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Cinco milenios de historia de la Humanidad, a menudo terrible, pero también frecuentemente sublime. [...]
Los inmensos períodos de tiempo que ello supone hicieron que evolucionasen no sólo los idiomas, sino también las escrituras. Al igual que los jeroglíficos, no eran todos idénticos. La escritura cuneiforme tampoco lo fue.
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Su desciframiento es genial. Es una de las obras maestras del cerebro humano y debe parangonarse con las mayores realizaciones científicas y técnicas del espíritu.
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El 9 de junio de 1775 nació en Münden (Alemania) Georg Friedrich Grotefend. Primero en su pueblo natal y luego en Ilefeld, se preparó para la enseñanza y luego estudió Filología en Gotinga; en 1797 era maestro auxiliar en una escuela comunal; en 1803, pro-rector; luego co-rector en el Instituto, en Francfort del Main; en 1817 fundó una sociedad de filólogos; en 1821 fue nombrado director del Liceo en Hannover; en 1849 fue jubilado como correspondía a un funcionario oficial y falleció el 15 de diciembre de 1853.
A los veintisiete años de edad, ese hombre, cuya vida es la de un ciudadano honrado, de costumbres moderadas y libre de extravagancias, hallándose en una reunión entre amigos donde se había bebido algo, tuvo la idea de hacer la apuesta verdaderamente absurda de comprometerse a hallar la clave para descifrar la escritura cuneiforme. Lo único que tenía a su disposición eran algunas malas copias de inscripciones persepolitanas. Pero afrontó el problema con despreocupación juvenil y logró lo que los mejores especialistas de la épopca habían considerado imposible.
En el año 1802 presentaba a la Academia de Ciencias, en Gotinga, los primeros resultados de sus investigaciones, que aun hoy, entre la abundancia de tratados filológicos posteriores que desde hace mucho han perdido interés y se han olvidado, todavía destacan y que intituló: «Artículos para la interpretación de la escritura cuneiforme persepolitana.»
Los datos previos que Grotefend pudo adquirir fueron los siguientes :
Las inscripciones de Persépolis revelaban características muy diversas. En algunas placas había tres tipos diferentes de escritura, paralela, en tres columnas claramente separadas. Sobre la historia de los antiguos persas y los reyes de Persépolis se sabía bastante; por lo tanto, el joven humanista Grotefend estaba bien enterado de lo que dejaron escrito los autores griegos. Se sabía que Ciro, hacia el año 540 a. de J. C, venció a los babilonios y fundó el primer gran Imperio persa, determinando así la decadencia de Babilonia. Parecía lógico, pues, que por lo menos una de aquellas inscripciones estuviera escrita en el idioma de los conquistadores. Cabía otra hipótesis también, y es que con probabilidad la columna de en medio, por la tendencia general a colocar lo más importante en el centro, fuese la escrita en el antiguo idioma persa.
Además, a cuantos examinaban la escritura les había llamado la atención un grupo de signos que se repetían con mucha frecuencia. Se sospechaba que el grupo de signos podría significar la palabra «rey»,
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Comenzó .comprobando que los signos cuneiformes eran escrituras y no un adorno. Luego, por falta completa de toda forma redonda, dedujo que no era un procedimiento apto para la «escritura», sino que valía sólo para el grabado en materia sólida.
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Luego demostró Grotefend que las cuñas tendían preferentemente hacia cuatro direcciones, pero siempre de tal modo que la dirección principal era de arriba abajo o de izquierda a derecha.
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Al mismo tiempo, dedujo que la escritura debía leerse de izquierda a derecha — cosa que sólo al hombre occidental le parece lógico —, pues los idiomas orientales — árabe, hebreo —, por ejemplo, se escriben de derecha a izquierda.
(Ahora bien) Grotefend se hallaba ahora a punto de dar el paso decisivo. El hecho de que fuera capaz de darlo, demuestra su genio.
La característica principal del genio consiste, sobre todo, en la facultad de ver de manera sencilla lo que es complicado, y de reconocer al instante el principio ordenador que en el fondo posee todo problema complejo. La idea verdaderamente genial de Grotefend fue de una simplicidad asombrosa.
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Las copias de escrituras cuneiformes que tenía a la vista eran de inscripciones halladas en monumentos.
El «descanse en paz» de las tumbas occidentales se hallaba ya en las de nuestros abuelos y tatarabuelos, siempre invariable, y probablemente seguirá presidiendo las de nuestros hijos y nuestros nietos. ¿Por qué, pues, las invariables palabras iniciales de los actuales monumentos persas no se hallarían también en los monumentos persas más antiguos, siempre que una de las columnas tuviese su texto en antiguo persa, como se sospechaba? ¿Y por qué no empezarían también las inscripciones persepolitanas, como siempre empiezan las inscripciones más recientes que él conoce, y que dicen:
«X, gran rey, rey de reyes, reyes de A y B, hijo de Y, gran rey, rey de reyes...»,
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Si ello era justó en el sentido literal, la primera palabra tenía que corresponder al nombre rey; luego debía seguir una cuña oblicua, que separaba las palabras; después tenían que seguir dos palabras, una de las cuales debería ser la palabra «rey», y ésta se hallaría muy repetida en la primera parte de la inscripción.
