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A principios del primer
milenio
(si no antes) los pueblos indoeuropeos llegaron hasta Italia.
Llevaron
consigo el hierro y las nuevas costumbres asociadas a la metalurgia,
como
la incineración de los muertos. No introdujeron ningún
tipo
de organización política, sino que con el tiempo
irían
cristalizando distintas culturas a lo largo de toda la
península.
Francia empieza a ser ocupada por los Celtas, que introducen
nuevas
técnicas agrícolas.
En el este, los arios estaban plenamente instalados
en
la India. Por esta época se consolidó una rígida
división
social en cuatro clases. Estaban los brahmanes (sacerdotes),
los
chatria
(guerreros), los vaisya (ganaderos y comerciantes) y los sudra
(los antiguos aborígenes de la India, ahora reducidos a la
esclavitud).
En un largo proceso que arranca incluso antes de la invasión,
los
arios fueron desarrollando una religión antecedente del actual
hinduismo.
Los brahmanes eran los únicos que podían conocer los
ritos
y los textos sagrados, conocidos como veda, o
revelación,
redactados en sánscrito pero no por escrito, sino que se
transmitían
oralmente. El dios principal era Visnú, también
llamado Siva,
quien se ocupaba del mundo a través de sus numerosas esposas,
entre
ellas la benevolente Parvati, la guerrera Durga y la
destructora Kali.
El hinduismo se refiere a su doctrina como
sanatana-dharma, que
significa algo así como "ley cósmica universal sin
origen",
pues, al contrario que otras religiones, el hinduismo no tiene
ningún
fundador renombrado. Uno de sus aspectos más destacados es la
idea
de los ciclos y la reencarnación. Por ejemplo, cuando un hombre
muere, se reencarna en una de las cuatro clases según la medida
en que hubiera respetado el orden cósmico en sus vidas
anterores.
Así, bien mirado, las desigualdades por el nacimiento eran una
expresión
de la justicia universal.
Las acciones de un individuo que determinan su
próxima
reencarnación son su karma, pero el hombre cuenta con
distintas
vías para salir del ciclo de reencarnaciones (samsara) y
llegar finalmente a la liberación (moksa). Puesto que
todo
pensamiento influye en el karma, una de las vías era el control
del pensamiento mediante la meditación (la vía de la
meditación).
La principal técnica de meditación era el yoga.
Por
otra parte, estaba la vía de las obras, consistente en
observar
cuidadosamente los rituales tradicionales con la esperanza de acumular
así un karma favorable y meritorio.
En
Guatemala proliferan las comunidades agrícolas formadas por
pueblos
con una lengua común y que se extienden por la península
de Yucatán. Es el preludio de la cultura Maya.
En Perú aparece la cultura Chavín,
ya plenamente agrícola, que aunó a un amplio territorio
cuyos
habitantes adoraban a un dios felino. Su orfebrería en oro es la
más antigua de América. En Chavín de Huantar
se halla una plaza bordeada de plataformas presidida por una gran
pirámide
truncada, cuyo interior es un conjunto de galerías,
cámaras
y escaleras. Dispersas por todo el territorio, se encuentran estelas
con
representaciones de seres humanos con atributos felinos y aspecto
feroz.
La ciudad fenicia de Tiro seguía
afirmándose
como potencia marítima. Comerciaba con Egipto y con Grecia, y
empezaba
a explorar el Mediterráneo occidental.
Los griegos jonios, tras haber ocupado
paulatinamente
las islas del Egeo, empezaron a poblar la costa oriental. Fueron ellos
quienes la bautizaron como "Anatolia", que en griego significa
"sol
naciente". Así mismo adaptaron las palabras semitas "assu"
y "ereb" (este y oeste), convirtiéndolas en Asia y
Europa.
Más precisamente, parece ser que fueron los cretenses quienes
adaptaron
así las palabras semitas, y los jonios las tomaron de los
cretenses.
