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Una de las cuestiones que más problemas
ocasionaron
al rey David fue la sucesión. Por una parte estaba la casa de
Saúl.
Ahora que los tiempos eran buenos, era fácil que surgieran
corrientes
nacionalistas israelitas (anti-judías) que reclamaran un rey
israelita.
Bajo uno u otro pretexto, David se las arregló para ejecutar a
todos
los descendientes de Saúl que pudieran reclamar un derecho de
sucesión.
Sólo quedaba un hijo lisiado, incapacitado para reinar, por lo
que
David lo acogió en su casa, como muestra de buena voluntad hacia
la casa de Saúl. Más problemas le ocasionaron sus propios
hijos. Era costumbre entre los monarcas orientales disponer de un
harén
tan numeroso como fuera posible. Esto daba una imagen de magnificencia
tanto a los súbditos como a los extranjeros. Una forma de sellar
una alianza con otro pueblo era incorporar al harén una de sus
princesas.
Era todo un honor. El problema era que las distintas mujeres
rivalizaban
entre sí, y todas trataban de que sus hijos gozaran de mayores
privilegios
frente a los de las demás. Particularmente delicada era la
cuestión
de cuál de ellos heredaría el trono. Era frecuente que
cuando
el rey moría, uno de los hijos matara a sus hermanos, dirimiendo
así toda dispunta por la sucesión. Sin embargo, una
jugada
inteligente podía ser matar a la vez al rey y a los hermanos,
mientras
éstos estaban desprevenidos esperando la muerte de su padre.
La monarquía de Israel era joven, pero
cayó
en todos estos tópicos. El hijo favorito de David era Absalón,
quien fue gradualmente ganando partidarios hasta que en 970
reunió un ejército en contra de su padre y marchó
contra Jerusalén. David fue cogido por sorpresa, pero
seguía
siendo un buen estratega. En lugar de resistir un asedio en la capital
(hubiera sido humillante) logró escabullirse, huyó al
otro
lado del Jordán, organizó a todas las tropas leales de
que
pudo disponer y volvió a Jerusalén, donde no tuvo
dificultad
en aplastar a su inexperto hijo. David ordenó capturarlo vivo,
pero
Joab consideró más prudente matarlo.
La crisis alentó a los israelitas
descontentos
con un rey judío. Un benjaminita llamado Seba
encabezó
un alzamiento que David sofocó con relativa facilidad. Aunque el
rey demostró por segunda vez tener las riendas bien sujetas, lo
cierto es que estas rebeliones mostraban que su gobierno no estaba tan
bien afirmado como él había pretendido.
Mientras tanto murió Abibaal, el rey de Tiro.
En
969
fue sucedido por Hiram, que siguió impulsando la
expansión
de los fenicios por el Mediterráneo. Parece ser que fue por esta
época cuando los fenicios aprendieron a orientarse en mar
abierto
mediante las estrellas, lo que facilitó las grandes expediciones
a tierras lejanas.
Volviendo a Israel y el rey David, en 961
estaba ya próximo a la muerte y las tensiones de la
sucesión
eran mayores que nunca. Al parecer, David había designado como
heredero
a Adonías, su hijo mayor tras la muerte de
Absalón.
Adonías contaba con el apoyo de Joab, el jefe del
ejército
y con el de Abimelec, el sacerdote. Sin embargo, la esposa favorita de
David era Betsabé, la cual gozaba de cierta influencia,
la
necesaria para intrigar en favor de su hijo Salomón. Se
ganó
el apoyo del general Banaías, que sin duda vio la
posibilidad
de sustituir a Joab, y del sacerdote Sadoc, que vio la
posibilidad
de sustituir a Abimelec. Al parecer, Adonías se vio
prácticamente
coronado rey y antes de la muerte de su padre ya lo celebró con
un banquete. La reina jugó bien sus cartas. Ella, Banaías
y Sadoc afirmaron que David les había expresado en su lecho de
muerte
su voluntad de que su sucesor fuera Salomón. Acusaron a
Adonías
de usurpador y lograron volver al pueblo contra él. Joab y
Abimelec
no pudieron hacer nada. El primero fue asesinado y el sacerdote tuvo
que
retirarse de la vida pública. Banaías consiguió la
jefatura del ejército y Sadoc el sumo sacerdocio.
