Historia /
Iglesia Cristiana:
¨(Del
lat. ecclesia, ´asamblea, comunidad
de fieles´); sust. f.
|
Conjunto de personas que profesan una misma fe cristiana (suele
escribirse con mayúsculas e ir acompañada del artículo determinado
"la" para señalar su carácter abstracto): durante la Edad Media
se produjo un auge de la Iglesia católica.
El cristianismo
aparece en la historia tras la predicación desarrollada por Jesús de
Nazaret, quien se presentó a sí mismo como el Mesías, el Cristo
esperado. La predicación de Jesús anunciaba la instauración del
reino de Dios; presentaba como novedad la existencia de una única
divinidad, como en la religión judía, y la igualación de los hombres
ante Dios. Su doctrina rápidamente tuvo seguidores, especialmente un
grupo de elegidos, denominados los Apóstoles, que expandieron
su doctrina tras la muerte de su maestro.
Cincuenta días después
de la muerte de Jesús, en la festividad de Pentecostés, se formó la
primera comunidad judeocristiana dirigida por Santiago el Mayor, que
emprendió la tarea de extender la doctrina aprendida de Jesús. En
principio, los discípulos vivieron en comunidad, dirigidos por los
propios apóstoles, atendidos por los diáconos o ministros, y
predicando en las áreas cercanas a Jerusalén; pero aprovechando la
natural tendencia expansiva de los judíos por Oriente, se crearon
las primeras comunidades cristianas en el Asia Menor.
Fundamental en la
expansión de la nueva religión fue el año 36, en el que Saulo, judío
de Tarso, fue enviado por el Sanedrín a
Damasco para perseguir a las comunidades cristianas allí existentes.
De forma casual se convirtió en el camino, y a partir de entonces
dedicó el resto de su vida a la predicación de la doctrina cristiana.
Con el nombre de Pablo, viajó por numerosos países; primeramente a
Arabia, donde consiguió gran cantidad de adeptos. Cuando volvió de
nuevo a Tarso, Bernabéle
llamó a Antioquía, desde donde los dos realizaron su primer viaje,
en el año 45, predicando y bautizando a muchos gentiles a los que se
les empezó a dar el nombre de cristianos.
Con el concilio
apostólico de Jerusalén, celebrado en el año 48, se hizo una
distribución de los territorios en donde debía desarrollarse la
predicación: Pablo y Bernabé fueron destinados a la conversión de
los gentiles, en tanto que los restantes apóstoles se esparcieron
por todas las regiones especialmente dedicados a los judíos.
El apóstol Pedro,
después de haber predicado en Oriente, se trasladó a Roma y fue
considerado como el primer obispo desde el año 42. Santiago el Mayor
predicó en Palestina y dice tradición que vivió en España antes de
ser ejecutado en el año 44. San Juan, que había salido ileso de la
persecución desatada por Domiciano,
fue desterrado a Patmos, donde escribió el Apocalipsis
y, de regreso a Éfeso, redactó su Evangelio. Pablo y Bernabé
realizaron dos nuevos viajes a Corinto y a Éfeso, durante los cuales
escribieron numerosas epístolas o cartas a las comunidades que San
Juan había visitado. En el año 61 fue apresado en Cesárea y enviado
a Roma.
Con Pedro y Pablo en
la capital del Imperio, ésta se transformó para los cristianos en la
cabeza de la Iglesia occidental, desde donde se ejerció a partir de
entonces el Pontificado hacia el resto de los cristianos.
Pero la nueva religión
destruía el mundo social y las creencias de los romanos: igualaba a
los esclavos con los señores, negaba el culto al emperador
divinizado y chocaba con las prácticas religiosas de las numerosas
sectas existentes en Roma. Por eso, no es extraño que pronto se
extendieran sentimientos anticristianos, primero entre los grupos
sociales que se veían amenazados y después desde el mismo Estado. El
primer gran perseguidor fue Nerón: bajo
su gobierno sufrieron martirio Pedro y Pablo en el año 64. El
primero murió crucificado en el monte del Vaticano y el segundo
decapitado en el camino de Ostia.
Los emperadores de la
dinastia de Los Flavios fueron más
benévolos. No obstante, con Domiciano (81-96) se reiniciaron las
persecuciones y el apóstol Juan fue desterrado de Roma.
