué? ¿Lo que se hace peor,
no procede de lo mejor, y lo más justo, de lo más injusto?
—Indudablemente.
—¿Tenemos entonces probado —preguntó
Sócrates— de un modo satisfactorio, que todo se produce así, que las cosas
contrarias nacen de sus contrarias?
—Sin duda.
—¿Y qué respondes ahora? ¿No hay
en eso algo así como dos generaciones entre cada par de contrarios, una que
va del primero al segundo y otra que va, a su vez, del segundo al primero?
Entre una cosa mayor y una menor ¿no hay un aumento y una disminución? ¿Y no
llamamos, en consecuencia, al primer acto aumentar y al segundo disminuir?
—Sí —contestó.
—¿Y con respecto al
descomponerse y al componerse, al enfriarse y al calentarse, y a todas las
cosas que ofrecen una oposición semejante, aunque a veces no tengamos
nombres para denominarlas, no ocurre de hecho lo mismo en todas ellas
necesariamente, que tienen su origen las unas en las otras y que la
generación va mutuamente de cada una de ellas a su contraria?
—En efecto —dijo.
—Entonces ¿qué? —replicó
Sócrates— ¿Hay algo que sea contrario al vivir de la misma manera que el
dormir es contrario al estar despierto?
—Si, lo hay —respondió.
—¿Qué?
—El estar muerto.
—¿Y no se origina lo uno de lo
otro, puesto que son contrarios? ¿y no son dos las generaciones que hay
entre ambos, puesto que son dos?
—Imposible es negarlo.
—Pues bien —prosiguió Sócrates—,
yo te voy a hablar a ti de una de esas parejas a las que me refería hace un
momento, de ella y de sus generaciones, y tú me vas a hablar a mí de la otra.
Se trata del dormir y del estar despierto, y digo que del dormir se origina
el estar despierto y del estar despierto el dormir, siendo las generaciones
de ambos una el dormirse y la otra el despertarse. ¿Te basta con lo dicho, o
no?
—Desde luego que sí.
—Responde tú ahora de igual
manera —añadió—, a propósito de la vida y de la muerte. ¿No afirmas que el
estar muerto es lo contrario del vivir?
—Sí.
—¿Y que se origina lo uno de lo
otro?
—Sí.
—Entonces, ¿qué es lo que se
produce de lo que vive?
—Lo que está muerto —respondió.
—¿Y qué se produce —replicó
Sócrates— de lo que está muerto?
—Lo que vive, necesario es
reconocerlo.
—¿Proceden, entonces, de lo que
está muerto, tanto las cosas que tienen vida, como los seres vivientes?
—Es evidente —respondió.
—Luego nuestras almas existen en
el Hades.
—Tal parece.
—Y de las dos generaciones que
aquí intervienen, ¿no es obvia la una?; pues el morir es cosa evidente sin
duda. ¿No es verdad?
—Por completo.
—¿Qué haremos entonces? ¿No
vamos a admitir en compensación la generación contraria, sino que ha de
quedar coja en este aspecto la naturaleza? ¿No es necesario más bien
conceder al morir una generación contraria?
—De todo punto.
—¿Cuál es esa?
—El revivir.
—Y si existe el revivir, ¿no
será eso de revivir una generación que va de los muertos a los vivos?
—Sin duda.
—Luego convenimos aquí también
que los vivos proceden de los muertos no menos que los muertos de los vivos,
y, siendo esto así, parece que hay indicio suficiente de que es necesario
que las almas de los muertos existan en alguna parte, de donde vuelvan a la
vida.
—Me parece, Sócrates —respondió—,
que, según lo convenido, es necesario que así sea.
—Pues bien, Cebes —dijo Sócrates—,
que lo hemos convenido con razón puedes verlo, a mi entender, de esta manera.
Si no hubiera una correspondencia constante en el nacimiento de unas cosas
con el de otras como si se movieran en círculo, sino que la generación fuera
en linea recta, tan sólo de uno de los dos términos a su contrario, sin que
de nuevo doblara la meta en dirección al otro, ni recorriera el camino en
sentido inverso, ¿no te das cuenta de que todas las cosas acabarían por
tener la misma forma, experimentar el mismo cambio, y cesarían de producirse?
