CONTENIDO
Capítulo 1:
Los albores de Norteamérica
Capítulo 2:
El periodo colonial
Capítulo 3:
El camino de la independencia
Capítulo 4:
La formación de un gobierno nacional
Capítulo 5:
La expansión hacia el oeste y las diferencias regionales
Capítulo 6:
Conflictos sectoriales
Capítulo 7:
La Guerra Civil y la Reconstrucción
Capítulo 8:
Crecimiento y transformación
Capítulo 9:
Descontento y reforma
Capítulo 10:
Guerra, prosperidad y depresión
Capítulo 11:
El Nuevo Trato y la Segunda Guerra Mundial
Capítulo 12:
Estados Unidos en la posguerra
Capítulo 13:
Décadas de cambio: 1960-1980
Capítulo 14:
El nuevo conservadurismo y un nuevo orden mundial
Capítulo 15:
Un puente hacia el siglo XXI
Bibliografia
PERFILES ILUSTRADOS
El advenimiento de una nación
La transformación de una nación
Monumentos y sitios conmemorativos
Agitación y cambio
Una nación del siglo XXI

AGRADECIMIENTOS
 
Reseña de Historia de Estados Unidos es una publicación del Departamento de Estado de EE.UU. La primera edición (1949-50) fue elaborada bajo la dirección editorial de Francis Whitney, en un principio por la Oficina de Información Internacional del Departamento de Estado y más tarde por el Servicio Cultural e Informativo de Estados Unidos. Richard Hofstadter, profesor de historia en la Universidad Columbia, y Wood Gray, catedrático de historia de Estados Unidos en la Universidad George Washington, colaboraron como consultores académicos. D. Steven Endsley de Berkeley, California, preparó el material adicional. A través de los años, la obra ha sido actualizada y revisada en forma exhaustiva por varios especialistas, entre ellos Keith W. Olsen, profesor de historia de Estados Unidos en la Universidad de Maryland, y Nathan Glick, escritor y ex director de la revista Dialogue (Facetas) de USIA. Alan Winkler, catedrático de historia en la Universidad Miami (Ohio), escribió los capítulos de ediciones anteriores sobre la época posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Man of the People: A Life of Harry S. Truman y For the Survival of Democracy: Franklin Roosevelt and the World Crisis of the 1930s.    Esta nueva edición ha sido revisada y actualizada cabalmente por Alonzo L. Hamby, profesor distinguido de historia en la Universidad de Ohio. El profesor Hamby ha escrito mucho sobre la política y la sociedad estadounidenses. Algunos de sus libros son Man of the People: A Life of Harry S. Truman y For the Survival of Democracy: Franklin Roosevelt and the World Crisis of the 1930s. Vive y trabaja en Athens, Ohio.

Director Ejecutivo—
George Clack
Directora Administrativa—
Mildred Solá Neely
Dirección de Arte y Diseño—
Min-Chih Yao
Ilustración de portada—
Tom White
Investigación fotográfica—
Maggie Johnson Sliker
 


 
Capítulo 8:
Crecimiento y transformación

Proyecto Salón Hogar
 


Construcción del ferrocarril transcontinental en 1868. (California State Railroad Museum Library)
"La civilización misma depende del carácter sagrado de la propiedad".
-- Industrial y filántropo Andrew Carnegie, 1889

Estados Unidos de América llegó a la mayoría de edad entre dos grandes guerras: la Guerra Civil y la Primera Guerra Mundial. En menos de 50 años se transformó de una república rural en una nación urbana. La frontera desapareció y el país se llenó de grandes fábricas y plantas siderúrgicas, líneas ferroviarias transcontinentales, ciudades florecientes y vastas fincas agrícolas. Con toda esa prosperidad y afluencia económica llegaron los consabidos problemas. En toda la nación, unas cuantas empresas llegaron a dominar industrias enteras, ya sea en forma independiente o en combinación con otras firmas. A menudo las condiciones de trabajo no eran adecuadas. Las ciudades crecieron con tanta rapidez que no pudieron alojar ni gobernar con eficacia a sus crecientes poblaciones.

TECNOLOGÍA Y CAMBIO

"La Guerra Civil", dice un autor, "abrió una grieta muy amplia en la historia del país; reveló de golpe los cambios que se habían iniciado en los 20 o 30 años precedentes" Las necesidades de la guerra fueron un enorme estímulo para las manufacturas, aceleraron un proceso económico basado en la explotación del hierro, el vapor y la energía eléctrica, y fomentaron el avance de la ciencia y la inventiva. En los años anteriores a 1860 se concedieron 36.000 patentes; en los 30 años siguientes fueron expedidas otras 440.000 y en los primeros 25 años del siglo XX su número llegó a casi un millón.

Ya en 1844 Samuel F. B. Morse había perfeccionado la telegrafía eléctrica y, en poco tiempo, puntos distantes del continente quedaron enlazados por una red de postes y alambres. En 1876 Alexander Graham Bell exhibió un instrumento telefónico y en menos de medio siglo, 16 millones de teléfonos harían que la vida social y económica de la población fuera más acelerada. El crecimiento empresarial se avivó con la invención de la máquina de escribir en 1867, la sumadora en 1888 y la caja registradora en 1897. La lámpara incandescente de Thomas Edison iluminó millones de hogares. Él perfeccionó la máquina parlante o fonógrafo y, en colaboración con George Eastman, ayudó al desarrollo del cine. Éstas y muchas otras aplicaciones de la ciencia y el ingenio condujeron a un nuevo nivel de productividad en casi todos los frentes.

Al mismo tiempo, la industria básica de la región — la del hierro y el acero — se consolidó con paso firme al amparo de un alto arancel. La industria del hierro avanzó hacia el oeste a medida que los geólogos descubrieron nuevos depósitos de mineral, sobre todo en la gran cordillera de Mesabi, en las fuentes del lago Superior, que llegó a ser uno de los más grandes centros productores del mundo.

