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El Papa Urbano II estaba ganando el pulso al emperador
Enrique IV de Alemania. Seguía contando con el apoyo de su hijo
Conrado, que en 1095 contrajo matrimonio
con
Constanza,
hija del conde Roger I de Sicilia. Urbano II convocó un concilio
en Piacenza en el que, además de tratar asuntos
relacionados
con la reforma y con la oposición del emperador, se
excomulgó
al rey Felipe I de Francia por adulterio, por simonía (pues
había
comprado obispos para que anularan su matrimonio y el de Bertrade de
Montfort)
y por usurpar los bienes de la Iglesia.
Pero la intervención estrella del concilio fue la de un embajador enviado nada menos que por Alejo I. El emperador Bizantino estaba contemplando cómo el Imperio Selúcida se fragmentaba mientras sus gobernantes se destruían los unos a los otros. (Ese mismo año Barkyaruq derrotó a su tío Tutus y luego marchó al este a enfrentarse a su hermano Muhammad sin lograr el dominio de Siria.) Era la situación idónea para recuperar Asia Menor, pero no podía hacer nada porque no tenía suficientes soldados. Su ejército no tenía más de 50.000 hombres, la mayoría mercenarios, que no podían ser enviados al este sin dejar indefensas las otras fronteras del Imperio. La situación era frustrante, pero Alejo I encontró la solución: igual que había empleado a los cumanos contra los pechenegos o a mercenarios turcos contra los normandos, ahora emplearía normandos contra los turcos. Su embajador recordó a los obispos que los turcos habían conquistado la Tierra Santa, y que Alejo I no estaba en condiciones de liberarla. Pidió que fuesen voluntarios a Constantinopla para unirse a la lucha contra los turcos. Además insinuó que si Urbano II colaboraba, tal vez podría resolverse el cisma de Oriente y el Papa podría ser reconocido como superior al Patriarca de Constantinopla. Urbano II estaba encantado. Hacía ya tiempo que a occidente iban llegando malas noticias sobre Tierra Santa. Casi un siglo antes, el Califa Fatimí al-Halim había demolido la Iglesia del Santo Sepulcro. No obstante, los fatimíes dejaban que los occidentales peregrinaran tranquilamente a Tierra Santa, mientras que los selyúcidas eran más fundamentalistas y cada vez ponían más trabas a los peregrinos. Éstos volvían narrando cuentos exagerados sobre las crueldades de los turcos, que ensalzaban su heroísmo al tiempo que horrorizaban a su audiencia. Por otra parte, si Urbano II lograba ponerse al frente de una empresa de tal magnitud como conquistar Tierra Santa, la supremacía papal en occidente sería indiscutible, y tal vez incluso en oriente. A la salida del concilio hizo el llamamiento que pedía Alejo I. En noviembre convocó otro concilio en Francia, en la ciudad de Clermont. No sólo asistió el clero, sino también la nobleza francesa. Urbano II era francés, tenía de su parte al clero francés frente al Papa alemán Clemente III, los caballeros más importantes a los que esperaba apelar también eran franceses. Empezó su discurso exaltando la reforma, renovando la tregua de Dios y predicando la paz entre la nobleza. Luego se levantó para dirigirse a la enorme multitud que había acudido para oírlo. Era un buen orador, y describió conmovedoramente la ciudad de Jerusalén sometida a los infieles, los sufrimientos de los peregrinos, ... hasta que finalmente urgió a los caballeros de Europa a liberar la Tierra Santa. El auditorio quedó sobrecogido y entre ellos se extendió el grito: "¡Dios lo quiere!, ¡Dios lo quiere!" Entonces, el obispo de Clermont, Adhémar de la Puy, se inclinó ante el Papa y le pidió que lo reconociera como el primer voluntario. Urbano II tomó un trozo de tela roja y formó con él una cruz que le dio para que la cosiera en su ropa como símbolo de su misión. El resto de los presentes corrió por trozos de tela similares para prenderlos en su ropa. La cruz iba a ser la señal de los guerreros, por lo que la campaña fue conocida como la Cruzada. Más adelante habría otras, así que ésta sería concretamente la Primera Cruzada. Entre las personalidades más destacadas que