Hacia 960, la ciudad
de Tiro
fundó su primera colonia de ultramar: fue Útica,
situada
en la costa africana justo al sudoeste de la isla de Sicilia. Sin duda,
las largas expediciones fenicias necesitaban de ciudades intermedias
donde
hacer escalas. El Mediterráneo estaba libre de competencia, pues
Grecia y Creta prácticamente no existían y Egipto casi
tampoco.
Volviendo a Salomón, el nuevo rey hizo lo que
frecuentemente
ha hecho un usurpador con medios al llegar al trono: desplegar tal
magnificencia
que nadie se atreva a cuestionar su realeza. La Biblia describe el
harén
de Salomón, formado por unas mil mujeres, entre esposas y
concubinas.
Salomón ordenó construir un soberbio templo a Yahveh en
Jerusalén,
donde residiría el Arca de la Alianza. La construcción
quedó
al cuidado de los arquitectos y artesanos de Tiro.
El rey Hiram puso dos flotas a disposición de
Salomón,
una en el Mediterráneo y otra en el mar Rojo. La primera
llegó
hasta España y pasó incluso el estrecho de Gibraltar, con
lo que, por primera vez, un barco navegó por el océano
Atlántico.
En la desembocadura del Guadalquivir fundaron la ciudad de Tartesos,
y a poca distancia la ciudad de Gades, la actual Cádiz.
La
segunda flota tenía su base en Elat, en el extremo norte
del mar Rojo, y en sus expediciones llegaba hasta el sur de Arabia.
En 954 se
terminó
el templo, tras lo cual Salomón inició la
construcción
de un palacio real, mucho más grandioso que el templo,
así
como otros templos para otros dioses distintos de Yahveh, en especial
para
los dioses principales de los reinos sometidos de Moab y Amón.
La Biblia describe con orgullo que Salomón
tenía
en su harén una princesa egipcia. Esto es cierto, pero el Egipto
de la época no era el de antaño. La esposa egipcia de
Salomón
era hija de Psusennes II, que gobernaba únicamente sobre
el delta del Nilo, en un reino menor que el de Salomón. Su
ejército
estaba compuesto mayoritariamente por mercenarios libios. Su comandante
se llamaba Sheshonk. Indudablemente Sheshonk acabó por
tener
en sus manos el poder real, hasta el punto que Psusennes II
debió
de verse obligado a casar una de sus hijas con el hijo de Sheshonk,
signo
de que éste albergaba aspiraciones al trono. Probablemente fue
esta
situación la que llevó a Psusennes II a solicitar la
ayuda
de Salomón, de modo que probablemente fue el faraón el
que
tuvo por un honor que una hija suya formara parte del harén de
Salomón,
y no al revés.
Con la riqueza que obtuvo con el comercio,
Salomón
aumentó su ejército, compró caballos en Asia Menor
y construyó carros. Paulatinamente, los gastos de la corte
empezaron
a superar los ingresos. Salomón tuvo que reformar el cobro de
impuestos.
Para ello dividió el imperio en doce distritos que no
tenían
nada que ver con las antiguas fronteras tribales, y puso a cargo de
cada
uno de ellos a un gobernador. La mayor eficiencia en el cobro de
impuestos
causó un lógico descontento del pueblo, que
también
se veía obligado a colaborar en las grandes construcciones.
Además,
Salomón dejó a Judá libre del pago de impuestos,
mientras
que los israelitas se veían equiparados a los pueblos
conquistados,
como Amón, Moab y Edom. Esto causó aún mayor
resentimiento.
Algunas autoridades religiosas israelitas empezaron a cuestionar la
legitimidad
del templo de Jerusalén, recordando que el auténtico
santuario
de Yahveh debía estar en la antigua Siló.
Por otra parte, la situación exterior, hasta
entonces
tan favorable a Israel, empezó a cambiar. En 940
murió Psusennes II, con lo que terminó la dinastía
XXI. El primer rey de la dinastía XXII fue,
naturalmente,
Sheshonk
I, quien estableció su capital en Bubastis y poco
después
logró hacerse con el control de Tebas, con lo que Egipto
volvió
a estar unido. Mientras tanto, las tribus arameas que llevaban
más
de un siglo infiltrándose y hostigando a Asiria empezaron a
organizarse.