CARNEGIE Y LA ERA DEL ACERO

A Andrew Carnegie se debieron en buena parte los grandes adelantos en la producción de acero. Antes de los 30 años de edad ya había hecho inversiones astutas y previsoras que en 1865 se concentraban en el hierro. En unos cuantos años ya había organizado compañías que fabricaban puentes de hierro, rieles y locomotoras, o tenía acciones de las mismas. Diez años después fundó una planta siderúrgica a orillas del río Monongahela, en Pennsylvania, que fue la más grande del país. Adquirió el control no sólo de nuevas plantas de fundición, sino también de yacimientos de coque y carbón, del mineral de hierro del lago Superior, de una flota de barcos de vapor que cruzaban los Grandes Lagos, de una ciudad portuaria junto al lago Erie y de un tren de enlace. Sus negocios, en alianzas con una docena de empresarios como él, le permitieron obtener condiciones favorables en los ferrocarriles y otras líneas de transporte. Nunca antes se había visto algo semejante en Estados Unidos en materia de desarrollo industrial.

Aunque Carnegie dominó por largo tiempo la industria, nunca logró tener el monopolio total de los recursos naturales, el transporte y las plantas industriales que intervenían en la fabricación de acero. Nuevas empresas desafiaron su preeminencia en la década de 1890. Luego fue persuadido de fusionar sus posesiones en una nueva corporación que llegaría a absorber la mayor parte de las firmas siderúrgicas del país.

CORPORACIONES Y CIUDADES

La United States Steel Corporation resultante de la fusiún realizada en 1901 ilustró un proceso que se gestaba desde hacía 30 años: la combinación de empresas industriales independientes para formar compañías federadas o centralizadas. Surgida de la Guerra Civil, esa tendencia cobró ímpetu después de la década de 1870 a medida que los hombres de negocios empezaron a temer que el exceso de producción pudiera abatir los precios y mermara sus ganancias. Comprendieron que si lograban controlar tanto la producción como los mercados, podrían reunir a las firmas competidoras en una sola organización. La "corporación" y el "trust" se desarrollaron para el logro de esos fines.

Las corporaciones, que hicieron posible disponer de una amplia reserva de capital y dieron a las empresas comerciales vida permanente y continuidad en su control, atrajeron inversores, tanto por las ganancias previstas como porque el grado de responsabilidad que contraían era limitado en caso de que la empresa fracasara. Los trusts eran, de hecho, combinaciones de corporaciones por las cuales los accionistas de cada una ponían sus acciones en manos de fideicomisarios. (Como método de consolidación corporativa, el trust no tardó en ceder su sitio a la sociedad de cartera o "holding", pero el primer vocablo persistió). Los trusts hicieron posibles las combinaciones en gran escala, la administración y el control centralizados y la participación en las patentes. Sus grandes recursos de capital los dotaron de más poder para expandirse, competir con las organizaciones comerciales del exterior y tener ventaja en las negociaciones con los trabajadores, que ya empezaban a organizarse con eficacia. Así pudieron obtener también condiciones favorables en los ferrocarriles e influir en la política.

La Standard Oil Company, fundada por John D. Rockefeller, fue una de las primeras y más vigorosas corporaciones y no tardaron en seguir su ejemplo otras combinaciones (en los rubros de aceite de semilla de algodón, plomo, azúcar, tabaco y caucho). Pronto surgieron hombres de negocios agresivos que empezaron a marcar sus propios dominios industriales. Cuatro grandes empacadores de carne, entre los que destacaban Philip Armour y Gustavus Swift, formaron un trust de carne de bovino. Cyrus McCormick alcanzó la preeminencia en el rubro de las cosechadoras. En una encuesta de 1904 se observó que más de 5.000 empresas, que antes eran independientes, se habían consolidado para formar cerca de 300 trusts industriales.

La tendencia a formar fusiones incluyó también otros rubros, sobre todo transportes y comunicaciones. A Western Union, que dominó la telegrafía, siguieron la Bell Telephone System y más tarde la American Telephone and Telegraph Company. En la década de 1860, Cornelius Vanderbilt consolidó 13 líneas ferroviarias en una sola, de 800 kilómetros, que enlazó la ciudad de Nueva York con Buffalo. En la década siguiente él mismo adquirió líneas a Chicago, Illinois y Detroit, Michigan, estableciendo así el New York Central Railroad. Pronto los principales ferrocarriles de la nación se organizaron en líneas troncales y sistemas dirigidos por un puñado de hombres.

En este nuevo orden industrial, la ciudad era el centro nervioso pues en ella se concentraban todas las fuerzas dinámicas de la economía: cuantiosas acumulaciones de capital, instituciones comerciales y financieras, estaciones ferroviarias en expansión, fábricas humeantes y grandes ejércitos de trabajadores manuales y de oficina. Las aldeas, que atraían a gente del campo y de tierras de ultramar, se convertían en poblados y éstos en ciudades casi de la noche a la mañana. En 1830, sólo uno de cada 15 estadounidenses vivía en comunidades de 8.000 habitantes o más; en 1860, la cifra era de casi uno de cada seis; y en 1890 aumentó a tres de cada 10. En 1860 ninguna ciudad tenía todavía un millón de habitantes, pero 30 años después había un millón y medio en Nueva York, y Chicago, Illinois y Filadelfia, Pennsylvania tenían más de un millón cada una.

FERROCARRILES, REGULACIÓN Y LA LEY ARANCELARIA

El ferrocarril fue especialmente importante para el país en expansión y a menudo fueron criticadas sus prácticas. Las líneas férreas aplicaban tarifas más bajas a los grandes clientes mediante rebajas en el pago, lo cual perjudicaba a los clientes pequeños. Además, era frecuente que las tarifas de flete no fueran proporcionales a la distancia recorrida; la competencia hacía que las tarifas de carga fueran bajas entre las ciudades atendidas por varios enlaces ferroviarios, pero las tarifas tendían a ser altas en los lugares atendidos por una sola línea. Así, transportar un artículo 1.280 kilómetros, de Chicago a Nueva York, costaba menos que llevarlo a lugares localizados a pocos cientos de kilómetros de Chicago. Además, para evitar la competencia, las compañías rivales se repartían a veces el negocio del transporte según un plan dispuesto de antemano por el cual todas las ganancias se depositaban en un fondo común para su distribución.