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(Grotefend) comprobó y descubrió que sus hipótesis eran exactas. No, esto es decir demasiado. Ciertamente, él halló varias veces el orden de las palabras tal como había calculado, y también halló la palabra que debía decir «rey».
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Por mucho que comparase, siempre daba con estos dos grupos, con las mismas palabras iniciales que, según su teoría, deberían representar el nombre de un rey, también halló inscripciones que contenían ambos nombres a la vez.
En la mente de Grotefend las ideas brotaron a borbotones. Siguiendo su teoría, esto sólo podía significar que todos los monumentos cuyas copias tenía delante estaban inspirados solamente por dos reyes. Y lo más probable era que, como en algunas de las planchas tales reyes aparecían citados uno después del otro, debería tratarse de padre e hijo.
Si los nombres aparecían separados, detrás del nombre de uno se hallaba el signo de rey, pero detrás del nombre del segundo, no. Por lo tanto, siguiendo tal teoría, debía tratarse de la disposición esquemática siguiente:
«X, rey, hijo de Z Y, rey, hijo de X, rey...»
Recordemos que, hasta aquí, todo cuanto Grotefend pensaba era hipotético; sólo se basaba en la reiteración de algunos signos, en su repetición constante y en su orden.
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¿Qué es lo que ahí llama la atención? ¿Cuál es la incógnita, el vacío?
Digámoslo claramente: la falta de una palabra. Precisamente la omisión de la palabra «rey» detrás del nombre que en el esquema aparece con «Z».
Si tal disposición es exacta indica una sucesión de generaciones — abuelo, padre e hijo —, de los cuales el padre y el hijo fueron reyes, pero el abuelo no. Y Grotefend, aliviado, se dijo: «Si en la serie.de los más famosos reyes persas logro hallar un grupo de generaciones que coincida con este esquema tendré la prueba evidente de que mi teoría es acertada, y habré descifrado las primeras palabras de la escritura cuneiforme.»
Y ha llegado el momento de dejar que el mismo Grotefend hable de aquella fase decisiva de su intento:
«Estaba completamente convencido de que tenía que buscar los nombres de dos reyes de la dinastía de los aqueménidas, porque las referencias de los griegos, contemporáneos suyos y narradores extensos, me parecían las fidedignas; así, empecé a examinar la serie de los reyes y a comprobar cuáles eran los nombres que se adaptaban con más facilidad a las características de las inscripciones. No podía tratarse de Ciro y de Cambises, porque los dos nombres de ambas inscripciones no tenían la misma letra, ni podían ser Ciro y Artajerjes, porque el primer nombre, en comparación con el segundo, era demasiado corto, y el otro demasiado largo. Por lo tanto, quedaban sólo los nombres Darío y Jerjes, ya que éstos se amoldaban tan fácilmente a los caracteres, que no podían ofrecer duda. A esto se añadía que en la inscripción del hijo se atribuía también el título del rey al padre, pero no sucedía así en la inscripción del padre con respecto al abuelo, observación que se confirmaba a través de las inscripciones persepolitanas en todas las formas de escritura.»
Tal fue la prueba. Grotefend no era el único que podía creer en su teoría, sino que también el crítico más objetivo tenía que someterse al rigor de aquella lógica deducción.
Pero faltaba dar el último paso. Hasta entonces, Grotefend había partido de la grafía de los nombres de los reyes tal como la había transmitido Heródoto. Por eso sigue basándose en el nombre del abuelo que él conocía:
«Como por el desciframiento exacto de los nombres yo conocía ya más de doce letras, y entre ellas estaban todas las del título del rey menos una, hacía falta dar forma persa a aquellos nombres, conocidos sólo en su versión helénica, para descubrir, por la exacta determinación del valor de cada signo, el nombre del rey y el idioma en que las inscripciones podían estar escritas. En el Zend Avesta, título colectivo de los libros sagrados persas, aprendí que el nombre de Histaspes dado por los griegos era en persa Goschasp, Gustasp, Kistasp o Wistasp, con lo que tenía las siete primeras letras en el nombre de Histaspes, en las inscripciones de Darío, y en las últimas tres las había adivinado ya por la comparación de todos los títulos de los reyes.»
Se había dado, pues, el primer (gran) paso.
Lo que siguió sólo fueron correcciones. Es extraño que pasasen más de treinta años hasta que se pudieran hacer descubrimientos verdaderamente decisivos. Tales progresos se relacionaban con los nombres del francés Émile Burnouf y del noruego Christian Lassen, cuyas investigaciones se publicaron en el año 1836.
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(Fragmentos de la siguiente fuente bibliografica).
Libro: Dioses, tumbas y sabios - C.W.Ceram (1953)
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Acerca de Dioses, tumbas y sabios
C.W. Ceram es el seudonimo de un conocido publicista y critico literario nacido en Berlin en 1915. Durante la guerra mundial fue hecho prisionero en Italia donde tuvo ocasion de emplear su tiempo leyendo obras de arqueologia. Un compendio de los conocimientos asi adquiridos estan plasmados en esta atrapante obra sistematizada en cuatro libros acerca de la arqueologia griega, egipcia, mesopotamica y centroamericana.
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