Literatura:
literatura. f. Arte bello
que tiene por instrumento la palabra. Conjunto de las composiciones
literarias de un pueblo, época o género. Conjunto de obras sobre
algún arte o ciencia.
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{f.} | literature
(Del lat. litteratura); sust. f.
1.
Entre las bellas artes, la que se sirve del lenguaje humano -escrito
o hablado- como instrumento para la creación de una obra poética:
la función poética del lenguaje tiene su máximo rendimiento
en el ámbito de la literatura.
2. Teoría de la composición literaria: muchos
escritores célebres no tienen ni idea de literatura.
3. Conjunto de las composiciones literarias escritas en
un mismo país, período, género, idioma...:
la literatura picaresca halla su
formulación definitiva en el Guzmán de Alfarache, de Mateo
Alemán.
4. [Por extensión de las acepciones 2 y 3]
Asignatura o disciplina académica cuyo alcance abarca el estudio
de diversos contenidos literarios, desde los más generales a los
más concretos (ú. s. en mayúscula): aquel profesor enseñaba
muy bien la Literatura de los Siglos de Oro.
5. Conjunto de obras que tratan sobre una misma
materia: no se conoce un caso igual de egolatría en toda la
literatura psiquiátrica.
6. [Uso figurado y despectivo] Bagatela, nonada,
palabrería hueca que sólo pretende hinchar u ornamentar el
contenido de un mensaje: Benavides, le
he suspendido porque su examen tiene mucha literatura,
pero muy poco contenido substancial.
Sinónimos
Poesía, creación, letras, bellas letras, humanidades, escrito,
información, palabrería, circunloquio, rodeo.
Modismos
Hacer literatura. [Uso figurado y despectivo] Inflar un
mensaje con palabras innecesarias o rimbombantes que no aportan
ningún significado substancial.
Literatura de cordel. La impresa en papeles sueltos que
solían ponerse a la venta colgados de unos hilos de bramante.
2. [Por especialización] La que se ocupa de materias
populares como los romances, las vidas de santos, las noticias
truculentas, las historias de pícaros y otros géneros que se
prestan a su impresión en pliegos sueltos.
Literatura barata. [Uso figurado y despectivo]
Circunloquio o rodeo que pretende alejarse del meollo de la
cuestión tratada. 2. Pretexto o excusa que no resulta
convincente.
En el pasado, bajo la
denominación de literatura se incluía cualquier forma de
texto o de mensaje codificado por medio de la escritura. La
especialización del término en el sentido que hoy le damos sólo
tuvo lugar ya entrado el siglo XVIII, cuando con literatura
comenzó a aludirse a todos los escritos de una nación que
respondían a impulsos de orden artístico o estético; con todo,
sólo en el siglo XIX y a través de la profundización en los
estudios de Estética, se asentaron las ideas desarrolladas por
Kant en su Kritik der
Urteilskraft de 1790. Fueron los críticos románticos quienes
acabaron de cimentar la idea de que la Literatura se interesa
por las obras de arte del lenguaje, transmitidas por escrito o a
través de la palabra pura. Mientras en el pasado habría sido
imposible hablar de literatura oral, hoy la oralidad es
uno de los ámbitos de estudio más gustados por los historiadores
de la literatura y los filólogos.
Aun después de dejar sentadas
estas premisas, las dificultades continúan al delimitar el
espacio propio de la Literatura, que no sólo ha oscilado a lo
largo del tiempo sino que además muestra su inestabilidad en el
presente; de hecho, resulta arduo establecer los límites del
fenómeno literario en géneros como el ensayo, la
escritura científica, la historiografía en sus
diversas formas (particularmente la biografía), el periodismo
y el arte epistolar. Los textos literarios son estudiados
por varias disciplinas, generales o específicas: la primera de
todas es la Gramática, desde el momento en que la obra
literaria se atiene a las reglas de la lengua en que está
compuesta; la segunda es la Retórica, que regula la
composición de toda forma de discurso, y muy especialmente el
literario por la riqueza y variedad de figuras de dicción y
pensamiento de que se sirve; por fin, la Poética es
exclusiva de los textos literarios y enseña a componer de
acuerdo con unos determinados patrones genéricos.