El presidente Grover Cleveland firmó la Ley de Comercio Interestatal en 1887, por la cual se prohibió el precio excesivo, el uso del fondo común, los descuentos y la discriminación en las tarifas, y se creó una Comisión de Comercio Interestatal (CCI) para supervisar la ley, pero se le dio poco poder para imponer su cumplimiento. En sus primeras décadas de existencia, prácticamente ninguno de los esfuerzos de la CCI para regular y reducir tarifas pasó con éxito la revisión judicial.

El presidente Cleveland se opuso también al arancel proteccionista sobre productos extranjeros, que había llegado a ser aceptado como una política nacional permanente bajo los presidentes republicanos que dominaron la política de la época. Cleveland, un demócrata conservador, estimaba que la protección arancelaria era un subsidio injustificado a favor de las grandes empresas que confería a los trusts un poder sobre los precios en perjuicio de los estadounidenses ordinarios. A tono con los intereses de sus bases en el sur, los demócratas volvieron a asumir su posición anterior a la Guerra Civil, oponiéndose al proteccionismo y defendiendo un "arancel solamente sobre ingresos".

La antipatía del público por los trusts se agudizó en esa época. Las enormes corporaciones de la nación fueron sometidas al severo ataque de reformadores como Henry George y Edward Bellamy en toda la década de 1880. La Ley Sherman contra Monopolios, aprobada en 1890, prohibió todas las combinaciones que restringieran el comercio interestatal y dispuso métodos de cumplimiento que incluían severas sanciones. Redactada en términos generales vagos, la ley redituó pocos logros inmediatos cuando fue aprobada, pero al cabo de 10 años, el presidente Theodore Roosevelt la aplicaría vigorosamente.

REVOLUCIÓN EN LA AGRICULTURA

A pesar de los grandes avances de la industria, la agricultura seguía siendo la ocupación básica de la nación. La revolución en el agro — paralela a la de las manufacturas después de la Guerra Civil — implicó la transición del trabajo manual a la labranza con máquinas y del cultivo de subsistencia a la agricultura comercial. Entre 1860 y 1910 el número de granjas se triplicó en Estados Unidos, pasando de 2 millones a 6 millones, al tiempo que la superficie de cultivo se duplicó con creces, de 160 millones a 352 millones de hectáreas.

Los granjeros estadounidenses cosecharon suficiente cereal y algodón, criaron bastante ganado vacuno y porcino, y esquilaron lana en cantidad suficiente no sólo para proveer a los trabajadores del país y sus familias, sino también para crear excedentes cada día mayores.

Varios factores explican ese logro extraordinario. Uno fue la expansión hacia el oeste; otro fue una revolución tecnológica. El granjero de 1800, provisto de una hoz manual, podía segar hasta un quinto de hectárea de trigo al día. Al cabo de 30 años, con ayuda de la guadaña, podía cortar cuatro quintos de hectárea cada día. En 1840 Cyrus McCormick hizo un milagro al segar entre 2 y 2,5 hectáreas al día con su cosechadora, esa extraña máquina que él desarrolló en casi 10 años. Entonces se fue al oeste y erigió una fábrica en Chicago, la joven ciudad de las praderas, y en 1860 ya había vendido un cuarto de millón de cosechadoras.

Otras máquinas agrícolas fueron desarrolladas en rápida sucesión: la agavilladora automática de alambre, la trilladora mecánica y la cosechadora-trilladora o combinada. Surgieron así sembradoras mecánicas, cortadoras, peladoras y desgranadoras, y mecanismos para separar crema, dispersar estiércol, sembrar papas y secar heno, además de incubadoras para aves de corral y cien inventos más.

El papel de la ciencia en la revolución del agro fue sólo un poco menos importante que el de la máquina. En 1862, la Ley Morrill de Donación de Tierras para Escuelas Superiores concedió a cada estado tierras públicas para la creación de escuelas superiores de agronomía e industria. Éstas debían ser instituciones educativas y centros de investigación de agricultura científica. Más tarde el Congreso asignó fondos para la creación de estaciones agrícolas de experimentación en todo el país y otorgó al Departamento de Agricultura un financiamiento directo para investigación. Al inicio del nuevo siglo, los científicos trabajaban en gran variedad de proyectos agrícolas en todo el país.

Uno de esos científicos, Mark Carleton, viajó a Rusia por cuenta del Departamento de Agricultura. Allí encontró la variedad invernal de trigo, resistente al añublo y la sequía, que de inmediato exportó a su patria y que hoy constituye más de la mitad del trigo que se cosecha en Estados Unidos. Otra científica, Marion Dorset, logró vencer al temible cólera porcino; y uno más, George Mohler, ayudó a prevenir la fiebre aftosa. Un investigador trajo el maíz Kaffir del norte de África; otro importó de Turkestán la alfalfa de flor amarilla. En California, Luther Burbank produjo veintenas de nuevos frutos y legumbres; y en Wisconsin, Stephen Babcock ideó una prueba para determinar el contenido de grasa en la leche; en el Instituto Tuskegee de Alabama, el científico afro-estadounidense George Washington Carver halló centenares de nuevas aplicaciones para el maní, la batata y la soya.

La explosión de la ciencia y la tecnología de la agricultura afectó en diversos grados a los agricultores de todo el mundo pues elevó los rendimientos, eliminó a los pequeños productores y disparó la emigración a las ciudades industriales. Más aún, los ferrocarriles y los barcos de vapor empezaron a llevar los mercados regionales a un mundo globalizado de mayores dimensiones, donde los precios se comunicaban al instante por cable trasatlántico o por telégrafo terrestre. Si bien la caída de los precios del agro fue una buena noticia para el consumidor urbano, amenazó también el medio de vida de muchos agricultores estadounidenses y desató una oleada de descontento en el campo.

