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George
Washington
Primer
Presidente de los Estados Unidos
George
Washington nació el 22 de febrero de 1732 a
orillas del río Potomac, en la finca de
Bridge's Creek, en el antiguo condado de
Westmoreland, en el actual estado de
Virginia. Pertenecía a una distinguida
familia inglesa, oriunda de Northamptonshire,
que había llegado a América a mediados del
siglo XVII y había logrado amasar una
considerable fortuna. Su padre, Augustine,
dueño de inmensas propiedades, era un hombre
ambicioso que había estudiado en Inglaterra
y que al enviudar de su primera mujer, Jane
Butler, quien le había dado cuatro hijos,
contrajo segundas nupcias con Mary Ball, de
una respetable familia de Virginia, que le
dio otros seis vástagos, entre ellos George.
Poco se
sabe de la infancia del futuro presidente,
salvo que sus padres lo destinaban a una
existencia de colono y por ello no fue más
allá de las escuelas rurales de aquel
tiempo: entre los siete y los quince años
estudió de modo irregular, primero con el
sacristán de la iglesia local y luego con un
maestro llamado Williams. Alejado de toda
preocupación literaria o filosófica, el
muchacho recibió una educación rudimentaria
en lo libresco, pero sólida en el orden
práctico, al que lo inclinaba su activo
temperamento.
Ya en la
temprana adolescencia estaba suficientemente
familiarizado con las tareas de los colonos
como para cultivar tabaco y almacenar las
uvas. En esa época, cuando tenía once años,
murió su padre y pasó a la tutela de su
hermanastro mayor, Lawrence, un hombre de
buen carácter que, en cierta forma, fue su
tutor. En su casa, George conoció un mundo
más amplio y refinado, pues Lawrence estaba
casado con Anne Fairfax, una de las grandes
herederas de la región y acostumbraba
codearse con la alta sociedad de Virginia.
Un colono
con vocación militar
Escuchando los relatos de su hermanastro, se
despertó en él una temprana vocación militar
y a los catorce años quiso hacerse soldado,
aunque tuvo que desechar la idea ante la
férrea oposición de su madre, quien se negó
a que siguiera la carrera de las armas. Dos
años más tarde comenzó a trabajar de
agrimensor, como asistente de una expedición
para medir las tierras de lord Fairfax en el
valle de Shenandoah.
A partir
de allí, las agotadoras jornadas en campo
abierto, sin comodidades y expuesto a los
peligros de la vida salvaje, le enseñaron no
sólo a conocer las costumbres de los indios
y las posibilidades de colonización del
Oeste, sino a dominar su cuerpo y su mente,
templándolo para la tarea que el futuro le
reservaba. Pero de momento, aunque las
preocupaciones políticas no le perturbaban
(el joven Washington era un fiel súbdito de
la corona inglesa), se sentía molesto por
las limitaciones impuestas por la metrópoli
a la colonización, ya que con su hermanastro
proyectaban llevar sus negocios a las
tierras del Oeste.
A los
veinte años ocurrió un cambio decisivo en su
vida, que lo convirtió en cabeza de familia.
Una tuberculosis acabó con la vida de
Lawrence en 1752 y George heredó la
plantación de Mount Vernon, una enorme finca
con 8.000 acres y 18 esclavos. Así, pues,
pasó a ser uno de los hombres más ricos de
Virginia, y como tal actuaba: pronto se
distinguió en los asuntos de la comunidad,
fue un activo miembro de la Iglesia
episcopal y se postuló como candidato, en
1755, a la Cámara de los Burgueses del
distrito. También sobresalía en las
diversiones; era un magnífico jinete, alto y
de ojos azules, un gran cazador y mejor
pescador; amaba el baile, el billar y los
naipes y asistía a las carreras de caballos
(tenía sus propias cuadras) y a cuantas
representaciones teatrales se daban en la
región. Pero su vocación de soldado no había
muerto, y entre sus planes figuraba ser
también un brillante militar.
