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El 17 de abril de 1492, Isabel I
de
Castilla y Fernando II de Aragón
firmaron las Capitulaciones de Santa
Fe, por las que se comprometían a financiar una
expedición a las Indias por Occidente capitaneada por don
Cristóbal Colón, que recibía, con carácter
hereditario, los títulos de Almirante
de la Mar Océana, gobernador y virrey de todas las
tierras que descubriese, así como el derecho a la décima
parte de
todos los beneficios que generaran sus descubrimientos, entre otras
muchas prerrogativas.
Los franciscanos de la Rábida presentaron a Colón a Martín Alonso Yáñez
Pinzón, un navegante de Palos, adinerado, que
tenía ciertas obligaciones para con la corona castellana,
probablemente debido a algunas actividades pasadas de piratería.
Poco antes había estado en Roma, visitando a un amigo
cosmógrafo que servía al Papa Inocencio VIII, el cual le
había informado de que "aún había tierras por
descubrir". Esto había impresionado a Martín, que ahora
acogía con entusiasmo el proyecto de Colón.
Fueron contratadas dos carabelas del puerto de Palos, la Pinta y la Niña, a las que se
unió una nao, la Gallega, rebautizada
como la Santa María,
construida en unos astilleros cántabros y que era propiedad de Juan de la Cosa, un navegante
experimentado que había participado en numerosas expediciones a
la costa occidental de África. Se acordó que Colón
iría al mando de la Santa María, en la que embarcó
también Juan de la Cosa como maestre
(el segundo oficial). La Pinta quedó bajo las órdenes de
Martín Alonso Pizón, que llevó como maestre a su
hermano Francisco, mientras
que un tercer hermano, Vicente,
iría al frente de la Niña.
La tripulación de la Santa María constaba de un
centenar de hombres, mientras que las dos carabelas llevaban unos
veinticinco cada una. Todos eran originarios de la costa andaluza,
excepto tres italianos, un portugués y unos diez vascos y
gallegos llegados con la Santa María. También embarcaron
el escribano Rodrigo de Escobedo,
el veedor real Rodrigo Sánchez
de Segovia, así como un intérprete conocedor del
árabe y el hebreo. Además, Colón llevaba unas
credenciales para entregar al gran kan.
La expedición partió del puerto de Palos el 3 de agosto, media hora antes del alba,
con rumbo a las Canarias, que, según los cálculos de
Colón, se encontraban en la misma latitud que Cipango. El 9 de agosto llegaron a Gran Canaria, donde
se reparó el timón de la Pinta y se cambió el
velamen de la Niña.
Ese mismo mes murió el Papa Inocencio VIII, y fue sucedido
por el cardenal Rodrigo
Borja, que
adoptó el nombre de Alejandro
VI.
Por esta época, media Roma vivía del Vaticano. Con motivo
de la investidura de Alejandro VI, los romanos levantaron un arco de
triunfo en el que se leía la inscripción:
La
Roma de los césares fue grande, ésta de los Papas lo es
más; aquéllos eran emperadores, éstos son dioses.
La rama italiana de la familia Borja
había adaptado su
apellido a la ortografía italiana, por lo que es más
conocidda como la familia Borgia
(que en italiano se pronuncia igual que Borja en catalán). No
obstante, Alejandro VI y sus hijos, César, Juan, la joven Lucrecia, que tenía entonces
doce años, y Jofre, de
once, seguían hablando entre ellos en catalán, como lo
atestigua su correspondencia. César
aún no había cumplido los veinte años, pero su
padre lo ascendió de
obispo de Pamplona a arzobispo de Valencia, y lo nombró
cardenal. A su
vez, Juan, el duque de Gandía, fue nombrado duque de Benevento y
capitán general de los ejércitos papales. La madre de
todos ellos, Vanozza Catanei, no fue nunca admitida en el Vaticano. La
amante del Papa era ahora Giulia
Farnesio, la institutriz de Lucrecia, que pertenecía a
una familia aristocrática, aunque arruinada. Tras mudarse al
Vaticano,
Alejandro VI encargó al Pinturicchio la decoración de
seis salas
correspondientes a sus aposentos personales.
El 6 de
septiembre Colón reanudó su travesía y,
después de
navegar tres días con vientos desfavorables, sus tres naves
dejaron atrás las Canarias y se adentraron en el océano.