se
adhirieron a la Primera Cruzada estaba el duque de Normandía,
Roberto
II Courteheuse. De acuerdo con las palabras del Papa, pidió una
tregua a su hermano el rey Guillermo II de Inglaterra, que
seguía
Uno de los primeros en partir fue Bohemundo, el hijo de Roberto Guiscardo, que no había logrado como herencia más que un pequeño territorio en Tarento y (al igual que muchos nobles menores) vio la cruzada como una forma de mejorar su situación. Partió con su sobrino Tancredo de Hauteville, hijo del duque de Apulia y Calabria Roger I Borsa. Entre ambos dirigieron un ejército normando procedente mayoritariamente de Sicilia. Pero mientras los nobles calculaban prudentemente la expedición, un flamenco llamado Pedro el Ermitaño, que, al parecer, había sido peregrino y contaba las historias más horripilantes sobre los turcos, predicó por su cuenta a las gentes humildes y logró agrupar una muchedumbre de campesinos que partió inmediatamente hacia oriente sin ninguna clase de organización, dirigida por él mismo, por un tal Gualterio sin Haber, y por algunos barones renanos. Eran como una plaga de langostas, saqueaban las tierras por donde pasaban y, como entrenamiento, mataban a los judíos que encontraban por el camino, pues eran tan herejes como los musulmanes. Al pasar por Hungría murieron a millares. A unos meses de distancia, ya en 1096, les siguió los pasos un ejército regular, encabezado por el duque Godofredo V de la Baja Lorena, al que siguió el de Roberto II Courteheuse, el duque de Normandía. Finalmente, Pedro el Ermitaño y Gualterio sin Haber llegaron a Constantinopla con unos 12.000 hombres. El emperador Alejo I estaba horrorizado. Había pedido un ejército y, de momento, le llegaba una chusma inútil e inmanejable. Hizo cuanto pudo para que cruzaran el Imperio lo menos traumáticamente posible y se apresuró a embarcarlos para dejarlos en Asia Menor. Les indicó el camino de Jerusalén y los dejó a su suerte. Allí se las vieron con el sultán Kiliç Arslán I, que mató a la mayoría y esclavizó al resto. Sólo unos pocos pudieron escapar, entre ellos Pedro. Por el mes de julio empezaron a llegar a Constantinopla los ejércitos de verdad. El emperador los alojó mientras esperaban a los que estaban por llegar. No debió de tardar en maldecir el día en que se le ocurrió la idea de pedir ayuda a occidente: los altivos caballeros occidentales generaban continuamente altercados, se apropiaban de cualquier cosa que les llamara la atención, eran irreverentes, miraban con desprecio a los bizantinos (que para ellos eran tan herejes como los musulmanes) y carecían de la más elemental educación. Trataban a Alejo I como "rey de los Griegos" en vez de "emperador de los Romanos", lo que para los bizantinos, muy conscientes de su historia, era un insulto insufrible. Para colmo, entre ellos estaba Bohemundo, el mismo que unos años antes casi derrota a Alejo I. A pesar de la aprensión que debían de causarle, el emperador logró manejarlos con cierta destreza. Aprovechó que la magnificencia de la ciudad impresionaba e intimidaba a los extranjeros, que veían a Alejo I como increíblemente poderoso. Era una mera apariencia, pues los cruzados, una vez dentro, podían haber tomado Constantinopla fácilmente, pero la idea no se les pasó por la cabeza. Por otra parte, Alejo I también tenía a su favor las rivalidades que existían entre los distintos nobles, que se odiaban y despreciaban entre sí tanto o más de lo que podían odiar o despreciar a los herejes bizantinos. Mientras tanto apareció un nuevo personaje en la guerra civil de los selyúcidas: Sanyar, otro hermano de Barkyaruq y Muhammad, se hizo con el Jurasán y apoyó a Muhammad, obligando a huir a Barkyaruq. Finalmente, Mahalda, la viuda del conde Ramón Berenguer II de Barcelona, logró que Berenguer Ramón II el Fratricida fuera juzgado por el asesinato de su hermano. En el tribunal estaba el rey Alfonso VI de León y Castilla. El conde fue declarado culpable y se le permitió abandonar