Su casa en Mount Vernon, Virginia
Por
entonces, ingleses y franceses se disputaban
el dominio de América del Norte, y la
controversia sobre las rutas de la cabecera
del Ohio había conducido a una extrema
tensión entre los colonos. Washington se
alistó en el ejército, y poco después de la
muerte de su hermanastro fue nombrado por el
gobernador Robert Dinwiddie comandante del
distrito, con un sueldo de 100 dólares
anuales. Ante las invasiones de los
franceses por la frontera, en 1753 el
gobernador le encargó la misión de practicar
un reconocimiento en la zona limítrofe. A
mediados de noviembre, Washington se puso en
marcha al frente de seis hombres por el
valle del Ohio, un país inhóspito, poblado
de tribus salvajes y múltiples peligros. A
pesar del frío y las nieves, pudo llevar a
cabo la dura travesía hasta alcanzar Fort-Le
Boeuf en Pennsylvania, una hazaña que
comenzó a cimentar su fama.
Declarada
en 1756 la guerra de los Siete Años, que
para los colonos ingleses en América suponía
la lucha por su expansión frente al
predominio francés, Washington fue designado
teniente coronel del regimiento de Virginia,
a las órdenes del general Fry. Al morir éste
en combate, le sucedió como jefe supremo de
las fuerzas armadas del condado, pasando
poco después a formar parte del estado mayor
del general Braddock, que dirigía las tropas
regulares enviadas por Inglaterra. El 9 de
julio de 1755 se distinguió en la batalla de
Monongahela por su coraje y capacidad de
decisión, si bien ésta acabó en un desastre
para los ingleses.
La
derrota repercutió de tal forma en su ánimo
que el joven militar se retiró a Mount
Vernon con el firme propósito de no volver a
tomar las armas. Pero no pudo llevarlo a
cabo, pues los notables de Virginia le
pidieron que se hiciera cargo de las tropas,
a pesar de que sólo contaba con veintitrés
años de edad. Washington conservó el mando
entre 1755 y 1758, época en que también fue
elegido como representante del condado de
Frederic para la Cámara de los Burgueses de
Virginia. Su nombre ya era popular, se le
admiraba por su experiencia y tacto, y
comenzaba a labrarse un sólido prestigio
político interviniendo activamente en las
deliberaciones de la asamblea.
Tras
algunos sinsabores, desilusionado ante el
curso de la guerra con Francia y la conducta
de los comandantes británicos, Washington
renunció a su cargo militar para regresar a
Mount Vernon y al poco tiempo, el 6 de enero
de 1759, se casó con Martha Dandridge, una
mujer tan rica como bella, viuda del coronel
Parke Custis y dueña de una de las mayores
fortunas de Virginia. Poseía un gran número
de esclavos, 15.000 valiosos acres y dos
hijos de seis y cuatro años, que se
convirtieron en la verdadera familia de
Washington.
En Mount
Vernon la pareja, unida más que por un amor
apasionado por una armoniosa felicidad,
llevaba la vida de los ricos propietarios,
atentos a la prosperidad de sus tierras y al
papel prominente que desempeñaban en la vida
social de la región. Todo se hacía a lo
grande, la ropa se compraba en Londres, las
fiestas eran espléndidas y los huéspedes se
contaban por cientos. Pero esta vida rumbosa
se vería interrumpida por el vendaval
político que pronto se abatió en la América
del Norte.
La lucha
por la independencia
El final
de la guerra de los Siete Años, signado el
10 de febrero de 1762 por el Tratado de
París, significó la renuncia de Francia a
sus pretensiones sobre Acadia y Nueva
Escocia y la posesión, por parte de
Inglaterra, de Canadá y toda la región de
Luisiana, salvo Nueva Orleans. Pero la
discrepancia mercantil entre Londres y sus
colonias aumentó a raíz de esta conclusión,
pues el gobierno inglés consideró que todas
sus posesiones habían de cooperar en la
amortización de los gastos ocasionados por
la guerra, ya que todas ellas se habían
beneficiado de sus resultados.