Estas tres ciencias para el
estudio de la literatura nos revelan cuál es su esencia: el
lenguaje, elaborado de un modo que lo convierte en una obra de
arte, al superar su mera función informativa. Hay toda una serie
de rasgos característicos de las obras literarias (como la
función poética, estudiada por Jakobson) que permiten
referirse al lenguaje literario en abstracto; sin
embargo, las infinitas formas de plasmar dicho lenguaje
determinan los lenguajes particulares de época, de género y de
autor. En estos casos, y particularmente en el último, hablamos
de estilo. Pertrechados de herramientas de tipo
lingüístico, los autores abordan temas que, a nuestros ojos,
revelan un grado de originalidad diverso, pues hay épocas y
escuelas, como también hay géneros y artistas, que gustan de
volver una y otra vez sobre unos mismos asuntos o motivos.
Esto es lo que se
desprende de una lectura amplia de los trovadores occitanos
o de la lírica de los cancioneros castellanos del siglo XV ( lo
mismo cabe decir de buena parte de los poetas italianizantes del
siglo XVI o, en su conjunto, del arte del siglo XVIII.
Ciertamente, la búsqueda de la originalidad, de la novedad y de
la sorpresa, tal como hoy las entendemos, es característica de
determinadas épocas, como el Barroco o diversas generaciones
artísticas desde el Romanticismo para acá; con todo, hay mucho
de común en los creadores de una misma época, aunque haga falta
la perspectiva que brinda el paso de los años para ser capaces
de captar la coincidencia en las formas y los temas, en las
tendencias y los gustos en general. Los modernos estudios de
Antropología, con la Filología y la Historia de la
Literatura, han mostrado hasta qué punto hay una continua
recurrencia temática incluso en géneros que parecen de una
riqueza inagotable, como el cuento popular o folklórico.
Los rasgos distintivos del arte
de cada época se captan tanto en la manifestaciones plásticas (pintura,
escultura, arquitectura y otras formas) como en la literatura,
por lo que un estudio conjunto resulta de lo más revelador, como
proponen diversas escuelas. En todos esos códigos artísticos
hay, en dosis diversas, un propósito estético y didáctico; en
particular, a lo largo de los tiempos, la literatura ha
perseguido un doble fin: entretener y moralizar; el triunfo de
la estética sobre cualquier otra dimensión textual sólo se ha
logrado (y eso como planteamiento teórico) a través de un
proceso que continúa hasta nuestros días y en el que hay
continuos vaivenes. Además, nos consta que cada época se ha
acercado al arte, del pasado o contemporáneo, de la manera que
más le convenía, como se percibe por ejemplo en las varias
lecturas que del Quijote se han hecho desde el siglo XVII
hasta el presente.
En cualquier caso, hemos de
aceptar que el arte de todos los tiempos recoge aquello que le
interesa del pasado aceptándolo tal como es o distorsionándolo
hasta llevarlo a coincidir con su estética propia; no obstante,
nunca debe escapársenos que toda época tiene la razón (o, lo que
es igual, no se equivoca) en lo que a su arte se refiere. Por
ello, si queremos entender cualquier momento histórico, estamos
obligados a considerar su producción literaria libres de
prejuicios, con independencia de que su literatura coincida o no
con los gustos actuales. La transmisión de los textos,
desde el pasado hasta hoy mismo, se revela tan tortuosa como
accidentanda, con una pérdida constante de obras que se debe a
la fragilidad del soporte en que se transmiten, sea éste la pura
voz (oralidad pura), la escritura (tradición libraria,
manuscrita o impresa) o bien una combinación de ambas (tradición
mixta).
Las obras literarias nos
transmiten la imaginación artística y la ideología de quien las
escribió así como su percepción del mundo; no obstante, el
autor suele estar supeditado a condicionantes que, en
algunas ocasiones, hasta llegan a distorsionar sus principios
estéticos e ideológicos. Por supuesto, la presión más fácil de
percibir es la que ejerce el público o destinatario, sea
uno o múltiple, pues el escritor en ningún caso pretende
frustrar sus expectativas y, en definitiva, no suele arriesgarse
a perderlo. La relación entre el autor, la obra y su público es
diversa y nos transmite una ideología en la que destacan
los conflictos de clases, grupos o estamentos; la defensa de
nacionalismos, de determinadas dinastías o linajes; en
último término, la escritura se revela como un instrumento
perfecto para la preservación de una religión o una ley
así como para la constitución de castas religiosas. Existen
formas de escritura para el gran público (o literatura de
masas), manifestaciones populares o folklóricas (transmitidas
por cauces orales) y textos nacidos para alcanzar a un puñado de
destinatarios (que pretenden complacer a la persona a quien van
dedicadas y no circularon posteriormente) o a un grupo selecto
de iniciados (como la lírica de la segunda mitad del siglo XX,
restringida a un puñado de creadores y lectores avezados).