Barcelona y unirse a la Primera Cruzada. Precisamente en octubre partió hacia Constantinopla Raimundo IV de Tolosa, que dejó su condado a cargo de su hijo bastardo Bertrán. Le acompañaban, entre otros, su primo, el conde de Cerdaña Guillermo Jordán I y el legado pontificio Adhémar de la Puy. Así, el hijo de Ramón Berenguer II se convirtió en el nuevo conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, a sus catorce años de edad. Desde que los musulmanes conquistaron la España visigoda, era evidente que los castellanoleoneses habían hecho muchos más progresos ganando terreno a los moros que los estados cristianos del este de la península. La causa no podía estar más clara: los castellanoleoneses contaban con el apoyo del apóstol Santiago Matamoros, mientras que los demás tenían que valerse únicamente de sus propios medios. Dado que los castellanos se enfrentaban con frecuencia a sus correligionarios del este, el apóstol se veía obligado a tomar partido y no podía apoyarlos a todos. Esta injusticia estaba a punto de verse compensada: el rey Pedro I de Navarra y Aragón retomó el asedio de Huesca que se había visto interrumpido con la muerte de su padre. En defensa de la ciudad acudieron el rey al-Mustain de Zaragoza y el conde de Nájera García Ordóñez, pero en noviembre Pedro I los derrotó en la batalla de Alcoraz, tras la cual ocupó Huesca. En esta batalla, el rey navarro-aragonés contó con el apoyo decisivo de san Jorge. San Jorge había sido un soldado del emperador Diocleciano, que se negó a acatar las órdenes de persecución dictadas contra los cristianos y a consecuencia de ello sufrió el martirio. Se hizo muy popular en la edad media, especialmente entre los cruzados. De hecho, se le representaba vestido y equipado como un cruzado, con su armadura y su lanza. Su hazaña más famosa fue matar un dragón en defensa de una doncella, tópico que se repetiría una y mil veces en las historias medievales sobre caballeros. Todos los documentos que lo mencionan son apócrifos, así que probablemente nunca existió, pero a partir de este momento se convirtió en el protector de los aragoneses. (En realidad, la historia de que san Jorge intervino en la batalla de Alcoraz no surgió en el momento de la batalla, claro, sino un tiempo después.) El año anterior había muerto Leopoldo II el Hermoso, el margrave de Austria, y ahora le sucedía su hijo Leopoldo III. También murió el conde Wermer I de Habsburgo y fue sucedido por su hijo Otón II, y el conde Enrique III de Luxemburgo fue sucedido por su hijo Guillermo. Güelfo I pudo recuperar el ducado de Baviera. En 1097 el Cid nombró obispo de Valencia a un francés llamado Jerónimo de Perigord. Mientras tanto los ejércitos almorávides se dirigieron de nuevo hacia Valencia. El rey Pedro I de Navarra y Aragón acudió a apoyar al Campeador y entre ambos derrotaron a los musulmanes en la batalla de Bairén. Los almorávides quedaron malparados a pesar de su superioridad numérica y de que contaban con una flota. Al mismo tiempo, los almorávides atacaron a Alfonso VI de León y Castilla, al que derrotaron en Consuegra. Pedro I partió en su ayuda, pero, cuando llegó, los almorávides huyeron, así que no tuvo ocasión de combatir. Mientras tanto el Cid marchó hacia el norte de Valencia y expulsó a los almorávides de Almenara y Murviedro (la antigua Sagunto). Mientras asediaba Murviedro, el conde Ramón Berenguer III de Barcelona sitió el castillo de Oropesa, aún más al norte, pero llegó rápidamente a un acuerdo con el Cid y se retiró. En el acuerdo se incluyó el matrimonio entre el conde y María, una de las hijas del Campeador. Por esta época se concertó también el matrimonio entre su otra hija, Cristina, y Ramiro Sánchez, hijo de Sancho, un hermano bastardo del rey de Navarra Sancho IV Garcés, el que fue despeñado por su hermano Ramón y a raíz de ello la corona pasó a Sancho V Ramírez, el padre del rey actual, Pedro I. En Escocia se produjo una rebelión que derrocó a Donald III Bane en favor de su sobrino Edgar, que se había exiliado en Inglaterra tras la muerte de sus padres, Malcom III y santa Margarita. Para hacerse con la corona recibió el apoyo de su tío materno Edgar, el que hubiera sido rey de Inglaterra si Guillermo el Conquistador no hubiera invadido el país. El nuevo rey abrió un periodo de paz en Escocia en el que la influencia de Inglaterra volvió a hacerse notar en el país. La nobleza de Polonia dominaba al duque Ladislao I y lo obligó a compartir el ducado con sus dos hijos, Boleslao y Zbigniew. El rey croata Petar Svacie murió luchando
