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EL MUNDO AL FINAL DEL SIGLO XIII |
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Mientras
Europa Occidental se estaba situando a la cabeza de la
civilización mundial, más de la mitad del planeta
seguía anclada en el paleolítico. Así era en toda
Norteamérica y buena parte de Sudamérica, habitada
aún por cazadores recolectores. Las excepciones eran, por
supuesto, Centroamérica y la América andina. El norte de
México estaba recuperándose de las invasiones
sufridas durante el último siglo. Los chichimecas habían
absorbido rápidamente la cultura tolteca
y no tuvieron reservas en mezclarse con los otros pueblos del valle de
México. Ahora estaban gobernados por su cuarto soberano, Quinatzin. Más al sur
convivían los distintos pueblos que les habían precedido
en las invasiones, de la familia de los aztecas, si bien los más
poderosos en esta época eran los tepanecas, gobernados por Tezozomoc, con capital en Azcapotzalco. La ciudad de
Mayapán seguía gobernando a los mayas. En los
andes, el reino de Chimú dominaba un extenso territorio. La
capital era Chanchán, pero cada valle tenía una ciudad
que centraba la actividad de la comarca. La expansión del reino
se había basado en la política de permitir que la nobleza
local de cada ciudad conservara sus privilegios, sólo que
supeditada al monarca chimú. Las leyendas incas cuentan que por
esta época Cuzco estaba gobernada por el cuarto inca, Mayta Cápac, hijo de Lloque Yupanqui y nieto de Sinchi Roca, el cual había
sido a su vez el hijo y heredero del fundador, Manco Cápac.
Dichas leyendas atribuyen a Lloque Yupanqui grandes conquistas, que
llevaron a los incas a dominar un territorio que alcanzaba el lago
Titicaca, pero nada de esto tiene fundamento. En realidad Mayta
Cápac gobernaba a lo sumo sobre los alrededores de Cuzco. Las
historias sobre estos primeros incas son ficticias casi en su totalidad. También la mayor parte del continente
africano seguía
viviendo en el paleolítico. La zona septentrional estaba
repartida
entre varios reinos islámicos, el principal de los cuales era el
Egipto de los mamelucos, mientras que la principal
organización política del África negra era el
Imperio de Mali, gobernado ahora por mansa
Sakura. En el este, el reino de Abisinia había alcanzado un notable
desarrollo bajo Yekuno Amlak.
Para legitimar su violento acceso al poder, el nuevo rey se
proclamó descendiente de Menelik,
fruto de los amores del rey Salomón con la reina de Saba.
Fundó un estado teocrático que consideraba como cabeza de
la Iglesia al lejano e irrelevante Patriarca de Alejandría, que,
obviamente no
suponía ninguna traba para el monarca. Esta dinastía
"salomónica" luchó sin descanso contra la
expansión musulmana por el cuerno de África, donde el
cristianismo estaba muy arraigado. El cristianismo también pervivía en Nubia, Alodia. No
obstante, los mamelucos egipcios presionaban a
Nubia cada vez con más intensidad. Las costas orientales de
África (al sur de
Abisinia) eran visitadas regularmente por comerciantes procedentes de
la India, de China e incluso de Indonesia, de donde obtenían
principalmente marfil, oro y hierro. La región estaba dominada
por comerciantes musulmanes, que se las arreglaron para aprovechar en
su beneficio las rivalidades entre los distintos jefes nativos. Estos
nativos pertenecían al grupo étnico conocido como Bantú, si bien el contacto
milenario con los extranjeros había hecho surgir una cultura
diferenciada en las zonas costeras, la cultura Swahilí, (palabra de origen
árabe que significa, precisamente, "pueblo de la costa"). Los
swahilíes adoptaron el islam, si bien conservaron su
lengua bantú, algo modificada con léxico y
sintaxis de procedencia árabe. En el extremo oriental de Asia, Japón continuaba regido por
su peculiar régimen de falsos gobernantes: teóricamente,
la cabeza del estado era el emperador, pero el poder real lo
ejercía un gobierno militar, el Bakufu,
cuya cabeza era en teoría el shogun, si bien en la
práctica éste carecía de poder, que era ejercido
realmente por el shikken, o regente. Con la muerte de Qubilay
Kan, Japón se vio provisionalmente a
salvo de los mongoles, y las victorias frente a los invasores pronto
dejaron de atribuirse a la fortuna y a los elementos
atmosféricos para convertirse en heroicas hazañas de los
samurai. Cuando el bakufu desmovilizó a sus soldados, muchos de ellos
se encontraron entonces en
una situación económica precaria, y los que
poseían
feudos se vieron abocados a venderlos a los comerciantes que se
habían enriquecido durante la guerra mediante el suministro de
armas y alimentos. La venta de tierras era ilegal y el gobierno
fortaleció las leyes que lo impedían, pero los samurai
dejaron de obedecer al shikken y contaron con el apoyo del emperador.
