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Durante
el siglo XI China experimentó cambios
importantes en su estructura política y social. Tras un reinado de unos
500 años, la dinastía de los Chang fue derrocada, y se instauró la
dinastía Cheu. Su primer rey fue Wu,
y provenía de los confines occidentales del país. Estableció la capital
en Hao, en el valle del Wei.
Distribuyó el territorio entre los miembros de su familia y los aliados.
Se originó así un sistema feudal en el que unos grandes señores ejercían
a la vez la autoridad política y religiosa, regulando el culto
tradicional a los antepasados. Estos señores gozaban de gran
independencia, y la sumisión al rey era meramente formal. Sólo los
parientes más próximos (que ocuparon los estados de Qi, Lu
y
Jin) estuvieron realmente sometidos al monarca. En los siglos siguientes
se llamó Wu a una clase de sacerdotes hechiceros que gozaron del
respeto (o a veces del temor) de los chinos de todas las clases sociales.
En esta época la diversidad cultural china se había subsumido en una
identidad nacional por la que los chinos se distinguían a sí mismos de
los bárbaros no civilizados del entorno. El mundo se concebía como un
cuadrilátero, a cada uno de cuyos lados correspondía un color y una
divinidad. Por encima de los dioses de los puntos cardinales, del Sol,
de la Luna, de la Tierra, de las montañas, nubes, ríos y demás fenómenos
naturales, estaba Shangdi,
la divinidad suprema omnipotente, que residía en un palacio junto con
cinco ministros. No obstante, Shangdi no contaba con santuarios, ni se
le ofrecían sacrificios. Los antepasados del rey estaban en contacto con
Shangdi. Los vivos podían ponerse en contacto con sus antepasados
mediante un oráculo basado en la observación de huesecillos.
El rey Wu fue sucedido por su hijo Ch'eng,
cuyo reinado legitimó definitivamente el cambio dinástico. Se conservan muchos
documentos sobre ceremonias y actos de investidura encaminados sin duda a que la
antigua nobleza aceptara a los nuevos amos.
En México aparecen las primeras manifestaciones arquitectónicas olmecas: los
poblados se concentran alrededor de los centros ceremoniales, se construyen
casas sobre plataformas de piedra, templos, basamentos escalonados y montículos
funerarios. Aparece una mitología más estructurada. Los principales dioses eran Huehueteotl, dios del fuego y Tlaloc, dios de la lluvia. Se han
encontrado cabezas colosales de más de dos metros de altura, lápidas, sarcófagos
y muchas obras de gran maestría técnica.
Hacia 1100 los dorios ocuparon el Peloponeso,
con lo que completaron la conquista de Grecia y terminó definitivamente la edad
Micénica. Grecia cayó en la paz de los cementerios. Durante los desórdenes de
los años precedentes, los campesinos tendieron a atrincherarse en ciudades
amuralladas, que ahora se convirtieron en unidades autosuficientes bajo el
dominio dorio, conocidas como Polis. La palabra Polis significa "ciudad"
en griego, pero la polis no era una ciudad en el sentido usual. Era una
ciudad-estado sin ninguna relación con las polis vecinas, con una economía de
subsistencia y, en esta época, en los umbrales de la miseria. Mientras los
griegos micénicos se habían mezclado con los pelásgicos, los dorios adoptaron
una actitud clasista, o incluso racista, frente a los micénicos, reducidos a la
esclavitud. Esparta se convirtió en una de las principales polis dorias,
mientras que Micenas, Tirinto y otras ciudades importantes del periodo anterior
fueron incendiadas y reducidas a tristes aldeas. Hubo, no obstante, unas pocas
regiones que se libraron del dominio dorio. Una de ellas fue el Ática, con
Atenas a la cabeza, y otra era Arcadia, situada en los montes más altos del
Peloponeso. En estas zonas surgió una identidad jonia que reivindicaba su
legítima ocupación de Grecia, frente a los dorios invasores. Así, mientras los
dorios tenían a los jonios como iguales a sus esclavos, los jonios tenían a los
dorios como salvajes. Una parte de la población jonia emigró a las islas del
Egeo. La primera en recibirlos fue Eubea, la isla mayor del Egeo y más
próxima al continente. Allí se fundó la ciudad de Calcis, cuyo nombre
deriva de la palabra griega para "bronce". Probablemente fue un centro de
trabajo del bronce. Al este de Calcis estaba la ciudad de Eretria, que
también alcanzó cierta importancia.