contra
Kalmán de Hungría, quien acabó conquistando
Croacia
y varios puertos de Dalmacia. Esto lo enfrentó a los venecianos. También murió el conde Renaldo II de Borgoña,
que fue sucedido por Guillermo II. La región situada al sur del mar de Aral, conocida como el Jwarizm, se independizó de los selyúcidas bajo una dinastía de gobernadores conocida como los Jwarizmsah, que fue el título que adoptaron. En abril llegó a Constantinopla Raimundo IV de Tolosa y los cruzados empezaron a prepararse para pasar a Asia Menor. El obispo Odón de Bayeux había seguido al duque de normandía Roberto II Courteheuse, pues no se atrevió a quedarse en Normandía bajo el gobierno de Guillermo II de Inglaterra (contra el que había organizado una rebelión tiempo atrás), pero murió en el camino. El emperador Alejo I trató de dejar claro que los cruzados lucharían bajo sus órdenes, y que todos los territorios de Asia Menor que conquistaran en su camino a Jerusalén le serían entregados. Obligó a los caballeros a jurarle fidelidad, si bien éstos debieron de pensar que jurar fidelidad a un hereje no era vinculante. En junio los cruzados embarcaron para Asia Menor y asediaron la ciudad de Nicea. Si la conquistaban tenían que entregársela a Alejo I, pero nada impedía que la saquearan primero. Los asediados comprendieron bien su situación y prefirieron rendirse al emperador, que rápidamente envió sus tropas para evitar que la ciudad fuese saqueada. Naturalmente, esto no gustó nada a los occidentales. No obstante, prosiguieron su avance y en julio derrotaron a Kiliç Arslán I en Dorilea. Tampoco les gustó ver como Alejo I mantenía sus tropas en la retaguardia y aprovechaba que los turcos estaban ocupados combatiendo a los cruzados para ir tomando ciudades mal defendidas. También es verdad que Alejo I había propuesto un itinerario más largo siguiendo la costa para poder recibir ayuda por mar en caso de necesidad, pero los audaces occidentales se habían negado a atender su consejo. Las bajas de los cruzados fueron numerosas. Entre ellas estuvo Berenguer Ramón II de Barcelona. En enero de 1098 pusieron sitio a Antioquía, que estaba en poder de Barkyaruq. La ciudad parecía inexpugnable, y durante el asedio las enfermedades debidas a la falta de higiene hicieron estragos entre los sitiadores. Se cuenta que los cruzados usaban las cabezas de sus muertos como proyectiles de sus catapultas, para que la peste entrara en la ciudad. (La guerra biológica no se inventó ayer.) Una parte del ejército occidental se había segregado del restro dirigida por Tancredo de Hauteville y por Balduino, el hermano del duque Godofredo V de la Baja Lorena. Asediaron y tomaron la ciudad de Tarso, lo cual no fue difícil pues, aunque estaba sometida a los musulmanes, su población era cristiana armenia. Balduino logró ser aclamado por los armenios como libertador y así se hizo con el control de la ciudad. En vista de ello, Tancredo marchó para unirse al asedio de Antioquía. Un ejército turco partió de Mosul, en Mesopotamia, con la misión de liberar Antioquía del asedio. Esta noticia alarmó al príncipe Thoros de Metilene, un estado armenio sometido a los turcos con capital en Edesa. Metilene estaba en la ruta que tenía que seguir el ejército turco, y era probable que aprovecharan el paso para ajustar ciertas cuentas pendientes. Por ello Thoros pidió la protección de Balduino. Éste llegó a Edesa en febrero y Thoros lo adoptó como hijo. Sucedía que la población de Edesa era armenia, pero Thoros no lo era, y