De hecho,
el déficit originado por la contienda era
enorme, y en marzo de 1765 el parlamento
inglés votó un impuesto que hirió los
derechos tradicionales de las colonias,
imponiendo el uso de papel timbrado para
toda clase de contratos. Con verdadera
ceguera política, al año siguiente impuso
una serie de derechos aduaneros sobre el
papel, el vidrio, el plomo y el té, que
provocaron la indignación del mundo
comercial norteamericano y la formación de
ligas patrióticas contra el consumo de
mercancías inglesas. A la vanguardia de las
luchas que precedieron al estallido
revolucionario habían de colocarse los
aristócratas de Virginia y los demócratas de
Massachusetts. Washington se sintió irritado
por tales medidas, pero continuó
considerándose un súbdito leal a Inglaterra
y un hombre de opiniones moderadas.
Washington en traje de cazador
En 1773
la población de Boston protestó contra los
impuestos arrojando los cargamentos de té al
mar. El hecho, conocido como el Boston Tea
Party, acabó de abrirle los ojos a
Washington y de volcarle hacia la defensa de
las libertades americanas. Cuando los
legisladores de Virginia se reunieron al año
siguiente en Raleigh, él estuvo presente y
firmó las resoluciones. En la primera
legislatura revolucionaria de ese año
pronunció un elocuente discurso declarando:
«Organizaré un ejército de mil hombres, los
mantendré con mi dinero y me pondré al
frente de ellos para defender a Boston». Ya
había dejado de ser un moderado cuando,
vestido de uniforme, representó a Virginia
en el Primer Congreso Continental que se
celebró en Filadelfia en 1774. Sus cartas
muestran que aún se oponía a la idea de la
independencia, pero que estaba decidido a no
renunciar a «la pérdida de los derechos y
privilegios que son esenciales a la
felicidad de todo Estado libre y sin los
cuales la vida, la libertad y la propiedad
se tornan totalmente inseguras».
Comenzadas las hostilidades entre ingleses y
americanos en la batalla de Lexington, el 19
de abril de 1775, los autonomistas
declararon sus anhelos de independencia
frente a la corona inglesa. Todas las
colonias se consideraron en guerra contra la
metrópoli y, en el Segundo Congreso reunido
en Filadelfia ese año, confiaron el mando de
las tropas al plantador virginiano George
Washington. Su elección fue en parte el
resultante de un compromiso político entre
Virginia y Massachusetts, pero también la
consecuencia de la fama ganada en la campaña
de Braddock y del talento con que impresionó
a los delegados del Congreso.
El
flamante jefe de las fuerzas coloniales se
vio entonces frente a la arriesgada tarea de
crear un ejército casi desde la nada y en
presencia del enemigo. Al llegar a Boston se
encontró con más de quince mil hombres, pero
se trataba sólo de una masa confusa de
insurrectos indisciplinados, divididos en
bandas hostiles entre sí, a menudo en
harapos y mal armados. Faltaban víveres y
vituallas, y además, cada asamblea
provincial dictaba órdenes a su capricho.
Aquí demostró Washington sus brillantes
dotes de organización y su incansable
energía, disciplinando y adiestrando a los
voluntarios inexpertos, reuniendo
provisiones y llamando a las colonias en su
apoyo. De esa forma organizó al ejército de
Massachusetts, con el que pudo ocupar Boston
y expulsar de Nueva Inglaterra a los
ingleses del general Howe en 1776. Ese año,
ante la llegada de nuevas tropas enviadas
por la metrópoli, los americanos habían
proclamado solemnemente la independencia de
los Estados Unidos.
Washington había ganado el primer round
contra las tropas de la corona, pero aún
faltaban varios años de guerra en que los
soldados americanos serían puestos al borde
de la aniquilación. Entre los factores
decisivos para alcanzar la victoria, en
primer término figuraron su capacidad para
infundir confianza a los soldados, su
energía incansable y su gran sentido común.
