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L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
El
hombre del labio retorcido
ARTHUR CONAN
DOYLE
Isa Whitney, hermano
del difunto Elías Whitney, D. D., director del Colegio de Teología de San
Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito
a causa de una
típica extravagancia de
estudiante: habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De
Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láudano
con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han
hecho tantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábito que librarse de
él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla
de horror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía me parece que lo
estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las
pupilas reducidas a un puntito, encogido en una butaca y convertido en la
ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de
junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que
uno
da el primer
bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa
dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de desencanto.
––¡Un paciente!
––dijo––. Vas a tener que salir.
Solté un gemido,
porque acababa de regresar a casa después de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta
que se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos pasos rápidos
sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una
dama vestida de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
––Perdonen
ustedes que venga tan tarde ––empezó a decir; y en ese mismo momento,
perdiendo
de repente el
dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los
brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro––. ¡Ay, tengo un problema
tan grande! ––sollozó––.
¡Necesito tanto
que alguien me ayude!
––¡Pero si es
Kate Whitney! ––dijo mi esposa, alzándole el velo––. ¡Qué susto me has dado,
Kate! Cuando
entraste no tenía ni idea de quién eras.
––No sabía qué
hacer, así que me vine derecho a verte. Siempre pasaba lo mismo. La gente
que
tenía
dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro. ––Has
sido muy
amable viniendo.
Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo
todo. ¿0
prefieres que mande a James a la cama?
––Oh, no, no.
Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha
venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!
No era la
primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a
mi
esposa como
vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor
que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos
hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que
era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el
ataque, solía
acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City.
Hasta
entonces, sus
orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa,
quebrantado y
tembloroso, al
caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho
horas, y sin
duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando el
veneno o
durmiendo bajo
sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar en «El
Lingote de Oro», en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella?
¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y
sacar a su marido de entre los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las
cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo
acompañarla
hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo
era
el consejero
médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía
apañármelas
mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría
a casa
en un coche si
de verdad se encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de
diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar, y
viajaba a toda
velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que entonces me
parecía
una extraña
misión, aunque sólo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era en
realidad.
Sin embargo, no
encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi aventura. Upper
Swandam Lane es
una callejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que se
extienden
en la orilla
norte del río, al este del puente de Londres. Entre una tienda de ropa usada
y un
establecimiento
de ginebra encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una
empinada
escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna.
Ordené
al cochero que
aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso
incesante
de pies de
borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la
puerta,
encontré el
picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la
atmósfera espesa
y cargada del
humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el
castillo de proa
de un barco de emigrantes.
A través de la
penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos cuerpos, tumbados en
posturas
extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobladas,
las cabezas
echadas hacia
atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y
sin
brillo se fijaba
en el recién llegado. Entre las sombras negras brillaban circulitos de luz,
encendiéndose y
apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las
pipas metálicas.
La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí
mismos, y otros
conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su conversación surgía en
ráfagas y luego
se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando
sus propios
pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su vecino. En el
extremo más
apartado había
un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres
patas,
en el que se
sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y
los
codos en las
rodillas, mirando fijamente el fuego.
Al verme entrar,
un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una
porción de droga, indicándome una litera libre.
––Gracias, no he
venido a quedarme ––dije––. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y
quiero hablar
con él. Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre
las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la
mirada fija en mí.
––¡Dios mío! ¡Es
Watson! ––exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus
nervios presa de
temblores––. Oiga, Watson, ¿qué hora es?
––Casi las once.
––¿De qué día?
––Del viernes,
diecinueve de junio.
––¡Cielo santo!
¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a
un amigo?
––sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo.
––Le digo que es
viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar
avergonzado de
sí mismo!
––Y lo estoy.
Pero usted se equivoca, Watson, sólo llevo aquí unas horas... tres pipas,
cuatro
pipas... ya no
sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche?
––Sí, tengo uno
esperando.