Delante iba la Pinta, que era la más rápida de las tres.
Colón calculaba día a día la distancia
recorrida y anotaba todo en su diario personal, mientras que en el
diario oficial anotaba cifras menores, que eran las que comunicaba a la
tripulación por si las Indias estuvieran un poco más
lejos de lo que él había predicho. No obstante, sus
estimaciones eran bastante pobres y sucede que las cifras oficiales
teóricamente falseadas eran más aproximadas que las que
el Almirante de la Mar Océana tenía por ciertas. Tuvo la
suerte de contar con condiciones atmosféricas propicias, pues el
mar estuvo en calma durante todo el viaje y los vientos fueron
favorables.
A finales de mes los vientos fueron más flojos y la
tripulación empezó a ponerse nerviosa. Cada vez
había más voces que sugerían dar media vuelta.
Colón recurrió a mil y una tretas para convencer a sus
hombres de que todo iba bien. Una vez recogió un cangrejo del
mar y explicó que era síntoma de que la tierra estaba
cerca, pues los cangrejos nunca se alejan mucho de la costa (dato
zoológico conocido por todos menos por los propios cangrejos).
Empleó el mismo truco con las ballenas y llamó
descaradamente vencejos y golondrinas a las gaviotas que se divisaban
en el cielo. Un día, la tripulación vio aterrada
cómo la brújula se volvía loca y giraba sin cesar.
Colón explicó que ello se debía a una
aproximación anómala, pero no peligrosa, de la estrella
polar, pero algunos marineros, hartos ya de tanta tomadura de pelo,
decidieron echarlo por la borda y regresar. La situación se
resolvió en gran parte por la habilidad de los hermanos
Pinzón.
El 6 de octubre Martín
Alonso Pinzón propuso cambiar el rumbo hacia el sur, pero
Colón, de acuerdo con sus cálculos, se negó a
ello. En ese momento la Pinta dio a la Santa María la
señal convenida para indicar el avistamiento de tierra, pero fue
un error. La tensión en los barcos iba en aumento.
El 8 de octubre divisaron una
bandada de aves que se dirigía hacia el sur, y Colón no
tuvo más remedio que tragarse su orgullo y cambiar el rumbo
atendiendo a la sugerencia de Martín Alonso Pinzón. Sin
saberlo, con ello evitó ser arrastrado por la corriente del
Golfo, que habría alejado a sus barcos de tierra firme.
El 11 de octubre, a las ocho de
la mañana, recogieron del mar una caña, un palillo
labrado con hierro y un matojo de hierbas. Entre la tripulación
cundió el entusiasmo cuando Colón comunicó el
hallazgo. El almirante recordó que los reyes habían
prometido diez mil maravedíes al primero que avistara tierra.
Dos horas antes de media noche, Colón afirmó haber visto
una luz en la lejanía. Así se lo comunicó al
contramaestre, Pedro Gutiérrez,
que salió corriendo a avisar al veedor, pero cuando éste
llegó ya había desaparecido la luz, y no pudo dar fe del
acontecimiento.
Fue a la mañana siguiente, es decir, el 12 de octubre, cuando el vigía de
la Pinta avistó tierra por primera vez. El vigía
era Juan Rodríguez Bermejo,
más conocido como Rodrigo de
Triana, y la tierra que divisó era una islita a la que
los indígenas llamaban Guanahaní,
pero que Colón, viendo en ella su salvación,
bautizó como San Salvador.