Así el país se vio envuelto en nuevas tensiones
políticas. El Imperio Mongol, aunque desmembrado, abarcaba más de
noventa grados de longitud en el globo terrestre, desde China hasta la
frontera con Siria. Desde la muerte de Qubilay Kan ya no contaba con
ningún dirigente especialmente notable, pero seguía
siendo poderoso, al menos en el interior de sus fronteras. En cambio,
la presión que ejercía sobre sus vecinos estaba
atenuándose. El impulso que el astrónomo al-Tusi había dado a la ciencia años atrás seguía dando frutos. Una de las figuras más destacadas de la época era su discípulo Qutb al-Din al-Shirazi, que a su vez tenía como discípulo a Kamal al-din Abu'l Hasan Muhammad ibn al-Hasan al-Farisi. Por esta época, al-Shirazi había planteado a al-Farisi un problema sobre la refracción de la luz, y le aconsejó leer la Óptica de ibn al-Haytam. Al-Farisi estudió este tratado con tal profundidad que al-Shirazi le propuso que escribiera una revisión. Dicha revisión (Tanqih) fue mucho más que eso. En ella desarrolló nuevas teorías ópticas, entre la que figura la primera explicación aceptable del arco iris, para la que se basó en experimentos con esferas de vidrio llenas de agua. El sultanato de Delhi estaba en su apogeo bajo el sultán Alá al-Din Khalji, que
había rechazado las últimas incursiones mongolas y estaba
teniendo un gran éxito sofocando los intentos independentistas
de la población hindú. En efecto, aunque una buena parte
de la población india se había convertido al islam, los
musulmanes no tuvieron en este territorio el éxito casi completo
que habían logrado en otras regiones: el hinduismo
permaneció fiel a sus tradiciones. Aun así,
recibió algunas influencias del islam, influencias que
perjudicaron sensiblemente al status social de las mujeres
hindúes. A partir de esta época se les obligó a
cubrirse el rostro con un velo, las niñas eran desposadas a los
siete u ocho años, e incluso desde su nacimiento. Apenas
recibían educación y se hallaban sometidas primero a su
padre y sus hermanos, y después a su marido y su suegra. Luego
el hinduismo llegó a superar al islam instituyendo nuevas
costumbres originales: las mujeres hindúes (a diferencia de las
musulmanas) no podían heredar, las viudas no podían
volver a casarse, y en ciertos clanes eran quemadas con el
cadáver de sus esposo. Menos fortuna tenía el otro resto del Imperio
Selyúcida, el sultanato de Rum, en el que Kayqubad III tenía serios
problemas para resistir a los mongoles. En Rusia, el sometimiento a los mongoles del Gran Príncipe de
Vladímir había hecho decaer su prestigio entre los otros
principados rusos. En su lugar, la preponderancia pasó al
principado de Moscú, no menos sometido que Vladímir, pero
cuyo príncipe era Daniel Nevski, que llevaba sobre sus espaldas
la leyenda de su padre, san Alejandro Nevski.