EL SUR DIVIDIDO

Después de la Reconstrucción, los dirigentes del sur se esforzaron mucho para atraer a la industria. Los estados ofrecieron grandes estímulos y mano de obra barata a los inversores para desarrollar las industrias de acero, madera, tabaco y textiles. No obstante, el porcentaje de la base industrial de la nación que le correspondía a la región en 1900 seguía siendo más o menos el mismo que en 1860. Además, el precio de esa campaña de industrialización fue alto: las enfermedades y el trabajo infantil proliferaron en las ciudades fabriles del sur. Treinta años después de la Guerra Civil, el sur seguía siendo pobre, mayoritariamente agrícola y su economía era dependiente. Más aún, sus relaciones raciales reflejaban no sólo el legado de la esclavitud, sino lo que ya se perfilaba como el tema central de su historia: la firme determinación de hacer valer la supremacía blanca a cualquier costo.

Sureños blancos intransigentes hallaron la forma de ejercer el control estatal para mantener el dominio blanco. En varias decisiones, la Corte Suprema apoyó también sus empeños al ratificar las opiniones conservadoras tradicionales del sur sobre el equilibrio apropiado entre el poder nacional y el de los estados.

En 1873 la Corte Suprema encontró que la 14ª Enmienda (por la cual los derechos de ciudadanía no pueden restringirse) no confería nuevos privilegios ni inmunidad para proteger a los afro-estadounidenses del poder estatal. Así mismo, en 1883 dictaminó que la 14ª Enmienda no prohibía a los individuos, sino sólo a los estados, ejercer la discriminación. Y en el caso Plessy v. Ferguson (1896), la Corte resolvió que la asignación de secciones especiales "separadas pero iguales" para afro-estadounidenses en lugares públicos, como trenes y restaurantes, no era una violación a sus derechos. El principio de la segregación racial se propagó pronto a todas las esferas de la vida en el sur, desde los ferrocarriles hasta los restaurantes, los hoteles, los hospitales y las escuelas. Más aún, en los aspectos de la vida donde la ley no imponía la segregación, ésta era impuesta por el uso y la costumbre. Después se coartó aún más el derecho de voto. Los linchamientos periódicos por grupos subrayaron que la región estaba decidida a subyugar a su población afro-estadounidense.

Ante la discriminación generalizada, muchos afro-estadounidenses apoyaron a Booker T. Washington, quien les aconsejaba concentrarse en objetivos económicos modestos y aceptar por un tiempo la discriminación social. Otros, encabezados por el intelectual afro-estadounidense W.E.B. Du Bois, querían impugnar la segregación mediante la acción política. Sin embargo, ante la falta de interés de los dos partidos importantes y porque la teoría científica de la época aceptaba en general la inferioridad racial, las demandas de justicia social tuvieron escaso apoyo.

LA ÚLTIMA FRONTERA

En 1865, la línea fronteriza que en general seguía el contorno occidental de los estados aledaños al río Mississippi se desplazó más allá de las secciones orientales de Texas, Kansas y Nebraska. Después, en casi 1.600 kilómetros al norte y el sur pasaba por enormes cordilleras, muchas de ellas ricas en plata, oro y otros metales. Praderas y desiertos se extendían al oeste hasta las boscosas cordilleras de la costa y el océano Pacífico. Salvo por los distritos colonizados de California y algunos poblados dispersos, las vastas regiones interiores estaban habitadas por norteamericanos nativos, entre los cuales figuraban tribus de las grandes llanuras — sioux y blackfoots, pawnees y cheyennes — y culturas indígenas del suroeste, como los apaches, los navajos y los hopis.

Sólo un cuarto de siglo después, casi todo el país ya estaba dividido en estados y territorios. Los mineros habían explorado toda la comarca montañosa, tras de lo cual cavaron túneles en la tierra y fundaron pequeñas comunidades en Nevada, Montana y Colorado. Los criadores de ganado vacuno, que sacaban buen provecho de los enormes pastizales, reclamaron la enorme expansión que se extendía desde Texas hasta la parte alta del río Missouri. Los granjeros hundieron sus arados en los llanos y valles, con lo cual se cerró la brecha entre el este y el oeste. En 1890 la frontera ya había desaparecido.

Un acicate para la colonización fue la Ley de Protección a las Tierras de Colonización de 1862, por la cual se otorgaron gratuitamente granjas de 64 hectáreas a los ciudadanos que ocuparan y mejoraran esas tierras. Para desgracia de los agricultores en ciernes, la tierra se prestaba más a la cría de ganado que a la labranza y en 1880 casi 22.400.000 hectáreas de tierras "gratuitas" ya estaban en manos de ganaderos o de empresas ferroviarias.

En 1862 el Congreso aprobó por votación el acta constitutiva del ferrocarril Union Pacific, el cual prolongó sus vías hacia el oeste desde Council Bluffs, Iowa, con mano de obra aportada sobre todo por ex soldados e inmigrantes irlandeses. Al mismo tiempo, el ferrocarril Central Pacific empezó a tender sus vías hacia el este desde Sacramento, California, sobre todo con trabajadores inmigrantes chinos. Todo el país se extendió a medida que las dos líneas se acercaban una a la otra, hasta que se encontraron por fin el 10 de mayo de 1869 en Promontory Point, Utah. Los largos meses de penoso viaje que hasta entonces habían separado a los dos océanos se redujeron a partir de entonces a unos seis días.

La primera gran oleada de población hacia el lejano oeste fue atraída a las regiones montañosas cuando se descubrió oro en California en 1848; en Colorado y Nevada 10 años más tarde; en la década de 1860 en Montana y Wyoming, y en las Black Hills del territorio de Dakota en la década de 1870. Los mineros exploraron el país, fundaron poblados y crearon las bases para otros asentamientos más permanentes. A la postre, aun cuando algunas comunidades se siguieron dedicando casi exclusivamente a la minería, pronto se demostró que la verdadera riqueza de Montana, Colorado, Wyoming, Idaho y California estaba en sus pastizales y su tierra de cultivo. La cría de ganado vacuno, que por largo tiempo ha sido una industria importante en Texas, floreció al final de la Guerra Civil cuando hombres emprendedores empezaron a acarrear su ganado tejano de cuernos largos hacia el norte, a través de tierras públicas abiertas. El ganado se alimentaba durante la larga marcha y llegaba a las estaciones de embarque de ferrocarril, en Kansas, más grande y gordo que al inicio del viaje. El acarreo anual de vacunos se convirtió en un hecho habitual y a lo largo de cientos de kilómetros, las rutas se veían salpicadas de hatos de ganado que iban rumbo al norte.