Nunca fue un genial estratega, ya que, como
dijo Jefferson, «a menudo fracasó a campo
abierto», pero supo mantener viva entre sus
hombres la llama del patriotismo y escuchó
siempre las opiniones de los generales a su
mando, sin importarle dejar de lado su
propio parecer.
Así, en
un segundo momento, retiró sus tropas al sur
y esperó la contraofensiva británica en Long
Island, pero decidió retirarse debido a su
inferioridad numérica respecto a Howe. Desde
entonces, en Pennsylvania empleó una táctica
de desgaste que le valió las victorias de
Trenton y Princeton de 1776, aunque también
las derrotas de Brandwine y Germantown del
año siguiente. En retirada, contuvo a las
fuerzas de Howe que avanzaban sobre
Filadelfia. La ciudad no pudo resistir y
cayó en manos del jefe británico, pero
pronto los ingleses sufrieron un desastre
considerable y el general Burgoyne fue
obligado a capitular en Saratoga, el 17 de
octubre, ante el asedio del jefe americano
Gates.
Este
éxito de la Revolución americana conmovió en
Europa a los adeptos del enciclopedismo y a
los partidarios del «hombre natural» de
Rousseau. Voluntarios franceses como La
Fayette, Rochaubeau y De Grasse, polacos
como Kosciuszko y sudamericanos como
Miranda, acudieron en auxilio de las huestes
de Washington, que vio así facilitada su
tarea. Después del terrible invierno de
Valley Forge, donde se dedicó a adiestrar a
sus tropas, pudo reanudar victoriosamente la
lucha gracias a los refuerzos recibidos. El
gobierno francés vio en el conflicto la
oportunidad de vengar la derrota de la
guerra de los Siete Años y, en 1778, firmó
una alianza con los Estados Unidos, a la que
se sumó al año siguiente Carlos III de
España.
El
auxilio de las tropas francesas fue tan
eficaz que Washington pudo recuperar
Filadelfia, sitiar Nueva York y dirigirse al
sur para cortar el avance de lord Cornwallis,
que iba al frente de once mil hombres, el
grueso de las tropas inglesas. El 19 de
octubre de 1781 éste se vio obligado a
capitular, luego de caer prisionero con su
ejército. Esta rendición provocó la
definitiva victoria de los colonos y el
reconocimiento de la independencia por parte
de Inglaterra, antes de firmarse la paz en
Versalles, el 20 de enero de 1783.
El
constructor del Estado
En plena
guerra, en 1778, el Congreso había
promulgado la Ley de Confederación, primera
tentativa para constituir un bloque
homogéneo con los trece estados de la Unión.
Pero esta fórmula política dio escasos
resultados, pues la guerra y la posguerra
exigían más un poder central fuerte que un
gobierno sin atribuciones. En la cumbre del
prestigio y la fama, después de los triunfos
militares, Washington tuvo que hacer frente
a los problemas de la reconstrucción
nacional. Por un lado se negó a aceptar la
corona que algunos notables le ofrecían,
dedicándose a combatir la reacción
monárquica de algunos sectores del país, y
por otro proclamó la necesidad de establecer
una constitución.
Su
postura federalista, defensora de la
implantación de un poder central eficiente
que defendiera los intereses americanos en
el exterior y equilibrara las tendencias
partidistas de los territorios, supo
conciliarse con la de los republicanos,
partidarios de conservar la independencia
política y económica de los estados. El
acuerdo entre ambos grupos fue expresado por
la Constitución del 17 de septiembre de
1787, la primera carta constitucional
escrita que reguló la forma de gobierno de
un país. Una vez más, las dotes de
organización y dirigente de Washington
hicieron que las esperanzas fueran puestas
en él, y el Congreso lo eligió como primer
presidente de los Estados Unidos en 1789.