Mientras tanto, Egipto seguía bajo el reinado oficial de los ramésidas y bajo
el dominio real de los sacerdotes. En 1093
fue asesinado el rey asirio Teglatfalasar I y sus sucesores no supieron mantener
el imperio. Las invasiones arameas se hicieron más efectivas y toda mesopotamia
permaneció en la anarquía durante más de un siglo, durante el que se libraron
continuos y estériles combates entre Asiria, Babilonia y Urartu. En
1075
murió Ramsés XI y fue sucedido por el sacerdote de Amón, pese a no guardar
ningún parentesco con el antiguo rey. Por otro lado, en la región del delta se
proclamó rey simultáneamente otro sacerdote que inauguró la XXI dinastía.
Egipto volvía a estar dividido.
En Canaán, los fenicios y los filisteos ocupaban la costa con cierta
prosperidad, mientras los israelitas iban afianzando sus conquistas. Aunque
originalmente eran un conglomerado de tribus muy distintas en todos los
aspectos, la necesidad de hacer causa común frente a los cananeos fue
unificándolos y paulatinamente fueron creando una mítica historia común basada
en tradiciones diversas.
El relato afirma que los israelitas eran originariamente esclavos en Egipto,
a los que un patriarca llamado Moisés
liberó con la ayuda de un dios poderoso. Éste hizo un pacto con los israelitas:
a cambio de ser adorado les concedería una tierra prometida, habitada hasta
entonces por pecadores a los que debían destruir en su nombre y con su ayuda. La
forma en que debían adorar a este dios quedaba completamente estipulada en la
alianza a través de un código escrito de diez mandamientos. Los israelitas
(incluido el propio Moisés) incumplieron en muchas ocasiones estas leyes, así
que fueron castigados a vagar por el desierto del Sinaí durante cuarenta años,
de modo que sólo sus hijos verían la tierra prometida. Moisés fue sucedido por
Josué, que conquistó fácilmente Canaán con la ayuda divina.
Se ha puesto en cuestión que algo de esto tenga una base histórica, pero
indudablemente la ley mosaica existe y, aunque probablemente tiene muchos
añadidos posteriores, su núcleo es un complejo sistema de leyes diseñado para
regular la vida de un pueblo de ganaderos nómadas. Además de los diez
mandamientos primitivos, había todo un sistema de leyes transmitidas oralmente
que regulaban por completo la vida itinerante de los israelitas en sus aspectos
penales, sociales (regulación de la propiedad, incluida la esclavitud),
religiosos y hasta cuestiones de higiene y alimentación. La base del sistema de
justicia era el ojo por ojo y diente por diente: los delitos de sangre se
pagaban con la muerte y los daños a la propiedad con multas. No es
razonable suponer que dichas leyes fueron creadas después, cuando los israelitas
ya no eran un pueblo nómada (al contrario, muchas de ellas quedaron desfasadas)
y, a la vez, la ley mosaica era demasiado refinada para haber sido ideada por
unos toscos pastores. Por otra parte, la leyenda de Moisés y sus antecedentes
están adornados con varias fábulas de indudable origen egipcio.
Una conjetura razonable es que Moisés dirigió la retirada de un grupo
(relativamente pequeño) de cananeos cuando los hicsos fueron expulsados de
Egipto y los condujo hacia el Sinaí. Tal vez planeó reclutar un ejército entre
la población nómada de la península con el que reconquistar Egipto o al menos
una parte de Canaán. Tal vez alertó a los nativos de que un Egipto resurgido
amenazaba con dominar de nuevo sus tierras y los llevó consigo hacia el sur
(librándolos, en cierto sentido, de la esclavitud egipcia). Tal vez así se
convirtió en caudillo de una tribu (la que después se desdoblaría en las tribus
de Efraím y Manasés). En cualquier caso, podemos aceptar que alguien llamado
Moisés guió por el desierto a un pueblo de pastores nómadas y que, según la
Biblia, les dio unas leyes. El relato bíblico encaja aquí muy bien: como todos
los legisladores de la época, Moisés no podía esperar que sus leyes fueran
respetadas si no tenían un origen divino, así que debió de escoger el dios más
temido por sus hombres, un dios de las tormentas al que los pastores suplicaran
clemencia en los peores temporales, se retiró a un monte y volvió con unas
tablas de piedra en las que estaban esculpidos los diez mandamientos básicos de
su ley.
