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L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
LA
CORBETA GLORIA SCOTT
ARTHUR CONAN DOYLE
«A fe mia que dudo
de que hubiera alguna vez un matadero como aquel barco.» James Armitage
Tengo aquí unos papeles
–me dijo mi amigo Sherlock Holmes, sentados una noche invernal al lado del
fuego– que creo de veras, Watson, que merecerían un vistazo suyo. Se trata
de los documentos acerca del extraordinario caso de la Gloria Scott, y éste
es el mensaje que tanto horrorizó al juez de paz Trevor cuando lo leyó.
Había
sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y, desatando su cinta,
me entregó una breve nota garabateada en medio folio de papel gris pizarra.
Decía:
«El
suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe
Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos
de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.»
Al
levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje, vi que Holmes se
reía de la expresión que había en mi rostro.
–Parece
un tanto desconcertado –me dijo.
–No
comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror. A mí me parece más
grotesco que cualquier otra cosa.
–Y no me
extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho de que el lector, que
era un anciano robusto y bien conservado, se desplomó al leerlo, como si le
hubieran asestado un culatazo con una pistola.
–Excita
mi curiosidad –dije–. ¿Por qué ha dicho hace un momento que habia razones
muy particulares por las que yo debería estudiar estos documentos?
–Porque
fue el primer caso en el que yo intervine.
A menudo
había tratado yo de saber de labios de mi compañero qué había orientado por
primera vez su mente en la dirección de la investigación criminal, pero
hasta el momento nunca le había sorprendido en una vena comunicativa. Ahora
se inclinó adelante en su sillón y extendió los documentos sobre sus
rodillas. Después encendió su pipa y durante algún tiempo permaneció
sentado, fumando y hojeándolos.
–¿lNunca
me ha oído hablar de Victor Trevor? –preguntó–. Fue el único amigo que tuve
durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo nunca fui un
individuo muy sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi
habitación y desarrollar mis pequeños métodos de pensamiento, de modo que
nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso. Excepto la esgrima y el
boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de
estudios era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no
teníamos ningún punto de contacto. Trevor era el único alumno al que yo
conocía, y precisamente debido al accidente ocasionado por su bull-terrier,
que plantó sus dientes en mi tobillo una mañana, cuando me dirigía a la
capilla.
»Fue una
manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó efectiva. Tuve que
permanecer echado diez días, y Trevor solía venir a preguntar cómo estaba.
Al principio sólo charlábamos un par de minutos, pero sus visitas no
tardaron en prolongarse y antes de que terminara el curso éramos íntimos
amigos. El era un muchacho cordial y saludable, lleno de ánimo y energía, el
extremo opuesto a mi en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos
algunos intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté
que carecía de amigos igual que yo. Finalmente me invitó a pasar una
temporada en la casa de su padre en Donnithorpe, Norfolk, y acepté su
hospitalidad durante un mes de las vacaciones de verano.
»El viejo
Trevor era, evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta
categoría, juez de paz y terrateniente. Donnithorpe es un pequeño caserío al
norte de Langmere, en la región de los Broads. La casa era un amplio y
antiguo edificio, con vigas de roble y obra de mampostería, con una bonita
avenida flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las oportunidades de
cazar patos silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la pesca.
Tenía además una pequeña pero selecta biblioteca, procedente, según entendi,
de un anterior ocupante, y una cocina tolerable, de modo que muy remilgado
había de ser el hombre que no pudiera pasar allí un mes placentero.
»Trevor
padre era viudo, y mi amigo era su único hijo. Oi decir que hubo una hija,
pero que murió de difteria en el curso de una visita a Birmingham. El padre
me interesó extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un
vigor considerable tanto en el aspecto físico como mental. Apenas había
leído libro alguno, pero habla viajado extensamente, había visto
gran
parte del mundo y había recordado todo lo que aprendió. Como persona, era un
hombre grueso y fornido, con una buena mata de cabellos grises, cara morena,
curtida por la intemperie, y unos ojos azules cuya agudeza lindaba en la
ferocidad. Sin embargo, gozaba de la reputtación de ser un hombre bondadoso
y caritativo en toda la comarca y era bien conocida la benignidad de sus
sentencias como juez.
»Una
tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto como
remate de la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de aquellos
hábitos de observación y deducción que yo ya había convertido en un sistema,
aunque todavía no había reconocido el papel que habrían de desempeñar en mi
vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo exageraba en su
descripción de un par de hechos triviales que yo había protagonizado.
»–Vamos,
señor Holmes –me dijo, riéndose con ganas–, yo soy un excelente sujeto, si
es que puede deducir algo de mí.
»–Temo
que no haya gran cosa –contesté yo–. Pero podría sugerir que en los doce
últimos meses ha temido usted algún ataque personal.