Arriba nos referíamos a la
Poética como ciencia que atiende a los principios de creación de
las obras literarias; ahora procede señalar que, con
independencia de que haya o no una preceptiva escrita, los
autores de cualquier época cuentan con una serie de modelos o
patrones heredados que les brinda la tradición y que son
sometidos a una transformación paulatina, con aciertos y errores,
con avances y retrocesos, lo que en definitiva marca los
derroteros de la literatura a lo largo de los siglos. Esos
modelos de creación (desde la perspectiva del escritor) o pistas
para una recepción adecuada (desde el punto de vista del público)
son los géneros literarios, que se sirven de la prosa,
del verso o de otras formas de escritura híbridas, como
el prosímetro, la prosa rimada o el cursus.
Los géneros llamados naturales son los que se engloban en la
lírica, la épica y el teatro; con todo, hoy
hay otro mucho más pujante a pesar de su ausencia de la vieja
preceptiva, la novela, junto a otros que, como la
sátira muestran su vigor en un determinado momento histórico
o a lo largo de los siglos. El estudio de los características
del arte de cada momento hace posible la periodización
literaria, con la delimitación de grupos o de
generaciones, atendiendo a criterios comunes a todas las
artes o específicos de la literatura. Éste y los problemas
previos entran dentro del ámbito de la Teoría de la
Literatura, que también atiende a las numerosas corrientes
de crítica literaria que desde la Antigüedad se han
aproximado al fenómeno literario.
Como se deriva de
sus diferentes acepciones, el término es claramente polisémico. En
su origen, esta voz no tenía el valor específico que limita su uso
a las bellas letras, que atañe tan sólo a aquellos escritos que se
presentan como obras de arte del lenguaje y cuyo fin es
fundamentalmente estético o poético. El Diccionario de
Autoridades (1732) recoge aún claramente este valor no
restringido o especializado de literatura, pues nos da como
acepción primera la que sigue: ?El conocimiento y ciencia de
las letras?; sobre su étimo, añade: ?Es voz puramente
latina?. Aunque los diccionarios modernos poco o nada dicen
sobre este significado genérico, desde que se documenta por vez
primera hasta finales del siglo XVIII, con literatura se
aludía, de un forma amplia, a cualquiera de las múltiples
manifestaciones del pensamiento humano expresado en términos
lingüísticos y plasmado en forma escrita (véase
escritura).
La palabra
littera, ´letra´, en su forma plural (litterae)
significaba lo mismo que el latín epistula o el
castellano carta; al mismo tiempo, dicho significado se
extendía a cualquier modalidad de escritura y se aplicaba a los
textos literarios propiamente dichos, esto es, a las bellas
o buenas letras, aquello que hoy se entiende por
literatura sin ningún tipo de ambages. Cuando
litteratura surge en latín, lo hace en relación absoluta
con el griego grammatiké, voces éstas que servían
para aludir a una misma ciencia o técnica, relativa a las letras,
la lectura y la escritura. Resulta de lo más revelador que, en el
mundo latino, litterator fuese un sinónimo de
grammaticus, palabra con la que se designaba también a
aquellos profesionales que enseñaban el alfabeto, las letras o la
gramática en los niveles más elementales o primarios; no obstante,
como veremos en otro apartado posterior, era precisamente la
Gramática la disciplina que se ocupaba del estudio de los textos
literarios o poetarum enarratio, razón esta por la que
al grammaticus le correspondían también los niveles más
avanzados.
La evolución
semántica de literatura y términos equivalentes en otras
lenguas aconteció, como se ha indicado, en el siglo XVIII. Los
primeros testimonios de este cambio nos los ofrecen las culturas
italiana y francesa, desde la primitiva Storia della
letteratura italiana de Girolamo Tiraboschi de 1772 y la
Histoire littéraire de la France compilada por los
benedictinos de Saint-Maur en 1773. Desde esas fechas, el concepto
comienza a fijarse por toda Europa, aunque todavía hoy haya
enormes dificultades para deslindar el ámbito de lo literario.