Durante el siglo II,
en la época de Trajano
(98-117), continuaron las persecuciones, lo mismo que con Marco
Aurelio,
aunque no fueron generalizadas por todo el Imperio. En el siglo III
se hicieron más radicales: concluida la era pacífica de los
Antoninos, se
reanudó la represión con Septimo Severo
(202), Máximo (235) y, sobre todo, con Decio, quien
pretendía restaurar las tradiciones romanas. Éste desató la primera
gran persecución contra los cristianos en todos los territorios del
Imperio: se desarrolló entre los años 249 y 251, y tuvo como balance
el exterminio de muchos de ellos y que otro número muy elevado
renunciase a sus creencias y aceptara el libelo (certificado de
haber hecho sacrificios a los dioses paganos) para evitar el
martirio.
Pese a esta continua
represión, el numero de cristianos no dejó de crecer, especialmente
entre las clases sociales más oprimidas. Se veían obligados a
celebrar sus reuniones litúrgicas en secreto, en las catacumbas o
cementerios subterráneos; hasta que
Galieno,
desbordado por la situación, promulgó en el año 260 el primer edicto
de tolerancia a los cristianos.
Sin embargo,
Diocleciano
inició en el año 303 una nueva persecución, que duró ocho años y se
desarrolló tanto en Occidente como en Oriente, donde se prolongó
durante dos años más, hasta el año 313. El cristianismo se había
extendido a todas las capas sociales y el número de seguidores había
aumentado de tal forma que los administradores del Estado tomaron
conciencia de la imposibilidad de luchar contra la nueva religión;
se inició así un proceso de rectificación. En el año 312, Galerio y
Licinio, Valerio Liciniano. Emperador de Roma promulgaron edictos revocando las
medidas persecutorias y tolerando el culto de los cristianos. Al año
siguiente, en el 313, el emperador Constantino,
convertido al Cristianismo, promulga el Edicto de Milán por
el que se concede libertad religiosa e igualdad de derechos a los
cristianos, a la par que se devuelven a la Iglesia los bienes
expropiados.
La vida de la Iglesia
durante sus primeros tiempos de libertad fue muy fructífera. Las
comunidades locales se multiplicaban, y las principales ciudades
destacaron como centros de mayor influencia. Los llamados
Primeros Padres de la Iglesia (Irneo, Tertuliano,
Hipólito, Cipriano, Clemente y Orígenes) unieron a la doctrina del
Cristianismo las ideas griegas, reforzando así la universalidad de
las creencias. No obstante, esta unidad pronto se vio rota por la
aparición de herejías como la de Arrio, presbítero de Alejandría.
Frente a estas desviaciones doctrinales, la Iglesia, por obra de
Constantino y del obispo cordobés Osio, reaccionó convocando en el
año 325 el Concilio de Nicea para declarar la identidad entre
el Padre y el Hijo, y formular los principios de la profesión de fe.
Este Credo del cristiano fue posteriormente confirmado por el
Concilio ecuménico de Constantinopla del año 381.
Hasta la desaparición
del Imperio de Occidente se cuentan cuarenta y seis pontífices,
muchos de ellos, sobre todo en los primeros tiempos, mártires. Muy
notables son, al final de esta época,
Silvestre I,
el español Dámaso y el
gran Papa de mediados del siglo V: León I el
Magno.
Junto a ellos
surgieron una serie de figuras en Occidente que contribuyeron a
cimentar las doctrinas cristianas con su defensa de las relaciones
entre la razón y la fe y su hacer de la gracia divina la sola
fuente de salvación personal. Son los denominados Padres de la
Iglesia:
San Jerónimo
(345-420), primer traductor de la Biblia al latín (la Vulgata);
San Ambrosio
(340-397), obispo de Milán, nacido en la Galia, que elaboró una
doctrina sobre las obligaciones cristianas; y San Agustín
(354-430), romano nacido en Tagasta, actual Argelia, que tras su
conversión en el año 386 fue nombrado obispo en Hipona, autor de
numerosas obras entre las que destacan las Confesiones y
De civitate Dei
La expresión "filosofía
cristiana" aparece ya de un modo aproximado en Taciano, que
contrapone el modo de pensar cristiano al pagano (Oratio ad
Graecos, 31, 35, 42), y casi literalmente en
Clemente de Alejandría
(Stromata VI, 8, 773). San Agustín
la entiende como la sabiduría cristiana por contraposición a la
sabiduría pagana, respecto a la cual es superior por proceder de una
fuente más alta: la revelación de Dios. Si filosofía es amor a la
sabiduría, la filosofía por excelencia sería la cristiana. La
expresión "filosofía cristiana" desaparece en la Edad Media.