»La risa
desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.
»–Pues es
la pura verdad –dijo–. Tú ya sabes, Victor
–añadió,
volviéndose hacia su hijo–, que cuando dispersamos aquella pandilla de
cazadores furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho sir Edward Hoby ha sido
agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia, pero no
tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo.
»–Tiene
un bastón muy elegante, señor Trevor –respondí–. Por la inscripción, he
observado que no hace
más de un
año que obra en su poder. Pero se ha tomado usted el trabajo de agujerear su
puño y verter plomo derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un
arma formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no temiera
algún peligro.
»–¿Algo
más? –preguntó, sonriendo.
»–En su
juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.
»–¡Ha
acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo
desviada?
»–No
–contesté–. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la
hinchazón peculiares que delatan al boxeador.
»–¿Algo
más?
»–A
juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.
»–Gané
todo mi dinero en los campos auríferos. »–También ha estado en Nueva
Zelanda.
»–De
nuevo ha acertado.
»–Ha
visitado Japón.
»–Cierto.
»–Y ha
estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran J.A., una
persona a la que después quiso olvidar por completo.
»El señor
Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules con una
mirada extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de un
profundo desmayo, sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que cubrían
el mantel.
»Puede
imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí.
Sin embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el cuello de
la camisa y rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de boqueadas
y se incorporó.
»–¡Ay,
muchachos! –dijo, esforzándose en sonreír–. Espero no haberos dado un susto.
Pese a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se necesita
gran cosa para ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla usted,
señor Holmes, pero tengo la impresión de que todos los detectives de la
realidad y la ficción serían como chiquillos en sus manos. Este es su camino
en la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que ha visto
un poco el mundo.
»Y esta
recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades que la
precedió, fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo pensar
que cabía convertir en profesión lo que hasta entonces había sido mera
afición. En aquel momento, sin embargo, a mí me preocupaba demasiado el
súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada mas.
»–Espero
no haber dicho nada que le haya disgusado –murmure.
»–Desde
luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo
lo sabe y qué es lo que sabe?
»Hablaba
en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos todavía había
una expresión de terror.
»–No
puede ser más sencillo –contesté–. Cuando se arremangó un brazo para meter
aquel pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las
letras todavía eran legibles, pero se veía bien a las claras, a juzgar por
su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su alrededor, que se
hablan hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues, que
en otro tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que,
posteriormente, había querido olvidarlas.
»–¡Qué
vista tiene usted, señor Holmes! –exclamó con un suspiro de alivio–. Es tal
como usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los
de nuestros viejos amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume
tranquilamente un cigarro.
»A partir
de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota de
suspicacia en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio
cuenta. «Le diste tal susto al jefe –me dijo– que nunca más volverá a estar
seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo la certeza de que él se
esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan firmemente
arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión. Finalmente, llegué
a estar tan convencido de que le causaba tal inquietud que di por concluida
mi visita. Pero el mismo día de mi partida, antes de marcharme, ocurrió un
incidente que después demostraría tener su importancia.
»Estábamos sentados los tres en sillas del jardín y sobre el césped, tomando
el sol y admirando la vista a través de los Broads, cuando salió la
sirvienta para decir que ante la puerta había un hombre que deseaba ver al
señor Trevor.
»–¿Cuál
es su nombre? –preguntó mi anfitrión.
»–No ha
querido dar ninguno.
»–~Qué
quiere, pues?
»–Dice
que usted lo conoce y que sólo desea unos momentos de conversación.
»–Hazle
pasar aquí.
»Un
momento después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud servil
y unos andares bamboleantes. Llevaba una chaqueta abierta, con una gran
salpicadura de alquitrán en la manga, una camisa a cuadros rojos y negros,
pantalones de tela basta y
unas
recias botas desgastadas. Tenía un rostro moreno, enjuto y sagaz, con una
perpetua sonrisa que mostraba una línea irregular de dientes amarillos, y
sus manos arrugadas estaban cerradas a medias, de un modo que es distintivo
de los marineros. Al acercarse, encorvado, a través del césped, oi que la
garganta del señor Trevor producía un ruido semejante a un hipo y,
abandonando de un salto su silla, corrió precipitadamente hacia la casa.
Volvió al cabo de unos momentos y, al pasar junto a mi, mi olfato captó una
intensa vaharada de brandy.
»–Y bien,
buen hombre –dijo–, ¿qué puedo hacer por usted?
»El
marinero le miraba con ojos entrecerrados y con la misma e incesante sonrisa
en su faz. ¿me
conoce? –le preguntó.
»–¡Vaya,
hombre! ¡Pero si es Hudson! –exclamó el señor Trevor en un tono de sorpresa.