Moisés fue más meticuloso que Abraham al describir a su dios. Probablemente
no lo inventó, sino que lo tomó de entre los numerosos dioses que a la sazón
debían de tener sus hombres. Probablemente, este dios se llamaba Eloím.
Se conocen dos textos de la época en la que los israelitas ya estaban asentados
en Canaán, uno correspondiente a la tribu de Efraím y otro a la de Judá, los
cuales relatan tradiciones similares, pero el dios de Efraím se llama Eloím,mientras
que el dios de Judá se llama Yahveh. La tribu de Judá fue una de las
últimas que se unió a la confederación de Israel, y es probable que identificara
un dios propio con el dios de Efraím (igual que los egipcios identificaron en su
día los dioses Ra y Amón). La versión final de la Biblia fue escrita por los
judíos, por lo que el nombre definitivo del dios de Moisés fue Yahveh. De hecho,
los israelitas desarrollaron más adelante la idea de que pronunciar el nombre de
dios era un sacrilegio. Es posible que ello fuera un medio con el que los
sacerdotes trataron de evitar polémicas sobre si el dios común de los israelitas
era Eloím, Yahveh, u otro. Esto casi hace que los judíos olvidaran el nombre de
su dios. En efecto, el hebreo sólo escribe las consonantes, si bien más tarde se
ideó un sistema de signos ortográficos para indicar las vocales. En las
ediciones de la Biblia, sobre las consonantes YHVH los judíos anotaban las
vocales de Adonay, el Señor, que es lo que leían en la práctica para no
pronunciar el inefable nombre de Dios. La combinación de las consonantes de
Yahveh con las vocales de Adonay produce una palabra extraña al oído hebreo que
evoluciona de forma natural a Jehovah. Aún hoy hay creyentes que llaman así a su
dios, sin darse cuenta de que este nombre es simplemente un híbrido absurdo de
vocales y consonantes de dos palabras distintas.
Volviendo a Moisés, sus leyes muestran claramente su esfuerzo por asegurar el
temor de dios en su pueblo, así como un intento de excluir la competencia de
otros cultos. Basta leer los dos primeros mandamientos:
1) Yo soy el Señor, dios tuyo, que te he sacado de la tierra de
Egipto, de la casa de la esclavitud. No tendrás otros dioses delante de mí.
2) No harás para ti imagen de escultura ni figura alguna de las cosas
que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de las que hay en las
aguas, debajo de la tierra. No las adorarás ni rendirás culto. Yo soy el
Señor, dios tuyo, el fuerte, el celoso, que castigo la maldad de los padres
en los hijos hasta la tercera y cuarta generación, de aquellos que me
aborrecen; y que uso de misericordia hasta millares de generaciones con los
que me aman y guardan mis mandamientos. (Ex. XX, 2-6)
Es de notar que Moisés no tenía las pretensiones de Akenatón, y en
ningún momento insinuó que su dios fuera el único verdadero. Sólo decía
que su dios no toleraba que quienes le adoraban rindieran culto también
a otros ídolos. Moisés instituyó una clase sacerdotal que cuidaba de las
cuestiones del culto y le sustituían como juez en los casos menores.
Según la Biblia, el sacerdocio estaba encomendado a la tribu de Leví, a
la cual pertenecía el propio Moisés. Tal vez los levitas fueran los
cananeos que escaparon de Egipto con Moisés cuando los hicsos fueron
expulsados.
Las Tablas de la Ley fueron guardadas en un arca sagrada, el Arca de la
Alianza, pues Dios prometió a los israelitas una "tierra de la que
mana leche y miel", como a menudo es descrita en la Biblia, si seguían sus
leyes. Éstas son las palabras de la Alianza:
Respondió el Señor: Yo estableceré Alianza con este pueblo en
presencia de todos; haré prodigios nunca vistos sobre la tierra, ni en
nación alguna: para que vea ese pueblo que tú conduces la obra terrible que
Yo, el Señor, he de hacer. Tú observa todas las cosas que yo te encomiendo
en este día y Yo mismo arrojaré de delante de ti al amorreo, y al cananeo, y
al heteo, al ferezeo también, y al heveo, y al jebuseo. Guárdate de contraer
jamás amistad con los habitantes de aquella tierra, lo que ocasionaría tu
ruina. Antes bien destruye sus altares, rompe sus estatuas y arrasa los
bosquetes [consagrados a sus ídolos].