En esta época se subraya la contraposición entre la filosofía de los
paganos y la doctrina revelada, que es propia del cristianismo,
subordinándose siempre la primera a la segunda con carácter
instrumental y subsidiario. De aquí deriva el frecuente hecho de
presentar la filosofía como ancilla (´sierva´) de la
teología. La expresión reaparece en el Renacimiento, con Erasmo (Paraclesis),
y en el Barroco, por ejemplo, con Francisco Suárez (Disputationes
metaphysicae).
Desde el siglo XVII la
expresión aparece con más frecuencia, y su uso se hace corriente en
el siglo XIX entre los restauradores de la filosofía escolástica (Z.
González, E. Blanc, D´ Hulst, Ni de Prado), y con los papas León
XIII (Aeterni Patris en 1879 y Cum hoc sit en 1880) y
Pío IX (Officiorum omnium en 1922). El concepto de filosofía
cristiana se repite con insistencia en todos los círculos católicos
del siglo XIX; aunque no siempre aparece explícitamente definido, sí
se utiliza de una manera consciente para diferenciar una filosofía
de intención cristiana de una filosofía moderna emancipada. Como no
está claro en cada caso en qué consiste la intencionalidad cristiana,
surgen diversas tendencias que reclaman para sí el verdadero
cristianismo, como por ejemplo los tradicionalistas, los fideístas y
los escolásticos.
Algunas figuras
filosóficas importantes de este siglo, como Antonio Rosmini,
Franz Brentano
y Maurice Blondel,
se opusieron al rapto de la filosofía cristiana por parte de estas
tendencias o escuelas. Según Rosmini, debe llamarse filosofía
cristiana a toda filosofía sana que, iluminada por la fe, llega más
lejos que cualquier otra filosofía que prescinde de la fe. Brentano
encuentra en la expresión la idea de una filosofía en la que los
dogmas teológicos hacen el papel de estrellas directrices. Blondel
creó una nueva conciencia del problema al concebir la filosofía
cristiana como una reflexión natural, que presupone la fe
cristiana como hipótesis a la que trata de verificar y comprender
con sus propios medios.
En el siglo XX, la
filosofía cristiana fue especialmente objeto de controversias, tanto
en el ámbito intelectual de la filosofía como en el de la teología.
En ambos campos se expresó una actitud escéptica respecto al
significado del concepto de filosofía cristiana. Como veremos más
adelante, en el ámbito de la filosofía se renovó la crítica de la
filosofía de la ilustración. Así, pensadores como Émilio Bréhier
subrayaron la separación entre filosofía y teología hasta el punto
de considerar que el concepto de filosofía cristiana es un concepto
tan sin sentido como el de matemática cristiana, el de medicina
cristiana o el de astronomía cristiana.
León Brunschvicg,
argumentando desde una posición ya no ilustrada sino idealista,
consideró no sólo al cristianismo, sino a la religión en general,
superados y anulados por la filosofía. Por ello, dedujo que era
superfluo calificar a la filosofía con un predicado adicional
cualquiera. La filosofía sola bastaba como medio absoluto para
llegar a la verdad. Martín Heidegger
vio en la expresión "filosofía cristiana" una contradicción de la
misma índole que "hierro de madera" o "círculo cuadrado". Una
expresión tal pretende sintetizar los conceptos de filosofía y
revelación, pretensión que según el parecer de Heidegger no es
factible por principio. Karl Jaspers
partió de que toda filosofía presupone una especie de fe, ya que en
caso contrario no puede llevar a cabo la mediación entre razón y
existencia. Si se admite que hay una filosofía en esta unión
inevitable de fe y saber, entonces con todo derecho puede recibir el
calificativo de su fe especial.