Los arameos no parecen haber aportado ninguna cultura nueva, sino que
absorbieron
la de los pueblos que encontraron, en especial la de algunos reinos
neohititas.
Al norte de Israel se formaron principados arameos. Un hombre llamado Rezón
fue erigido rey y estableció su capital en Damasco, muy
cerca
de la frontera israelita. El nuevo reino es conocido como Siria,
si bien éste es el nombre que le dieron los griegos mucho
después.
La situación explotó en 938,
cuando un efraimita llamado Jeroboam estaba a cargo de los
grupos
de trabajo forzado encargados de las construcciones. Influido por Ajab,
un líder religioso que defendía la restauración de
Siló, inició una rebelión que Salomón pudo
sofocar, pero Jeroboam recibió mucho apoyo popular y
logró
huir a Egipto, donde Sheshonk I lo acogió amistosamente. No era
el primer prófugo israelita al que Sheshonk acogía. Ya
tenía
alojado a Hadad, un edomita que también había
intentado
rebelarse sin éxito contra Salomón. Probablemente
Sheshonk
I vio en Israel una amenaza desde que su antecesor entabló
alianza
con Salomón, y ahora estaba proyectando lentamente un ataque.
La ocasión se presentaría con la
muerte
de Salomón, que tuvo lugar en 931.
Fue sucedido por su hijo Roboam. Éste no tuvo
dificultades
en la realización del ritual necesario para ser proclamado rey
de
Judá, pero para ser aceptado como rey de Israel debía
pasar
otros rituales en Siquem, el antiguo centro político de
Efraím.
Los israelitas trataron de obtener concesiones y exigieron una
disminución
de los impuestos. Roboam respondió con una altanera negativa, e
Israel se rebeló. Probablemente Sheshonk estimuló la
rebelión,
e inmediatamente envió a Jeroboam, que fue proclamado rey de
Israel
y estableció su capital en Siquem, si bien pronto la
trasladó
a Tirsa, algo más al norte. Esto no supuso
únicamente
una partición del reino, sino un completo desmembramiento. Siria
se apropió del norte de Israel, Amón recuperó su
independencia,
mientras que Israel retuvo a duras penas a Moab. Judá retuvo a
Edom.
En 926 Sheshonk I invadió
Judá,
saqueó Jerusalen y se llevó buena parte de los tesoros
que
Salomón había acumulado. Sin duda Judá se
convirtió
en tributaria de Egipto durante algún tiempo.
Mientras tanto, Jeroboam se encontró con
ciertos
problemas políticos que debía resolver. Durante los
reinados
de David y Salomón se hizo un considerable esfuerzo por aunar a
todos los israelitas y judíos en torno a un culto común,
con centro en Jerusalén. Sin embargo, dicho culto era ahora una
amenaza para la monarquía israelita. Si israel seguía
rindiendo
culto al dios de Jerusalén, sus ejércitos podrían
negarse a atacar a Judá en caso de necesidad por cuestiones
religiosas.
Jeroboam podría haber reconstruido Siló, pero tal vez
consideraba
peligroso de todos modos compartir un dios con Judá. En su
lugar,
fomentó dos centros religiosos, uno al sur, en Betel, a
sólo
16 kilómetros de Jerusalén, y otro al norte, en Dan. En
ambos
colocó la figura de un toro joven, cuyo culto estaba muy
arraigado
en Efraím, y organizó una clase sacerdotal que cuidara de
los rituales. Esto originó una perpetua enemistad entre la
realeza
y la aún poderosa clase sacerdotal dedicada al culto de Yahveh
o,
mejor dicho, de Eloím, que era el nombre que los israelitas
daban
al dios bíblico.
De esta época datan los documentos más
antiguos
que se conocen sobre la religión judeo-israelita. En ellos
podemos
apreciar los esfuerzos realizados durante los reinados de David y
Salomón
por dotar a judíos e israelitas de una tradición
común.
Supuestamente, las doce tribus de Israel llegaron juntas a
Canaán
conducidas primero por Moisés y luego por Josué. En
realidad
Josué debió de ser uno de los jueces o caudillos que
tenía
cada tribu, pero los mandatos simultáneos de estos caudillos son
presentados como sucesivos, de modo que aparentemente las doce tribus
estuvieron
siempre bajo un mando común incluso antes de la
monarquía.