Tras desembarcar,
Colón tomó posesión de la isla en nombre de
Fernando II e Isabel I. Algunos indígenas acudieron a curiosear
mientras Rodrigo
de Escobedo y Rodrigo Sánchez de Segovia daban fe del acto
jurídico; después, todos los que habían
desembarcado saludaron a Colón como almirante y virrey de las
Indias; a continuación Rodrigo de Escobedo notificó a los
indígenas presentes que acababan de convertirse en
súbditos de los reyes de Castilla y, como se
lo notificó en castellano, los afectados no presentaron ninguna
objeción. Los afectados eran lucayos,
pero fueron tomados por indios,
ya que, según los cálculos de Colón, vivían
en las Indias. Ese día, Colón anotó
esto en su diario sobre ellos:
Ellos andan todos
desnudos como su madre los parió, y también las mujeres,
aunque no vide más de una harto moza. Y todos los que yo vide
eran todos mancebos, que ninguno vide de edad de más de treinta
años: muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas
caras. Los cabellos gruesos cuasi como sedas de cola de caballo, e
cortos. Los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos
detrás, que traen largos, que jamás se cortan. Dellos se
pintan de prieto y dellos son de la color de los canarios, ni negros ni
blancos y dellos se pintan de blanco, dellos de colorado y dellos de lo
que hallan y dellos se pintan las caras y dellos todo el cuerpo y
dellos sólo los ojos y dellos sólo la nariz. Ellos no
traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las
tomaban por el filo y se cortaban por ignorancia. No tienen
ningún tipo de hierro. [...] Yo vi algunos que tenían
señales de heridas en sus cuerpos y les pregunté por
señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo
allí venía gente de otras islas que estaban cerca y les
querían tomar y se defendían. Y yo creí y creo que
aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos. Ellos deben
ser buenos servidores y de buen ingenio, pues pronto repiten todo lo
que se les enseña a decir y creo que fácilmente se
harían cristianos, pues me pareció que ninguna secta
tenían. Yo, placiendo a Nuestro Señor, llevaré de
aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestra Alteza para que
aprendan a hablar. No vi ninguna clase de animal, salvo papagayos, en
esta isla.
El 13 de octubre Colón
escribió:
Luego que amaneció
vinieron a la playa muchos de estos hombres, todos mancebos como dicho
tengo. [...] Ellos vinieron a
la nao con almadías [canoas] que son hechas del pie de un árbol,
como un barco luengo y todo de un pedazo y labrado muy a maravilla
según la tierra, y grandes, pues en algunas de ellas
venían cuarenta o cuarenta y cinco hombres, y otras más
pequeñas, hasta haber algunas en que venía un solo
hombre. Remaban con una pala como de hornero y anda a maravilla y si se
les trastorna, luego se echan todos a nadar y la enderezan y
vacían con calabazas que traen ellos. Traían ovillos de
algodon filado y papagayos y azagayas y otras cositas que sería
tardío de escribir y todo daban por cualquier cosa que se les
diese. Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro y vi
que algunos de ellos traían un pedazuelo colgado en un agujero
que tienen a la nariz, y por señas pude entender que yendo al
sur o volviendo la isla por el sur que estaba un gran rey que
tenía grandes vasos de ello, y tenía muy mucho.
Trabajé que fuesen allá y después vide que no
entendían la idea. Determiné de aguardar fasta
mañana en la tarde y después partir para el sudeste, que
según muchos de ellos me enseñaron decían que
había tierra al sur y al sudueste y al norueste, y que estas
gentes del norueste les venían a combatir muchas veces, y
así ir al sudueste a buscar el oro y las piedras preciosas.
[...] Agora como fue noche todos se
fueron a tierra con sus almadías.
De acuerdo con que había decidido, Colón dejó
San Salvador el 14 de octubre.
Previamente rodeó la isla, y pudo comprobar que su popularidad
iba en aumento:
En amaneciendo
mandé aderezar el batel de la nao y las barcas
de las carabelas y fui al luengo de la isla, en el camino del nordeste,
para ver la otra parte, qué era de la otra parte del este,
qué había y también para ver las poblaciones, y
vide luego dos o tres y la gente que venían todos a la playa
llenándonos y dando gracias a Dios. Los unos nos traían
agua, otros cosas que comer; otros, cuando veían que yo no
curaba de ir a tierra, se echaban a la mar nadando y venían y
entendíamos que nos preguntaban si éramos venidos del
cielo. Y vino uno viejo en el batel dentro y otros a voces grandes
llamaban todos hombres y mujeres: "Venid a ver a los hombres que
vinieron del cielo, traedles de comer y beber". Vinieron muchos y
muchas mujeres, cada uno con algo, dando gracias a Dios,
echándose al suelo y levantando las manos al cielo y
después a voces nos llamaban que fuésemos a tierra.
Desde San Salvador Colón visitó otras dos
pequeñas islas, a las que llamó Fernandina e Isabela, en honor a los reyes, y el 28 de octubre encontró una isla de
grandes dimensiones a la que llamó Juana, si bien los indígenas
la llamaban Cobba, y este
nombre, deformado en Cuba, fue
el que al final prevaleció. Estaba habitada por tres pueblos: en
la parte occidental estaban los guanajatabeys,
pueblo primitivo y nómada, en el centro estaban los ciboneys, de cultura
neolítica basada en la agricultura y la pesca, y en la parte
oriental estaban los taínos,
que habían llegado a la isla recientemente.