La costa oriental del Egeo, juntamente con las islas, recibió el
nombre de Jonia. Se fundaron doce ciudades en la costa, la
más
importante de las cuales era Mileto. Así los griegos
entraron
en contacto con los frigios, que por aquel entonces dominaban casi toda
la mitad occidental de Anatolia, pero no se opusieron a la
colonización
griega. Al contrario, se sintieron atraídos por su cultura y
mantuvieron
siempre relaciones amistosas. Su capital más importante era Gordion.
Los griegos decían que había sido fundada por Gordias,
que había sido un campesino al que Zeus designó para ser
rey de Frigia mediante un oráculo.
La Grecia continental empezaba a conseguir cierta
estabilidad
tras los estragos de la invasión doria. Hesíodo describe
la Grecia de tres siglos más tarde y habla de cabañas de
adobe con una única estancia para hombres y animales. Se pasa
frío
en invierno y calor en verano. Se come grano, cebollas, queso, leche y
miel, pero no muy a menudo. Hay paludismo, y para huir de él hay
que ir a colinas pedregosas, donde en su lugar hay hambre. No se
podía
comprar o vender con oro o cualquier otra cosa que sirviera de moneda.
Para comprar un carro varias familias tenían que juntar sus
reservas
de grano. Periódicamente, los amos dorios venían de la
ciudad
a requisar parte de la cosecha, o incluso parte de los hombres, como
soldados.
Los nobles dorios llevaban una vida sobria, pero más llevadera.
Algunos hombres encontraron una nueva forma de ganarse la vida:
entreteniendo
a sus amos con historias antiguas y no tan antiguas. Naturalmente, no
eran
historias sobre campesinos y sus cabañas de adobe. Trataban
sobre
héroes, reyes y dioses. Así, en Grecia fue surgiendo una
de las mitologías más ricas de la historia, modelada en
gran
parte a conveniencia de los nuevos amos.
Por ejemplo, el triunfo de los dorios frente a los
griegos
micénicos tuvo su lógica contrapartida celestial: el dios
principal de la religión micénica era Cronos, pero fue
abatido
por el dios principal de los dorios: Zeus, exactamente igual
como
Cronos había desplazado en su día a la diosa Gea.
Naturalmente,
el relevo de poder no podía deberse a una usurpación
ilegítima.
La leyenda explicaba que cuando Cronos derrocó a su padre Urano,
éste le vaticinó que lo mismo le sucedería a
él. Para evitar la profecía, Cronos devoraba a sus hijos
tan pronto nacían, pero su esposa Rea reemplazó uno de
ellos
por una piedra, que el padre se tragó sin apreciar la
diferencia.
El hijo que se salvó fue Zeus, quien, tras una serie de
visicitudes,
destronó a su cruel padre y le obligo a regurgitar a sus
hermanos
(que seguían vivos, porque eran inmortales). Entre ellos estaban
Hera
(la que sería su última esposa), Poseidón
y
Hades.
Los tres hermanos se repartieron el universo: Zeus quedó como
rey
de los cielos, Poseidón como dios de los mares y Hades como dios
del mundo subterráneo de los muertos. De ellos surgiría
la
nueva generación de dioses griegos que gradualmente
eclipsaría
a las dos anteriores (la pelásgica y la micénica).
Igual que los sumerios situaron sus héroes
míticos
antes del diluvio, ahora los griegos situaban a los suyos en la era
micénica,
la edad de oro que había precedido a la presente edad
de hierro, como ellos la describían. En la historia
mítica
de los griegos, Europa se convirtió en la primera pobladora de
Creta,
madre del rey Minos. Había una leyenda que debió de
gustar
especialmente a los dorios (si no es que fue íntegramente
diseñada
para ellos). Hacía referencia a Hércules, hijo
del
propio Zeus y de la reina Alcmene, esposa del rey tebano Anfitrión.