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No es difícil comprender lo que
digo —contestó Sócrates—. Por ejemplo: si existiera el dormirse, pero no se
produjera en correspondencia el despertarse a partir de lo que está dormido,
te das cuenta de que todas las cosas terminarían por mostrar que lo que le
ocurrió a Endimión; es una bagatela; y no se le distinguiría a aquél en
ninguna parte, por encontrarse todas las demás cosas en su mismo estado, en
el de estar durmiendo. Y si todas las cosas se unieran y no se separaran, al
punto ocurriría lo que dijo Anaxágoras: "Todas las cosas en el mismo
lugar".Y de la misma manera, oh querido Cebes, si muriera todo cuanto
participa de la vida, y, después de morir, permaneciera lo que está muerto
en dicha forma sin volver de nuevo a la vida, ¿no sería de gran necesidad
que todo acabara por morir y nada viviera? Pues aun en el caso de que lo que
vive naciera de las demás cosas que tienen vida, si lo que vive muere, ¿qué
medio habría de impedir que todo se consumiera en la muerte?
—Ninguno en absoluto, Sócrates —dijo
Cebes—. Me parece enteramente que dices la verdad.
—En efecto, Cebes, nada hay a mi
entender más cierto; y nosotros, al reconocerlo así no nos engañamos, sino
que tan realidad es el revivir como el que los vivos proceden de los muertos,
y el que las almas de éstos existen [ y a las que son buenas les va mejor; y
a las que son malas peor]
—Y además —repuso Cebes
interrumpiéndole—, según ese argumento, Sócrates, que tú sueles con tanta
frecuencia repetir, de que el aprender no es sino el recordar, resulta
también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros
hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas esto es
imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de
llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también según esto
parece que el alma es algo inmortal.
—Pero, oh Cebes replicó Simmias,
tomando la palabra—, ¿cuáles son las pruebas de esto? Recuérdamelas, pues en
este momento no las conservo bien en la memoria.
—Se basan —contestó Cebes— en un
único y excelente argumento; al ser interrogados los hombres, si se les hace
la pregunta bien, responden de por sí todo tal y como es; y ciertamente no
serían capaces de hacerlo si el conocimiento y el concepto exacto de las
cosas no estuviera ya en ellos. Así, pues, si se les enfrenta con figuras
geométricas o con otra cosa similar, se delata de manera evidentísima que
así ocurre.
—Mas si con este argumento,
Simmias —medió Sócrates—, no te convences, mira a ver si, considerando la
cuestión de este otro modo, te sumas a nuestra opinión. Lo que pones en duda
es el cómo lo que se llama instrucción puede ser un recuerdo.
—No es que yo lo ponga en duda —replicó
Simmias—, lo que yo pido es experimentar en mí eso de que se está hablando,
es decir que se me haga recordar. Pero con lo que comenzó a decir Cebes,
sobre poco más o menos, recuerdo ya todo y estoy casi convencido. Sin
embargo, no por eso dejaré ahora de escuchar con menor gusto cómo planteas
tú la cuestión.
—De este modo —respondió
Sócrates—. Estamos, sin duda, de acuerdo en que si alguien recuerda algo
tiene que haberlo sabido antes.
—En efecto —dijo Simmias.
—¿Y no reconocemos también que
cuando un conocimiento se presenta de la siguiente manera es un recuerdo? ¿Cuál
es esa manera que digo? Esta. Cuando al ver u oír algo, o al tener cualquier
otra percepción, no sólo se conoce la cosa de que se trata, sino también se
piensa en otra sobre la que no versa dicho conocimiento sino otro ¿no
decimos con razón que se recordó aquello cuya idea vino a la mente?
—¿Cómo dices?
—Por ejemplo, lo siguiente: el
conocimiento de un hombre y el de una lira son dos cosas distintas.
—¡Cómo no!
—¿Y no sabes que a los
enamorados, cuando ven una lira, o un manto, o cualquier otro objeto que
suele usar su amado, les ocurre lo que se ha dicho? Reconocen la lira y al
punto tienen en el pensamiento la imagen del muchacho a quien pertenecía.
Esto es lo que es un recuerdo. De la misma manera que, cuando se ve a
Simmias, muchas veces se acuerda uno de Cebes, y se podrían citar otros mil
casos similares.
—Sí, por Zeus, otros mil —replicó
Simmias.
—¿Y lo que entra en este tipo de
cosas no es un recuerdo? ¿Y no lo es, sobre todo, cuando le ocurre a uno
esto con lo que se tenía olvidado por el tiempo, o por no poner en ello
atención?
—Exacto —respondió.
—¿Y qué? —continuó Sócrates—.