––Entonces iré
en él. Pero seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me
encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho
pasadizo entre la doble hilera de durmientes, conteniendo la respiración
para no inhalar
el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al
pasar al
lado del hombre
alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito tirón en los faldones
de mi
chaqueta y una
voz muy baja susurró: «Siga adelante yluego vuélvase a mirarme». Las
palabras
sonaron con
absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Sólo podía haberlas
pronunciado el anciano que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado
tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con
una pipa de opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la hubieran
dejado caer de puro relajamiento. Avancé dos pasos y me volvía mirar.
Necesité todo el dominio de mí mismo para no soltar un grito de asombro. El
anciano se había
vuelto de modo
que nadie pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus
arrugas
habían
desaparecido, los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado
junto al
brasero y
sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me
indicó
con un ligero
gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro
hacia
la concurrencia,
se hundió una vez más en una senilidad decrépita y babeante.
––¡Holmes!
––susurré––. ¿Qué demonios está usted haciendo en este antro?
––Hable lo más
bajo que pueda ––respondió––. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la
inmensa
amabilidad de librarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísimo
tener
una pequeña
conversación con usted.
––Tengo un coche
fuera.
––Entonces, por
favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado
hecho polvo como
para meterse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio del
cochero, le
envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la mía. Si me
espera
fuera, estaré
con usted en cinco minutos.
Resultaba dificil
negarse a las peticiones de Sherlock Holmes, porque siempre eran
extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial.
De todas maneras,
me parecía que
una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado prácticamente
cumplida; y, por
otra parte, no podía desear nada mejor que acompañar a mi amigo en una de
aquellas
insólitas aventuras que constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos
minutos
para escribir la
nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a
través
de la noche. Muy
poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio y yo caminaba
calle abajo en
compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles arrastrando los
pies, con la espalda encorvada y el paso inseguro; y de pronto, tras echar
una rápida mirada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una alegre
carcajada.
––Supongo,
Watson ––dijo––, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las
inyecciones de
cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad
de emitir su
opinión facultativa.
––Desde luego,
me sorprendió encontrarlo allí.
––No más de lo
que me sorprendió a mí verle a usted.
––Yo vine en
busca de un amigo.
––Y yo, en busca
de un enemigo.
––¿Un enemigo?
––Sí, uno de mis
enemigos naturales o, si se me permite decirlo, de mis presas naturales. En
pocas palabras,
Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y tenía la
esperanza
de descubrir
alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos adictos, como me
ha
sucedido otras
veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi vida no habría valido ni
la
tarifa de una
hora, porque ya lo he utilizado antes para mis propios fines, y el bandido
del
dueño, un
antiguo marinero de las Indias Orientales, ha jurado vengarse de mí. Hay una
trampilla en la
parte trasera del edificio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo, que
podría contar
historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las noches sin
luna.
––¡Cómo! ¡No
querrá usted decir cadáveres!
––Sí, Watson,
cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que
ha
encontrado la
muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la ribera del
río, y
me temo que
Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir. Pero nuestro
coche
debería estar
aquí ––se metió los dos dedos índices en la boca y lanzó un penetrante
silbido,
una señal que
fue respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por
el
traqueteo de
unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo.
––Y ahora,
Watson ––dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la
oscuridad
arrojando dos
chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales––, ¿viene usted
conmigo o no?
––Si puedo ser
de alguna utilidad...
––Oh, un
camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi
habitación de
Los Cedros tiene
dos camas.
––¿Los Cedros?
––Sí, así se
llama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras llevo a
cabo la
investigación.
––¿Y dónde está?
––En Kent, cerca
de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.
––Pero estoy
completamente a oscuras.
––Naturalmente.
Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le
necesitaremos.
Aquí tiene media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las once. Suelte
las riendas y
hasta mañana.