»–Y
Hudson soy, señor –dijo el marinero–. Es que han pasado más de treinta años
desde la última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo comiendo
todavía mi tasajo sacado del barril de a bordo.
»–Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya lejanos – dijo
el señor Trevor y, avanzando hacia el marinero, le murmuró algo en voz baja.
A continuación, y en voz alta añadió–: Ve a la cocina, allí te darán comida
y bebida. Y no me cabe duda de que te encontraré un empleo.
»–Gracias, señor –repuso el marinero, llevándose la mano a la visera de la
gorra–. Llevaba ya dos años en un vapor de cabotaje que no pasaba de los
ocho nudos, y además con poca tripulación, y deseo tomarme un descanso.
Pensé que lo conseguiría, ya fuera con el señor Beddoes o con usted.
»–¡Ah!
–gritó el señor Trevor–. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes?
»–Por
favor, señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos –dijo el hombre con
una sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección a la
cocina.
»El señor
Trevor murmuró algo acerca de haber navegado junto con aquel hombre cuando
volvió de las minas. Después entró en la casa, dejándonos a los tres fuera.
Al entrar nosotros una hora más tarde, lo encontramos borracho perdido,
echado en el sofá de la sala de estar. Todo el incidente dejó en mi mente
una impresión desagradable. Al día siguiente no me dolió abandonar
Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía ser motivo de embarazo para
mi amigo.
»Esto
ocurrió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a mis
habitaciones de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos
experimentos de química orgánica. Un día, sin embargo, cuando el otoño ya
estaba bastante avanzado y las vacaciones tocaban a su fin, recibí un
telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a Donnithorpe a fin
de recabar mi consejo y ayuda.
»Me
recibió con el dog cart en la estación, y comprendí al primer vistazo
que en los dos últimos meses le hablan sometido a dura prueba. Había
adelgazado y se notaba que le agobiaba alguna inquietud, pues había perdido
aquella actitud amable y jovial que tanto le caracterizaba.
»–El jefe
se está muriendo –fueron sus primeras palabras.
»–¡Imposible! –grité–. ¿Qué le ocurre?
»–Apoplejia.
Un choque nervioso. Todo el día ha estado al borde del final. Dudo de que lo
encontremos con vida.
–Como
puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta noticia inesperada.
»–¿Cuál
ha sido la causa? –pregunté. »–Ah, ésta es la cuestión. Sube y podremos
comentarlo durante el trayecto. ¿Recuerdas aquel individuo que llegó la
tarde anterior a tu partida?
»–Perfectamente.
»–¿Sabes
a quién dejamos entrar en casa aquel día?
»–No
tengo ni la menor idea.
»–¡Era el
Diablo, Holmes! –exclamo.
»Lo miré
estupefacto.
»- Si era
el Diablo personificado. Desde entonces no hemos tenido ni una hora de paz,
ni una sola. Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza, y
ahora le ha sido arrebatada la vida y se le ha partido el corazón, todo
debido a ese maldito Hudson.
»–¿Qué
poder tiene, pues?
»–¡Ah,
esto es lo que yo desearla saber a cualquier precio! ¡El bueno del jefe, tan
amable y caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de semejante rufián? Pero
me alegra tanto que hayas venido, Holmes... Confio muchísimo en tu buen
juicio y en tu discreción, y sé que me darás el mejor consejo.
»Avanzábamos a lo largo de la lisa y blanca carretera rural, y ante nosotros
brillaba el largo tramo de los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En
una arboleda a nuestra izquierda, ya podía ver las altas chimeneas y el
mástil de la bandera que señalaban la mansion del squire.
»–Mi
padre nombró jardinero a aquel tipo –explicó mi compañero– y después, ya que
esto no le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa
estuviera a su merced; la recorría y hacia en ella cuanto
se le
antojaba. Las criadas se quejaron de su afición a la bebida y de su lenguaje
soez, y mi padre les aumentó el sueldo a todas para compensarles de estas
molestias. Aquel individuo utilizaba la barca y la mejor escopeta de mi
padre, y se regalaba con pequeñas cacerías. Y todo esto lo hacía con una
cara tan insolente y burlona que, si hubiera sido un hombre de mi edad,
veinte veces le hubiera tumbado de un puñetazo. Te aseguro, Holmes, que en
todo momento me he sometido a un férreo control, pero ahora me pregunto si
no hubiera obrado mucho mejor abandonándome un poco más a mis impulsos.
»Pues
bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en peor, y ese animal de Hudson
se mostró cada vez más entrometido, hasta que un día, al contestar con
insolencia a mi padre en mi presencia, lo agarré por un hombro y lo expulsé
de la habitación. Se retiró con un rostro lívido y unos ojos ponzoñosos, que
proferían más amenazas de las que hubiese podido pronunciar su lengua. No sé
qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de esto, pero papá me llamó el
día siguiente y me preguntó si no podía yo ofrecer mis excusas a Hudson.