Inmensas fincas de ganado vacuno surgieron entonces en Colorado, Wyoming, Kansas, Nebraska y el territorio de Dakota. Las ciudades del oeste florecieron como centros especializados en la matanza de ganado y en la preparación de la carne. El auge de la ganadería de bovinos llegó a su clímax a mediados de la década de 1880. Para entonces, a poca distancia de los ganaderos llegaron las carretas cubiertas de los granjeros que llevaban consigo a sus familias, sus caballos de tiro, sus vacas y sus cerdos. Invocaron la Ley de Protección a las Tierras de Colonización para reclamar la posesión de tierras y cercaron éstas con un nuevo invento, el alambre de púas. Los ganaderos fueron expulsados de las tierras en las que habían vagabundeado sin título de propiedad legal.

La ganadería y la conducción de ganado dieron a la mitología estadounidense el icono definitivo de la cultura en la frontera: el cowboy. La realidad de la vida de esos vaqueros era de agotadoras fatigas. Tal como lo han descrito escritores como Zane Grey y actores de cine como John Wayne, el cowboy era una poderosa figura mitológica, un hombre de acción audaz y virtuoso. Sólo a fines del siglo XX se produjo una reacción. Historiadores y cineastas por igual empezaron a describir "el salvaje oeste" como un lugar sórdido, poblado de personajes que solían estar más inclinados a lo peor que a lo mejor de la naturaleza humana.

LAS TRIBULACIONES DE LOS ESTADOUNIDENSES NATIVOS

Igual que en el este, la expansión hacia las llanuras y las montañas por mineros, ganaderos y colonizadores dio lugar a crecientes conflictos con los norteamericanos nativos del oeste. Muchas tribus de éstos — desde los utes de la Gran Cuenca hasta los nez percés de Idaho — combatieron a los blancos en una u otra ocasión. Sin embargo los sioux de las llanuras del norte y los apaches del suroeste fueron los que presentaron la oposición más decidida contra el avance de la frontera. Encabezados por líderes tan capaces como Nube Roja y Caballo Loco, los sioux tenían una habilidad muy particular para hacer la guerra a caballo al galope. También los apaches eran diestros y muy escurridizos al combatir en su medio ambiente natural, entre desiertos y cañadas.

Los conflictos con los indígenas de las llanuras empeoraron a raíz de un incidente en el que los dakotas (una parte de la nación sioux) le declararon la guerra al gobierno de Estados Unidos a causa de viejos agravios y dieron muerte a cinco colonizadores blancos. Las rebeliones y los ataques continuaron hasta el final de la Guerra Civil.

En 1876, al cabo de varios combates que no fueron decisivos, el coronel George Custer, al frente de un pequeño destacamento de caballería, se encontró con una fuerza muy superior, formada por los sioux y sus aliados, en el río Little Bighorn. Él y sus hombres fueron aniquilados por completo. Sin embargo, la insurgencia de los norteamericanos nativos no tardó en ser suprimida. Más tarde, en 1890, una danza ritual de espíritus que se celebraba en la reservación norte de los sioux, en Wounded Knee, Dakota del Sur, desembocó en la insurrección y en una última batalla trágica que concluyó con la muerte de casi 300 hombres, mujeres y niños sioux.

A pesar de todo, la forma de vida de los indígenas de las llanuras había sido destruida desde mucho tiempo antes a raíz de la expansión de la población blanca, la llegada del ferrocarril y la matanza de búfalos, que casi fueron exterminados por la cacería indiscriminada que se desató entre los colonizadores en la década de 1870.

A partir del gobierno de Monroe, la política oficial había consistido en llevar a los norteamericanos nativos a donde no tuvieran a su alcance la frontera de los blancos. Sin embargo fue inevitable que las reservaciones se volvieran cada día más pequeñas y hacinadas, y algunos estadounidenses empezaron a protestar por la forma en que el gobierno trataba a los norteamericanos nativos.

La Ley Dawes (de Reparto General) revirtió por completo la política de Estados Unidos hacia los norteamericanos nativos en 1887, al permitir que el presidente dividiera las tierras de las tribus y entregara parcelas de 65 hectáreas a cada jefe de familia. El gobierno mantendría en fideicomiso por 25 años las tierras así asignadas, después de lo cual el ocupante obtendría plenamente la propiedad y la ciudadanía. No obstante, las tierras no incluidas en la distribución se ofrecerían en venta a los colonizadores. A pesar de las buenas intenciones, esta política fue desastrosa porque dio lugar a un mayor pillaje de tierras de los norteamericanos nativos. Además, al atentar contra la organización comunal de las tribus, provocó más perturbaciones en la cultura tradicional. La política del país se modificó una vez más en 1934 mediante la Ley de Reorganización Indígena, con la cual se intentó proteger la vida de las tribus y las comunidades en las reservaciones.

UN IMPERIO AMBIVALENTE

Las últimas décadas del siglo XIX fueron un periodo de expansión imperial para Estados Unidos. Sin embargo, la historia del país tomó un rumbo diferente al de sus rivales de Europa por su historial de lucha contra los imperios europeos y por su desarrollo democrático realmente único.