¿Es posible, cuando se ve un caballo dibujado o el dibujo de una lira,
acordarse de un hombre, y recordar a Cebes, al ver un retrato de Simmias?
—Sí.
—¿Y no lo es también el
acordarse de Simmias cuando ve uno su retrato?
—En efecto, es posible —respondió.
—¿Y no sucede en todos estos
casos que el recuerdo se produce a partir de cosas semejantes, o cosas
diferentes?
—Si, sucede.
—Pero, al menos en el caso de
recordar algo a partir de cosas semejantes, ¿no es necesario el que se nos
venga además la idea de si a aquello le falta algo o no en su semejanza con
lo que se ha recordado?
—Si, es necesario — contestó.
—Considera ahora —prosiguió
Sócrates— si lo que ocurre es esto. Afirmamos que de algún modo existe lo
igual, pero no me refiero a un leño que sea igual a otro leño, ni a una
piedra que sea igual a otra, ni a ninguna igualdad de este tipo, sino a algo
que, comparado con todo esto, es otra cosa: lo igual en sí. ¿Debemos decir
que es algo, o que no es nada?
—Digamos que es algo ¡por Zeus!
—replicó Simmias— y — con una maravillosa convicción.
—¿Sabemos acaso lo que es en sí
mismo?
—Sí —respondió.
—¿De dónde hemos adquirido el
conocimiento de ello? ¿Será tal vez de las cosas de que hace un momento
hablábamos? ¿Acaso al ver leños, piedras u otras cosas iguales, cualesquiera
que sean, pensamos por ellas en lo igual en el sentido mencionado, que es
algo diferente de ellas? ¿O no se te muestra a ti como algo diferente?
Considéralo también así: ¿No es cierto que piedras y leños que son iguales,
aun siendo los mismos, parecen en ocasiones iguales a unos y a otros no?
—En efecto.
—¿Y qué? ¿Las cosas que son en
realidad iguales se muestran a veces ante ti como desiguales, y la igualdad
como desigualdad?
—Nunca, Sócrates.
—Luego no son lo mismo—replicó—
las cosas esas iguales que lo igual en sí.
—No me lo parecen en modo alguno,
Sócrates.
—Pero, no obstante, ¿no son esas
cosas iguales, a pesar de diferir de lo igual en sí, las que te lo hicieron
concebir y adquirir su conocimiento?
—Es enteramente cierto lo que
dices.
—Y esto ¿no ocurre, bien porque
es semejante a ellas, bien porque es diferente?
—Exacto.
—En efecto — dijo Sócrates — no
hay en ello ninguna diferencia. Si al ver un objeto piensas a raíz de verlo
en otro, bien sea semejante o diferente, es necesario que este proceso haya
sido un recuerdo.
—Sin duda alguna.
—¿Y qué? —continuó—, ¿no nos
ocurre algo similar en el caso de los leños y de esas cosas iguales que hace
un momento mencionábamos? ¿Acaso se nos presentan iguales de la misma manera
que lo que es igual en sí? ¿Les falta algo para ser tal y como es lo igual,
o no les falta nada?
—Les falta, y mucho —respondió.
—Ahora bien, cuando se ve algo y
se piensa: esto que estoy viendo yo ahora quiere ser tal y como es cualquier
otro ser, pero le falta algo y no puede ser tal y como es dicho ser, sino
que es inferior, ¿no reconocemos que es necesario que quien haya tenido este
pensamiento se encontrara previamente con el conocimiento de aquello a que
dice que esto otro se asemeja, pero que le falta algo para una similitud
completa?
—Necesario es reconocerlo.
—¿Qué respondes entonces? ¿Nos
ocurre o no lo mismo con respecto a las cosas iguales y a lo igual en si?
—Lo mismo enteramente.
—Luego es necesario que nosotros
hayamos conocido previamente lo igual, con anterioridad al momento en que,
al ver por primera vez las cosas iguales, pensamos que todas ellas tienden a
ser como es lo igual, pero les falta algo para serlo.
—Así es.
—Pero también convenimos que ni
lo hemos pensado, ni es posible pensarlo por causa alguna que no sea el ver,
el tocar o cualquier otra percepción; que lo mismo digo de todas ellas.
—En efecto, Sócrates, pues su
caso es el mismo, al menos respecto de lo que pretende demostrar el
razonamiento.
—Pues bien, a juzgar por las
percepciones, se debe pensar que todas las cosas iguales que ellas nos
presentan aspiran a lo que es igual, pero son diferentes a esto. ¿Es así
como lo decimos?