Tocó al caballo
con el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión de
calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que
cruzamos a toda
velocidad un
amplio puente con balaustrada, mientras las turbias aguas del río se
deslizaban
perezosamente
por debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa desolación de ladrillo
y
cemento envuelta
en un completo silencio, roto tan sólo por las pisadas fuertes y acompasadas
de un policía o
por los gritos y canciones de algún grupillo rezagado de juerguistas. Una
oscura
cortina se
deslizaba lentamente a través del cielo, y una o dos estrellas brillaban
débilmente
entre las
rendijas de las nubes. Holmes conducía en silencio, con la cabeza caída
sobre el pecho y toda la apariencia de encontrarse sumido en sus
pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía de curiosidad por
saber en qué consistía esta nueva investigación que parecía estar poniendo a
prueba sus poderes, a pesar de lo cual no me atrevía a entrometerme en el
curso de sus reflexiones. Llevábamos recorridas varias millas, y empezábamos
a entrar en el cinturón de residencias suburbanas, cuando Holmes se
desperezó, se encogió de hombros y
encendió su pipa
con el aire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
––Watson, posee
usted el don inapreciable de saber guardar silencio ––dijo––. Eso le
convierte en un compañero de valor incalculable. Le aseguro que me viene muy
bien tener alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado
agradables. Me estaba preguntando qué le voy a decir a esta pobre mujer
cuando salga esta noche a recibirme a la puerta.
––Olvida usted
que no sé nada del asunto.
––Tengo el
tiempo justo de contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece un caso
ridículamente
sencillo y, sin embargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada. Hay mucha
madeja, ya lo
creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien, Watson, voy a exponerle el
caso
clara y
concisamente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luz donde para mí todo
son
tinieblas.
––Adelante,
pues.
––Hace unos
años... concretamente, en mayo de mil ochocientos ochenta y cuatro, llegó a
Lee un caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en
abundancia. Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen
gusto y, en general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades
entre el vecindario, y en mil ochocientos ochenta y siete se casó
con la hija de
un cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en nada
concreto, pero
tenía intereses en varias empresas y venía todos los días a Londres por la
mañana,
regresando por la tarde en el tren de las cinco catorce desde Cannon Street.
El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de edad, es hombre de
costumbres moderadas, buen
esposo, padre
cariñoso, y apreciado por todos los que le conocen. Podríamos añadir que sus
deudas actuales,
hasta donde hemos podido averiguar, suman un total de ochenta y ocho libras
y
diez chelines, y
que su cuenta en el banco, el Capital & Counties Bank, arroja un
saldo favorablede doscientas veinte libras. Por tanto, no hay razón para
suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado, el
señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que de
costumbre,
comentando antes de salir que tenía que realizar dos importantes gestiones,
y que al
volver le
traería al niño pequeño un juego de construcciones. Ahora bien, por pura
casualidad,
su esposa
recibió un telegrama ese mismo lunes, muy poco después de marcharse él,
comunicándole
que había llegado un paquetito muy valioso que ella estaba esperando, y que
podía recogerlo
en las oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce usted
Londres, sabrá
que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street, que hace esquina
con
Upper Swandam
Lane, donde me ha encontrado usted esta noche. La señora St. Clair almorzó,
se fue a
Londres, hizo algunas compras, pasó por la oficina de la compañía, recogió
su paquete,
y exactamente a
las cuatro treinta y cinco iba caminando por Swandam Lane camino de la
estación. ¿Me
sigue hasta ahora?
––Está muy
claro.
––Quizá recuerde
usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba andando
despacio,
mirando por todas partes con la esperanza de ver un coche de alquiler,
porque no le
gustaba el
barrio en el que se encontraba. Mientras bajaba de esta manera por Swandam
Lane,
oyó de repente
un grito o una exclamación y se quedó helada de espanto al ver a su marido
mirándola desde
la ventana de un segundo piso y, según le pareció a ella, llamándola con
gestos.
La ventana
estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara, que según ella parecía
terriblemente
agitada. Le hizo gestos frenéticos con las manos y después desapareció de la
ventana tan
repentinamente que a la mujer le pareció que alguna fuerza irresistible
había tirado
de él por
detrás. Un detalle curioso que llamó su femenina atención fue que, aunque
llevaba
puesta una
especie de chaqueta oscura, como la que vestía al salir de casa, no tenía
cuello ni
corbata.