De filosofía cristiana
puede hablarse, por tanto, en tres sentidos diferentes. En el primer
sentido, la revelación cristiana se incorporó a la filosofía como a
su fundamento esencial, de manera tan orgánica que, en la conciencia
del filósofo, filosofía y fe revelada no se hallaban de hecho
separadas. Así sucedió, por ejemplo, en el agustinismo, que filosofó
siempre basándose en la unidad de razón y fe. En un segundo sentido,
se llama cristiana a la
filosofía tomista,
que se pretende independiente y separada de la teología pero
permaneciendo cristiana, situación ésta un tanto paradójica puesto
que, por un lado, deja a la fe fuera de la filosofía, pero por otro
lado, recurre a ella continuamente. Por esta razón, de iure
es una filosofía, porque no reconoce la importancia de la fe para
toda especulación filosófica, y de facto es teología, porque
le presta a la fe una obediencia incondicional. El tercer sentido en
el que se habla de filosofía cristiana es en el de filosofía
perteneciente al ámbito de occidental. En ninguno de los tres casos
puede decirse que la fe revelada se base en una filosofía tal, por
lo tanto, la filosofía cristiana no deja de ser una quimera.
En el ámbito heredero
de la filosofía escolástica también han existido controversias sobre
el sentido o no de una filosofía cristiana, tanto en el campo
católico como en el campo protestante. Los principales
representantes de la escuela de Lovaina se mostraban escépticos
respecto a esa expresión. A hombres como
Maurice de Wulf,
Fernand van Steenberghen y Léon Noël solamente les parece adecuado
usar la expresión "filosofía cristiana" si el predicado "cristiana"
se refiere a la motivación psicológica que impulsa a algunos
filósofos a pensar de tal modo y no de otro.
La expresión "filosofía
cristiana" y su constante histórica ha sido defendida por
Étienne Gilson.
Gilson se mostraba convencido de que la filosofía no habría llegado
nunca a la idea de la creación o de la libertad humana si no las
hubiera recibido por revelación, así como de que el cristianismo era
un poder que no recortaba la razón, sino que por el contrario la
abría y la ampliaba. Siguen esta opinión de Gilson, Régis Jolivet, Réginald Garrigou-Lagrange
y Jacques Maritain.
Para Maritain, el predicado "cristiana" indica no sólo la influencia
de la fe sobre la filosofía, objetivamente constatable, sino sobre
todo la condición subjetiva de los diversos filósofos que reciben de
la fe una fuerza espiritual especial y una orientación más pura para
el destino original de la razón humana. Defienden también la
filosofía cristiana, basándose en la relación entre intelecto
y fe, tal como se plantea en santo Tomás, G. M. Manser, Antoine
D. Sertillanges, Josef de Vries, Bernhard Jansen y Hans Meyer.
Argumentando desde
otros enfoques del problema, se orientan en la misma dirección
defensora de la expresión "filosofía cristiana": Josef Pieper, Henri
de Lubac, Karl Rahner, Gabriel Marcel, Peter Wust y Maurice Blondel.
Para Pieper, la filosofía cristiana es un tipo de filosofía análoga
a aquélla que fue siempre consciente de que la especulación se da
inevitablemente dentro de una tradición religiosa, que tiene su
origen en un oráculo divino primitivo.
De Lubac,
aunque critica reiterativamente la expresión "filosofía cristiana",
piensa que considerada objetivamente significa algo verdadero: la
unidad del pensamiento y la fe en relación con el único fin
sobrenatural que les está señalado a los dos. Karl Rahner
opina que el predicado "cristiana" no es una sobredeterminación
foránea de la filosofía. Por estar el pensamiento humano
trascendentalmente considerado, tiene que ver con el Dios revelador
y, por ello, ve en la palabra "cristiana" la explicación de una
determinación que le es siempre interna a la filosofía. Gabriel Marcel
fue el defensor de un existencialismo cristiano, desde el que ve
cómo la idea de una filosofía cristiana se alimenta precisamente de
lo que la filosofía cuestiona y pasa por alto: la paradoja de la
Encarnación de Dios en un hombre concreto. La expresión "filosofía
cristiana" le parece el compendio de un pensamiento que está en
disposición de vivir bajo la sombra de un misterio absoluto. Peter
Wust y Maurice Blondel, pensadores de tendencia agustiniana y, por
tanto, convencidos del anima naturaliter christiana y de la
unidad de fe y razón, llaman "cristiano" a todo pensamiento que se
sabe limitado, que así lo confiesa y que, en consecuencia, se abre
al Evangelio, aunque sin renunciar nunca a sí mismo como pensamiento |
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Enlace de interés
>Teología
>Jesús
de Nazaret
>Iglesia
Católica
>La
Reforma Protestante
La controversia surgió
a partir de la negación de Emilie Brehier
a reconocer la existencia de una filosofía cristiana en su
Historia de la Filosofía, publicada en 1927 en París. Al año
siguiente, el mismo Bréhier había reiterado su negativa en tres
conferencias dadas en el Instituto de Estudios Superiores de
Bruselas bajo el título: ¿Hay una filosofía cristiana? En
ellas reafirmaba con más vigor su tesis, al declarar que el
cristianismo no había aportado ninguna contribución al progreso de
la filosofía, ni siquiera con san Agustín y con santo Tomás, y que
no se podía hablar de una filosofía cristiana como no se podía
hablar de unas matemáticas cristianas o de una física cristiana.