Las fuentes del expansionismo estadounidense a fines del siglo XIX fueron diversas. Aquél fue un periodo de frenesí imperialista en el plano internacional; en él, las potencias europeas rivalizaban por posesionarse de África y competían junto con Japón por ganar influencia y mercados en Asia. Muchos estadounidenses, incluso figuras tan influyentes como Theodore Roosevelt, Henry Cabot Lodge y Elihu Root, sintieron que Estados Unidos tenía que incursionar también en las esferas de la influencia económica para proteger sus intereses. Esa opinión fue secundada por un poderoso cabildo naval que pidió la ampliación de su flota y una red de puertos en el exterior, como factores esenciales para la seguridad económica y política de la nación. En términos más generales, la doctrina del "destino manifiesto", que al principio sirvió para justificar la expansión continental de Estados Unidos, ahora surgía de nuevo para afirmar que el país tenía el derecho y el deber de extender su influencia y su civilización en el hemisferio occidental y el Caribe, e incluso al otro lado del Pacífico.

Al mismo tiempo siguieron resonando con fuerza y constancia las voces de los opositores del imperialismo, surgidas de diversas coaliciones de demócratas norteños y republicanos de mentalidad reformista. Por eso la adquisición de un imperio estadounidense fue fragmentaria y ambivalente. Con frecuencia, a los gobiernos coloniales los asuntos del comercio y la economía les interesaban más que el control polëtico.

La primera aventura de Estados Unidos más allá de sus fronteras continentales fue la compra de Alaska — apenas poblada por los inuits y otros pueblos nativos — a Rusia en 1867. La mayoría de los estadounidenses reaccionaron con indiferencia o indignación ante esa decisión del secretario de Estado William Seward, cuyos detractores llamaban a Alaska "la locura" o "la hielera de Seward". Pero al cabo de 30 años, cuando se descubrió oro en el río Klondike de Alaska, miles de estadounidenses partieron hacia el norte y muchos se establecieron permanentemente en esa región. En 1959, cuando se convirtió en el 49º estado, Alaska superó a Texas como el estado más grande de la Unión.

En 1898, la Guerra de España y Estados Unidos marcó un cambio de rumbo en la historia de este último país. En ella, Estados Unidos obtuvo el control total o considerable influencia sobre varias islas del mar Caribe y el océano Pacífico.

En la década de 1890, Cuba y Puerto Rico eran los únicos vestigios de lo que fue el vasto imperio de España en el Nuevo Mundo, cuando las islas Filipinas eran el núcleo del poderío español en el Pacífico. La guerra se debió a tres causas principales: la hostilidad popular contra el gobierno autocrático de España; la simpatía de Estados Unidos por la lucha de los cubanos por su independencia; y un nuevo espíritu de reafirmación nacional estadounidense, alentado en parte por una prensa nacionalista y sensacionalista.

La creciente resistencia de Cuba se había convertido en una guerra de guerrillas independentistas en 1895. Sin embargo, al cabo de tres años, durante el gobierno de William McKinley, el buque de guerra estadounidense Maine, enviado a La Habana en una "visita de cortesía" para recordar a los españoles la preocupación de Estados Unidos por la violencia con la que era combatida la insurrección, estalló en el puerto. Allí murieron más de 250 hombres. Es probable que el Maine haya sido destruido por una explosión accidental en su interior, pero la mayoría de los estadounidenses creyeron que fue por culpa de los españoles. La indignación cundió por todo el país, intensificada por los informes sensacionalistas de la prensa. Aunque McKinley trató de mantener la paz, al cabo de unos cuantos meses pensó que era inútil esperar y recomendó la intervención armada.

La guerra contra España fue rápida y decisiva. En los cuatro meses que duró, los estadounidenses no sufrieron ni un solo revés de importancia. A una semana de la declaración de guerra, el comodoro George Dewey, comandante del Escuadrón Asiático de seis navíos que estaba entonces en Hong Kong, se dirigió a las Filipinas. Sorprendiendo a toda la flota española anclada en la bahía de Manila, la destruyó sin que se perdiera ni una sola vida estadounidense.

Mientras tanto, en Cuba, la tropa desembarcó cerca de Santiago y después de ganar una rápida serie de combates abrió fuego contra el puerto. Cuatro cruceros españoles blindados zarparon de la bahía de Santiago para enfrentar a la armada estadounidense y quedaron reducidos a un montón de cascos inservibles.

Cuando llegó la noticia de que Santiago había caído, las sirenas sonaron y las banderas ondearon desde Boston hasta San Francisco. Los periódicos enviaron corresponsales a Cuba y las Filipinas, y éstos se encargaron de pregonar la fama de los nuevos héroes nacionales. Entre ellos destacaban el comodoro Dewey y el coronel Theodore Roosevelt, que dimitió como secretario asistente de la armada para encabezar a los "jinetes rudos", un regimiento de voluntarios que él mismo reclutó para prestar servicio en Cuba. España pronto pidió que terminara la guerra. El tratado de paz firmado el 10 de diciembre de 1898 transfirió Cuba a Estados Unidos para su ocupación temporal, como acto preliminar para la independencia de la isla. Además España cedió Puerto Rico y Guam, en lugar del pago de una indemnización de guerra, y las Filipinas por un pago de 20 millones de dólares.

La política de Estados Unidos alentaba oficialmente a los nuevos territorios a avanzar hacia el autogobierno democrático, un sistema político en el que ninguno de ellos tenía experiencia. De hecho, Estados Unidos se encontró a sí mismo en un papel colonial. Mantuvo el control administrativo formal en Puerto Rico y Guam, concedió a Cuba una independencia sólo nominal y reprimió con dureza un movimiento armado independentista en las Filipinas. Este último país conquistó el derecho de elegir las dos cámaras de su legislatura en 1916 y estableció en 1936 una Mancomunidad Filipina que en gran parte era autónoma. Las islas obtuvieron la plena independencia en 1946, después de la Segunda Guerra Mundial.

En el año de la guerra de EE.UU. contra España se inició una nueva relación con las islas de Hawai. Los contactos previos con Hawai se realizaron sobre todo por medio de misioneros y comerciantes. En cambio, a partir de 1865 los estadounidenses empezaron a desarrollar los recursos de las islas, sobre todo la caña de azúcar y la piña o ananás.