No adores a ningún dios extranjero. El Señor tiene por nombre Celoso. Dios
quiere ser amado Él solo. No hagas liga con los habitantes de aquellos
países, no sea que después de haberse corrompido con sus dioses y adorado
sus estatuas, alguno te convide a comer de las cosas sacrificadas. No
desposarás a tus hijos con sus hijas, no suceda que, después de haber
idolatrado ellas, induzcan también a tus hijos a corromperse con la
idolatría. (Ex. XXXIV, 10-16).
Evidentemente este texto contiene anacronismos, pero tal vez refleja una
prevención original de Moisés, que no estaba dispuesto a que sus hombres
cometieran el mismo error que los hicsos y así, para evitar que
convivieran con los pueblos invadidos con riesgo de que éstos terminaran
alzándose contra ellos, inventó e inculcó en sus hombres la intolerancia
religiosa. En efecto, cada vez que los israelitas tienen ocasión de
conquistar una ciudad, el mandato divino es siempre pasar a cuchillo a
todos sus habitantes, incluso a las mujeres y a los niños. Los
israelitas aplicaron esta política siempre que la ocasión lo permitió.
Si en efecto Moisés salió de Egipto cuando la expulsión de los hicsos,
entonces su peregrinaje no fue de cuarenta años, sino de unos trescientos. Tal
vez el plan original de Moisés fue reconquistar Egipto o, al menos Canaán, lo
antes posible, pero en un momento dado debió de darse cuenta de que el Nuevo
Imperio Egipcio era intocable, por lo que debió de comunicar a su pueblo que, a
causa de sus muchos pecados, Dios había decidido que ninguno de ellos vería la
tierra prometida, sino que se la daría a sus hijos, después de que ellos
murieran en el desierto. Los israelitas usaban la palabra "hijo" en un sentido
muy laxo, que igual podía significar "nieto", o "bisnieto", o lo que fuera. De
este modo, los israelitas (o una parte de los que después serían llamados
israelitas) debieron de permanecer en la península del Sinaí, o tal vez en
Arabia, mientras Egipto fue invencible, conservando siempre la ilusión de la
tierra prometida, y salieron de nuevo a escena tan pronto como detectaron signos
de debilidad.
Hay una parte del relato bíblico que no encaja con esta interpretación, lo
que indica una procedencia distinta. Según esta parte, los israelitas descendían
de José (en realidad de José y sus once hermanos, pero este añadido es sin duda
muy posterior), que era un cananeo que, de esclavo, había pasado a virrey de
Egipto. La leyenda de José parece provenir de los tiempos de Amenofis III y
Akenatón (cuando Moisés ya llevaría muerto mucho tiempo). La familia de José
proliferó, pero "Entre tanto, se alzó en Egipto un nuevo rey, que nada sabía
de José" (Ex. I, 8) y los israelitas fueron reducidos a la esclavitud.
Después, el dios de Moisés lanza sobre Egipto una serie de plagas hasta que el
rey decide liberar a los israelitas, luego se arrepiente de su decisión y sale a
perseguirlos, pero el dios de Moisés abre un pasillo en las aguas del mar Rojo y
lo vuelve a cerrar cuando los israelitas ya habían pasado al otro lado, mientras
el rey egipcio moría ahogado. ¿De qué faraón escaparon los israelitas? La Biblia
dice también que los esclavos israelitas "... edificaron al faraón las
fuertes ciudades almacenes de Fitom y Ramsés"
(Ex. I, 11), Así que el faraón debía de ser Ramsés II o, a lo sumo, su hijo
Meneptah. Ahora bien, por supuesto, ninguno de ellos murió en el mar Rojo.