Puede decirse que desde 1927, año en que Bréhier inicia la polémica,
hasta 1931, en que se lleva el debate a la Sociedad Francesa de
Filosofía, el problema de la filosofía cristiana está
presente en todos los ámbitos de la filosofía escolástica,
especialmente agudizado en el año 1930, en el que se celebró el
sesquimilenio de la muerte de San Agustín.
La insistencia de
Bréhier sonaba como un reto a quien recogiera el guante. Lo recogió
Étienne Gilson y llevó el debate a los salones de la Sociedad
Francesa de Filosofía. Ésta reunió el 31 de marzo de 1931 a sus
miembros para discutir el tema Noción de la filosofía cristiana.
Presidió la sesión Xavier Léon. Gilson actuó como defensor y Bréhier
y Brunschvicg como sus oponentes. Destacaron entre los asistentes Le
Roy y Lenoir. Blondel y Chevalier remitieron sendas comunicaciones o
cartas que fueron publicadas como apéndices en la reseña.
Gilson planteó el
estado de la cuestión. La expresión "filosofía cristiana" ha tenido
apreciaciones contrapuestas. Fue rechazada, aunque por motivos
diferentes, por san Pedro Damiano, por algunos neotomistas y, sobre
todo, por los racionalistas,
que entendieron por filosofía la racionalidad pura y por fe la
irracionalidad misma. Fue admitida por san Agustín, por los
agustinianos y por los que hablaban de "filosofía a lo san Agustín",
en la que se traducía fielmente una experiencia del hombre en su
estado concreto de cristiano, con inclusión de su vida religiosa (Blondel).
Bréhier planteó la
cuestión de modo ecuánime, pero intencionado, cuando objetó a Gilson
que la expresión "filosofía cristiana" tendría dos sentidos
diversos. Así, mientras que en el primer sentido existe una
filosofía cristiana pero no tiene ningún interés para los filósofos,
en el segundo sentido tendría interés, pero no existe esta filosofía
cristiana. El primer sentido sería el de una filosofía cristiana que
no depende de ninguna manera de la crítica racional pura y que está
de acuerdo con los dogmas que la Iglesia admite; semejante filosofía
carece de toda importancia e interés para el filósofo como tal. El
segundo sentido de la expresión "filosofía cristiana"
supondría considerar el cristianismo, en tanto que dogma revelado,
como punto de partida de una inspiración filosófica positiva; pero
es precisamente este carácter filosófico del cristianismo el que
Bréhier niega: dentro del cristianismo no existe un pensamiento
propio filosófico; la llamada filosofía cristiana no es sino una
filosofía de origen extracristiano, que el magisterio eclesiástico
canoniza o a la que da el visto bueno por su conformidad con el
dogma; tal filosofía, como perteneciente a los dominios de la
religión o determinada no por un criterio racional o científico,
sino de magisterio, carece de interés para el filósofo como tal.
Brunschvicg se expresó
en la misma sesión de manera aún más radical: se entiende que haya
filosofía y cristianismo, sin que se tenga derecho a concluir que
existe una filosofía cristiana. Si se es "filósofo", este sustantivo
permanece inmutable ante el adjetivo, al igual que si se es
cristiano antes que filósofo. Para Brunschvicg, el cristianismo era
la negación radical de la inquietud propiamente filosófica, porque
en él la posesión de la verdad precede a la investigación; el
adjetivo "cristiana" niega el sustantivo "filosofía"; es imposible
fundar sobre la razón lo que desborda la razón; nada de sentido
propiamente racional queda en la filosofía de santo Tomás.