Cuando el gobierno de la reina Liliuokalani anunció su intención de poner fin a la influencia extranjera en 1893, algunos empresarios estadounidenses se unieron a hawaianos influyentes para derrocarla. Con el apoyo del embajador norteamericano en Hawai y de la tropa de ese país estacionada allí, el nuevo gobierno pidió su anexión a Estados Unidos. El presidente Cleveland, que apenas iniciaba su segundo periodo, rechazó la anexión e hizo que Hawai fuera nominalmente independiente hasta la Guerra de España contra Estados Unidos, cuando el Congreso ratificó un tratado de anexión con el respaldo del presidente McKinley. En 1959 Hawai se convirtió en el 50º estado de la Unión.

Hasta cierto punto, sobre todo en Hawai, los intereses económicos influyeron en la expansión de Estados Unidos, pero a juicio de influyentes creadores de políticas como Roosevelt, el senador Henry Cabot Lodge y el secretario de Estado John Hay, y de importantes estrategas como el almirante Alfred Thayer Mahan, el ímpetu principal fue geoestratégico. Esas personas opinaron que el mayor dividendo de la adquisición de Hawai fue Pearl Harbor, que habría de llegar a ser la principal base naval de EE.UU. en el Pacífico Central. Las Filipinas y Guam complementaron las bases en el Pacífico: Wake Island, Midway y Samoa Americana. Puerto Rico fue un importante bastión en un área del Caribe que se volvía cada día más importante pues Estados Unidos planeaba construir un canal en Centroamérica.

La política colonial estadounidense se inclinaba hacia el autogobierno democrático. Como lo había hecho en las Filipinas en 1917, el Congreso de EE.UU. concedió a los puertorriqueños el derecho de elegir a todos sus legisladores. Por esa misma ley, la isla fue declarada oficialmente territorio de Estados Unidos y se otorgó a su población la ciudadanía estadounidense. En 1950 el Congreso dio a Puerto Rico libertad total para decidir su futuro. En 1952, los ciudadanos rechazaron por votación la categoría de estado y la independencia total, y prefirieron la condición de mancomunidad, la cual ha perdurado a pesar de los esfuerzos de un movimiento separatista muy activo. Muchos puertorriqueños se han establecido en la parte continental de Estados Unidos, a la cual tienen libre acceso y donde gozan de todos los derechos políticos y civiles como cualquier otro ciudadano de este país.

EL CANAL Y EL CONTINENTE AMERICANO

La guerra contra España reavivó el interés de los estadounidenses por construir un canal a través del istmo de Panamá para unir los dos grandes océanos. Habiendo llegado a ser una potencia tanto en el mar Caribe como en el océano Pacífico, Estados Unidos vio el canal como una fuente de beneficios económicos y como una forma de proveer un paso más rápido de uno a otro océano a los barcos de guerra.

En el cambio al siglo XX, lo que hoy es Panamá era la provincia rebelde del norte de Colombia. En 1903, cuando la legislatura colombiana se negó a ratificar un tratado preliminar por el cual se otorgaba a Estados Unidos el derecho de construir y administrar el canal, un grupo de panameños impacientes inició una rebelión, con el apoyo de la infantería de marina de EE.UU., y declararon la independencia de Panamá. El presidente Theodore Roosevelt dio de inmediato su reconocimiento al nuevo país. De acuerdo con las disposiciones del tratado que se firmó en noviembre de ese año, Panamá concedió a Estados Unidos una franja de 16 kilómetros de tierra, que se extiende desde el Atlántico hasta el Pacífico, en arrendamiento perpetuo a cambio de 10 millones de dólares y una cuota de alquiler anual de 250.000 dólares. Más tarde Colombia recibió 25 millones de dólares como indemnización parcial. Al cabo de 75 años, Panamá y Estados Unidos negociaron un nuevo tratado. En él se dispuso la soberanía panameña en la Zona del Canal y la transferencia de éste a Panamá el 31 de diciembre de 1999.

La terminación del Canal en 1914, bajo la dirección del coronel George W. Goethals, fue un gran triunfo de la ingeniería. La erradicación simultánea de la malaria y la fiebre amarilla lo hizo posible y fue una de las grandes hazañas de la medicina preventiva en el siglo XX.

En otros lugares de América Latina, Estados Unidos siguió una pauta intermitente de intervenciones. Entre 1900 y 1920, ese país realizó intervenciones sostenidas en seis naciones del hemisferio occidental, las más notables en Haití, la República Dominicana y Nicaragua. Washington ofreció varias justificaciones para esas intervenciones: propiciar la estabilidad política y un gobierno democrático, generar un ambiente favorable para las inversiones estadounidenses (lo que a menudo recibió el nombre de "diplomacia del dólar"), dar seguridad a las rutas marítimas hacia el Canal de Panamá e incluso evitar que los países de Europa cobraran deudas por la fuerza. Estados Unidos presionó a los franceses para que retiraran sus ejércitos de México en 1867.

Ejerciendo su papel como la nación más poderosa — y la más liberal — del hemisferio occidental, Estados Unidos trabajó también en la creación de una base institucional para la cooperación de las naciones de América. En 1889 el secretario de Estado propuso que los 21 países independientes del hemisferio occidental se unieran en un organismo dedicado a la solución pacífica de disputas y a consolidar nexos económicos más estrechos. El resultado fue la Unión Panamericana, fundada en 1890, que hoy se conoce como la Organización de los Estados Americanos (OEA).

Los gobiernos ulteriores de Herbert Hoover (1929-1933) y Franklin D. Roosevelt (1933-1945) rechazaron el derecho de Estados Unidos a intervenir en América Latina. En particular, la Política del Buen Vecino, instituida por Roosevelt en la década de 1930, ayudó a disipar gran parte de la mala voluntad generada por las intervenciones y las decisiones estadounidenses unilaterales del pasado, aunque no logró acabar con todas las tensiones entre este país y América Latina.