Es muy probable que alguna de las tribus israelitas escapara de la parte
oriental del delta del Nilo en tiempos de Meneptah (los que edificaron las
ciudades de Fitom y Ramsés). Las siete plagas pueden ser un recuerdo de las
calamidades que sufrió Egipto con la invasión de los pueblos del mar y,
ciertamente, éstas pudieron darles la oportunidad de escapar. El nombre de la
tribu de Isacar parece provenir de Sokar, que era un dios egipcio. Las
historias de los recién llegados acabarían fundiéndose anacrónicamente con las
leyendas sobre Moisés, aportando más colorido a la salida de Egipto. El
intervalo tradicional de cuarenta años puede ser un compromiso entre los tres
siglos de una fuente y los pocos años de otra.
Al llegar a Canaán, los israelitas entraron en contacto con la leyenda de
Abraham. Probablemente fue a través de los hebreos. Al parecer, los Idumeos se
consideraban descendientes de Esaú, el primogénito de Isaac, hijo a su vez de
Abraham, y, por consiguiente, legítimos herederos de la tierra que le había sido
concedida a éste por su dios. Por su parte, los moabitas y amonitas se
consideraban descendientes de Lot, sobrino de Abraham. Esto obligó a modificar
las leyendas no sin cierto descaro. Por ejemplo, la relación de Esaú con Edom es
explicada así en el Génesis:
Había un día guisado Jacob cierta menestra cuando Esaú, que
volvía fatigado del campo, se llegó a él y le dijo: Dame esa menestra roja
que has cocido, pues estoy sumamente cansado. Por cuya causa se le dio
después el sobrenombre de Edom [que, por una falsa etimología, se
interpreta como "rojo"]. (Gen. XXV, 29-30).
Esta teoría legitimaba las posesiones hebreas, pues el dios de Abraham
había otorgado Canaán a sus descendientes. En Gen. XIV, 13, Abraham es
llamado Abram el hebreo. Ahora bien, Josué llegaba también con un
dios que le había prometido una tierra que, sin duda, tenía que ser
Canaán. No debió de ser difícil identificar el dios de Moisés con el
dios de Abraham. Para consolidar la recién creada confederación
israelita, Josué debió de convencer a sus socios de que todos ellos
descendían de Abraham a través de su nieto Jacob. Con el tiempo se
limarían los detalles: al igual que Esaú había tenido doce hijos (que se
correspondían con otras tantas tribus idumeas), también Jacob tuvo doce
descendientes, uno de ellos era José, que a su vez tuvo dos hijos:
Efraím y Manasés, y once hermanos, en correspondencia con las once
tribus restantes. Sin embargo la leyenda necesitaba algunas
modificaciones que, de nuevo, la Biblia recoge sin complejos. Por
ejemplo, intercalado en la historia de Jacob, sin que guarde relación
alguna con lo anterior y lo posterior, encontramos este sorprendente
pasaje:
Quedóse solo y he aquí que se le apareció un personaje que
comenzó a luchar con él hasta la mañana. Viendo este varón que no podía
sobrepujar a Jacob, le tocó el tendón del muslo, que al instante se secó. Y
le dijo: déjame ir, que ya raya el alba. Jacob respondió: No te dejaré ir si
no me das la bendición. ¿Cómo te llamas?, le preguntó. Él respondió: Jacob.
No ha de ser ya tu nombre Jacob, sino Israel [que, por una etimología no
del todo correcta, significa "hombre que lucha con Dios"], porque si con
el mismo Dios te has mostrado grande, ¿cuánto más prevalecerás contra los
hombres? Preguntóle Jacob: ¿cuál es tu nombre? Respondió: ¿por qué quieres
saber mi nombre? Y allí mismo le dio su bendición. (Gen. XXXII, 24-29)
En lo que sigue, Jacob sigue llamándose Jacob. Sólo en el libro del
Éxodo pasa a ser llamado Israel. De este modo, los israelitas pasaron a
considerarse hijos de Jacob. Según estas cuentas, las tribus de Israel
pasaron a ser doce: Efraím y Manases eran dos medias tribus, que
componían la tribu de José. La diosa Raquel pasó a ser la madre de José
y Benjamín, mientras que Lía se convirtió en la madre de Rubén, Isacar y
Zabulón. Gad y Aser pasaron a ser hijos de una esclava de Lía, mientras
que la madre de Dan y Neftalí fue una esclava de Raquel. El supuesto
antecesor de la tribu sacerdotal de Leví, así como los de los últimos
miembros de la coalición, Judá y Simeón, debieron de incorporarse
tardíamente entre los hijos de Lía. La tierra concedida por el dios de
Abraham a sus descendientes se convirtió en una mera promesa que no se
realizó hasta que sus auténticos herederos, esto es, los
israelitas, ocuparon Canaán. De nuevo, algunos puntos débiles del
argumento se fueron retocando más adelante. Por ejemplo, Jacob no era
realmente el heredero de Abraham (por línea directa), sino que lo era
Esaú, pero Esaú decidió cederle amablemente los derechos a cambio de la
famosa menestra roja (que, más concretamente, era un plato de lentejas).