No corrían buenos tiempos para el Imperio Bizantino. El
emperador Andrónico II había hecho maravillas para librar
a Constantinopla de las amenazas occidentales, pero ello había
sido a costa de muchas concesiones a los búlgaros y los servios
y, sobre todo, a costa de debilitar sus fronteras orientales. De
momento tenía la suerte de que los turcos estaban ocupados con
los mongoles, pero el ejército bizantino necesitaba refuerzos
con urgencia. En 1300, el rey de
Bulgaria Teodoro Svetoslav forzó a Andrónico II a que
liberara a su padre, Jorge I, a cambio de otros nobles bizantinos. En la Europa occidental podemos ver ya consolidadas muchas de las
características de la alta edad media. Las universidades
florecían: a las más veteranas (Bolonia, París y
Oxford) les estaban siguiendo muchas otras en numerosas ciudades. Ese
año se fundaba la Universidad
de
Lérida, la primera universidad de la Corona de Aragón.
Con ellas se desarrollaba la filosofía escolática que, si
bien estaba demasiado vinculada a una teología abstracta
vacía de contenido, lo cierto es que estaba fomentando el
interés por las obras de los antiguos griegos, obras que
trataban de muchas cosas más que de filosofía, y en este
caldo de cultivo surgían cada vez con más frecuencia
pensadores originales que trascendían, aunque fuera
tímidamente, el legado clásico. El progreso cultural tenía también su reflejo en el
arte. Los arquitectos habían llegado a dominar las
técnicas iniciadas por los cistercienses y Europa se estaba
llenando de catedrales góticas, altas y luminosas. Además
de Nuestra Señora de París, podemos citar las catedrales
de Reims y Amiens en Francia, Burgos, Toledo y León en Castilla, Colonia, Estrasburgo y Friburgo en Alemania, Wells, Lincoln y Ely en Inglaterra (donde
también destaca la Abadía
de Westminster), entre muchas otras. El estilo gótico
había llegado incluso a Suecia o Polonia. Si de Francia había surgido la revolución
arquitectónica, en Italia estaba produciéndose una
revolución pictórica. La antigua pintura románica
(tanto la pintura propiamente dicha como las ilustraciones de los
libros) consistía en siluetas planas, rudimentarias,
rígidas, burdas y a menudo desproporcionadas, con enormes
cabezas. Italia fue la cuna de la pintura gótica, cuyas figuras
eran también siluetas planas (tal vez algo menos
rígidas), pero las proporciones eran más ajustadas y el
dibujo era más fino y expresivo. Entre los precursores de la
pintura gótica cabe destacar al florentino Giovanni Cimabue, que tendría
unos sesenta años al terminar el siglo, y de cuya vida se sabe
más bien poco. En su obra las innovaciones son menos destacables
que su espíritu innovador, espíritu que supo contagiar a
sus discípulos, entre los que destacan Duccio di Buoninsegna, nacido en
Siena, que tendría ahora unos cuarenta y cinco años, y Giotto di Bondone, de treinta y
cuatro. La tradición cuenta que Giotto era pastor cuando Cimabue
lo descubrió y lo tomó como discípulo en
Florencia. Su mosaico de la Navicella,
en Roma, había sido recibido como una obra maestra. La escultura sufrió una evolución semejante, pero no
sólo en Italia, sino que la escultura gótica había
acompañado en toda Europa al avance de la arquitectura
gótica: los burdos relieves que decoraban las iglesias
románicas fueron sustituidos por relieves mucho más
refinados y por esculturas propiamente dichas, que a lo sumo pecaban de
una cierta rigidez y teatralidad en las poses. La escultura dejó
de representar un papel secundario en la decoración de las
construcciones, supeditado a constituir el acabado final de capiteles y
otros elementos arquietectónicos, para convertirse en un fin en
sí mismo, y así las esculturas empezaron a llenar tanto
las fachadas como los interiores de las nuevas iglesias. En Italia la transición de la escultura románica a la
gótica está representada por Nicola Pisano (que había
muerto dieciséis años atrás) y su hijo Giovanni Pisano (que tenía
ahora cincuenta y dos años). Nicola había nacido y se
había formado en el sur de Italia, pero luego marchó a
Pisa, donde nació su hijo. Las esculturas de Nicola son
todavía románicas, pero presentan innovaciones inspiradas
en el arte romano antiguo; Giovanni, en cambio, se convirtió en
el escultor italiano más importante de la época, y su
obra es definitivamente gótica. Padre e hijo colaboraron en la
decoración del exterior de la catedral de Pisa, y luego Giovanni
había dirigido las obras de la catedral de Siena, donde se
encuentran algunas de sus obras maestras: (Isaías, David, Salomón,
Moisés). Es interesante que las innovaciones artísticas italianas
surgieron en una región concreta del norte de la
península: la Toscana, la región de Florencia, Pisa,
Siena y Lucca. Allí fue donde surgió la nueva pintura, la
nueva escultura, y también el dolce stil nuovo, la joven
literatura italiana. La Toscana no era precisamente un remanso de paz
que propiciara la creación artística. Tras la
extinción del linaje de los Hohenstaufen, los nuevos emperadores
habían perdido todo interés por Italia, y el partido
gibelino había perdido así su principal apoyo. Los
güelfos se habían impuesto en Florencia, y Guido
Cavalcanti,
que simpatizaba con los gibelinos, fue condenado al destierro.