El 21 de noviembre Martín
Alonso Pinzón se separó de las otras dos naves para
explorar por su cuenta. A principios de diciembre
Colón llegó a otra isla de gran tamaño a la que
llamó La Española,
aunque los indígenas la llamaban Haití. Al interior de la isla
lo llamaban Cibao, de lo que
el almirante dedujo que habían llegado a Cipango. Pronto
comprendió su error, desilusión compensada por un
interesante descubrimiento: allí había oro. Los
indígenas eran pacíficos y no era difícil
convencerlos para que lo cambiaran por baratijas.
La noche del 24 de
diciembre la Santa María encalló en unos
arrecifes. Ante la imposibilidad de poner a flote la nao, la
tripulación se trasladó a la Niña. Colón,
tal vez movido por los celos, acusó a Juan de la Cosa de haber
hundido su nave intencionadamente. (De vuelta a Castilla, las
acusaciones del almirante no pudieron ser probadas y la corona
indemnizó a Juan de la Cosa por la pérdida de su barco.)
Con los restos de la Santa María construyeron un fuerte que, por
la fecha, recibió el nombre de Fuerte
Navidad. El 3 de enero de 1493
Colón dejó treinta y nueve hombres en La Española
y se dispuso a regresar a Castilla. Martín Alonso Pinzón
debería haberse reunido ya con él y no aparecía.
Colón empezó a sospechar que le había traicionado
y que había decidido continuar por su cuenta la
expedición, pero la Pinta y la Niña se encontraron el 6 de enero y Martín no
parecía tener ninguna intención de traicionar a nadie. A
pesar de ello, el recelo de Colón enfrió la
relación entre ambos. Martín trató de retrasar el
regreso para continuar con las exploraciones, pero acató la
negativa tajante del genovés.
El rey Carlos VIII de Francia pretendía hacer efectivo su
título de rey
de Nápoles, que de momento era meramente nominal. Antes de
atacar al
rey Fernando I, se preocupó de asegurarse el apoyo o, al menos,
la
neutralidad de las principales potencias europeas. El 19 de enero firmó con el rey
Fernando II de Aragón el tratado
de Barcelona, por el que devolvía los condados de
Rosellón y Cerdaña, que su padre había ocupado
durante la guerra civil aragonesa, mientras que Fernando II se
comprometía a no hacer ninguna alianza contra Francia salvo a lo
sumo con el Papa.
Un nuevo error de cálculo de Colón hizo que la
expedición no entrara en la zona de los alisios, que hubiera
dificultado el regreso. El 13 de febrero
una tempestad separó las dos carabelas. La Pinta fue la primera
en
llegar a puerto, en Galicia, mientras que la Niña llegó a
las Azores con grandes dificultades, el 4
de marzo alcanzó la costa de Portugal y poco
después llegó a Lisboa. Mientras la tripulación
reparaba la nave, Colón
se entrevistó con el rey Juan II, que lo recibió
ceremoniosamente y disimuló su disgusto con toda la deportividad
de la que supo hacer gala. Tras oír la relación del
viaje, el monarca portugués reclamó la posesión de
todas las tierras descubiertas en virtud de una interpretación
muy generosa del tratado de Alcáçobas, que, desde su
punto de vista, asignaba a Portugal el monopolio de la
navegación hacia Oriente. En cualquier caso, no era con
Colón con quien tenía que discutir eso, y el 13 de marzo la Niña abandonó
Lisboa. Llegó al puerto de Palos al día siguiente, el 14 de marzo. Su entrada fue triunfal.
Pocos días después llegó a Palos la Pinta.
Martín Alonso Pinzón estaba enfermo y no tardó en
morir.
A finales de abril, Colón
fue recibido por Fernando II e Isabel I en Barcelona, donde les
presentó los indios que había traído consigo, los
papagayos, el oro, etc. El almirante de la mar océana fue
tratado como un rey.
En ese momento se encontraba en Barcelona un navegante italiano
llamado Giovanni Caboto.