sus súbditos lo consideraban un tirano. Cuando Balduino se hizo cargo de la situación se presentó por segunda vez como libertador de los armenios y promovió una revuelta popular. Cuando Thoros solicitó la protección pactada Balduino se la negó y dejó que la multitud lo apresara y lo descuartizara. Puesto que Balduino era su hijo adoptivo, se convirtió "legítimamente" en el conde Balduino I de Edesa. La situación en Antioquía no mejoraba, hasta que Bohemundo logró negociar en secreto con un vigía turco llamado Firuz. A cambio de un soborno, éste se ofreció a dejar entrar al normando en la ciudad en el momento oportuno. El momento llegó el 2 de junio. Bohemundo hizo que una parte del ejército, capitaneado por el conde Esteban de Blois distrajera a los musulmanes y durante la noche entró en la ciudad junto con sesenta hombres, con los cuales se las arregló para abrir una de las puertas. Los cruzados entraron y mataron a todos los musulmanes y a algunos cristianos armenios. Pero apenas se habían apoderado de la ciudad cuando se presentó el ejército turco de Mosul y los sitiadores pronto se convirtieron en sitiados. La moral de los cruzados estaba por los suelos. El emperador bizantino, que se disponía a hacerse cargo de la ciudad de acuerdo con lo pactado, se alejó en cuanto tuvo noticia de la llegada de los turcos. Durante el asedio murió el obispo Adhemar de la Puy. Pero cuando todo parecía perdido, un hombre llamado Pedro Bartolomé dijo que había sido visitado en sueños por el apóstol san Andrés, quien le había revelado que bajo la Iglesia Patriarcal de Antioquía se encontraba la lanza de san Longinos, el soldado que la clavó en el costado de Jesucristo en la cruz (y que luego, arrepentido, se hizo cristiano). Efectivamente, allí se encontró una lanza vieja, una reliquia que había tocado al mismísmo Jesucristo, con cuya protección, sin duda, los cruzados no tenían nada que temer. Salieron a enfrentarse a los sorprendidos turcos impulsados por tal fanatismo que los sitiadores fueron completamente derrotados. Los más fervorosos vieron incluso a un ejército de ángeles y santos luchando junto a ellos. Como Antioquía había sido tomada sin ninguna ayuda bizantina, los cruzados consideraron que no tenían por qué entregarla. Entonces se pelearon entre ellos para determinar quién se la quedaba. Esencialmente hubo dos candidatos: Bohemundo y Raimundo IV de Tolosa. Se impuso el primero, que se convirtió en Bohemundo I, príncipe de Antioquía. Raimundo IV dirigió varias expediciones contra la ciudad de Trípoli, en el Líbano. Mientras tanto Guillermo II de Inglaterra se volcó en los asuntos del ducado de Normandía, que había quedado a su cargo. Se dedicó a reconquistar el condado de Maine y un territorio que el ducado se había disputado los últimos años con el rey de Francia: el Vexin. El arzobispo Anselmo de Canterbury aprovechó para escapar de Inglaterra y viajar a Roma para ser finalmente investido por el Papa Urbano II. Luego consideró más prudente no volver a Inglaterra. Pese a la resistencia de Guillermo II, lo cierto era que el papado había acobardado a Felipe II de Francia y tenía en jaque constante al emperador Enrique IV de Alemania. En vista de ello, eran muchos los nobles que no querían tener problemas con el Papa y la mejor forma de mostrar su piedad era mediante generosos donativos a la Iglesia. La representación más poderosa del Papa en el territorio europeo estaba en las abadías cluniacenses, por lo que la orden de Cluny había ido enriqueciéndose al mismo ritmo que progresaba la reforma. Además, Cluny había logrado mantener una postura neutral en el enfrentamiento entre el Papa y el emperador, pues el abad Huges defendía una Europa bicéfala, dirigida por el Papa y el emperador. Esto hizo que ambas partes se esmeraran en mantener buenas relaciones con la orden. Cluny no sólo había aumentado el número de monasterios de la orden, sino que éstos habían ido enriqueciéndose y mejorándose. La modesta capilla original de Cluny (Cluny I) fue reconstruida para