Marchó a Sarzana, donde
contrajo la malaria, regresó a Florencia enfermo y allí
murió ese mismo año. Su muerte fue "compensada" por la
incorporación de otro poeta al nuevo estilo, un joven de
unos treinta años que
estudiaba derecho en la universidad de Bolonia, llamado Guittoncino de Sighipuldi, aunque es
más conocido como Cino da
Pistoia (por su ciudad natal). El triunfo de los güelfos en Florencia no alivió las
tensiones políticas, pues éstos se habían dividido
en dos facciones, los blancos
(moderados) y los negros
(radicales). Los güelfos que dominaban la ciudad eran los blancos,
que defendían la obediencia al Papa como cabeza de la Iglesia,
pero que, al mismo tiempo, consideraban que el Papa debía
colaborar con el poder temporal sin pretender soberanía
política. No era ésta la opinión del Papa, y los
güelfos (blancos) de Toscana se rebelaron contra los intentos de
Bonifacio VIII de dominar la región. El embajador de Florencia
en la asamblea güelfa que dirigió la rebelión fue
Dante Alighieri. Bonifacio VIII recibió a Arnau
de Vilanova, un médico valenciano que había
servido a los reyes aragoneses Pedro III el Grande y Jaime II.
Había solicitado el amparo del Papa porque era aficionado a la
teología, y el año anterior había escandalizado a
los
teólogos parisinos al asegurar la inminencia del fin del mundo y
de la llegada del anticristo, de lo que tuvo que retractarse
públicamente. El Papa no era precisamente dado a tolerar estas
ideas peregrinas, pero Arnau era un buen médico y le curó
una dolencia renal, así que Bonifacio VIII mitigó la
condena de París, aunque le recomendó que en lo sucesivo
se dedicara exclusivamente a la medicina. Bonifacio VIII había encontrado la forma de recuperarse del
pulso que había mantenido contra Felipe IV de Francia:
proclamó un jubileo o año santo (el primero de la
historia). Con la excusa de celebrar el fin del siglo decimotercero de
la era cristiana, concedió la absolución de todos los
pecados a los peregrinos que acudieran a Roma. La ciudad eterna
recibió a un gran número de visitantes, muchos de los
cuales contribuyeron a llenar las arcas pontificias con sus devotas
ofrendas. El clamor popular y el tintineo del dinero decidieron al sumo
pontífice a proclamar la supremacía del Papa sobre todos
los reyes de la Tierra y a luchar por que así lo reconocieran,
al menos, todos los reyes de Occidente. Esto fue lo que
soliviantó a los güelfos de la Toscana. Pero antes de entrar en política debemos detenernos en otro
de los cambios espectaculares que había sufrido la sociedad
occidental en los últimos siglos: el notable progreso de la
burguesía. Los artesanos y comerciantes, agrupados en gremios,
se habían convertido en un estamento social equiparable a la
nobleza y al clero en cuanto a poder e influencia. La política
de los reyes consistía en aprovechar los conflictos de intereses
entre los tres estamentos y apoyarse en uno o en otro según
conviniera en cada momento. Sin embargo, no faltaron las ocasiones en
las que los distintos estamentos se aliaron entre sí en
distintos países para conseguir privilegios del rey, como
instaurar Cortes o Parlamentos y concederles más competencias, e
incluso limitar la autoridad del monarca mediante documentos escritos.