Además, Jacob se las arregló con la ayuda de su madre para que Isaac lo
declarara su heredero en su lecho de muerte, confundiéndolo con Esaú. En
fin, añadiendo a esto una serie de profecías que garantizaban que era
voluntad divina que Jacob heredara los derechos de Abraham, los
israelitas se encontraron con que su invasión era, se mirara como se
mirara, la voluntad de Dios.
La Biblia da indicios de que Josué debió de aprovechar la historia de Abraham
para infundir ánimo a sus hombres. Al parecer, Dios ordenó a Josué que los
circuncidara a todos. Probablemente fue Josué quien "descubrió" que el dios de
Abraham (o el de Moisés) había ratificado su alianza con el rito de la
circuncisión (rito de origen egipcio que practicaban los cananeos, pero no los
israelitas). Josué debió de explicar a sus hombres que durante los años de
peregrinaje por el desierto habían abandonado la circuncisión, y sin duda ése
era el motivo por el que Dios no les ayudaba a conquistar la tierra prometida,
pero la orden que Dios he daba ahora hacía presagiar que, una vez circuncidados,
Dios los reconocería como su pueblo elegido y los conduciría triunfantes a la
victoria. Filosofías aparte, es razonable pensar que unos hombres toscos
amedrentados por la opulencia de las tierras civilizadas (algo revueltas, pero
civilizadas al fin) redoblarían su ánimo tras un ritual tan molesto como el que
se les proponia (un hombre dispuesto a eso, merecía sin duda los favores del
"dios de los ejércitos", como se le empezaba a llamar).
Según el libro de Josué, el efecto de la circuncisión fue inmediato: los
israelitas ganaron todas las batallas. Dios separó las aguas del Jordán para
facilitar el paso de su pueblo. Para tomar Jericó, sólo tuvieron que hacer sonar
unas trompetas (siguiendo la indicación divina) y las murallas cayeron, juego
fueron tomando una ciudad tras otra matando a cada rey junto con todos sus
habitantes, el Sol detuvo su curso para que Josué pudiera terminar una batalla,
etc. En cambio, en el libro de los Jueces la invasión se describe como un
proceso mucho más penoso, lleno de avances y retrocesos, un proceso que se llevó
a cabo a lo largo de unos cien años.
La religión israelita era muy diversa. Todas las tribus debieron de adoptar
como dios principal al dios de Efraím, identificado con el de Abraham, llamado
Eloím o Yahveh. Le erigieron un santuario en Siló, en territorio de
Efraím, donde se guardaba el Arca de la Alianza, que contenía las tablas con los
diez mandamientos y era el centro de numerosas peregrinaciones y rituales. Los
levitas consiguieron que las pocas ciudades que quedaron a su cargo se
convirtieran en una especie de santuarios respetados por todos, donde podían
refugiarse los perseguidos en busca de justicia. Tal vez ellos conservaron más o
menos íntegras las tradiciones del culto a Yahveh, en particular su recelo y
desprecio hacia otros dioses, pero lo cierto es que esta pretendida exclusividad
fue siempre minoritaria entre los israelitas: cada tribu había traído sus
propias creencias a las que no estaba dispuesta a renunciar. Los israelitas
adoraban a una multitud de dioses de origen cananeo o incluso egipcio: Baal,
Astarté, Anat, etc. Estaba muy difundida la creencia de que los muertos viajaban
a un lugar llamado Seol, sobre el que, al parecer, Dios no tenía
jurisdicción, donde permanecían para siempre, si bien se les podía invocar con
ayuda de unas estatuillas sagradas llamadas
Terafim
con las que se les podía consultar y predecir el futuro. Otra manifestación
religiosa israelita la constituían los profetas. Aunque el concepto de
profeta evolucionó considerablemente a lo largo de la historia, en esta época
eran una especie de místicos que entraban en trance y supuestamente tenían
visiones adivinatorias. Los profetas en éxtasis debían de intimidar bastante a
las gentes sencillas, así que gozaban de cierta autoridad.