Durante el siglo XIX, los eruditos (filólogos y folkloristas) se
sirvieron del término para acoger también aquellas manifestaciones
del lenguaje artístico transmitidas por vía puramente oral, con un
uso que continúa hasta el presente y que nos obliga a su
consideración pormenorizada algo más adelante. Los estudios
literarios encuentran en las composiciones transmitidas por vía
oral un objeto de investigación tan legítimo como el que ofrecen
aquellas otras salvaguardadas gracias a la escritura.
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Enlaces de interés
Diccionario de literatura[Entrar]
Historia de la
escritura [Entrar]
Escritores
Mundiales [Entrar]
Escritores de
Puerto Rico [Entrar]
Los escritores
persiguen conscientemente unas determinadas intenciones con su
arte, aunque el lector de cualquier época, de acuerdo con su
formación o prejuicios, puede interpretar los textos de forma
distinta e incluso contraria a la voluntad de quien los compuso.
La torpeza, una personalidad enfermiza o bien una interpretación
por exceso pueden alimentar una lectura en clave erótica donde no
hay ningún dato objetivo que invite a una lectura en dicha clave;
con más frecuencia, la distancia que nos separa de la época en que
se escribieron numerosas obras dificulta sobremanera una
interpretación correcta o plausible. La crítica, por ejemplo,
recuerda las dificultades que hoy tenemos para captar la dimensión
moral de La Celestina y el Libro de buen amor, obra
esta que persigue entretener y moralizar a un mismo tiempo, según
revela su autor, que somete a su público a un difícil ejercicio
para interpretar el pasaje en una u otra clave.
La falta de
definición que venimos percibiendo se deriva de la dificultad de
determinar cuándo existe una voluntad artística indubitada en los
casos en que nos servimos de las palabras. Al construirse como
conjuntos de fonemas, de palabras y de frases, los textos
literarios son gobernados por una primera disciplina o ciencia de
carácter general, que es la Gramática (véase
Gramática),
cuyas normas alcanzan a cualquier tipo de mensaje. Ésta nos brinda
las reglas fundamentales que rigen nuestra lengua y, de acuerdo
con la definición tradicional (que se repite desde la Antigüedad),
nos enseña a hablar y escribir con corrección, con observancia de
las reglas que controlan los distintos niveles de la formación del
discurso (esto es, atendiendo a la fonética, la ortografía, la
morfología, la sintaxis y la semántica); no obstante, en el
lenguaje literario, y más en particular dentro de la poesía lírica,
caben algunas desviaciones respecto de la norma gramatical, como
la que ha llevado a algunos artistas a prescindir de cualquier
signo de puntuación. Por otra parte, y como dato curioso que hemos
de retener, debe tenerse en cuenta que, antes de la revolución
humanística, el estudio de la composición literaria no disponía de
otro espacio que no fuese el que la Gramática le brindaba a la
poetarum o auctorum enarratio; así se entiende también
que una breve gramática fuese siempre la compañera de viaje
obligada en las preceptivas trovadorescas occitanas.
La segunda
disciplina, que afecta tanto al discurso hablado como al escrito y
en la que percibimos ya una auténtica voluntad artística, es la
Retórica (véase
retórica).
El estudio de los principios retóricos o la composición con los
útiles de la retórica (hay grandes artistas, por ejemplo, que han
conseguido extraordinarios logros sin servirse de los manuales de
retórica, al llegar a dominar dicha técnica con la práctica)
permiten el desarrollo de discursos perfectamente ponderados,
trabados y elegantes, por medio de los cuales podemos perseguir
los más diversos propósitos, sin que falte el meramente estético o
artístico. En los estudios literarios contemporáneos, la retórica
tradicional o clásica, nunca desechada sino al contrario, cuenta
con la compañía de una retórica nueva, que no sólo supone un
metalenguaje o vocabulario técnico claramente innovador: en su
propósito está también determinar y nombrar los diversos
procedimientos que escaparon a la atención de la retórica clásica.
