Joseph-Louis Lagrange |
| Nació : 25 de Enero de 1736 en Turin, Sardinia-Piedmont (Ahora Italia) | |
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Falleció : 10 de Abril de 1813 en París, Francia |
Lagrange, procedía de una ilustre familia parisiense, que tenía profundo arraigo en Cerdeña, y algún rastro de noble linaje
italiano. Pasó sus primeros años en Turín, su activa madurez en Berlín, y sus últimos años en París, donde logró su mayor
fama. Una especulación insensata llevada a cabo por su padre, abandonó a Lagrange a sus propios recursos, a una edad
temprana, pero este cambió de fortuna no resultó ser una gran calamidad, pies de otro modo -dijo él- tal vez nunca hubiera
descubierto mi vocación. En la escuela, sus intereses infantiles eran Homero y Virgilio, y cuando una memoria de Halley le
cayó en las manos, se alumbró la chispa matemática. Como Newton, pero a una edad aún más temprana, llegó al corazón de
la materia en un espacio de tiempo increíblemente corto. A los dieciséis años de edad , fue nombrado profesor de
matemáticas en la Escuela Real de Artillería de Turín, donde el tímido muchacho, que no poseía recursos de oratoria y era de
muy pocas palabras, mantenía la atención de hombres bastante mayores que él. Su encantadora personalidad atraía su
amistad y entusiasmo. Pronto condujo un joven grupo de científicos, que fueron los primeros miembros de la Academia de
Turín. Lagrange se transfiguraba cuando tenía una pluma en sus manos; y, desde un principio, sus escritos fueron la elegancia
misma. Transcribía a las matemáticas todos los pequeños temas sobre investigaciones físicas que le traían sus amigos, de la
misma manera que Schubert pondría música a cualquier ritmo perdido que arrebatara su fantasía.
A los diecinueve años de edad, obtuvo fama resolviendo el así llamado problema isoperimétrico, que había desconcertado al
mundo matemático durante medio siglo. Comunicó su demostración en una carta a Euler, el cual se interesó enormemente por
la solución, de modo especial en cuanto concordaba con un resultado que él mismo había hallado. Euler con admirable tacto
y amabilidad respondió a Lagrange, ocultando deliberadamente su propia obra, de manera que todo el honor recayera sobre
su joven amigo. En realidad Lagrange no sólo había resuelto un problema, también había inventado un nuevo método, un
nuevo cálculo de variaciones, que sería el tema central de la obra de su vida. Esté cálculo pertenece a la historia del mínimo
esfuerzo, que comenzó en los espejos reflectores de Herón y continuó cuando Descartes reflexionó sobre la curiosa forma de
sus lentes ovales. Lagrange podía demostrar que los postulados newtonianos de materia y movimiento, un tanto modificados,
se adaptaban al amplio principio de economía de la naturaleza. El principio ha conducido a los resultados aún más fructíferos
de Hamilton y Maxwell, y , actualmente, continúa, en la obra de Einstein y en las últimas fases de la mecánica ondulatoria.
Lagrange estaba dispuesto a apreciar el trabajo sutil de los demás, pero estaba igualmente capacitado para descubrir un
error. En una temprana memoria sobre las matemáticas del sonido, señaló defectos, incluso en la obra de Newton. Otros
matemáticos le reconocían, sin envidia, primero como su compañero y más tarde, como el mayor matemático viviente.
Después de varios años del mayor esfuerzo intelectual sucedió a Euler en Berlín. De vez en cuando estaba gravemente
enfermo, debido al exceso de trabajo. En Alemania, el rey Federico, que siempre le había admirado, pronto comenzó a
gustar de sus modales modestos, y le reprendía por su intemperancia en el estudio, que amenazaba con desquiciar su mente.
Las amonestaciones debieron producirle algún efecto, porque Lagrange cambió sus hábitos, e hizo cada noche un programa
de lo que debería leer al día siguiente, sin exceder nunca la proporción. Siguió residiendo en Prusia durante veinte años,
produciendo obras de alta distinción, que culminaron en su Mécanique Analytique. Decidió publicarla en Francia, a donde fue
llevada a salvo por uno de sus amigos.
La publicación de esta obra maestra originó gran interés, que aumentó considerablemente, en 1787, con la llegada a París del
célebre autor en persona, que había dejado Alemania después de la muerte del rey Federico, puesto que ya no encontraba
una atmósfera afín en la corte prusiana. Los matemáticos acudieron en tropel a recibirle y a rendirle todos los honores, pero
se desanimaron al encontrar perturbado, melancólico e indiferente al ambiente circundante. Aún peor: ¡ su talento para las
matemáticas había desaparecido!. Los años de actividad producían su efecto, y Lagrange estaba desgastado
matemáticamente. Durante dos años, no abrió ni una sola vez su Mécanique Analytique; por el contrario, dirigía sus
pensamientos a cualquier otro punto, a la metafísica, la historia, la religión, la medicina,..etc. Como ha dicho Serret, aquel
cerebro especulativo sólo podía cambiar los objetos de sus meditaciones.
Lagrange siguió durante dos años en este estado filosófico y no matemático, cuando de pronto el país se vio precipitado a la
Revolución. Muchos evitaron la prueba huyendo al exterior, pero Lagrange se negó a marcharse permaneció en París. En
años posteriores, su habilidad matemática volvió nuevamente, y produjo muchas joyas de álgebra y análisis.
Una consecuencia de la Revolución fue la adopción del sistema métrico, en el cual la subdivisión de las monedas, pesos y
medidas, se halla estrictamente basada en el número diez. Cuando hacía objeciones a este número, prefiriendo naturalmente el
doce, por que tiene más factores, Lagrange señaló, inesperadamente, que era una pena que no se hubiera escogido el número
once como base, porque es primo. ¡El M.C.C. resulta ser uno de los pocos cuerpos oficiales que han seguido esta
sugerencia, pensando sistemáticamente en términos de dicha unidad!.
Le gustaba la música. Decía que le aislaba y le ayudaba a pensar, ya que interrumpía la conversación general. La escucho
durante los tres primeros compases; luego no distingo nada, pero me entrego a mis pensamientos. De esta manera he resuelto
muchos problemas difíciles. Se casó dos veces: primero cuando vivía en Berlín, donde perdió a su esposa, después de una
larga enfermedad, en la cual la cuidó con dedicación; luego en París, se casó nuevamente con la hija de un célebre astrónomo.
Feliz en su vida hogareña, sencillo y bastante austero en sus gustos, pasó sus tranquilos años fructíferos, hasta que murió en
1813, a los setenta y seis años de edad.