Según Maritain, era
necesario distinguir entre lo que es en sí la filosofía como ciencia
y el estado en que se halla. Como ciencia, se cuenta entre las
ciencias naturales y por ello tiene un carácter racional que le hace
estar fundada en la evidencia y la demostración, sin que pueda dar
pruebas derivadas de la fe. Como ciencia, por tanto, ni es cristiana,
ni pagana. Pero su estado es muy distinto si quien cultiva dicha
ciencia es cristiano o no lo es. El cristiano recibiría luces
internas para penetrar en ciertas verdades, de tal modo que sin
ellas la razón se ofuscaría, y luces externas que le dan seguridad
para liberarse de los errores. Esos favores que la inteligencia
humana recibe en el cristiano son los que encumbraron la filosofía
de los doctores cristianos medievales: la noción de creación, de
Dios como Ser subsistente en sí mismo, de pecado como ofensa a Dios,
¿en qué obras griegas están explicadas como en la filosofía de los
autores cristianos? Estos conceptos "...con ser capitales en
filosofía, antes de quedar iluminadas con la luz de la revelación,
sólo se entreveían entre penumbras..." Se produce, además, una
segunda elevación de la razón en la filosofía cristiana, cuando se
convierte en instrumento de colaboración de la ciencia sagrada.
Ibero precisa que esta filosofía cristiana no se refiere a una
escuela determinada y que, además, ha influido más de lo que se
piensa en los filósofos anticristianos modernos. Termina el resumen
de las ideas de Maritain haciendo una referencia a la experiencia
religiosa y a los misterios insondables del corazón humano, en donde
a la teología le compete una especial función orientadora y, por ser
terreno de la realidad práctica, la filosofía debe ser
necesariamente cristiana
El Dios del
cristianismo.
Frente al Dios que
tiene en las manos la historia y que es creador del mundo de la
nada, el israelita sintió la profunda nadería del hombre. Podría,
por tanto, haber considerado a Dios tan alejado del hombre y
trascendente que se perdiera en una lejanía accesible tan sólo por
ritos sacrificiales religiosos. Pero lo que Israel hizo en realidad
fue atribuir a Dios una trascendencia por proximidad. El ´Elohim
trascendente, Yahvé, es absolutamente trascendente y
personal, pero no se limita a ser el amigo, sino el Padre de todos
los hombres. Es el momento de la aparición del
cristianismo.
Cristo
predicó ante todo la idea de un Dios Padre, que quiere establecer el
Reino de los Cielos, el Reino del Padre. Las condiciones para entrar
en este Reino, que expresan la paternidad y la filiación, no son de
índole cultual sino las contenidas en las Bienaventuranzas:
"bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el
Reino de los Cielos..." (Mateo 5, 3). Con lo cual aparece
entonces el monoteísmo
universalista: no solamente un Dios de una familia, de un pueblo, de
una monarquía, de un resto de Israel, de una iglesia nacional, sino
un Dios de toda la humanidad. Cristo se presenta como agente de este
Reino porque predica en nombre de Dios y porque tenía una identidad
con esa palabra de Dios que predicaba. El modo de hablar de Dios en
el Nuevo Testamento
se basa totalmente en el concepto que aparece en el Antiguo Testamento
y en el judaísmo, pero acentuando otros aspectos como el de Dios
cercano, de Padre de Jesucristo, y que al justificar por la gracia
su acción electiva rompe definitivamente con todo exclusivismo.
La designación de
Dios más empleada en el Nuevo Testamento es la de Theós. La
fe en el Dios uno, único y singular (Mateo 23, 9;
Romanos 3, 30; 1 Corintios 8, 4.6; Gálatas, 3,
20; 1 Timoteo 2, 5; Santiago 2, 19) es un dato firme
en la tradición del primitivo cristianismo. El mismo Jesús de
Nazaret hizo suya la profesión fundamental de la religión judía y
la cita expresamente (Mateo 12, 29 ). Con ello se garantiza
en este punto la continuidad entre la antigua y la nueva alianza,
pues el Dios al que adoran los cristianos es el de los padres (Hechos
3, 13; 5, 30; 22, 14), el Dios de
Abraham,
Isaac y
Jacob (Hechos
3, 13; 7, 32; Mateo 22, 32; Marcos 12, 26; Lucas
20,37), el de Israel (Mateo 15, 31; Lucas 1, 68;
Hechos 13,17; 2 Corintios 6,16; Hebreos 11, 16)
y el Dios de Jesucristo (2 Corintios 1, 3; Efesios
1, 3; 1 Pedro 1, 3). Este Dios único viviente y verdadero (Romanos,
3,30; Gálatas 3, 20; l Tesalonicenses 1, 9; 1
Timoteo 1, 17; 2, 5; Juan 17, 3) no lo conocen los
gentiles (1 Tesalonicenses 4, 5). Pablo cuenta con la
existencia de otros pretendidos dioses que en cuanto potencias
demoníacas tienen poder sobre los hombres, pero para los
cristianos no hay más que el único Dios (1 Corintios 8, 5
s). La fe en el único Dios exige el distanciamiento de todo culto
a los ídolos (Hechos 14, 15; 17, 24 s; 19, 26).