ESTADOS UNIDOS Y ASIA

En el cambio al siglo XX, Estados Unidos estaba recién establecido en las Filipinas y asentado con firmeza en Hawai y tenía grandes esperanzas de establecer un comercio vigoroso con China. Sin embargo, varias naciones de Europa habían establecido su esfera de influencia allí en forma de bases navales, territorios en arrendamiento, derechos comerciales monopolistas y concesiones exclusivas para invertir en la construcción de vías férreas y en minería.

En la política exterior de Estados Unidos, el idealismo coexistió con el deseo de competir con las potencias imperiales de Europa en el Oriente Lejano. El gobierno estadounidense insistió, por cuestión de principios, en la igualdad de todos los países en materia de privilegios comerciales. En septiembre de 1899, el secretario de Estado John Hay recomendó una política de "puertas abiertas" para todas las naciones en China, es decir, a la igualdad de oportunidades comerciales (incluso con los mismos aranceles, derechos portuarios y tarifas de ferrocarril) en las áreas controladas por Europa. A pesar de su elemento idealista, la política de "puertas abiertas" fue, en rigor, una maniobra diplomática para obtener las ventajas del colonialismo sin tener el estigma que implicaba ejercerlo en forma franca. El éxito obtenido fue limitado.

Con la Rebelión de los Bóxer en 1900, los chinos se alzaron contra los extranjeros. En junio, los insurgentes se apoderaron de Beijing y atacaron las cancillerías extranjeras en esa ciudad. Hay se apresuró a informar a las potencias europeas y a Japón que Estados Unidos se opondría a cualquier afectación de los derechos territoriales o administrativos de China y reafirmó la política de puertas abiertas. Una vez que la rebelión fue sofocada, Hay protegió a China de las ruinosas indemnizaciones que se le exigían. Sobre todo para no perder la buena voluntad norteamericana, Gran Bretaña, Alemania y varias potencias coloniales menores suscribieron formalmente la política de puertas abiertas y la independencia de China. En la práctica, consolidaron sus posiciones y privilegios en ese país.

Pocos años más tarde, el presidente Theodore Roosevelt actuó como mediador en las negociaciones estancadas para resolver la Guerra Ruso-Japonesa de 1904-05, que en muchos aspectos fue una lucha por el poder y la influencia en la provincia de Manchuria en el norte de China. Roosevelt esperaba que la solución del conflicto abriera las puertas a oportunidades para las empresas estadounidenses, pero los ex enemigos y otras potencias imperiales lograron excluir a los estadounidenses. Aquí, como en otros lugares, Estados Unidos no deseaba desplegar fuerzas militares al servicio del imperialismo económico. El presidente tuvo por lo menos la satisfacción de haber ganado el Premio Nobel de la Paz en 1906. Por añadidura y a pesar de las ganancias que obtuvo Japón, las relaciones de Estados Unidos con la orgullosa y entonces ya muy asertiva nación insular se enfrentarían a dificultades intermitentes en los primeros decenios del siglo XX.

J. P. MORGAN Y EL CAPITALISMO FINANCIERO

El ascenso de la industria estadounidense requirió algo más que grandes industriales. La industria en gran escala requirió grandes sumas de capital; para el crecimiento económico a largo plazo se requerían inversionistas extranjeros. John Pierpont (J.P.) Morgan fue el más importante de los financieros estadounidenses que llenaron ambos requisitos.

A fines del siglo XIX y a principios del XX, Morgan estuvo al frente de la más grande empresa de la banca de inversión. Fue intermediario para colocar valores bursátiles estadounidenses entre las elites ricas del país y del extranjero. En virtud de que los extranjeros necesitaban estar seguros de que las inversiones se realizaran en moneda estable, Morgan estaba muy interesado en mantener el dólar atado a su valor legal en oro. A falta de un banco central oficial de EE.UU., él llegó a ser el director de facto para realizar esa tarea.

Desde la década de 1880 hasta los inicios del siglo XX, Morgan and Company no sólo administró los valores que garantizaron muchas consolidaciones corporativas importantes, sino de hecho fue el creador de algunas de ellas. La más notable de ellas fue la U. S. Steel Corporation, en la que Carnegie Steel fue fusionada con otras compañías. Sus acciones y valores corporativos fueron vendidos a inversionistas por una suma que entonces no tenía precedente: 1.400 millones de dólares.

Morgan inició muchas otras fusiones y obtuvo grandes ganancias de ellas. Además, al actuar como banquero principal de numerosos ferrocarriles, amortiguó en efecto la competencia entre ellos. En sus funciones de organizador dio estabilidad a la industria estadounidense al poner fin a las guerras de precios, pero perjudicó a los agricultores y los pequeños fabricantes, quienes lo veían como a un opresor. En 1901, cuando fundó la Northern Securities Company para controlar un grupo de importantes ferrocarriles, el presidente Theodore Roosevelt autorizó con éxito una demanda, bajo la Ley Sherman contra los Monopolios, para disolver la fusión.

En su papel de banquero central no oficial, Morgan tomó la delantera y brindó apoyo al dólar durante la depresión económica de mediados de la década de 1890, comercializando una cuantiosa emisión de valores del gobierno con lo cual recaudó fondos para reabastecer las reservas de oro del Departamento del Tesoro. En 1907, él tomó la delantera al organizar a la comunidad financiera de Nueva York a fin de prevenir una cadena de quiebras potencialmente ruinosa. Al hacerlo, su propia firma adquirió una gran compañía siderúrgica independiente que se amalgamó con U. S. Steel. El presidente Roosevelt en persona aprobó esa medida para evitar una depresión grave.

Para entonces el poder de Morgan era tan grande que la mayoría de los estadounidenses, en forma instintiva, sentían desconfianza y disgusto ante él. Con cierta exageración, los reformadores lo describían como el director de un "trust del dinero" que controlaba a Estados Unidos. Para la época de su muerte en 1913, el país estaba en las etapas finales de proceso de restablecer por fin un banco central, el Sistema de la Reserva Federal, que habría de asumir en gran parte la responsabilidad que Morgan había ejercido en forma extraoficial.

Capítulo 9: Descontento y reforma >>>>