Tenía algo más de cuarenta años. Era
genovés de nacimiento, pero desde los once años
vivió en Venecia. Luego había realizado viajes por el
Mediterráneo oriental y había residido en Sevilla, Lisboa
y Valencia. Enterado de la aventura de Colón, decidió
imitarlo, si bien para ello tenía que buscar un patrocinador muy
alejado de Castilla. Por ello marchó al puerto inglés de Bristol y empezó a
relacionarse con los navegantes locales, planteando la idea de navegar
hacia el oeste, como Colón.
La entrevista obligada entre los reyes Fernando II de Aragón
y Juan II de Portugal no se hizo esperar. Sus posturas eran
irreconciliables: Juan II esgrimía que el tratado de
Alcáçovas le otorgaba las islas descubiertas por
Colón, mientras que Fernando II entendía que dicho
tratado sólo concecía a Portugal la exclusividad de la
navegación hacia Oriente por la ruta africana. Puesto que Juan
II apelaba también a otras bulas papales anteriores, no pudo
negarse a aceptar la intercesión de Alejandro VI.
Alonso Fernández de Lugo había logrado la
adhesión de uno de los jefes guanches de la isla de Tenerife, el
mencey Añaterve, y en mayo atacó la isla, pero la
mayoría de la población ofreció resistencia
acaudillada por el mencey Bencomo.
El 3 de mayo el Papa
promulgó las bulas Inter
caetera y Eximiae deuotionis.
En la primera reconocía a Castilla la soberanía de todas
las tierras descubiertas por Colón. La segunda tenía
esencialmente el mismo contenido, pero estaba expresamente dirigida a
Juan II y le hacía ver que estaba siguiendo con Castilla la
misma política que el papado había seguido con Portugal
en ocasiones anteriores, es decir, la de conceder a cada cual lo que ya
tenía de hecho. La bula Inter caetera llegó a Barcelona
el 28 de mayo, y el Papa no
tardó en conocer la decepción que produjo en ambas
partes. En efecto, el gran problema no era a quién
correspondían las islas descubiertas recientemente por
Colón, sino a qué debía atenerse cada reino en
materia de exploraciones. Sin una resolución más precisa,
los futuros descubrimientos no tardarían en provocar una guerra
entre Castilla y Portugal. Por ello, en junio,
Alejandro VI redactó una nueva versión de Inter caetera, a la que puso la
misma fecha del 3 de mayo, y en la que estableció la llamada línea de demarcación,
una línea imaginaria de polo a polo que pasaba a cien leguas al
oeste de las Azores. Estipuló que los territorios descubiertos
al oeste de dicha línea pertenecerían a Castilla y los
situados al este serían de Portugal.
Esta sentencia era curiosa, tanto en la teoría como en la
práctica. En teoría, alguien podría haberse
preguntado quién daba derecho al Papa a repartir el mundo (no
europeo) entre dos reinos, sin que contara para nada lo que pudieran
opinar los habitantes de los territorios repartidos; pero probablemente
nadie se lo preguntó, ya que, en esa época, la respuesta
era obvia: Dios. En la práctica, el Papa parecía ser el
único
europeo supuestamente culto que no había caído en la
cuenta de que la Tierra es esférica, pues cualquiera que fuera
consciente de ello tendría que haber entendido que un meridiano
no divide nada: Castilla podía llegar a cualquier punto de la
Tierra navegando hacia el oeste y Portugal hacer lo propio navegando
hacia el este.
Alejandro VI casó a su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, señor de Pésaro, y nombró
cardenal a Alessandro Farnesio,
el hermano de su amante, Giulia Farnesio.
Mientras tanto, ajeno a que sus dominios
habían sido adjudicados a Castilla,
moría Túpac Inca Yupanqui. Había incorporado al
imperio a casi todos los pueblos andinos herederos de antiguas
culturas, y finalmente había topado con pueblos demasiado
primitivos para que pudieran asimilar la sofisticada estructura social
incaica. Se dice que un inca decretó que dejasen en su barbarie
a aquellas gentes que no quisieran servirle de buen grado, pues
más perderían ellas por no tenerle por señor que
él por no gobernarlas. Sin embargo, lo cierto es que los incas,
cuando un pueblo no se sometía por la buenas, lo conquistaban
mediante sangrientas batallas en las que morían miles de
hombres. Así que muy bárbaro tenía que ser un
pueblo para que el Inca, como la zorra de la fábula, considerara
que las uvas estaban verdes. Ése fue el caso de los araucanos, al sur, o los Chirihuanaj, al este, ante quienes
los ejércitos incas no pudieron hacer otra cosa que retirarse
diezmados. Los incas dividían sus dominios en cuatro partes o suyus correspondientes con los
cuatro puntos cardinales: el Chinchasuyu
al norte, el Collasuyu al
sur, el Antisuyu al este y el
Cuntisuyu al oeste. La
totalidad del imperio era conocida como el Tahuantinsuyu.