convertirse en una importante iglesia (Cluny II), y desde hacía diez años Hugues había iniciado la construcción un poco más al norte de una imponente Cluny III sobre un plano magnífico que la convertiría en la iglesia más grandiosa de la época. Estos lujos fueron denunciados por Roberto, que había sido prior de varios monasterios benedictinos hasta que fundó la abadía de Molesmes, hacía ahora veintitrés años. Su abadía fue una de las muchas absorbidas nolens uolens por Cluny, pero Roberto nunca vio con buenos ojos la nueva situación y decidió retirarse para fundar una nueva abadía en la que se restableciera la austeridad de la regla de san Benito. Así lo hizo, y emplazó su abadía en la ciudad francesa de Citeaux. Por ello la nueva orden es conocida como la orden del Císter. Urbano II receló del carácter crítico de Roberto y le pidió que volviera a Molesmes. Roberto acató la orden papal y dejó como abad del Císter a Alberico. El duque de Apulia y Calabra, Roger I Borsa, se apropió de los territorios italianos de su hermanastro Bohemundo I, aunque tuvo que ceder algunos a su tío, el conde Roger I de Sicilia. El rey Magnus III de Noruega reforzó el dominio marítimo de su país conquistando las islas Hébridas, Orcadas y de Man, situadas al norte y al oeste de la costa escocesa. También murió el rey tolteca Tlicohuatzin, que fue sucedido por Huémac. En Barcelona se celebró la boda entre el conde Ramón Berenguer III y María, la hija del Cid. Naturalmente, el Campeador fue invitado y, durante su visita a la ciudad, un monje de nombre desconocido le regaló un poema titulado Carmen Campidoctoris (Cantar del Campeador), en el que relata algunas aventuras del caballero castellano en un latín muy culto y erudito, más bien pedante. Fue el primero de los numerosos poemas que iban a escribirse sobre el Cid en los siglos siguientes y que lo convirtieron en el personaje más famoso y admirado de la época. Su espada se llamaba Tizona, y tizona es hasta hoy, por antonomasia, sinónimo de espada. (En la actualidad se conservan varias docenas de auténticas y únicas Tizona y Colada, que así se llamaba su segunda espada.) En los relatos se combinaron elementos reales y legendarios. Se le atribuye incluso una hazaña póstuma, pues cuentan que, al llegarles la noticia de su muerte, que tuvo lugar el 10 de julio de 1099, los almorávides atacaron Valencia, pero huyeron despavoridos cuando los valencianos ataron el cadáver del Campeador a su caballo, Babieca, y lo sacaron al frente de su ejército. Sí es cierto que los almorávides se precipitaron sobre Valencia en cuanto supieron de la muerte del Cid, pero la ciudad resistió más bien por el apoyo que el conde Ramón Berenguer III prestó a su viuda, Jimena, que continuó gobernando la ciudad. A primeros de mes los cruzados habían iniciado el asedio de Jerusalén. Habían construido improvisadamente algunas catapultas y otras máquinas, pero las murallas resistían bien los ataques. Los clérigos recordaron cómo Dios había derrumbado las murallas de Jericó para Josué, y sugirieron que, en lugar de usar las armas, los soldados debían hacer penitencia e invocar a Dios, con lo que indudablemente se repetiría el milagro bíblico. Así lo hicieron: los soldados dejaron las armas y organizaron una procesión alrededor de las murallas. El milagro no se hizo esperar, y fue que los musulmanes, en lugar de atacarlos y matarlos a todos, como bien podrían haber hecho, se quedaron atónitos observando lo que hacían. Eso sí, las murallas no cayeron y los cruzados juzgaron conveniente volver a los métodos tradicionales. El 22 de julio lograron poner una torre a una distancia adecuada como para tender un puente por el que cientos de hombres penetraron en la ciudad y abrieron sus puertas. Nuevamente, todos los judíos y musulmanes fueron asesinados. Se cuenta que la sangre de los muertos llegaba a los tobillos de los soldados. Tancredo de Hauteville logró uno de los botines más sustanciosos al saquear la Mezquita de Omar, que guardaba un gran tesoro. Los barones