—Es así.
—Luego, antes de que nosotros
empezáramos a ver, a oír y a tener las demás percepciones, fue preciso que
hubiéramos adquirido ya de algún modo el conocimiento de lo que es lo igual
en sí, si es que a esto íbamos a referir las igualdades que nos muestran las
percepciones en las cosas, y pensar, al referirlas, que todas ellas se
esfuerzan por ser de la misma índole que aquello, pero son, sin embargo,
inferiores.
—Necesario es, Sócrates, según
lo dicho anteriormente.
—Y al instante de nacer, ¿no
veíamos ya y oíamos y teníamos las restantes percepciones?
—Efectivamente.
—¿No fue preciso, decimos, tener
ya adquirido con anterioridad a estas percepciones el conocimiento de lo
igual?
—Sí.
—En ese caso, según parece, por
necesidad lo teníamos adquirido antes de nacer.
—Eso parece.
—Pues bien, si lo adquirimos
antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes de nacer e
inmediatamente después de nacer, no sólo lo que es igual en si, sino también
lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro
razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo
bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo,
sellamos con el rótulo de lo que es en sí, tanto en las preguntas que
planteamos como en las respuestas que damos, de suerte que es necesario que
hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas.
—Así es.
—Y si, tras haberlos adquirido,
no los olvidáramos cada vez, siempre naceríamos con ese saber y siempre lo
conservaríamos a lo largo de la vida. Pues, en efecto, el saber estriba en
adquirir el conocimiento de algo y en conservarlo sin perderlo. Y por el
contrario, Simmias, ¿no llamamos olvido a la pérdida de un conocimiento?
—Sin duda alguna, Sócrates —respondió.
—Pero si, como creo, tras
haberlo adquirido antes de nacer, lo perdimos en el momento de nacer, y
después gracias a usar en ello de nuestros sentidos, recuperamos los
conocimientos que tuvimos antaño, ¿no será lo que llamamos aprender el
recuperar un conocimiento que era nuestro? ¿Y si a este proceso le
denominamos recordar, no le daríamos el nombre exacto?
—Completamente.
—Al menos, en efecto, se ha
mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se
experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa
percibida, en otra que se tenía olvidada, y a la que aquélla se aproximaba
bien por su diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de
dos, o nacemos con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a
lo largo de nuestra vida o los que decimos que aprenden después no hacen más
que recordar, y el aprender en tal caso es recuerdo.
—Así es efectivamente, Sócrates.
—Entonces, Simmias, ¿cuál de las
dos cosas escoges? ¿Nacemos nosotros en posesión del conocimiento o
recordamos posteriormente aquello cuyo conocimiento habíamos adquirido con
anterioridad?
—No puedo, Sócrates, en este
momento escoger.
—¿Y qué? ¿Puedes tomar partido
en esto otro y decir cuál es tu opinión sobre ello? Un hombre en posesión de
un conocimiento, ¿podría dar razón de lo que conoce, o no?
—Eso es de estricta necesidad,
Sócrates —respondió.
—¿Y te parece también que todos
pueden dar razón de esas cosas de las que hablábamos hace un momento?
—Tal sería mi deseo, ciertamente
—replicó Simmias—, pero, por el contrario, mucho me temo que mañana a estas
horas ya no haya ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.
—Luego ¿es que no crees, Simmias
—preguntó Sócrates—, que todos tengan un conocimiento de ellas?
—En absoluto.
—¿Recuerdan, entonces, lo que en
su día aprendieron?
—Necesariamente.
—¿Cuándo adquirieron nuestras
almas el conocimiento de estas cosas? Pues evidentemente no ha sido después
de haber tomado nosotros forma humana.
—No, sin duda alguna.
—Luego fue anteriormente.
—Sí.
—En tal caso, Simmias, existen
también las almas antes de estar en forma humana, separadas de los cuerpos,
y tenían inteligencia.
—A no ser, Sócrates, que
adquiramos esos conocimientos al nacer, pues aún queda ese momento.
—Sea, compañero. Pero, entonces,
¿en qué otro tiempo los perdemos? Pues nacemos sin ellos, como acabamos de
convenir ¿o es que los perdemos en el instante en que los adquirimos? ¿Puedes
acaso indicar otro momento?
—En absoluto, Sócrates, no me di
cuenta que dije una tontería.