A Túpac Inca Yupanqui se le atribuyen diversas reformas
administrativas, como la división decimal de la
población: Los purics
(hombres en edad de trabajar) estaban distribuidos en
grupos de diez, bajo la dirección de un camayoc. A su vez, estos grupos se
distribuían en grupos de cien hombres, bajo la dirección
de un pachaca-curaca, y cada
diez de estos grupos estaban bajo la dirección de un curaca. Por último, una tribu estaba formada por diez mil
hombres, bajo la dirección de un hono-curaca. Estas divisiones
permitieron la elaboración de un censo fiable y la cuidadosa
recaudación de
la mita, el impuesto en
trabajo que los
hombres pagaban al inca. También fue Túpac Inca Yupanqui
quien decretó la regulación definitiva del reparto de
tierras, ganado y trabajo: la tercera parte de la tierra y del ganado
pertenecía al imperio, la tercera parte a los sacerdotes y la
tercera parte se distribuía entre las familias. Similarmente,
cada puric debía trabajar un tercio del tiempo las tierras
imperiales, un tercio las sacerdotales y un tercio las que le
habían sido asignadas para su sustento. Y esto al margen de los
periodos de tiempo en que era reclamado para colaborar en las obras
públicas o para el servicio militar. Además, Túpac
Inca Yupanqui instituyó los yanaconas
(siervos del imperio) y las acllas
(doncellas consagradas al Sol que, en la práctica, eran
concubinas legales del soberano).
En los últimos años de su reinado, Túpac Inca
Yupanqui se retiró a Cuzco, donde edificó la inmensa
fortaleza de Sacsahuamán,
destinada a defender la ciudad. Escogió como sucesor a su hijo Titu Cusi Hualpa, que adoptó
el nombre de Huayna Cápac.
Era menor de edad y hubo dos intentos de derrocarlo, uno por parte de
un hermanastro y otro por parte de un regente.
Los porgugueses iniciaron la colonización de las islas de
Santo
Tomé y
Príncipe. Los colonos llevaron esclavos que dedicaron al cultivo
de la
caña de azúcar.
El 8 de junio Alonso
Fernández de Lugo, rechazado por los guanches, tuvo que
abandonar Tenerife y regresar a Gran Canaria. Se llevó, no
obstante, un buen número de prisioneros que vendió como
esclavos.
Las condiciones de rendición del reino de Granada no estaban
siendo respetadas. Los nobles musulmanes se vieron hostigados por los
nuevos señores cristianos, y muchos no vieron mejor
opción que exiliarse. Fue el caso de propio Boabdil, que fue
desterrado a Andarax por los
reyes y desde aquí decidió marcharse a Marruecos
acompañado de numerosas familias. Otras familias nobles
prefirieron convertirse al cristianismo para permanecer en sus tierras.
Cuenta la tradición que cuando Boabdil dirigió la
última mirada a Granada rompió a llorar, y su madre le
increpó: "Llora como mujer lo
que no has sabido defender como hombre."
El rey Juan I de Polonia reformó el gobierno del país,
que adoptó un sistema parlamentario bicameral. Tras la asamblea
de Piotrków, la dieta general estaba formada por un
senado (antiguo consejo real)
y una cámara de nuncios,
formada por diputados de la nobleza y de las ciudades.
El 20 de septiembre
Cristóbal Colón zarpó de Cádiz con rumbo a
las
Indias al frente de una flota de diecisiete barcos tripulados por unos
mil quinientos hombres. Su misión era la evangelización
de los indios, pero en la comitiva figuraban unos doscientos nobles
más interesados en el oro que en redimir almas. Una de las
carabelas fue capitaneada por Alonso
de Ojeda, que había conocido a Colón cuando
servía al duque de Medinaceli. Ojeda convenció al
almirante para que admitiera en la expedición a Juan de la Cosa
en calidad de cartógrafo.