Los principales enemigos de los israelitas eran, sin duda, los filisteos. La
Biblia contiene muchas leyendas sobre las luchas entre israelitas y filisteos,
la más famosa de las cuales es sin duda la de Sansón y Dalila.
Hacia el 1050
los filisteos infligieron una grave derrota a los efraimitas cerca de Siló.
Efraím trató de reponerse recurriendo a sus aliados, pero la disciplina filistea
superó con creces a la desorganización israelita y los filisteos vencieron de
nuevo. Una derrota completa de Efraím podía suponer la creación de un imperio
filisteo y el desastre para todos los israelitas. Efraím trató de dar un golpe
de efecto: transportó el Arca de la Alianza desde Siló hasta las inmediaciones
de los ejércitos filisteos. Esto infundió ánimos a sus hombres, pues pensaban
que ahora su dios estaba con ellos (la idea de que Dios está en todas partes no
se le había ocurrido todavía a nadie, la cuestión entonces para los israelitas
era más bien si Yahveh sería capaz de derrotar a los dioses filisteos). Sin
embargo, los filisteos confiaron en sus propios dioses, atacaron inmediatamente
y las armas de hierro prevalecieron una vez más sobre las armas de bronce y el
dios israelita juntos. Siló fue destruida para siempre y el Arca de la Alianza
fue capturada. Los filisteos dominaron los territorios de Efraím y Benjamín,
poniendo en jaque al resto del territorio israelita.
Sin embargo, parece ser que resistió una especie de guerrilla en las montañas
encabezada por un líder religioso llamado Samuel, que pronto ganó una gran reputación entre todos los israelitas.
Más tarde, cuando Samuel ya era mayor, destacó un joven benjaminita llamado
Saúl.
Hacía tiempo que los israelitas se planteaban la conveniencia de elegir un rey,
pero ahora Samuel retomó la cuestión con más insistencia y propuso elegir a
Saúl. Si Israel quería sobrevivir necesitaba unirse bajo un mando único. La idea
no acababa de convencer a los profetas y, aunque la mayoría de los israelitas
debía de verla con buenos ojos, el problema era que ninguna tribu parecía
dispuesta a aceptar un rey de otra tribu por el mero hecho de que conviniera
aceptar uno.
Sin embargo, Saúl logró la reputación necesaria gracias a unos incidentes
ocurridos en Gad, al este del Jordán. Los amonitas habían cercado la ciudad de
Jabes-Galaad y sólo aceptaban la rendición si sus habitantes consentían que se
les sacara el ojo derecho (o al menos, así lo contaron luego los israelitas).
Por ello, los sitiados decidieron resistir y pidieron ayuda a las tribus del
otro lado del Jordán. Saúl aceptó la petición, reunió todos los hombres que
pudo, eludió a los filisteos, llegó a la ciudad antes de lo previsto, sorprendió
a los amonitas y liberó la ciudad. Fue la primera hazaña de la que los
israelitas podían enorgullecerse desde los tiempos de Jefté. El éxito de Saúl
hizo triunfar a la corriente partidaria de elegirlo rey y Samuel, haciendo valer
su propia reputación, se apresuró a investirlo con un ritual religioso
apropiado. Esto sucedió hacia el 1020. El nuevo rey
estableció su capital en Guibá, en el territorio de Benjamín, a unos
cinco kilómetros al norte de Jerusalén.
Por esta época llegó al trono de Tiro el rey Abibaal. La ciudad tenía
ya varios siglos de historia, pero hasta este momento había estado supeditada a
Sidón, la principal ciudad fenicia. Sin embargo, ahora la situación iba a
cambiar. La ciudad entera fue trasladada a una isla rocosa, donde era
prácticamente inexpugnable y podía ser bien defendida con la ayuda de una flota.
Los fenicios contaban con una larga tradición naval que se había venido abajo
con la llegada de los pueblos del mar. Bajo Abibaal, la ciudad de Tiro fue
recuperando esa tradición y ello le dio la supremacía frente a la antigua Sidón.