La tercera
disciplina, exclusiva ahora de la literatura, es la Poética (véase
Poética y
Artes poéticas en la España Medieval),
que nos enseña todo acerca de la composición literaria de acuerdo
con unos determinados patrones y modelos. Hemos de recordar que la
poética afecta a la literatura en general, no sólo a la poesía,
como muchas veces se piensa por una falsa asociación (al respecto,
cabe refrescar la memoria sobre su étimo, que es el verbo griego
poieo, que significa ?componer? o ?crear?). Este término es
polisémico, aunque siempre aparezca dentro de un marco literario o
más en general artístico, pues existen poéticas de autor, de grupo,
de género o de época, que pueden consignarse o no a través de un
manifiesto (como los muy célebres de
Horacio,
Lope de Vega
o
Boileau) o
de un tratado teórico (como las múltiples artes poéticas
provenzales u occitanas y las preceptivas del siglo XVIII).
La literatura o (su
sinónimo o cuasi-sinónimo de acuerdo con su definición primaria)
la escritura nació imbuida del poder que le confería su condición
de arcano, de herramienta manejada exclusivamente por un puñado de
iniciados, pertenecientes por lo general a las castas
privilegiadas del funcionariado regio o del sacerdocio. En
cualquier cultura, los primeros textos escritos documentados caen
comúnmente en la órbita de la religión, la historia o el derecho;
a veces incluso, dichos documentos pertenecen a esos tres ámbitos
a un mismo tiempo, como ocurre en el caso del pueblo judío y su
Biblia, una obra que es leída como crónica de los principales
hechos del pasado, que constituye el texto sagrado por excelencia
y que es considerado como la Ley, por lo que frecuentemente recibe
esta misma denominación, ?La Ley? (véase Biblia).
Los textos
primitivos adoptan comúnmente la forma de prosa, pero tampoco
rehúyen el verso, especialmente idóneo por sus ventajas
mnemotécnicas y por resultar de lo más apropiado para géneros como
la épica (véase épica) y la lírica (véase
lirica, dos modalidades de poesía que suelen aparecer entre los
testimonios más madrugadores. La escritura tampoco es ajena a los
textos religiosos, como se desprende de varios ejemplos bíblicos o
del Carmen fratrum Arvalium y el Carmen Saliorum,
piezas pertenecientes al siglo V o VI a.C. La célebre Ley de
las Doce Tablas latina del siglo V a.C. nos enseña que el
carmen (término procedente del verbo latino cano, ?cantar?),
que en realidad es prosa rítmica, con miembros ponderados,
aliteración y hasta rima, aparece incluso en el mundo de la
antigua legislación. Tampoco es nada raro que, en las literaturas
primitivas, se entremezclen los ejemplos en prosa y verso, según
se comprueba en las viejas crónicas de Castilla, como el
Chronicon mundi latino de Lucas de Tuy (1236), o la Crónica
de la población de Ávila vernácula (hacia mediados del siglo
XIII), donde se inserta un par de cantarcillos populares
primitivos: la derrota de Almanzor en Calatañazor y el panegírico
de un héroe local, Zorraquín Sancho, respectivamente.
Desde sus orígenes,
la escritura y las artes literarias revestían a quienes las
cultivaban de una dignidad especial, ya que sólo ellos se
mostraban capaces de preservar los más elevados ideales, aquellos
que facilitaban y animaban la cohesión de un pueblo; por otra
parte, la memoria hubo de buscar el auxilio de la escritura para
perpetuar cualquier tipo de conocimiento, lo que condujo a que el
libro (véanse las entradas libro,codice,
etc.), en cualquiera de sus formas, se constituyese en el
instrumento imprescindible del intelectual o sabio, ya fuese para
consultar lo que otros habían dicho previamente o salvaguardar su
propio pensamiento y transmitirlo a las generaciones futuras. Los
tres grandes modelos humanos en toda sociedad, de acuerdo con Max
Scheller, son los que nos brindan el santo, el héroe y el sabio;
por lo que a este último se refiere, queda claro que su figura iba
indefectiblemente unida a los libros, que le brindaban autoridad y
que incluso ayudaban a identificarlo.