El dios de Moisés, identificado con el de Abraham,
desempeña
un papel central en el destino de Israel: cada vez que los israelitas
sufren
un revés, ello se interpreta como la represalia divina por una
ofensa
atribuida al pueblo o a sus dirigentes (normalmente la adoración
de otros dioses); cada vez que las cosas van bien ello es signo del
favor
de Dios hacia algún varón virtuoso. (Entre los casos
más
forzados está el de una epidemia de peste que hubo durante el
reinado
de David. Según la Biblia, la causa fue que David ofendió
a Dios ordenando hacer un censo de Israel.)
Además de los textos históricos y
pseudohistóricos
(con la historia de Abraham, Isaac, Jacob-Israel, sus doce hijos, etc.)
también encontramos mitos cananeos de origen sumerio adaptados a
la visión del mundo judeo-israelita. Hay una vaga historia de la
creación del hombre, así como una versión del
diluvio
universal seguida de extensas genealogías de los patriarcas, que
se corresponden con nombres de pueblos y tribus. Por ejemplo,
Noé,
el superviviente del diluvio según la versión Israelita
del
mito, tuvo tres hijos:
Sem, Cam y Jafet. Del último
descendían los pueblos más lejanos, entre ellos los
egipcios,
de Sem descendían los propios israelitas y pueblos afines, como
los hebreos, mientras que Cam era el antecesor de los cananeos y otros
pueblos sojuzgados (Canaán era uno de los hijos de Cam). En una
primera versión, Cam (o Canaán) castró a su padre
mientras éste dormía borracho. La versión final de
la biblia suavizó el crimen de Cam reduciéndolo a "ver
desnudo
a su padre y no cubrirlo". En cualquier caso, Noé maldijo a Cam
(y a sus descendientes), condenándolo a ser "esclavo de los
esclavos
de sus hermanos", lo que justificaba que los israelitas mataran o
esclavizaran
a los cananeos. Los egipcios habían importado tiempo
atrás
esclavos negros procedentes del África central. Los israelitas
explicaron
el color negro de su piel como signo de que eran descendientes del
maldito
Cam, y así introdujeron en la historia una idea que, aunque no
consta
explícitamente en la Biblia, sería retomada en muchas
ocasiones
de la tradición judía por su extremada conveniencia: que
los negros están hechos para ser esclavos.
Mientras tanto, en 919
murió
el rey de Egipto Sheshonk I y fue sucedido por Osorkon I, que
heredó
un Egipto relativamente próspero, si bien el nuevo rey no supo o
no pudo hacer más que mantenerlo a duras penas.
El rey Roboam de Judá murió en 913
y fue sucedido por su hijo Abiyyam, que murió a los dos
años
y fue sucedido a su vez por su hijo Asa, en 911.
Los judíos recordaban el reinado de David como su época
más
gloriosa, y nunca cuestionaron el derecho al trono de sus
descendientes.
No ocurría lo mismo en Israel, cuya mayor debilidad fue en todo
momento la falta de una tradición tanto política como
religiosa.
Por esta época los arameos estaban sólidamente instalados
en Siria. El reino de Damasco, bajo el rey Benhadad I, se
había
extendido en los últimos años hasta convertirse en una
nación
tan grande como Israel. Sin embargo, también la vecina Asiria
estaba
resurgiendo. El mismo año que Asa subió al trono de
Judá,
el rey Adad-Narari II ocupaba el trono de Asiria y
empezó
a reorganizarla. Pronto empezó a mostrar su poder sobre los
principados
arameos.
Jeroboam murió en 910
y fue sucedido por su hijo Nadab, pero no logró
mantenerse
en el trono más de un año. Un general llamado Basa
dio un golpe de estado en 909 y
ocupó
el trono. Para consolidar su cuestionable derecho al trono
estimuló
la guerra contra Judá. El rey Asa envió presentes al rey
sirio rogándole que atacara a Israel. Benhadad I accedió
complacido ante esta posibilidad de expansión, y así se
formó
una alianza gracias a la cual la débil Judá pudo resistir
a Israel.
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