Como puedes imaginar, me negué y a la vez in-uirí cómo podía permitir mi
padre que semejante granuja se tomara tantas libertades con él y con el
personal de la casa.
»–Ah,
muchacho –me dijo–, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es mi
situación. Sin embargo, lo sabrás, Victor. Yo me ocuparé de que lo sepas,
ocurra lo que ocurra. ¿Verdad que no crees que tu pobre y viejo padre haya
cometido nada malo?
»Estaba
muy emocionado y se encerró todo el día en el estudio donde, como pude ver a
través de la ventana, escribía afanosamente.
«Aquella
tarde se produjo lo que a mí me representó un gran alivio, pues Hudson nos
anunció que iba a dejarnos. Entró en el comedor, donde nosotros estábamos
sentados después de cenar, y manifestó su intención con la voz pastosa del
hombre medio bebido.
»–Ya
estoy harto de Norfolk –dijo–. Me iré a casa del señor Beddoes, en el
Hampshire. Sé que se alegrará tanto como usted cuando me vea.
«–Espero
que no irás a marcharte enfadado, Hudson –dijo mi padre con una docilidad
que hizo hervir mi sangre en las venas.
»–No me
han sido presentadas excusas –replicó él, ceñudo y mirando en mi dirección.
»–Victor,
¿no reconoces que has tratado con dureza a este buen hombre? – preguntó mi
padre, volviéndose hacia mi.
»–Muy al
contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia
extraordinaria –repuse.
» ¿Ah,
sí, conque éstas tenemos? –gruñó Hudson–. Pues muy bien, hombre. ¡Ya nos
ocuparemos de esto!
«Salió
del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde abandonó la casa,
dejando a mi padre en un estado de penoso nerviosismo. Noche tras noche, le
oía pasear por su habitación, y precisamente, cuando ya empezaba a recuperar
la confianza en si mismo, cayó por fin el golpe sobre él.
»–¿Y cómo
fue? –inquirí con afán.
»–Del
modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una carta destinada a mi
padre con el matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se llevó ambas
manos a la cabeza y empezó a caminar por la habitación, describiendo
pequeños círculos, como el hombre que ha perdido los sentidos. Cuando por
fin le hice
echarse en un
sofá, su boca y sus párpados se habían desviado a un lado y comprendí que
había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor Fordham vino en seguida y
acostamos a mi padre, pero hoy la parálisis ha aumentado y no da señales de
recuperar el conocimiento. Creo muy difícil que aún lo encontremos vivo.
»–¡Me
horrorizas, Trevor! –exclamé–. ¿Qué podía haber leído en aquella carta, para
que causara un resultado tan espantoso?
»–Nada. Y
esto es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como trivial.
¡Ah, Dios mío, como yo temía!
»Mientras
hablaba enfilamos la curva de la avenida de entrada y, a la luz mortecina,
vimos que todas las persianas de la casa estaban echadas. Corrimos hacia la
puerta, y el semblante de mi amigo se convulsionó por el dolor al ver
aparecer en el umbral un caballero vestido de negro.
»–¿Cuándo
ha ocurrido, doctor? –preguntó Trevor.
»–Casi
inmediatamente después de marcharse usted.
»–¿Recobró el conocimiento?
»–Por
unos momentos antes del final.
»–¿Algún
mensaje para mí?
»–Sólo
que los papeles están en el cajón posterior del armario japonés.
»Mi amigo
subió con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía en el
estudio, dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y sintiéndome
más apenado que en ningún otro instante de mi vida. ¿Cuál debía ser el
pasado de Trevor, pugilista, viajero y buscador de oro, que se había puesto
en manos de aquel marinero de rostro patibulario? ¿Por qué, asimismo, había
de desmayarse ante una alusión a las iniciales medio borradas en su brazo, y
morirse de miedo al recibir una carta de Fordingbridge? Recordé entonces que
Fordingbridge estaba en el Hampshire, y que aquel señor Beddoes, al que
había ido a visitar el marinero, y presumiblemente a extorsionarle, también
había sido mencionado como residente en el Hampshire. Por consiguiente, la
carta o bien podía proceder de Hudson, el marinero, para anunciar que había
traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien haber sido
escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo confederado sobre la
inminencia de esta delación. Hasta aquí la cosa parecía bastante clara. Pero
en este caso, ¿cómo podía el mensaje ser trivial y grotesco, tal como lo
describía el hijo? Debía de haberlo interpretado mal. Y si era así, bien
podía tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir una
cosa mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si había en
ella un significado oculto, yo confiaba en poder desentrañarlo.
Continuación...
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