eligieron rey de Jerusalén al duque Godofredo V de la Baja Lorena, pero éste no aceptó el título (su intención, una vez liberada Jerusalén, era volver a Alemania cuanto antes) pero adoptó el de Protector del Santo Sepulcro. Su propuesta era que Jerusalén fuese gobernada por un Patriarca nombrado por el Papa, mientras que él asumía el mando interinamente hasta que el territorio estuviese organizado. Con este fin se apresuró a reclamar ayuda italiana. Las ciudades de Venecia, Génova y Pisa rivalizaron por la hegemonía en las relaciones comerciales con los territorios conquistados por los cruzados. Todas ellas sacaron gran provecho. En Génova los comerciantes se agruparon en una sociedad llamada la compagna, que garantizó la independencia de la ciudad. En Venecia el poder seguía en manos de las familias nobles entre las que se elegía al Dux, pero la elección pasó a manos de una asamblea popular llamada arengo. A orillas del Gran Canal se estableció un gran mercado internacional, signo de la prosperidad creciente de la ciudad. Pisa envió una expedición de cruzados a Tierra Santa con la que viajó el arzobispo Daimberto, que fue nombrado Patriarca de Jerusalén. Godofredo V nombró príncipe de Galilea a Tancredo de Hauteville. El conde Raimundo IV de Tolosa también había participado en la toma de Jerusalén, pero seguía sin tener un territorio propio. Regresó a Constantinopla en busca de más cruzados que capitanear. En Jerusalén había un Hospital dedicado a san Juan Bautista en el que se atendía a los peregrinos. Godofredo V dotó generosamente a su director, Gerardo, que reemplazó a los benedictinos que hasta entonces atendían el Hospital por una nueva orden religiosa, que fue conocida como Orden de los Hospitalarios de san Juan. En vista de su prometedor futuro en Tierra Santa, Godofredo V renunció al ducado de la Baja Lorena, que pasó a Enrique de Limburgo. A los pocos días de la toma de Jerusalén, un qadí (juez) de Damasco, llamado Abú Saad al-Harawi, acompañado de otros, entró en una mezquita de la ciudad y dispuso en el suelo un mantel, puso comida encima y empezó a comer. Cuando los escandalizados feligreses le reprocharon tamaño sacrilegio, él les replicó que por qué se preocupaban sólo de los detalles superfluos del rito musulmán y no hacían nada ante la carnicería que se había producido en Jerusalén. Luego marchó a Bagdad y se entrevistó con el Califa Mostader, a quien pidió que hiciera una llamada a un movimiento del que no se hablaba desde hacía siglos: la "jihad" o guerra santa contra los enemigos del Islam. Pero el Califa no podía hacer nada: sus presuntos dominios estaban en guerra civil y en estos momentos a los contendientes no les preocupaba tanto lo que hicieran los cristianos en Jerusalén como lo que pudieran hacer sus rivales respectivos. Mientras tanto el emperador germánico Enrique IV logró reducir definitivamente a su hijo Conrado, al que desposeyó del título de Rey de Alemania. El año anterior ya había designado heredero a su segundo hijo, Enrique, otorgándole el título de rey de romanos. Ese mismo año murió el conde palatino del Rin Enrique III, y fue sucedido por Luis. También murió el Papa Urbano II y fue sucedido por otro de los cardenales nombrados por san Gregorio VII, que se llamaba Rainiero, pero que adoptó el nombre de Pascual II. El otro Papa, Clemente III, murió poco después, en 1100, y el emperador Enrique IV nombró como sucesor a Guiberto. También murió el duque de Bohemia Bretislav II, y fue sucedido por Borivoj II. Alberico, el abad de Císter, puso la
abadía
bajo la protección del Papa Pascual II. Briançon era una
ciudad situada en lo que había sido el reino de Borgoña,
y que ahora pertenecía al Imperio Germánico. De
allí era natural un poeta llamado Alberic de Briançon, autor
del Roman d'Alexandre, un
poema sobre Alejandro Magno basado en una antigua crónica
carolingia, que a su vez se basaba en una traducción latina del
siglo IV de un original en griego del siglo II.
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