El parlamento inglés se había convertido en una
institución estable, que se reunía periódicamente
(no sólo cuando el rey decidía convocarlo) y contaba con
dos caballeros de cada condado, así como representantes de las
ciudades importantes, además de obispos, abades y pares. Sin duda, los monarcas más hábiles en el trato con los
distintos sectores sociales fueron los Capetos, que no hicieron menos
concesiones que otros reyes, pero siempre supieron hacerlo de modo que
fueran vistos como gestos de magnanimidad o justicia por parte del
monarca y no como imposiciones de sus inferiores. Los Capetos nunca
habían tenido que jurar una Carta Magna. Huelga decir que al
hablar de esta burguesía capaz de doblegar a los reyes no nos
referimos a toda la clase burguesa, que incluía hasta los
más humildes artesanos, sino al estrato superior,
los comerciantes adinerados. (Los catalanes habían dado nombre a
este sector de la burguesía: eran els ciutadans honrats.) La buguesía más poderosa era, probablemente, la
burguesía alemana, en parte por la debilidad de la nobleza, que
había estado en todo momento enfrascada en guerras civiles y
nunca había reconocido plenamente la autoridad real o imperial,
y en parte por la oportunidad que tuvo de ejercer su influencia sobre
países más atrasados. Por ejemplo, en Polonia,
había sido la burguesía alemana quien había
impuesto la elección del duque Enrique IV y, a su muerte, del
rey Venceslao II de Bohemia, que ahora incorporaba oficialmente el
territorio a su reino y adoptaba el título de rey de Polonia.
Los polacos no aceptaron de buen grado lo que consideraron una
dominación extranjera. Ejemplos más claros aún los
proporcionan las agrupaciones de comerciantes del norte de Alemania,
llamadas hansas, entre las
que estaba la Hansa Teutónica
(o Agrupación de Comerciantes de Alemania del Norte), que
fundó sucursales primero en Suecia y luego en Noruega e
Inglaterra. El rey Erik Magnusson tuvo que conceder numerosos
privilegios a esta liga, tras un bloqueo de dos años que
impidió el comercio en las costas noruegas, y con el paso del
tiempo los privilegios habían ido aumentando. La Hansa
Teutónica monopolizó una ruta comercial que unía
Nóvgorod con Londres. El número de ciudades asociadas
crecía constantemente, a la par que su influencia en los
países nórdicos. También estaba la Hansa de
las diecisiete ciudades, que desde principios de siglo agrupaba
a los fabricantes de paños de Flandes y organizaba el comercio
con Francia, especialmente con la feria de Champaña. La Hansa de Londres era una
asociación más antigua aún, que unía a los
comerciantes de Flandes que importaban lana de Inglaterra, y estaba
integrada por unas diez ciudades, encabezadas por Brujas. También estaba
encargada de la animación de las ferias de Champaña,
punto de intercambio con los comerciantes italianos que operaban en el
Mediterráneo. No eran estas poderosas hansas flamencas las que habían
entregado el condado a Gui de Dampierre, sino que éste se
había apoyado en el pueblo bajo, los clauwaerts, por oposición a
los ricos comerciantes, que al ser contrarios al conde, se hicieron
partidarios de Felipe IV y por eso eran llamados leliaerts (partidarios de la flor
de lis). Sin embargo, la alianza del conde con Eduardo I de Inglaterra
había complicado enormemente la situación. Aprovechando
que Eduardo I estaba ocupado combatiendo a Robert
Wallace en Escocia, Felipe IV terminó su campaña en
Flandes encarcelando a Gui de Dampierre y anexionando su condado a la
corona francesa. Ahora los leliaerts se encontraban con que Felipe IV
era el garante de su posición social frente a los clauwaerts,
pero, por otra parte, sus intereses económicos los ligaban