Dios es el creador,
conservador y señor del mundo (Hechos 17, 24;
Apocalipsis 10, 6), el constructor del universo (Hebreos
3, 4). Desde el cielo ejerce su señorío, pues el cielo es su trono
y la tierra el estrado de sus pies (Mateo 5, 34; 23, 22;
Hechos 7, 49). Es el omnipotente para el que nada es imposible
(Marcos 10, 2). Nadie puede impedir ni destruir su obra (Hechos
5, 39; 2 Timoteo 2,9). Es el altísimo (Marcos 5, 7;
Lucas 1, 32; Hechos 7, 48; 16, 17; Hebreos 7,
l), el gran rey (Mateo 5, 35), el rey de los pueblos (Apocalipsis
15, 3). La oración es un poderoso testimonio de la fe en el Dios
supramundano, pues se dirige al Dios que está en el cielo (Mateo
6, 9; Juan 17, 1), pero que escucha aquí al que le suplica.
De Él salen
actividades espirituales y de poder (Juan 4, 24). El espíritu
de Dios ha descendido sobre Jesús en el bautismo (Mateo 3,
16; 12, 18). Lleno de este espíritu ha actuado como el Mesías
enviado de Dios. En Mateo 12, 28 se dice expresamente que ha
expulsado los espíritus malos por el espíritu de Dios. Los
cristianos se caracterizan por el hecho de no tener el espíritu del
mundo, sino el de Dios (1 Corintios 2, 12), pues el hombre
natural no capta lo que viene del espíritu de Dios (1 Corintios
2, 14 s). Sólo el hombre espiritual está en condiciones de conocer a
Dios (l Corintios, 1, 1) y de penetrar en las profundidades
de la divinidad. Dios por el espíritu ha revelado al cristiano su
misteriosa verdad (1 Corintios 2, 10). Habita en ellos y así
se convierte en poder configurador de su ser (1 Corintios 2,
1 l). El espíritu de Dios en unión con el nombre del Señor
Jesucristo ha purificado, santificado y justificado a los cristianos
(1 Corintios 6, 11). Gracias al espíritu divino que actúa en
ellos son hombres que ya no caminan en la carne, sino en el espíritu
y en conformidad con él (Romanos 8, 9 ss). El espíritu de
Dios causa también la recta profesión de fe en Cristo (Mateo
10, 20). El espíritu descansa precisamente sobre quienes son
perseguidos por el nombre de Cristo (1 Pedro 4, 14).
Con ello se especifica
ante todo la relación de Jesús de Nazaret con Dios. En cuanto hijo
único, está unido con él de una manera especial. En la oración lo
llama "Abba, Padre" (Marcos 14, 36) o "Padre" (Mateo
11, 25 s; Lucas 23, 34; Juan 11, 41; 17, 1). En otras
partes habla de Dios también como de su
Padre celestial
(Mateo 10, 33; 16, 17; Juan 10, 37). Con más
fuerza que en los sinópticos se resalta en el evangelio de Juan la
relación Padre-Hijo existente entre Dios y Jesús (unas ochenta veces).
Jesús ha dado igualmente a sus discípulos el derecho de dirigirse a
Dios llamándolo "Padre nuestro" (Mateo 6, 9; Lucas 11,
2). Cada uno se dirige a su Padre de modo totalmente personal en las
silenciosas habitaciones domésticas (Mateo 6, 4.18). Además,
el nombre de Padre se aplica a Dios en las alegorías y parábolas (Lucas
15, 11 ss). En cuanto Padre, Dios es el Dios cercano al que se puede
dirigir el hombre con confianza creyente en todos sus problemas.