Se
contaban muchas historias sobre él, que lo convertían en
el héroe griego por excelencia, pero la que ahora nos ocupa hace
referencia a sus (numerosísimos) hijos, que resultaron ser una
horda
de poderosos bandidos, los heráclidas. Uno de ellos
retó
uno por uno a los soldados que el rey de Micenas había enviado
para
expulsarlos de Grecia. Las condiciones eran que si él les
vencía
a todos, los heráclidas gobernarían Micenas, mientras que
si perdía se iría del país con todos sus hermanos,
que se comprometían a no volver al menos hasta cincuenta
años
más tarde (esto es, en las personas de sus hijos y nietos). El
caso
es que perdió, por lo que los heráclidas se fueron, pero
a la tercera generación, cumplido el pacto, volvieron y se
adueñaron
de Grecia. Evidentemente, los nietos de los heráclidas eran los
dorios que, por consiguiente, al invadir Grecia no hicieron sino volver
a la tierra de sus antepasados. Es la versión griega de la
tierra
prometida de los israelitas.
En cuanto a los israelitas, tras la muerte de
Saúl
se encontraban completamente a merced de los filisteos. No obstante, Abner,
el que había sido el principal general de Saúl, se
retiró
con parte del ejército llevándose consigo a Isbóset,
el único hijo de Saúl que quedó con vida, y se
retiró
al este del Jordán, lejos de la influencia filistea. Los reinos
hebreos, siempre hostiles hacia los israelitas, aprovecharon las
circunstantes.
Así, el reino de Moab absorbió totalmente a la tribu de
Rubén.
Mientras tanto, David aprovechó la situación y
convenció
a los ancianos de Judá de que lo proclamasen rey de Judá,
y estableció su capital en Hebrón, una ciudad
fortificada
a unos 30 kilómetros de la capital filistea de Gad. Al contrario
que Saúl, el rey David era un astuto diplomático, y supo
convencer a los filisteos de que bajo su gobierno serían un fiel
títere del que jamás tendrían que preocuparse.
David tuvo suerte: Isbóset discutió
con
Abner a causa de una mujer, y éste se enfadó hasta el
punto
de iniciar negociaciones con David para ayudarle a derrocar al que
había
sido su protegido. David exigió a Abner que le entregara a
Mical,
la hija de Saúl que había sido su esposa antes de verse
obligado
a huir de Guibá. Sin duda David comprendía la importancia
de poder presentarse como yerno de Saúl a la hora de reclamar el
trono de Israel. Abner le entregó a Mical y pactó con
David.
Posiblemente le cedió una parte del ejército israelita.
Luego
Joab,
el general de David que hacía de intermediario, mató a
Abner
a traición, teóricamente por una venganza personal (pues
Abner había matado a su hermano, o al menos eso dijo Joab), pero
es más probable que siguiera órdenes de David, para
impedir
que Abner pudiera volverse atrás y revelara el pacto a
Isbóset.
David lamentó públicamente la muerte de Abner, pero Joab
siguió en su cargo.
Cada vez estaba más claro que la casa de
Saúl
decaía, mientras David se hacía más fuerte. Tal
vez
ello movió a dos oficiales de Isbóset a cortar la cabeza
de su rey y llevársela a David. No sería descabellado
suponer
que David fue el inductor de esta nueva traición, pero
oficialmente
se mostró más consternado aún que con la muerte de
Abner. Según la Biblia, mandó matar a los dos asesinos,
se
les cortó las manos y los pies y fueron colgados
públicamente
junto al estanque de Hebrón. Ahora Israel estaba sin rey. En una
situación tan crítica, bajo la doble amenaza hebrea y
filistea,
la necesidad de un rey fuerte era indiscutible, y el único
candidato
era David, el poderoso rey de Judá, yerno de Saúl. Una
embajada
israelita fue recibida en Hebrón, donde suplicó a David
que
aceptara reinar en Israel y éste aceptó. Era el
año
991.