La
prudencia, la sensatez y sobre todo un
respeto casi religioso a la ley, fueron las
notas dominantes de sus ocho años de
gobierno. Al elegir a los cuatro miembros de
su gabinete, Thomas Jefferson en la
Secretaría de Estado, el general Henry Knox
en la de Guerra, Alexander Hamilton en la
del Tesoro y Edmund Randolph en la de
Justicia, Washington estableció un cuidadoso
equilibrio entre republicanos y federales,
el cual posibilitó la puesta en marcha del
aparato que habría de coordinar y dirigir la
administración del país. Para hacer frente a
los graves problemas económicos por los que
éste atravesaba, aplicó una férrea política
fiscal y se esforzó por asociar los grandes
capitales con el Estado, a fin de
comprometerlos en la estabilidad de la
nación. Con idéntico objetivo creó el Banco
de los Estados Unidos y, a fin de promover
el desarrollo industrial, dictó una serie de
medidas proteccionistas que le valieron el
apoyo de la burguesía.
Elegido
para un segundo mandato en 1793, ante sus
dudas fue Jefferson quien le convenció de
que aceptara el cargo nuevamente. En esta
segunda etapa de gobierno tuvo que abocarse
a serios problemas, como el suscitado en el
Oeste por la oposición a los impuestos sobre
el aguardiente, que originó en 1794 una
sublevación, conocida como Whiskey
Rebellion, la cual fue reprimida por las
tropas enviadas por orden del presidente.
Otro
elemento de desgaste fue el choque entre
Jefferson y Hamilton, motivado por la
radicalización de la Revolución francesa y
el conflicto armado que asolaba Europa.
Mientras que el secretario de Estado se
inclinaba por el apoyo de Estados Unidos a
la Francia revolucionaria, el secretario del
Tesoro defendía la neutralidad ante la
contienda. Washington, que al principio
había tratado de mantener la armonía entre
ambos, apoyó, una vez declarada la guerra
europea, las posiciones de Hamilton y se
decidió por la neutralidad. No tardó mucho
tiempo en declarar sus simpatías pro
británicas, a pesar de la enorme deuda que
su país tenía con Francia, y ello trajo como
consecuencia el debilitamiento de las
relaciones con esta nación. Thomas Jefferson,
por su parte, manifestó su disconformidad
abandonando el gobierno y, ya desde la
oposición, se opuso al centralismo del
presidente.
Así fue
cómo la estrella política de Washington
comenzó a declinar hasta ensombrecerse
totalmente cuando se conocieron los términos
de un acuerdo comercial firmado por Gran
Bretaña, el Tratado Jay del 25 de junio de
1794, que provocó fuertes discusiones en el
parlamento y una real merma de la
popularidad presidencial. Aun así, fue
elegido por tercera vez para ocupar el
poder, pero en esta oportunidad se negó
tajantemente, aduciendo que quería volver
con su familia y a la paz de la vida
privada. En realidad, le frenaba el miedo a
la tentación dictatorial que desvirtuaría el
origen democrático de su lucha por la
independencia, y no dudó en regresar a su
plantación de Virginia.
Los dos
últimos años de su vida, ya en la
declinación de sus facultades físicas, los
dedicó a cuidar de su familia y sus
propiedades, salvo una breve interrupción en
1798, cuando se le nombró comandante en jefe
del ejército ante el peligro de una guerra
con Francia. En el invierno siguiente,
Washington regresó a su casa agotado por una
cabalgata de varias horas, por el frío y la
nieve. Una aguda laringitis lo llevó a la
muerte el 14 de diciembre de 1799. El
prohombre de la independencia, el que fue
«el primero en la guerra, el primero en la
paz y el primero en el corazón de sus
compatriotas», enfrentó el final con su
serenidad característica, la misma que le
había permitido afrontar el peligro de los
campos de batalla con absoluta tranquilidad.
Como escribió Jefferson, era un hombre
inaccesible al temor.
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