Además de esto, Dios es el conservador de la criatura por él creada,
se preocupa de ella con paternal bondad y la rodea de sus cuidados (Mateo
6, 26-32; 10, 29-31). En las cartas del Nuevo Testamento se habla,
en la forma solemne de la profesión de fe, del Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo (Romanos 15, 6; 2 Corintios
1, 3; Efesios 1, 3; Colosenses 1, 3; 1 Pedro 1,
3). Por Cristo se mantienen los creyentes en una relación filial con
Dios. Su espíritu les atestigua que son sus hijos (Romanos 8,
16). Por eso pueden gritar también en la oración: "Abba, Padre" (Gálatas
4, 6; Romanos 8, 15
Basileia es
un término que tiene en el griego del Nuevo Testamento tres
acepciones diferentes y puede traducirse al castellano como "reino",
"reinado" o "realeza", según recaiga el acento sobre los súbditos
y el territorio (=reino: "no puede entrar en el reino de Dios",
Juan 3,5), sobre el sujeto que ejerce la realeza (=rey: "veréis
al hijo del hombre que viene en su realeza", esto es, como rey,
Mateo, 16, 28) o sobre el ejercicio de dicha realeza (=reinado:
"está cerca el reinado de Dios", Marcos, 1,15). Jesús
explica el contenido del reino de Dios mediante parábolas (Lucas,
17, 20; 13, 20-21; Marcos, 4,31-33; 4, 1-9; 4,26-29;
Mateo 20,1-16). Las parábolas anuncian el comienzo del reinado
de Dios en el presente; no se trata de un reinado escatológico,
sino de algo que el oyente puede ya disfrutar y gozar; la buena
noticia que Jesús proclama es el anuncio de la cercanía del
reinado de Dios que conlleva el cambio personal (aspecto
individual) y el cambio de las relaciones humanas (aspecto
social).
El señorío de Dios
forma el núcleo de la predicación de Jesús de Nazaret en los
sinópticos; en la de los apóstoles, sin embargo, se queda un poco
en segundo plano frente al mensaje de Cristo. Con frecuencia se
habla de la voluntad de Dios (de su voluntad que manda, exige y
favorece), de sus decisiones misteriosas (Hechos 20, 27),
en especial en lo referente a la salvación (sobre todo en
Efesios 1, 3-1). Pablo acentúa con energía la fidelidad de
Dios (Romanos 3, 3; 1 Corintios 1, 9; 10, 13; 2
Corintios 1, 18). Dios se atiene a sus promesas y las cumple (Romanos
9, 6 ss). Referente a Israel se dice que los dones de Dios y su
elección son irrescindibles (Romanos 11, 29). Dios no
miente (Hebreos 6,18; Tito 1, 2), sino que es más
bien absolutamente digno de fiar; su testimonio es válido sin
restricciones (Juan 3, 33).
Dios es el Eterno (Romanos
16, 26), el único sabio (Romanos 16, 27). Además, se
utilizan nociones comunes al lenguaje filosófico de aquel tiempo
para describirle. Así, se le llama el invisible (Romanos 1,
20, Colosenses 1, 15 s; 1 Timoteo 1, 17; Hebreos
11, 27), el que no pasa (Romanos 1, 23; 1 Timoteo 1,
17). En 1 Timoteo 1, 11; 6, 15 se le llama el Dios "santo",
con un atributo tomado del judaísmo helenístico. 1 Timoteo
6,15 s confiesa con solemnes palabras que Dios es el único
dominador, el rey de reyes, el señor de los que gobiernan, el
único inmortal, el que mora en una luz inaccesible y al que ningún
hombre ha visto ni puede ver. El Señor de cielo y tierra no habita
en templos edificados por hombres, ni pueden servirle tampoco
manos de hombres, como si necesitara algo, sino que, al contrario,
es él mismo quien da a todos los seres vida, aliento y todo lo
demás (Hechos 17, 23).
Un concepto central
de la teología de
San Pablo
es la justicia de Dios (Romanos 1, 17; 3, 21 s; 9, 30; 10,
3; 2 Corintios 5, 21; Filipenses 3, 9). Se
trata de una justicia que juzga y que salva. Dios es justo al
condenar a la humanidad pecadora. Lo es igualmente cuando da su
perdón a los hombres que creen en Cristo y en la salvación por él
operada. Por Cristo, en el que Dios mismo ha ofrecido el
sacrificio expiatorio por la culpa de la humanidad, no les toma en
cuenta los pecados, sino que los declara justos.
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