A mediados de octubre dejaron
atrás las Canarias y llegaron a su destino en menos tiempo que
en el viaje anterior. Tocaron tierra en una isla que Colón
bautizó como Dominica,
y desde allí avanzaron hacia el noroeste recorriendo un arco de
islas a las que el almirante fue bautizando: María Galante, Guadalupe,
etc.
El archipiélago que estaba explorando
Colón es el que hoy se conoce como las Antillas, aunque este nombre no se
lo puso Colón, sino que les fue aplicado por los
geógrafos unos años más tarde. El nombre deriva de
Antilia, una de las islas
legendarias que poblaban el océano atlántico según
la tradición medieval.
Los primeros habitantes debieron de llegar al archipiélago,
procedentes del norte, unos tres mil quinientos años atras, y
sus descendientes debían de ser los primitivos ciboneys que
Colón había encontrado en Cuba. A principios de la era
cristiana llegó desde el sur un pueblo más avanzado, los arawak, que conocía la
agricultura, pero no la metalurgia. Pronto se dividió en varias
etnias: los iñeri
ocuparon las islas meridionales, los taíno las septentrionales y
los lucayos habían pasado al archipiélago de las Bahamas, situado más al norte
(al cual pertenece la isla de San Salvador, la primera que
encontró Colón en su primer viaje). Los ciboneys quedaron
dispersos en pequeños grupos aislados. Todos estos pueblos eran,
por lo general, pacíficos, pero las cosas cambiaron a principios
de siglo, cuando irrumpió un nuevo pueblo muy belicoso,
también procedente del sur: los caribes,
que ocuparon algunas de las islas desplazando a los arawaks. Desde sus
dominios hacían frecuentes incursiones a las islas vecinas, si
bien nunca habían llegado a imponer ninguna clase de autoridad a
los arawak.
De este modo, en su segundo viaje Colón trabó contacto
por primera vez con los caribes, que no lo consideraron un enviado del
cielo, sino un enemigo, y se produjeron enfrentamientos. El 19 de noviembre llegaron a una isla de
mayores dimensiones que los indígenas llamaban Borinquen, y que Colón
cambió a San Juan Bautista.
Luego llegaron a Fuerte Navidad, en La Española, o a lo que
quedaba de él, pues había sido arrasado y sus pobladores
estaban todos muertos. En su lugar Colón erigió una
ciudad a la que llamó La
Isabela, regida por un consejo de gobierno nombrado por el
virrey, es decir, por él mismo. Desde allí envió
doce barcos a Castilla cargados con oro, falsas especias,
pájaros exóticos y veintiséis indios.
Como ya había advertido en su primer viaje, en el centro de
la isla, en la sierra de Cibao, había vetas de oro. Colón
construyó allí el fuerte de Santo Tomás y comenzó
a explotarlas. Naturalmente, "construyó" es una forma de hablar,
porque el trabajo pesado lo hacían los indios, quisieran o no.
Los recién llegados no tuvieron dificultades en reducirlos a la
esclavitud, en parte gracias a las armas de fuego y a su experiencia
militar, aunque también ayudaron bastante las creencias
peregrinas de los indígenas, que tendían a divinizar a
sus opresores. A pesar de todo, los trabajos de naturaleza más
técnica no podían ser confiados a los indios, y muchos
colonos no digirieron bien el tener que trabajar con un clima y
alimentación tropicales, a los que no estaban acostumbrados.
Pronto surgió el malestar entre ellos.
Por otra parte, los colonos eran hombres, y entre los
indígenas había aproximadamente un cincuenta por ciento
de mujeres. Este par de observaciones tiene una consecuencia obvia y
otra no tan obvia: la segunda fue que las mujeres indígenas
hicieron un regalo inesperado a los advenedizos al transmitirles la sífilis, una enfermedad
desconocida en Europa que entre los indígenas no era
especialmente grave, pero que entre los occidentales empezó a
causar estragos (y que no tardó en cruzar el océano con
ellos). Claro que, compitiendo en cortesía, los colonos
correspondieron con un presente similar: transmitieron a los indios la
viruela, enfermedad para la que ocurría lo contrario: a los
europeos les afectaba poco, pero entre los indios era una plaga.
Además, la viruela se contagia mucho más
fácilmente que la sífilis.
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