La Biblia llama Israel al reino de David, pero en
realidad
nunca fue un reino unido. Constaba por una parte del Israel propiamente
dicho, que ocupaba los dos tercios septentrionales del territorio, y
del
reino de Judá, en la parte sur. Los israelitas nunca acabaron de
considerar a Judá como parte de su pueblo. La Biblia se esfuerza
por ocultar este hecho porque fue escrita por judíos, pero el
verse
obligados a recurrir a un rey judío debió de ser
humillante
para los israelitas. David era consciente sin duda de estos problemas y
empleó toda su diplomacia en paliarlos. Su primera medida fue
cambiar
la capital (los israelitas no hubieran tolerado mucho tiempo ser
gobernados
desde el centro de Judá). La ciudad ideal era Jerusalén.
Estaba situada en la frontera entre ambos territorios, era una ciudad
amurallada
fácil de defender. Ésta era a la vez su mayor virtud y su
mayor inconveniente: Jerusalén era tan fácil de defender
que israelitas, judíos y filisteos nunca habían podido
conquistarla.
Seguía en poder de una tribu cananea, los Jebuseos.
De algún modo, en 990
David se las arregló para tomar Jerusalén. La Biblia no
explica
cómo lo hizo, así que es probable que empleara alguna
treta
no muy honrosa. Tampoco es fácil explicar por qué los
filisteos
toleraron impasibles el ascenso de David. De algún modo, David
debió
de convencerles de que trabajaba para ellos, pero tras la toma de
Jerusalén
los filisteos le exigieron que abandonara la ciudad como muestra de
lealtad.
David se negó y así entró en guerra. Sin embargo,
los israelitas estaban ahora crecidos por su notable victoria en
Jerusalén
y David disponía de buenos generales. El resultado fue una
victoria
completa sobre los filisteos, que desde este momento abandonaron para
siempre
toda idea imperialista. Se retiraron a sus ciudades tradicionales y
pagaron
tributo a David.
Una vez establecida la nueva capital en
Jerusalén,
los esfuerzos de David por unificar su reino bimembre se encaminaron
hacia
la religión. Desde que los filisteos destruyeron el santuario de
Siló, los israelitas no tenían ningún centro
religioso
común. Cada aldea adoraba a sus dioses locales en
pequeños
altares, situados especialmente en las colinas (sin duda un vestigio de
la antigua cultura nómada de los israelitas: los pastores suelen
venerar a sus dioses celestes en lugares elevados). De entre la
fértil
mitología israelita, la parte que más posibilidades
unificadoras
brindaba era la referente a Moisés y su alianza con Dios. En
torno
a ella se conservaba el Arca de la Alianza, que los filisteos
habían
capturado y conservado en la ciudad de Quiryat-Yearim, al norte
de Judá (los filisteos temían a los dioses extranjeros
tanto
como a los propios, así que no se atrevieron a destruir el Arca,
y tampoco a introducirla en su territorio). David llevó el Arca
a Jerusalén y la situó en un santuario próximo a
su
palacio. Aunque él mismo ejerció buena parte de las
funciones
sacerdotales, nombró sumo sacerdote a Abiatar, el
único
superviviente del grupo de sacerdotes que Saúl hizo ejecutar por
considerarlos partidarios de David. Posiblemente fue en este periodo
cuando
empezaron a tomar forma las leyendas bíblicas que presentan a
las
doce tribus de Israel viajando unidas por el desierto a las
órdenes
de Moisés ayudados por su dios.
Unida política y religiosamente la
nación,
David se vio con fuerzas para iniciar una expansión
imperialista.
En el fondo esto puede verse como una medida más para aunar a su
pueblo con un sentimiento de superioridad patriótica. Uno a uno,
conquistó los reinos hebreos de Amón, Moab y Edom. Luego
avanzó aún más al norte. No intentó atacar
a los fenicios (hubiera sido un suicidio sin la ayuda de una flota). En
su lugar, firmó con ellos tratados comeciales. Sin embargo,
sometió
a tributo a las poblaciones del Éufrates superior. De este modo
los israelitas se vieron dueños de un imperio de dimensiones
respetables.
Los límites que Dios fija a la tierra prometida cuando le habla
a Abraham según la Biblia son precisamente los de este imperio.
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