más bien a Inglaterra que a Francia. Por otra parte, Felipe IV firmó una alianza con el emperador
Alberto I de Habsburgo, alianza sellada con el matrimonio de
su hija Blanca con Rodolfo III, el hijo de Alberto I y duque de Austria. La situación política de Alemania había
cambiado drásticamente en el último siglo. Los
Hohenstaufen habían aspirado a que el Sacro Imperio Romano fuera
realmente un nuevo Imperio Romano (si no el genuino y original Imperio
Romano), pero el resultado final de sus esfuerzos había sido el
desmoronamiento casi completo de la autoridad imperial. Alemania se
estaba fragmentando y los duques se volvían inmediatamente
contra cualquiera que acumulara demasiado poder, y su apoyo al
emperador se reducía al imprescindible para neutralizarlo. El
acceso al Imperio había beneficiado enormemente a los Habsburgo,
que de poseer un pequeño condado habían pasado a ser una
de las familias más poderosas de Alemania, pero no más
poderosa que las demás familias ducales. Los nuevos emperadores
habían renunciado a la insensata política italiana de los
Hohenstaufen y, en particular, se habían desentendido del eterno
conflicto sobre la supremacía del Papa o del emperador. De
hecho, ninguno de ellos había llegado a ser coronado emperador
por el Papa (con lo que técnicamente sólo eran reyes de
Alemania y reyes de romanos), y Alberto I estaba incluso excomulgado,
lo cual no le afectó sensiblemente. Una excomunión
sólo era peligrosa si había un rival dispuesto a sacar
partido de ella, pero Alemania se había acostumbrado a la
oposición papal y las excomuniones ya no escandalizaban a nadie. Otro cambio espectacular había sido la exitosa apertura al
Mediterráneo de la Corona de Aragón. Jaime II el Justo
mantenía su curiosa política de justicia, en virtud de la
cual estaba combatiendo a su hermano Federico II de Sicilia para
cumplir un acuerdo con el Papa Bonifacio VIII. Ese año sus
generales obtuvieron la victoria de Ponza
y luego la derrota de la Falconera.
Supuestamente, lo hacía para zanjar el conflicto de Sicilia y
así tener las manos libres para intervenir en Castilla, pero lo
cierto era que, gracias a que él estaba ocupado en Sicilia y
Felipe IV de Francia estaba ocupado en Flandes, Castilla se
había librado de ser invadida y desmembrada. La reina
María de Molina logró de las Cortes de Valladolid el
dinero que Bonifacio VIII le exigía para legitimar su matrimonio
con Sancho IV y, por consiguiente, para que nadie pudiera cuestionar el
derecho a la corona de su hijo Fernando IV, que cumplía ahora
quince años. (Ya lo dice la Biblia: Dad a Dios lo que es del
César y al César lo que sobre.) En esas mismas Cortes de Valladolid el infante Juan, autoproclamado
rey de León, aceptó como rey a Fernando IV y se
convirtió en uno de sus consejeros. Entonces María de
Molina formó un ejército que envió a Almazán, reducto del infante
Alfonso de la Cerda. Sin embargo, antes de que se librara el combate,
el Infante Juan pactó con Enrique el Senador, regente de
Fernando IV, y ambos se entrevistaron con Jaime II de Aragón. La
reina trató de contrarrestar esta confabulación
negociando también con Jaime II y con el rey Muhammad II de
Granada. Mientras tanto, Portugal florecía bajo el rey Dionisio el
Liberal. Su principal apoyo era la burguesía, cuyas actividades
económicas favoreció en todo momento. Los comerciantes
portugueses frecuentaban los mercados de Brujas y Londres, donde
vendían pescado, sal, vino, aceite y cueros. El monarca
estableció el dialecto de Oporto como lengua nacional. Ese año murió sin descendencia el burgrave Juan I de
Nuremberg. Fue sucedido por su hermano Federico
IV.
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