—¿Y es que la cuestión, Simmias.
se nos presenta así? —continuó Sócrates—. Si, como repetimos una y otra vez,
existe lo bello, lo bueno y todo lo que es una realidad semejante, y a ella
referimos todo lo que procede de las sensaciones, porque encontramos en ella
algo que existía anteriormente y nos pertenecía, es necesario que, de la
misma manera que dichas realidades existen, exista también nuestra alma,
incluso antes de que nosotros naciéramos. Pero si éstas no existen, ¿no se
habría dicho en vano este razonamiento? ¿No se presenta así la cuestión? ¿No
hay una igual necesidad de que existan estas realidades y nuestras almas
antes, incluso, de que nosotros naciéramos, y de que si no existen aquéllas
tampoco existan éstas?
—Es extraordinaria, Sócrates, la
impresión que tengo —dijo Simmias— de que hay la misma necesidad. Y el
razonamiento arriba a buen puerto, a saber, que nuestras almas existen antes
de nacer nosotros del mismo modo que la realidad de la que acabas de hablar.
Pues nada tengo por tan evidente como el que lo bello, lo bueno y todas las
demás cosas de esta índole de que hace un momento hablabas tienen existencia
en grado sumo; y en mi opinión, al menos, la demostración queda hecha de un
modo satisfactorio.
—¿Y en la de Cebes, qué? —replicó
Sócrates—, pues es preciso convencer también a Cebes.
—Lo mismo —dijo Simmias—, según
creo. Y eso que es el hombre más reacio a dejarse convencer por los
razonamientos. Sin embargo, creo que ha quedado plenamente convencido de que
antes de nacer nosotros existía nuestra alma. Con todo, la cuestión de si,
una vez que hayamos muerto, continuará existiendo, tampoco me parece a mí,
Sócrates — agregó — que se haya demostrado. Antes bien, estimo que aún sigue
en pie la objeción que hizo Cebes hace un rato, el temor del vulgo de que,
al morir el hombre, se disuelva el alma y sea para ella este momento el fin
de su existencia. Pues ¿qué es lo que impide que nazca, se constituya y
exista en cualquier otra parte, incluso antes de llegar al cuerpo humano,
pero en el momento en que haya llegado a éste y se haya separado de él
termine también su existencia y encuentre su destrucción?
—Dices bien, Simmias —repuso
Cebes—. Es evidente que se ha demostrado algo así como la mitad de lo que es
menester demostrar: que antes de nacer nosotros existía nuestra alma, pero
es preciso añadir la demostración de que, una vez que hayamos muerto,
existirá exactamente igual que antes de nuestro nacimiento, si es que la
demostración ha de quedar completa.
—La demostración, ¡oh Simmias y
Cebes! —dijo Sócrates—, queda hecha ya en este momento, si queréis combinar
en uno solo este argumento con el que, con anterioridad a éste, admitimos
aquel de que todo lo que tiene vida nace de lo que está muerto. En efecto,
si el alma existe previamente, y es necesario que, cuando llegue a la vida y
nazca, no nazca de otra cosa que de la muerte y del estado de muerte, ¿cómo
no va a ser también necesario que exista, una vez que muera, puesto que
tiene que nacer de nuevo? Queda demostrado, pues, lo que decís desde este
momento incluso. No obstante, me parece que, tanto tú como Simmias,
discutiríais con gusto esta cuestión con mayor detenimiento, y que teméis,
como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la disuelva
con su soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se muere
no en un momento de calma, sino en un gran vendaval.
Cebes, entonces, le dijo
sonriendo:
—Como si tuviéramos ese temor,
intenta convencernos, oh Sócrates. O mejor dicho, no como si fuéramos
nosotros quienes lo tienen, pues tal vez haya en nuestro interior un niño
que sea quien sienta tales miedos. Intenta, pues, disuadirle de temer a la
muerte como al coco.
—Pues bien —replicó Sócrates—,
preciso es aplicarte ensalmos cada día, hasta que le hayáis curado por
completo.
—Y ¿de dónde sacaremos —respondió
Cebes— un buen conjurador de tales males, puesto que nos abandonas?
—Grande es la Hélade, Cebes —repuso
Sócrates—, en la que tiene que haber en alguna parte hombres de valía, y
muchos son también los pueblos bárbaros que debéis escudriñar en su
totalidad en búsqueda de un tal conjurador, sin ahorrar ni dineros ni
trabajos, ya que no hay nada en lo que más oportunamente podríais gastar
vuestros haberes. Y debéis también buscarlo entre vosotros mismos, pues tal
vez no podríais encontrar con facilidad a quienes pudieran hacer esto mejor
que vosotros.