Volviendo a los israelitas, los filisteos se propusieron abortar la creación
del reino de Saúl, pero no les resultó fácil. Jonatán, el hijo de Saúl,
derrotó a una pequeña guarnición filistea cercana a Guibá, mientras su padre se
atrincheraba en Michmash, un poco más al norte. Los filisteos avanzaron contra Michmash,
pero fueron sorprendidos por una rápida incursión de Jonatán. Los filisteos
calcularon mal el número de tropas que les atacaba y decidieron retirarse. Ante
esta situación, Judá, sometida desde un principio a los filisteos, decidió
rebelarse y se declaró fiel a Saúl. Un ejército unido judeo-israelita derrotó a
los filisteos en Shocoh, al sur de Jerusalén, y toda Judá quedó anexionada a
Israel. Saúl llevó sus tropas a Judá y derrotó a los amalecitas, un pueblo
nómada que vivía al sur y que causaba los típicos estragos periódicos. Así el
rey mostró su poder a Judá al tiempo que se ganaba su gratitud.
Sin embargo, Saúl no fue tan buen diplomático como general. Por una parte
recelaba de su hijo Jonatán, que había conseguido gran popularidad ante el
ejército y temía que pudiera derrocarle. Llegó a ordenar la ejecución de Jonatán
por cierta violación de un ritual, pero el ejército se opuso y tuvo que revocar
la orden. La situación se volvió más tensa. Por otro lado, Saúl disputó a Samuel
la autoridad religiosa, lo que le valió la enemistad del propio Samuel. Tras
otros roces menores, la situación más tensa se produjo a raíz de la campaña
contra los amalecitas. Al parecer, Samuel había indicado a Saúl cuál era la
voluntad de Yahveh:
Ve, pues, ahora y destroza a Amalec, y arrasa cuanto tiene: no le
perdones ni codicies nada de sus bienes, sino mátalo todo, hombres, mujeres,
muchachos y niños de pecho, bueyes y ovejas, camellos y asnos. (Reg. XV,
3)
Sin embargo, Saúl sólo mató a los amalecitas, pero perdonó la vida a su
rey Agag, (tal vez para usarlo como rehen) y distribuyó el botín entre
sus soldados como recompensa (en lugar de sacrificarlo a Dios). El caso
es que Samuel humilló públicamente a Saúl, tras lo cual consideró
prudente retirarse a un segundo plano, pero Saúl sabía que en lo
sucesivo contaba con la oposición de Samuel y, con él, la de los
profetas. Saúl se volvió receloso hasta la paranoia. Entre las víctimas
de sus sospechas estaba, además de su hijo, un joven judío que se había
trasladado a Guibá tras la anexión. Se llamaba David, y
pertenecía a una importante familia de Belén,
al sur de Jerusalén. David era un político inteligente (más que Saúl) y
también un buen general. Al principio gozó del favor de Saúl, que le
concedió la mano de su hija Mical,
pero era íntimo amigo de Jonatán, lo que suscitó los recelos del rey.
Como David no era hijo suyo, lo tenía más fácil para urdir su muerte,
pero Jonatán le previno y David abandonó sigilosamente Guibá y llegó a
Judá, donde tuvo que mantener una guerra de guerrillas contra Saúl.
David contaba con el apoyo de Samuel y los profetas, tal vez por el mero
hecho de que se oponía a Saúl.
El rey persiguió implacablemente a David. Llegó a matar a un grupo de
sacerdotes al enterarse de que uno de ellos había ayudado a David cuando huyó de
Guibá. Con el tiempo, logró que a David le costara más obtener ayuda, hasta el
punto que en un momento dado decidió pasarse al bando de los filisteos. Éstos
vieron ahora su oportunidad. Israel estaba convulsionado por revueltas internas
entre los partidarios de Saúl, los de Jonatán, los profetas, y ahora uno de los
oponentes de Saúl se aliaba con ellos. Sin duda, un vigoroso ataque filisteo en
estas condiciones iba a tener éxito.
Hacia 1000 un ejército filisteo se enfrentó
nuevamente a Israel. Jonatán optó por ayudar a su padre ante la gravedad de los
hechos, pero el ejército israelita fue arrollado por el pesado armamento
filisteo. Jonatán murió en la batalla y Saúl, cuando lo vio todo perdido, se
suicidó. Los filisteos obtuvieron de nuevo la hegemonía sobre Israel, como si
Saúl nunca hubiera existido.
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