»Convencida de que
algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones ––pues la casa no era
otra que el
fumadero de opio en el que usted me ha encontrado–– y tras atravesar a toda
velocidad la
sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al primer piso.
Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de marinero del
que le he hablado, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de un danés
que le sirve de asistente, la echó a la calle a empujones.
Presa de los
temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y, por una rara y
afortunada
casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un inspector
que se
dirigían a sus
puestos de servicio. El inspector y dos hombres la acompañaron de vuelta al
fumadero y, a
pesar de la pertinaz resistencia del propietario, se abrieron paso hasta la
habitación en la
que St. Clair fue visto por última vez. No había ni rastro de él. De hecho,
no
encontraron a
nadie en todo el piso, con excepción de un inválido decrépito de aspecto
repugnante.
Tanto él como el propietario juraron insistentemente que en toda la tarde no
había
entrado nadie en
aquella habitación. Su negativa era tan firme que el inspector empezó a
tener
dudas, y casi
había llegado a creer que la señora St. Clair había visto visiones cuando
ésta se
abalanzó con un
grito sobre una cajita de madera que había en la mesa y levantó la tapa
violentamente,
dejando caer una cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo que él había
prometido
llevarle a su hijo.
»Este
descubrimiento, y la evidente confusión que demostró el inválido,
convencieron al
inspector de que
se trataba de un asunto grave. Se registraron minuciosamente las
habitaciones,
y todos los
resultados parecían indicar un crimen abominable. La habitación delantera
estaba
amueblada con
sencillez como sala de estar, y comunicaba con un pequeño dormitorio que da
a
la parte
posterior de uno de los muelles. Entre el muelle y el dormitorio hay una
estrecha franja
que queda en
seco durante la marea baja, pero que durante la marea alta queda cubierta
por
metro y medio de
agua, por lo menos. La ventana del dormitorio es bastante ancha y se abre
desde abajo. Al
inspeccionarla, se encontraron manchas de sangre en el alféizar, y también
en el suelo de madera se veían varias gotas dispersas. Tiradas detrás de una
cortina en la habitación delantera, se encontraron todas las ropas del señor
Neville St. Clair, a excepción de su chaqueta: sus zapatos, sus calcetines,
su sombrero y su reloj... todo estaba allí. No se veían
señales de
violencia en ninguna de las prendas, ni se encontró ningún otro rastro del
señor St.
Clair. Al
parecer, tenían que haberlo sacado por la ventana, ya que no se pudo
encontrar otra
salida, y las
ominosas manchas de sangre en la ventana daban pocas esperanzas de que
hubiera
podido salvarse
a nado, porque la marea estaba en su punto más alto en el momento de la
tragedia.
»Y ahora, hablemos
de los maleantes que parecen directamente implicados en el asunto.
Sabemos que el
marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato de la
señora
St. Clair, se
encontraba al pie de la escalera a los pocos segundos de la desaparición de
su
marido, por lo
que dificilmente puede haber desempeñado más que un papel secundario en el
crimen. Se
defendió alegando absoluta ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada
de las
actividades de
Hugh Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún modo la
presencia
de las ropas del
caballero desaparecido.
»Esto es lo que hay
respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en la
segunda planta
del fumadero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano que puso sus
ojos en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va mucho por
la City conoce su
repugnante cara.
Es mendigo profesional, aunque para burlar los reglamentos policiales finge
vender cerillas.