Por ello, la
escritura por sí sola despertaba un sentimiento de profundo
respeto y hasta de veneración, con independencia de la materia
recogida por medio de su uso; obviamente, esto resulta
especialmente comprensible en el caso de los textos legales y,
sobre todo, en el de las escrituras sagradas de las religiones
monoteístas, que encuentran su fundamento en un libro que recoge
la palabra divina (en las religiones judía, cristiana y musulmana).
A este respecto, debe considerarse la solemnidad con la que es
tratada la
Torá), al
copiarla (siempre en forma manuscrita, desde el pasado hasta el
día hoy), al leerla (con la ayuda de un puntero), al custodiarla
para el culto (en un armario, llamado ?arca sagrada? o ´aron
ha-qodes) o al guardarla tras su envejecimiento y deterioro
por el uso continuo (en un archivo de libros o guenizá).
Sin ninguna duda, el
arte de leer y escribir fue especialmente apreciado y hasta
sublimado en sociedades mayoritariamente analfabetas como las
antiguas; en Roma, por ejemplo, el analfabetismo era generalizado,
pues incluso sabemos que la mayoría de los lectores sólo se
sentían capaces de reconocer los caracteres de inscripciones
epigráficas, se defendían con la lectura de algunos documentos y
nunca habrían osado enfrentarse con un papiro de contenido
literario; la mayor parte, además, nunca había garabateado una
sola letra. El panorama cambió poco a poco, con un notable avance
en términos cuantitativos y cualitativos a partir del siglo II. En
el Medievo, percibimos este avance, aunque con una lentitud
extrema; de hecho, la tasa de lectores en potencia en España hacia
el cierre de la Edad Media debía rondar como mucho el diez por
ciento de la población; todavía en pleno siglo XVII, los cálculos
de los estudiosos nunca llegan más allá de un veinte por ciento de
posibles lectores. La transformación de este panorama sólo se
produjo, y de un modo ciertamente paulatino, desde el siglo XVIII
y con notable celeridad a lo largo del siglo XX. El destierro del
analfabetismo en el mundo civilizado sólo ha tenido lugar en el
último cuarto de esta última centuria, aunque todavía haya un
número muy pequeño de analfabetos profundos y un porcentaje
notablemente mayor de semianalfabetos; en el Tercer Mundo y
algunos países en vías de desarrollo, el analfabetismo alcanza a
una gran parte o a casi la totalidad de la población.
Así las cosas, se
explica claramente el prestigio de la literatura o la escritura,
en sus diferentes modalidades, y el de sus cultivadores, desde los
primeros letrados (litterati), que dominaban ambas
técnicas, hasta alcanzar a los eruditos de las especialidades más
diversas. El prestigio de la cultura libraria fue, desde la
Antigüedad hasta el presente, mucho mayor que el de la cultura
oral, única vía para la instrucción y transmisión del saber común
del pueblo llano, mayoritariamente iletrado a lo largo de los
siglos. Ello no es óbice, no obstante, para que, a lo largo de los
tiempos, surjan ejemplos de rechazo de la escritura en beneficio
de la palabra hablada y la memoria: bien conocido es el caso de
Sócrates, cuyo pensamiento se ha
salvaguardado tan sólo porque Platón
sí apreciaba las ventajas de la escritura; no obstante, el propio
Platón en su Fedro y en República, nos pone en
guardia sobre los excesos que supone el recurso continuo a la
palabra escrita, que puede suponer un debilitamiento peligroso de
la memoria al no ejercitarse.
También es revelador
el hecho de que, entre las primeras comunidades cristianas, los
ágrafa, o lo que es igual, las palabras de Cristo que no se
habían transmitido por escrito, se confiasen exclusivamente a la
memoria; de hecho, a comienzos del siglo II, el obispo frigio
Papías (ca. 65-ca. 155) todavía les preguntaba a los
presbíteros si sabían las frases recogidas por los discípulos del
Señor, porque había más sustancia en la palabra viva que en la
transmitida por los libros. Incluso en las denominadas "religiones
del Libro" (esto es, la cristiana, la judía y la musulmana),
existe toda una rica y compleja tradición oral que en ningún caso
debe soslayarse. Por otra parte, la consideración de otras
creencias en el Mundo Antiguo permite concluir que los misterios
religiosos, por lo general, se recogen por escrito en fases
tardías, pues lo más normal es que su preservación dependa de
forma exclusiva de la memoria de los iniciados.
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