—Así se hará, ciertamente —dijo
Cebes—. Pero volvamos al punto en que hemos quedado, si te place.
—Desde luego que me place, ¿cómo
no iba a placerme?
—Dices bien —repuso Cebes.
—¿Y lo que debemos preguntarnos
a nosotros mismos —dijo Sócrates—, no es algo así como esto: a qué clase de
ser le corresponde el ser pasible de disolverse y con respecto a qué clase
de seres debe temerse que ocurra este percance y con respecto a qué otra
clase no? Y a continuación, ¿no debemos considerar a cuál de estas dos
especies de seres pertenece el alma y mostrarnos, según lo que resulte de
ello, confiados o temerosos con respecto a la nuestra?
—Es verdad lo que dices —asintió
Cebes.
—¿Y no es lo compuesto y lo que
por naturaleza es complejo aquello a lo que corresponde el sufrir este
percance, es decir, el descomponerse tal y como fue compuesto? Más si por
ventura hay algo simple, ¿no es a eso solo, más que a otra cosa, a lo que
corresponde el no padecerlo?
—Me parece que es así —respondió
Cebes.
—¿Y no es sumamente probable que
lo que siempre se encuentra en el mismo estado y de igual manera sea lo
simple, y lo que cada vez se presenta de una manera distinta y jamás se
encuentra en el mismo estado sea lo compuesto?
—Tal es, al menos, mi opinión.
—Pasemos, pues —prosiguió—, a lo
tratado en el argumento anterior. La realidad en sí, de cuyo ser demos razón
en nuestras preguntas y respuestas, ¿se presenta siempre del mismo modo y en
idéntico estado, o cada vez de manera distinta? Lo igual en sí, lo bello en
sí, cada una de las realidades en sí, se admite en ellas un cambio
cualquiera? ¿O constantemente cada una de esas realidades que tienen en si y
con respecto a si misma una única forma, siempre se presenta en idéntico
modo y en idéntico estado, y nunca, en ningún momento y de ningún modo,
admite cambio alguno?
—Necesario es, Sócrates —respondió
Cebes—, que se presente en idéntico modo y en idéntico estado.
—¿Y qué ocurre con la
multiplicidad de las cosas bellas, como, por ejemplo, hombres, caballos,
mantos o demás cosas, cualesquiera que sean, que tienen esa cualidad, o que
son iguales o con todas aquellas, en suma, que reciben el mismo nombre que
esas realidades?; ¿Acaso se presentan en idéntico estado, o todo lo
contrario que aquéllas, no se presentan nunca, bajo ningún respecto, por
decirlo así, en idéntico estado, ni consigo mismas, ni entre si?
—Así ocurre con estas cosas —respondió
Cebes—; jamás se presentan del mismo modo.
—Y a estas últimas cosas, ¿no se
las puede tocar y ver y percibir con los demás sentidos, mientras que a las
que siempre se encuentran en el mismo estado es imposible aprehenderlas con
otro órgano que no sea la reflexión de la inteligencia, puesto que son
invisibles y no se las puede percibir con la vista?
—Completamente cierto es lo que
dices —respondió Cebes.
—¿Quieres que admitamos —prosiguió
Sócrates— dos especies de realidades, una visible y la otra invisible?
—Admitámoslo.
—¿Y que la invisible siempre se
encuentra en el mismo estado, mientras que la visible nunca lo está?
—Admitamos también esto —respondió
Cebes.
—Sigamos, pues —prosiguió—, ¿hay
una parte en nosotros que es el cuerpo y otra que es el alma?
—Imposible sostener otra cosa.
—¿Y a cuál de esas dos especies
diríamos que es más similar y más afín el cuerpo?
—Claro es para todos que a la
visible —respondió.
—¿Qué, y el alma? ¿Es algo
visible o invisible?
—Los hombres, al menos, Sócrates,
no la pueden ver.
—Pero nosotros hablábamos de lo
que es visible y de lo que no lo es para la naturaleza del hombre, ¿o con
respecto a qué otra naturaleza crees que hablamos?
—Con respecto a la de los
hombres.
—¿Que decimos, pues, del alma?
¿Es algo que se puede ver o que no se puede ver?
—Que no se puede ver.
—¿Invisible, entonces?
—Si.
—Luego el alma es más semejante
que el cuerpo a lo invisible, y éste, a su vez, más semejante que aquélla a
lo visible.
—De toda necesidad, Sócrates.
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