Puede que se haya fijado usted en que, bajando un poco por Threadneedle
Street, en la
acera izquierda, hay un pequeño recodo en la pared. Allí es donde se instala
cada
día ese
engendro, con las piernas cruzadas y su pequeño surtido de cerillas en el
regazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia
de caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante
de él. Más de una vez lo he estado observando, sin tener ni idea de que
llegaría a relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo
mucho que recoge en poco tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan
llamativo que nadie puede pasar a su lado sin fijarse en él. Una mata de
cabello anaranjado, un rostro pálido y desfigurado por una horrible cicatriz
que, al contraerse, ha retorcido el borde de su labio superior, una barbilla
de bulldog y un par de ojos oscuros y muy penetrantes, que contrastan
extraordinariamente con el color de su pelo, todo ello le hace destacar de
entre la masa vulgar de pedigüeños: También destaca por su ingenio, pues
siempre tiene a mano una respuesta para cualquier pulla que puedan dirigirle
los transeúntes. Éste es el hombre que, según acabamos de saber, vive en lo
alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio al caballero que
andamos buscando.
––¡Pero es un
inválido! ––dije––. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la
flor
de la vida?
––Es inválido en
el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de
un
hombre fuerte y
bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le habrá enseñado
que la debilidad
en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza excepcional en los
demás.
––Por favor,
continúe con su relato.
––La señora St.
Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la
llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las
investigaciones. El inspector
Barton, que
estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el local, sin encontrar
nada que arrojara alguna luz sobre el misterio. Se cometió un error al no
detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minutos para
comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se puso remedio a esta
equivocación y Boone fue detenido y registrado, sin que se encontrara nada
que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre en la manga
derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un corte cerca
de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que poco
antes había estado asomado a la ventana y que las manchas observadas allí
procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto
en su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas
en su habitación resultaba tan misteriosa para él como para la policía. En
cuanto a la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a
su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo
llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se
quedaba en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva
pista.
Y así fue,
aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que
apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el
propio Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?
––No tengo ni
idea.
––No creo que
pueda adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de peniques y medios
peniques: en
total, cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques.
No es
de extrañar que
la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy diferente. Hay
un
fuerte remolino
entre el muelle y la casa. Parece bastante probable que la chaqueta se
quedara
allí debido al
peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.
––Pero, según
tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es
que
el cadáver iba
vestido sólo con la chaqueta?
––No, señor, los
datos pueden ser muy engañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha tirado a
Neville St.
Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a continuación?
Por
supuesto,
pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras. Coge la chaqueta,
y está a
punto de tirarla
cuando se le ocurre que flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo,
porque
ha oído el
alboroto al pie de la escalera, cuando la esposa intenta subir, y puede que
su
compinche el
marinero le haya avisado ya de que la policía viene corriendo calle arriba.
No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde
ha ido acumulando los
frutos de su
mendicidad, y mete en los bolsillos de la chaqueta todas las monedas que
puede,
para asegurarse
de que se hunda. La tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de
no
haber oído pasos
apresurados en la planta baja, de manera que sólo le queda tiempo para
cerrar la ventana antes de que la policía aparezca.
––Desde luego,
parece factible.
––Bien, lo
tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he
dicho,
detuvieron a
Boone ylo llevaron a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún
antecedente
delictivo. Se
sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional, pero parece que
llevaba una vida
bastante tranquila e inocente. Así están las cosas por el momento, y nos
hallamos tan
lejos como al principio de la solución de las cuestiones pendientes: qué
hacía
Neville St.
Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué
tiene que
ver Hugh Boone
con su desaparición. Confieso que no recuerdo en toda mi experiencia un caso
que pareciera
tan sencillo a primera vista y que, sin embargo, presentara tantas
dificultades.
Mientras
Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de
acontecimientos,
rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que
dejamos atrás
las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a
cada
lado del camino.
Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casas dispersas, en
cuyas ventanas
aún brillaban unas cuantas luces.
––Estamos a las
afueras de Lee ––dijo mi compañero––. En esta breve carrera hemos pisado
tres condados
ingleses, partiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surreyyterminando
en
Kent. ¿Ve
aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, y detrás de la lámpara está
sentada una
mujer cuyos
ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los cascos de
nuestro
caballo.
––Pero ¿por qué
no lleva usted el caso desde Baker Street?
––Porque hay
mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de
poner
dos habitaciones
a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la bienvenida
a
mi amigo y
compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer noticias de su
marido. En
fin, aquí
estamos. ¡So, caballo, soo!
Continua>>>>>
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